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Entonces su existencia cambió. Espoleada por la desaparición de su hijo, la muchacha tomó la decisión de no resignarse para siempre a su sumisión. Con el rabiar de su sangre, ese magma espeso y terco que fluía dentro de ella desde antes de nacer y con el eco de aquella libertad de la que le había hablado aquel desconocido, Eitana decidió escapar de aquella domus apenas tuviese fuerzas para correr. Nada le importó el collar soldado a su cuello con el nombre de su dominus, ni su destino, ni siquiera el comentario de Doma, quien decía haber visto un búho en el jardín, signo de un terrible infortunio. Nada le pareció más honroso que intentar luchar por una vida mejor, más allá de los peligros de la huida y del riesgo de ser asesinada o marcada con la palabra fug en su frente. Tenía que asumir aquel riesgo e intentar escoger un buen camino, y Eitana pensaba que Didico habría de ayudarla, porque lo sabía un hombre de bien que no la abandonaría a su suerte. Más valía morir intentando vivir que sobrevivir como si estuviese muerta.

Bien era verdad que durante aquellos años había aprendido a querer a Efren, a Doma y a Dolcina, pero la muchacha también había experimentado que cada uno tenía su destino y el poder de aprovechar su libertad y sus oportunidades. En su interior rugía una voz que la animaba a alejarse de ellos, a soltar amarras para intentar buscar la senda de su tierra, o quizá simplemente una vida mejor. A sus hermanas esclavas solo la unía el cautiverio, y a Efren una profunda gratitud por su trato, más allá de que siempre hubiese orquestado capítulos de enmascarada indiferencia hacia ella, sobre todo al llegar a la domus, cuando Eitana necesitaba acostumbrarse al dolor y a la falta de aprecio. El sirio la orientó con su amable severidad y la ayudó a construir una coraza que le fue indispensable para sobrevivir. Sin embargo, Eitana jamás dudó de su afecto y protección.

Solo a las esclavas decidió anunciarles su partida. El sirio no solo se habría opuesto, sino que hubiese tenido la obligación de impedírselo. Lo hizo la mañana antes de huir, poco antes de que Prisco les abriera el portón de la entrada para salir al Forum Holitorium, junto al Boarium, donde ella había sido vendida. Habitualmente, el primer día de la semana, dos de las tres esclavas abastecían a la domus de carnes, verduras, frutas y pescados, y al volver arrastraban un pesado carro de madera con salmonetes, atunes, morenas, carne de cabra, cerdo, liebres, legumbres y frutos del tiempo. Aquella mañana, a la hora prima, poco antes de que amaneciese en la ciudad, Eitana, acurrucada entre sus dos compañeras, las despertó con su voz. Las llamó varias veces con suavidad y luego les dijo:

—Tengo algo importante que deciros.

—¿Qué sucede, muchacha? Es muy pronto todavía. Aprovecha y descansa —preguntó Doma todavía aferrada al sueño.

—Quiero que sepáis que os quiero como he querido a mi madre.

Hubo silencio en la oscuridad, y ninguna de las dos contestó. Después de unos instantes, despabilándose en su manta, Dolcina dijo:

—No hace falta que digas esas cosas… Durmamos un poco más.

—Espera, quiero deciros algo más.

—¿Qué quieres, muchacha? —rezongó Doma.

—Hoy saldré al mercado y no volveré.

—¿Qué dices? —se alarmó volviéndose completamente.

—Me iré para no regresar y quiero que sepáis que todo hubiese sido mucho peor sin vosotras.

De pronto, las otras dos esclavas se apretaron a Eitana, completamente desenmarañadas del sueño.

—¡Has perdido el juicio! —le dijo Doma.

—No lo he perdido. Lo he recuperado.

—No sé qué tienes en tu cabecita, Eitana, pero si escapas tu destino será terrible.

—No más que éste.

Doma, que había crecido en las minas de Valdornia, en la provincia de Hispania, y Dolcina, que había sobrevivido a un lupanar por la caridad de Efren, probablemente sintieron retumbar sus recuerdos en sus almas y pensaron que la muchacha judía no solo era una ilusa, sino también una desagradecida.

—El amo te encontrará —le dijo Dolcina—. Tiene mucho poder, Eitana. Y si no lo hace, no tendrás donde reposar tu cabeza. Ninguna domus respetable de Roma cogerá a una esclava sin ninguna procedencia, y quien esté dispuesto a infringir las leyes será alguien que te ofrecerá el mismo futuro que a un animal que montarán a turnos y molerán a palos.

Eitana tragó saliva y sintió el temblor de las dudas.

—Saldré de Roma, alguien me ayudará.

—Nadie ayuda a una esclava, muchacha.

—El médico lo hará.

—¿Didico? —preguntó Doma.

—Sí, él. Él me ayudará. Estoy segura.

—¡Ese hombre no puede ayudarte! Comprometería su vida y su trabajo. Recapacita, muchacha. ¡Es un disparate!

—Tengo que correr el riesgo.

—Te estás condenando. El amo no perdonará una fuga. ¡Nunca podrás volver a esta domus!

—No lo haré.

—Seduce al amo, gánatelo de otra manera, como nosotras no supimos hacer y quizá algún día te dé tu libertad.

—No es un hombre bueno, Doma. Jamás, jamás…

No quiso continuar porque su certeza era la condena de aquellas esclavas, el desprecio a su futuro, la ausencia de esperanzas.

—Te arrepentirás hoy mismo de tu error —le dijo Dolcina.

Pero no pudieron convencerla. Aquella misma jornada, a la hora quarta, Eitana abandonó la domus acompañada de Doma, sin mirar atrás. Abrazó a Dolcina con sus ojos humedecidos y pasó por delante de Prisco como habitualmente, sonriéndole tímidamente, sin que él pudiese imaginar lo que tramaba.

Ni a Efren ni al juez llegó a verlos aquella mañana.

Las dos mujeres descendieron las callejuelas en dirección al Tíber, atestadas de gente que salía de las popinae después de su ientaculum, un desayuno abundante y copioso para resistir la jornada; o bien porque acudían a las letrinas públicas, o salían de las tonstrinae, donde los barberos calentaban de chismes la mañana. Otros hombres y mujeres simplemente comerciaban mientras los esclavos trajinaban de un lugar a otro, y los más afortunados acudían tempraneros a las termas. Las calles eran arroyos de gentes provenientes de todo el imperio, pululando entre tiendas, alumbrados por un sol que amanecía húmedo y pegajoso.

Llegaron al río, que fluía amarillento por los sedimentos arrastrados por el Aniene, y en sus orillas algunos hombres pescaban, mientras los niños se zambullían en sus espesas aguas y los barqueros se dirigían para atracar en el puerto. Las dos mujeres avanzaron hacia el Forum Holitorium, hormigueando entre la multitud, y allí Eitana abrazó a la vieja esclava con todo el afecto del mundo.

—Nunca te olvidaré —le dijo.

—No lo hagas, muchachita —le dijo con sus ojos lagrimeando por primera vez para ella—. Te estás buscando tu perdición.

—Estoy buscando mi vida, Doma.

Luego se giró, intentando contener la emoción, se cubrió la cabeza con una vieja palla, y dejó que la multitud la engullera.

La insula donde vivía el médico estaba bastante cerca. Eitana caminó tranquilamente hacia allí, ya sintiéndose un espíritu libre. La corriente humana que atravesaba apenas reparaba en ella, pero la joven muchacha ya había aprendido a reconocer sus fisonomías: sármatas de las estepas, cilicios, tracios, egipcios, árabes, sicambros, habitantes de la Palestina, como ella, incluso etíopes de piel de ébano y pelo trenzado que aportaban un exotismo bastante habitual entre rostros mediterráneos. Avanzando hacia su destino, sorteó a un malabarista que le sonrió mientras le caían los objetos del cielo sin que llegasen a tocar al gentío, y una calle más adelante un encantador de serpientes frente a una cesta de donde iba asomándose una cobra que buscaba las plumas de colores que colgaban de la flauta de su amo. Y sentados en las pequeñas aceras, vio algunos mendigos con sus piernas deformadas, pidiendo una limosna que probablemente saciarían en cualquier popina; hombres avanzando en mula, chiramaxia empujados por esclavos enjutos que transportaban a sus amos y, muy lejanamente, una impresionante lectica, llevada a hombros por ocho esclavos, lujosamente ataviada con esculturas, pinturas y guirnaldas de flores de vivos colores. Todos intentaban esquivar el tráfico de aquellas calles estrechas, un trasiego de olores que convulsionaba las avenidas durante las horas en que Roma burbujeaba su inmensa población.

Al llegar al edificio más de nueve meses después, le pareció mucho más enorme con la luz del día. Era como la mayoría, de ladrillo revocado de blanco y colmado de ventanas, semejante a un panal. Se asomó a la portería abierta y observó que ya no estaba aquel soldado retirado que muy probablemente Claudio Ulpio había hecho desaparecer degollado en el vertedero. Un hombre de aspecto nórdico y envejecido guardaba la entrada, pero apenas la miró cuando ella atravesó el portal. El fluir de sus habitantes era tan constante que su presencia no le llamó la atención. Entonces subió las escaleras y se dirigió al primer piso. Las paredes estaban estropeadas, con máculas de humedad, grasa y pintadas con dibujos y mensajes obscenos. Al llegar allí, cuatro puertas se expusieron ante ella, muchas menos de las que habría en los cuatro pisos superiores, y la muchacha golpeó la del médico un par de veces. Pero nadie le abrió. Siguió insistiendo sin resultados, una y otra vez, hasta que comprendió que no había nadie y que habría de esperar.

Se sentó en las escaleras y exhaló sus miedos. La gente subía y bajaba esquivándola, ignorando su presencia anónima. Entretanto, algunas esclavas bajaban con pesados recipientes de barro cargados con orina, que abocaban en una gran tinaja escondida en la portería. Sabía que la vida en las insulae era mucho más incómoda, mucho más difícil y recordó las advertencias de sus compañeras con recelo. Hasta que pasada la hora quinta, por fin decidió bajar y preguntar al nuevo portero sobre Didico, el médico, de quien no supo decirle nada, porque ni siquiera recordaba haberlo visto salir. Entonces Eitana le pidió poder seguir esperando en las escaleras y el viejo elevó sus hombros con desinterés y asombro, mientras continuaba mascando una ramita seca.

La muchacha hubiese escapado muy a gusto de la opresión de las paredes y de las miradas de aquella insula, pero quiso evitar salir a la calle y estar lo más protegida posible de alguna mirada furtiva. Entonces Eitana volvió a subir y se sentó erguida y atenta, dispuesta a concentrarse en su esperanza, hasta que pasado algún tiempo los transeúntes comenzaron a menguar cuando la esclava calculó que ya estarían en la hora sexta, la de la comida, que una gran mayoría hacía fuera de la insula. Pero no podía saber la hora exacta, porque no tenía el reloj de agua que había en la domus, el que goteaba dentro de un recipiente de vidrio superando diferentes niveles que marcaban el tiempo, y mucho menos se le habría ocurrido correr al Campo de Marte, donde el gran reloj encargado por Augusto proyectaba la sombra de un obelisco sobre una gran plaza revestida de grandes losas de travertino.

Sin embargo, bien supo que la jornada avanzaba, y que la hora octava probablemente ya se había consumido también.

Entonces, los nervios todavía no le habían desatado el miedo, pero la muchacha judía pensó que si en aquel momento corría hacia la domus, probablemente nada sucedería, porque el juez estaría a punto de llegar junto a Efren y nadie más que los esclavos habrían notado su ausencia. Sin embargo, rápidamente espantó aquella idea de su cabeza y continuó su espera.

Y fueron la hora nona, la hora decima y las dudas inquietaron su corazón y el ansia la empujó a la portería nuevamente, donde el viejo charlaba con algunos inquilinos que ya fluían nuevamente a sus cenacula, y la miraba con cierta desconfianza. Mientras tanto, ella caminaba en círculo, sin atreverse a salir, sin querer volver a subir, sin saber cómo ponerse, sin descifrar adónde ir si el médico hubiese salido nuevamente de la ciudad, temiendo que alguno de los que entraban hiciese alguna pregunta inconveniente que acabase por delatar su huida.

Pero todos sus pensamientos cesaron de golpe, como cuando la claridad de un cubiculum desaparece abruptamente porque un esclavo apaga sus lámparas, o como el brillo del sol punzando en los ojos cuando despunta al final del camino, ya desguarecido de la protección de la montaña. Todo quedó suspendido en su pecho, casi sin aliento, porque de pronto él estaba allí.

Era él.

Inesperadamente, de la nada, había entrado en la portería y había llenado aquel ambiente con su mirada, hasta clavarse en la de ella. Era él, Efren, la mano derecha de Claudio Ulpio.

Sus ojos eran fuego, y venía a buscarla.