19

Las primeras jornadas de martius del año 58 ya Eitana apenas podía levantarse del suelo de la cocina. Pasaba gran parte del día tendida sobre su manta, mientras Dolcina y Doma intentaban suplantarla en sus quehaceres. Sin embargo, cuando Claudio Ulpio volvía de la Basílica Julia, no le gustaba verla ociosa y la muchacha deambulaba por la casa bamboleándose con pasos pequeños, emprendiendo tareas sencillas que ella misma pudiese hacer. Cambiaba el aceite de las lámparas, cargaba leña a los fogones, arreglaba todos los braseros de la dominus, lavaba cacerolas, sartenes, ollas, morteros, y luego lustraba su bronce; mantenía el triclinio, enluciendo la mesa redonda de madera con sus tres patas de felino, quitando el polvo al armario y vaciándolo de cálices, copas de vidrio, tinteros y balanzas; pasaba el escobón por los mosaicos… Hasta que sentía que las piernas se le arqueaban y ya no podían sostenerla erguida. Y se tumbaba.

Sin embargo, cuando Efren entraba en la cocina y veía a la esclava tumbada sobre el suelo, le sonreía y le hablaba con ternura.

—No te preocupes, todo saldrá bien. Descansa.

Pero Eitana sabía que las cosas no podían salir bien de ninguna manera. La muchacha sabía que muchas mujeres morían desangradas en el parto y que, más allá de su suerte, su hijo correría un destino semejante al del bebé de Leticia Marcelina. Nada podía salirle bien, y apenas podía digerirlo. Tendida boca arriba, observando el blanco estucado del techo, sentía fluir su vida hasta desvanecerse. ¿Qué había sido de su ímpetu? ¿Qué había sido de su coraje? Todo parecía licuarse en el cotidiano sometimiento, entre el miedo y la resignación, entre la rabia y la prudencia. Ya no era la misma que había atravesado el portón de la domus hacía tres años. Ni tenía la inocencia, ni tenía el temple, ni tenía la fuerza. Allí, extendida con su vientre pesándole otra vida, creía que ya todo le daba igual, y que ella también hubiese podido ser lanzada al Tíber o encerrada en una cripta como Livia, la única hija del dominus. La anemia vital en la que se encontraba, la extenuación imposible que doblegaba toda su voluntad, tampoco podía augurarle nada bueno, y sentía que nada le importaba, que no podía más y que su vida se le consumía como el pábilo de un cirio.

En su interior todavía titilaban las últimas palabras de su padre: nunca dejes de luchar, Eitana, sé fuerte, no te rindas, mira siempre hacia delante, hazlo por mí, por mí, por mí, por tu sangre… No debía olvidar que ella era Eitana, fuerza y valor, Eitana, Eitana, como la había nombrado su abuela al nacer. Su eco eran empujones de audacia y los alaridos de un arresto escondido se le hacían presentes.

Hasta que se estrellaban contra la realidad.

Se consumía agotada, y ese colapso lo desfiguraba todo, lo disipaba todo y apenas podía divisar más allá de aquel niño al que no sabía por qué ya amaba. Aquel fruto del estupro, engendrado entre la oscuridad, los orines y la violencia de un rufián; aquél que había sobrevivido a los golpes de su dominus, aquella criatura que podía costarle la vida, aquel rostro que no debía intentar reconocer, porque nunca lo vería, nunca estaría junto a ella, nunca sería nada más que un esclavo que acabaría su existencia ahogado o abandonado; aquella vida insignificante que no podía dejar de rondar su cabeza, y sentir amor, un amor y una piedad inexplicables para ella, y que la marchitaban aún más rápido.

Pero debía olvidarlo. Se lo repetía una y otra vez: debía olvidarlo.

No cesó de repetírselo la tarde de martius en que ya no se pudo poner en pie. Efren y Claudio Ulpio la encontraron así al entrar en la cocina cuando volvieron del Foro. El sirio solía entrar a visitar a la joven judía desde que estaba mal; el dominus lo hacía porque estaba pendiente de un desenlace que quería resolver cuanto antes.

—Falta muy poco, mi amo —dijo Doma con su cabeza entre las piernas de Eitana.

—¿Cuánto?

—Es imposible saberlo, amo. Pero poco.

La judía aguantaba el dolor comprimiendo su cara hasta desfigurarla, tragándose unos gritos que acababan siendo exhalados como gemidos.

—Avísame cuando esté aquí —le dijo retirándose—. Vamos, Efren.

El sirio miró con clemencia a la muchacha y luego a Doma. Ésta asintió con la cabeza, corroborando que todo iba bien. Luego le dijo a la muchacha:

—Hoy no me iré. No me iré hasta que todo haya acabado.

A Eitana le hubiese gustado agradecérselo, pero solo movió la cabeza mientras la mueca de su boca mostraba toda su dentadura constreñida.

Luego el sirio siguió al juez.

Eitana estuvo rabiando varias horas, dando puñetazos contra el suelo mientras se desgarraba entre quejas inevitables. Dolcina bañaba su cara con paños humedecidos, mientras Doma la animaba a esforzarse, a empujar, a intentar que aquella simiente fuese parida a un mundo que lo despreciaba antes de nacer. La sangre espesa goteaba entre sus piernas y empapaba la manta de la muchacha. Luchaba con toda la fuerza que le quedaba, con la ayuda de Dolcina presionando su vientre y Doma manipulando su bragadura. Entonces el pequeño comenzó a asomar su coronilla negra, hasta que media hora después su cuerpecillo estuvo fuera entre alaridos de parto.

Doma repitió lo mismo que había hecho apenas unos años atrás con la niña de la domina: cortó el cordón umbilical con un cuchillo y sacudió al bebé con unas palmadas en las nalgas, mientras lo sostenía de las piernas como a un animalito. El pequeño tardó en berrear, pero en cuanto lo hizo su estrépito inundó la cocina.

—¿Qué es? —preguntó Eitana delirando de agotamiento, apenas sin poder sostenerse con los ojos abiertos.

Doma había envuelto al crío embadurnado de una babaza sanguinolenta en unos trapos de lino, y en aquel momento se disponía a dejarlo en el suelo.

—¿Qué es? —insistió agónica.

Pero la esclava no contestó.

—Es un niño, Eitana. Es un niño —le dijo Dolcina.

—¡Cállate, estúpida! —la reprendió la otra—. Es mejor que no sepa nada sobre él.

—Acércamelo, Doma —suplicó la muchacha—. Quiero verlo aunque sea una vez.

—No hagas eso. Será tu perdición. Lo sé muy bien.

—No me importa, no me importa. Por favor.

El niño lloraba lastimosamente en el suelo, lejos de Eitana, enrojecido, con la boca bien abierta y sus ojitos cerrados y alargados.

—Por favor, te lo suplico, solo una vez.

—Déjala, Doma. Es su hijo.

—No es nada, y tú lo sabes igual que yo. Este crío no es nada. Mucho menos que nosotras.

—Déjamelo tocar, déjame rezar junto a él, por favor.

—Reza desde allí por él, muchacha.

—No, no, tráemelo, Doma.

La esclava de cara vencida y arrugada cambió su semblante y una leve compasión sombreó su rostro. Entonces se dirigió a Dolcina y le dijo:

—Ve a llamar al amo, rápido.

—No, no. Espera, te lo suplico —dijo elevando su lánguida voz—. Quiero verlo, Doma. Solo una vez, solo una. Te lo estoy suplicando, mujer.

—No lo haré. Perdóname, Eitana.

Cuando la de Traconítide se disponía a salir de la cocina, Claudio Ulpio apareció seguido de Efren. Su cara de repulsión al ver a la muchacha contrastó con el mohín de tristeza del hombre que alguna vez había sido un conocido gladiador.

—Es un niño, amo —le dijo Doma al verlo.

—Déjamelo.

Dolcina se dirigió hacia donde estaba berreando el pequeño, se agachó y lo tomó entre sus brazos. Lentamente avanzó hacia el dominus.

—Déjemelo ver —aulló dolorosamente Eitana—. Por lo que más quiera…

—Cállate, necia —le contestó el juez.

—¡Se lo suplico! —lloraba la muchacha—. Por favor…

—¡Que te calles! —le repitió propinándole una patada en una de sus piernas.

La de Traconítide, cuando estuvo frente a Claudio Ulpio, extendió sus brazos y le mostró al neonato gritando. El juez lo observó con vacilación, como si estuviese intentando reconocerse en él. Ladeó la cabeza mientras lo estudiaba, se llevó la mano a la barbilla, quizá dubitando, quizá todavía algo incrédulo. Después se volvió y se dirigió a Efren:

—Quiero que te deshagas de él.

El sirio abrió los ojos y su semblante tembló como si su enemigo fuese el más atroz de los luchadores de la arena.

—Quizá…

—No me importunes, Efren —lo interrumpió bruscamente—. Cumple lo que te ordeno.

—De acuerdo —contestó asintiendo con la cabeza, pero sin convencimiento.

—Dirígete al Forum Holitorium y abandónalo en la columna lactaria —le indicó al sirio en voz baja, como reprimiéndose, como ocultando su debilidad—. Que suceda como con otros niños: quien lo recoja, que se lo quede.

—Así lo haré, si es su deseo.

—Lo es. Prefiero que sea así.

Eitana gimoteaba sin más fuerzas para gritar, mientras Doma se había arrodillado para intentar lavar su herida con una jarra de barro para luego aplicarle algunos ungüentos. El desvarío de la extenuación ya no le permitía asirse a la realidad, pero en su conciencia habían quedado impresas las palabras columna lactaria, de la que había escuchado hablar alguna vez a las esclavas. Era el destino de los no deseados, de los deformes, donde los abandonaban por la noche a su suerte, para que con fortuna alguna mujer los amamantase o para que acabasen de extinguirse allí, solos, sin pasado ni futuro, envueltos en harapos.

—Asegúrate de que esté bien —balbuceó la muchacha.

Pero nadie pudo entenderla. Sus palabras nacían muertas, extenuadas, quizá como su primerizo, condenado a la noche.