Algo se quebró en su interior aquella noche y atizó su vida definitivamente. Tan joven y niña como era, con apenas dieciséis años, comprendió que no hay vida sin sentido, ni sentido sin dar la vida. No fue una iluminación, ni el relumbrón certero de los dioses, ni el susurro de los ángeles. No fue nada de eso. Más bien fue la lenta digestión de su dolor, el lento mascar de las jornadas entre desvaríos y treguas de sufrimiento. Así le habló Yahvé, tendida boca arriba sobre el suelo de la cocina y aliviada por los paños húmedos que le aplicaba Dolcina. Eitana se sentía como una de aquellas palomas que zureaban por los tejados de Roma, pero revoloteando sin rumbo, a punto de ser derribada por uno de aquellos guijarros que les lanzaban los niños cuando las tenían a su alcance.
Sabía que se consumía, y que día a día se deslizaba suavemente hacia la muerte. Y los demás miembros de la domus también.
El desangramiento, la infección y la apatía a una vida amputada de esperanzas la postraron gravemente enferma desde la noche del parto, mientras Claudio Ulpio parecía observarla indiferente, como si lo que agonizara jornada tras jornada fuese un perro o alguna otra mascota que no tenían. Pero las esclavas supieron que no era así. Dolcina y Doma comprobaron que la joven judía significaba mucho más que ellas para el dominus, mucho más por su belleza y por el reposo que proporcionaba a las postreras ansias de su edad, porque cuando Efren le dijo que había que traer un médico o salir fuera de la ciudad para enterrarla, el juez dio la orden inmediata de que Prisco corriese en busca del sanador.
Llevaba cinco días languideciendo, cinco jornadas apagándose como los candiles de los cubicula cuando ella no los llenaba de aceite. Al entrar en la cocina, lo primero que sugirió el médico a Claudio Ulpio fue que la tendiese en un lecho, algo que el dominus había obviado, acostumbrado a verla durmiendo por los rincones, y cuando la tuvo bien acomodada en el más pequeño y oscuro de los cubicula, abrió su alforja, extrajo sus utensilios de hierro y madera, algunas medicinas en pequeñas ánforas de barro y pidió una jarra de agua tibia. Mientras Efren y las otras dos esclavas observaban desde detrás, el sanador buscó su entrepierna y comenzó a trabajar sobre ella. Eitana apenas entreabría los ojos, apenas ni suspiraba. Solo sufría en silencio. Estuvo aproximadamente una hora con ella y, antes de irse, vació una de sus ánforas goteando sobre su boca abierta, como el agua de las fuentes chispeaba sobre los cántaros. Dio la orden a Doma de que le diesen mucho de beber y dijo que poco más podía hacer entonces.
Sin embargo, al día siguiente regresó. El rostro macilento de la muchacha era el mismo, pero esta vez Eitana parecía más lúcida y respondió lerdamente al saludo del médico. Parecía que aquella jornada podía estar más receptiva y el hombre pidió a las otras esclavas que abandonaran la habitación. Cuando se quedó a solas con aquella joven cautiva que tenía el privilegio de ser visitada por un curador, le dijo la verdad con una sonrisa plácida y benefactora:
—Te estás muriendo, muchacha. A menos que luches por vivir, morirás. Yo ya no puedo curarte.
Eitana cerró los ojos y respiró profundamente la penumbra del cubiculum. Luego sopló suavemente unas palabras:
—No tengo fuerzas para hacerlo. Está bien así.
El hombre la miró con ternura y sujetó su débil mano con las suyas, como se cobija a un pajarillo que ha caído de su nido para intentar que no escape.
—Siempre hay motivos por los que vivir, muchacha.
—Usted no es esclavo —rasgó su voz.
—Todos somos esclavos y libres a la vez. En el fondo depende de nosotros.
Eitana se encontraba tan exhausta que ni puso intención de querer responder a su juego de palabras que entrañaba aquella paradoja extraña. Pero aquel hombre maduro, de cabello encanecido, tez oscura y piel bien rasurada continuó.
—No conozco tu vida, pero sé que has sufrido mucho, quizá mucho menos que tus compañeras de ahí fuera, o las que mueren en las minas o en los campos. Yo he visto morir a muchos inocentes, a hombres desfallecidos, a hombres y a mujeres como tú, hartos de malvivir entre injusticia, sacrificio y desprecio. No sé todo lo que has sufrido, pero es humano estar vencido. Es humano vivir así un día tras otro, sin descanso, sin treguas, sin esperanzas. No vengo a reprocharte nada, pequeña. Casi puedo imaginar tu dolor. Y lo comprendo.
El médico hizo una pausa y Eitana agrandó sus ojos, como si el sentido de la escucha se potenciara intentando abrir más los párpados.
—¿Qué te queda, pues? ¿Qué más te pueden arrebatar en tu vida? Perdiste a tu familia, perdiste tu tierra, tu pasado, todo lo que tenías. ¿Qué más te pueden arrebatar? Dime.
—Nada, ya no me pueden quitar nada más —dijo lastimosamente.
—Pues yo, muchacha, te digo rotundamente que no —pronunció con afecto, acariciando su mano—. Te han arrebatado todo, te han dejado sin nada. Pero todavía hay algo que jamás podrán arrancarte si no quieres.
Hizo una pausa, la miró a los ojos y le dijo.
—Jamás podrán quitarte la libertad si no quieres.
—¿La libertad? —agitó negativamente su cabeza—. ¿Quiere compadecerme con engaños?
—No, escúchame. Solo intento hablarte de una libertad que nunca podrán arrebatarte, de una libertad que no perderemos si no queremos. De una dignidad que nos enaltece ante Yahvé y nos honra ante los demás, estemos como estemos, hagamos lo que hagamos.
—¿Es usted judío?
—Mis padres lo eran. Yo ya no sé qué soy. Solo sé que intento ser libre, todo lo que puedo.
Eitana se inquietó en su lecho, como si la sangre comenzase a fluir nuevamente por todo su castigado cuerpo.
—No sé de qué libertad habla —se desgarró una imperceptible voz en la oscuridad—. Usted no es esclavo, usted no es forzado por las noches, a usted no le arrebatan los hijos nada más nacer…
—No te confundas, muchacha. No te hablo de esa libertad. Te hablo de la única libertad que hay, que es la de poder elegir un camino u otro, la de poder escoger lo mejor para cada uno. Y tú me dirás: ¿qué dice este médico? Se sigue burlando de mí. Si fuese tan libre, ¿por qué no me levanto y salgo de esta domus hoy mismo? ¿Por qué no lo hago? Pero la libertad de la que te hablo, muchacha, es la de elegir entre lo mejor o lo peor, en la circunstancia en que uno esté, sea la que sea, incluso en condiciones tan terribles como la tuya, ¿entiendes? No se trata de poder hacer lo que yo quisiera, sino lo mejor para mí en ese momento.
El médico observó entre la opacidad los ojillos alargados de la muchacha suavizándose, llenándose de un sosiego nuevo.
—Nuestra libertad solo es perfecta cuando la orientamos hacia nuestro Creador, hacia el único que nos sostiene. Incluso no importa qué nombre le demos a ese dios, no importa que lo llamemos Júpiter, Mitra, Marte, Venus, Isis o Yahvé. No importa. Intenta elegir lo que es mejor para ti, elige bien y estarás ejerciendo plenamente tu libertad.
Eitana no contestó, solo se mantuvo atenta, intentando comprender.
—Serás verdaderamente libre cuando seas capaz de elegir lo mejor entre muchas otras opciones. Entonces serás libre, solo entonces, estés como estés, estés donde estés, y cuando lo hagas estarás dirigiendo tu mirada hacia Yahvé.
El médico intentaba entibiar sus palabras mientras observaba el rostro incrédulo pero anhelante de la muchacha.
—¿Por qué me dice todo esto? —susurró apenas.
—Ya te lo he dicho, porque sobrevivir depende solo de ti, porque solo vivirás si decides hacerlo libremente, si decides que solo tú puedes hacerlo porque nadie puede robarte tu libertad.
—No quiero ejercer mi libertad. No sé si tengo fuerzas para seguir sufriendo como hasta ahora.
—Debes luchar por aquello que puedes cambiar. Yahvé te observa desde lo alto y tú puedes. ¿De dónde viene la fuerza para ser libres? La fuerza viene del Creador, de ese espíritu que alienta a los hombres desde tiempos inmemoriales. Él consuela nuestras penas, él estimula nuestro espíritu, él nos arrebata de valor para afrontar la vida y la muerte. Libres, completamente libres, y esto te debe llenar de esperanza.
En su vida comenzaba a avivarse su espíritu y el anhelo de que aquel sanador de almas continuase crecía cada vez más.
—A veces nos esforzamos en ver a Yahvé con nuestros ojos, pero debes aprender a observarlo con el corazón. Busca en tu lodo, en toda tu pobreza, en tu hambre, en tu dolor, y si lo haces con el corazón, su presencia aligerará tu yugo.
—Creo que así ha sido hasta ahora —susurró.
—¿Pues entonces?
—Simplemente ya no puedo más, no puedo. Yahvé me ha dado una vida demasiado dura.
—¿Acaso el niño comprende las razones de su padre cuando lo abandona toda la jornada para ganarse el pan? ¿Acaso comprende todas sus decisiones y sus penas? ¿Acaso lo hacías tú?
—No, claro que no.
—Pues yo te digo que Yahvé te ofrece este duro yugo como si fueses una niña. Todo tiene una razón de ser, y nada de lo que nos sucede es ajeno a él. Y si te toca morir, hazlo libre, con dignidad, sabiendo que siempre hay alguien que te observa, alguien a quien das ejemplo no hincando la rodilla, demostrando que mueres porque eres libre, actuando como es debido. Nadie podrá arrebatarte tu dignidad al hacer lo que crees que es justo. Pero si decides vivir puedes hacerlo convencida de que, aun en tu esclavitud, seguirás siendo libre para elegir lo mejor para ti a los ojos de tu Creador. Y eso te iluminará ante los demás.
Los ojos de Eitana se llenaron de lágrimas, mientras gimoteaba en silencio los trances de los últimos años. Al médico, la penumbra le empañaba su pena, y aquello aliviaba el pudor de la muchacha. Estuvieron así un largo rato, mientras él sostenía su mano y ella rumiaba sus palabras. Luego Eitana le dijo:
—Gracias. Es usted muy bueno en su trabajo.
—Mi trabajo es servir, pequeña. Solo servir.
—Dígame su nombre.
—Oh, sí, Didico. Me llamo Didico.
A Eitana se le emborronó la piel. Era el médico que había ido a buscar la noche en que había sido forzada en el callejón. El mismo que había partido a Capua, de donde provenía el tribuno Julius, de quien todavía guardaba aquel anillo de plata que un día le había entregado moribundo.
—¡Oh! ¡Es usted!
—¿Me conoces?
La muchacha se inquietó, se mordió sus labios pálidos y, pasados unos instantes, le dijo:
—El juez me envió un par de veces a su casa. La última fue por la noche, cuando su portero me hizo esto.
El médico se quedó mirándola, intentando interpretar. Luego le dijo:
—No te preocupes por él, ya no está. Lo encontraron muerto hace unos meses.
Eitana no se sorprendió. No sintió ni alivio ni alegría, simplemente corroboró sus sospechas. El juez había ajustado cuentas, sin más.
—Ahora debes descansar, ¿de acuerdo?
Ella asintió.
—Piensa en lo que hablamos.
—De acuerdo.
Luego se fue, y Eitana se quedó rumiando todo aquello que le había dicho, todo aquello que le había abierto a su razón y a su corazón. Y algunas jornadas después, cuando su cuerpo comenzó a brotar de nuevo, no cesó de pensar en el capricho del destino, en lo extrañas que parecían a veces las cosas: la ausencia de aquel médico había hecho peligrar su vida, pero su presencia había venido a salvarla.