16

El recuerdo de aquella noche fue enterrado en su memoria, como tantas otras tristezas que sepultaba sin más, tan solo para ella, endureciendo su corazón. Nada se atrevió a decirle al dominus, nada se atrevió a decirle a nadie, porque a nadie le hubiese importado nada y a quienes les hubiese importado nada hubiesen podido hacer más que compadecerla en silencio. Simplemente calló y dejó que su memoria se encargase de licuar aquel recuerdo hasta que desapareciese, como si jamás hubiese sucedido, como si aquella noche hubiese sido un mal sueño que acabó de la manera que ella había imaginado, simplemente sin más, con la esposa del senador Naevius Marcus subiendo a su palanquín soportado por esclavos, con el juez malhumorado por el contratiempo y con el resto de los invitados consumiendo la noche hasta que los candiles lo hicieron también.

Y lo habría dejado allí, bien dentro de ella, para siempre, si su cuerpo no se hubiese agitado de tal forma que su secreto fuera una evidencia, y la evidencia fuera una borrasca que estaba a punto de engullirla, como había sucedido con los muertos, como había sucedido con la domina, con Leticia Marcelina, poco después de que Dolcina llegase a la domus por intermediación de Efren.

—¿Qué es lo que te sucede, muchacha? —le dijo Doma.

—Nada.

—No es verdad.

—Estoy bien.

Estaban en la terraza y, mientras la judía removía con un palo alargado una gran ánfora de ropa humedecida por la orina, las arcadas se le repetían una y otra vez. Doma y Dolcina extendían al sol del otoño otras prendas, y preparaban el brasero con azufre para blanquearlas.

—Pero no lo estás.

—Son solo algunos mareos, nada más —dijo ella.

—¿Mareos? —preguntó Doma—. ¿Desde cuándo?

—Desde hace algún tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé, varias semanas.

—¿Y esas arcadas?

—No sé, Doma. Antes no me pasaba, pero ahora así. Ahora siento estos ascos que antes me podía evitar. Ya pasarán.

Dolcina dejó de manipular el tendido y miró a Doma alarmada.

—¿Cuánto hace que no sangras, muchacha? —insistió.

Eitana, sin dejar de remover, miró a su compañera sorprendida, sin entender.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Cuánto tiempo, muchacha?

—No sé, meses.

Entonces Doma se abalanzó sobre la joven y le palpó el vientre sobre su holgada túnica y su rostro se transformó.

—¡Por todos los dioses, muchacha!

—¿Qué sucede? —se alarmó sinceramente.

—Tu vida está en peligro, Eitana.

La de Betsaida estaba angustiada, acuclillada sobre los ladrillos que cubrían la terraza, masticando el miedo que relampagueaba en los ojos de sus dos compañeras.

—El juez se pondrá furioso —insistió Dolcina.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Ahora ya nada —comentó Doma.

—Y antes tampoco. ¿De qué manera?

—Deberías haberlo evitado. ¡Como si no lo supieras!

—Yo no sabía cómo hacerlo. Yo no soy como Dolcina, yo…

De pronto se interrumpió, dándose cuenta de que estaba a punto de lastimar. Pero la de Traconítide la completó:

—Dilo, Eitana. Una puta con mucha experiencia.

—¡Por Yahvé, Dolcina! Sabes que no quería decir eso.

—Pero es la verdad… Lo fui, y a mí no me hubiese sucedido.

—Simplemente quería decir que tú sí sabías cómo evitarlo. Te enseñaron cómo hacerlo. Tú sabías cómo actuar, incluso estabas segura de tu preñez. Pero yo…, yo… ¡Si ni siquiera había comprendido lo que me sucedía hasta ahora!

—A ti no te hacía falta saber más, Eitana —dijo Doma—. Por eso el dominus no te obligó a tomar nada.

—Pero ¿por qué?

—Lo sabes de sobra, muchacha. Te lo conté hace poco. El palus se llevó su hombría y todos sus hijos, y por eso…

De pronto se interrumpió y se mordió los labios, como si hubiese hablado de más, como si ya hubiese sido suficiente como para que ella entendiese la evidencia.

Pero los nervios aletargaban su agudeza, y a Eitana le costó comprender.

—Por eso ¿qué? ¡Por Yahvé! ¡Ya basta de silencios!

—¡Qué necia estás, muchacha! —intervino Dolcina—. ¿Cómo no lo entiendes? Al menos que podamos evitarlo, el dominus sabrá que te ha disfrutado otro.

Eitana abrió los ojos como dos ventanales desprovistos de sus cortinajes. Como si hubiese tenido un fogonazo, abruptamente comprendió y recordó.

—¡No es posible! —exclamó.

—Sí lo es, Eitana —le dijo Doma—. No sabes cuánto te has equivocado.

—¡No fue mi culpa! —dijo negando con la cabeza insistentemente, desesperándose de angustia—. No lo fue, os lo aseguro.

—No importa de quién es. Lo que importa es que el amo lo crea.

Las manos de la muchacha comenzaron a temblar y, como su nerviosismo aumentaba, se puso en pie para divisar los tejados rojizos de las domus y los muros de las insulae que se erguían entre un entramado organizado de calles. El blanco de las casas, el titilar del bronce en algunos templos lejanos, todo se mezclaba ante sus ojos.

—¡Solo fue una vez! ¡Solo una, Dolcina!

—No importa. Eso basta. Efren debería haberlo sabido.

—¿Efren? ¿Qué estás diciendo?

—Sí. ¿Quién si no? Dime.

—Tú no lo conoces —dijo la muchacha de espaldas a las dos, sin retirar la vista de la ciudad—. Ni yo tampoco.

Fue la primera vez que Eitana confesó lo que le había sucedido aquella noche, casi cinco meses atrás. La judía todavía no podía comprenderlo, pero las dos ilotas pronto sospecharon que, si aquel niño llegaba a nacer, estaría condenado a desaparecer.

—¡Ha pasado demasiado tiempo para poderse deshacer de él! —dijo Doma.

Eitana acarició su vientre y elevó su mirada hacia lo alto en silencio. Luego agregó:

—Yo no podría hacerlo.

—No importa lo que quieras tú. ¡Eres una esclava!

—No importa. No podría… Aunque quisiese y pudiese, creo que no podría.

—Será lo que tenga que ser —agregó Dolcina—. Pero da igual. Ni ruda, ni mirto, ni ninguna otra hierba acabará con esa barriga. Quizá solo una buena paliza, pero tu vida correría peligro.

—¡Él no podrá soportarlo! —agregó Doma—. ¡Él mismo acabará contigo!

—Le diré la verdad, simplemente la verdad.

—No te creerá. Se lo deberías haber dicho aquella noche. Ahora ya no te creerá. Y aunque lo haga, ese niño…

—Efren me ayudará, estoy segura.

—Efren no puede hacer nada para espantar las maldiciones. Y él muchísimo menos.

La muchacha miró a ambas perpleja, sin comprender.

—¿De qué maldiciones habláis? Quiero saber de una vez de qué maldiciones habláis.

—No es bueno mentar a los muertos —dijo Doma—. ¡No sé ya cómo decírtelo!

—¡Si me has contado la historia de Livia! ¿Por qué no puedo saber lo demás?

—Porque la niña vino a ayudarte, pero Leticia Marcelina ha vuelto a envenenarte.

—¡No es verdad! ¡No es verdad! —sacudió la cabeza Eitana.

—Sí lo es, y el juez también lo sabrá.

El silencio las acarició a las tres, y cada una volvió a su oficio. Eitana revolvió con fuerza el orín, mientras algunas lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas. Sabía que el dominus le daría patadas y cachetazos, como cuando se encrespaba por cualquier infortunio, y aquel hijo de la desgracia, aquella simiente de la maldad, sería escupido por su entrepierna muerto a golpes. Era un hecho. Y quizá ella acabase yéndose con él.

De pronto, la desazón empujó un llanto como el que había vaciado ante el suplicio de su padre.

—Quizá, quizá… —balbuceó la muchacha—. Quizá busque a aquel soldado y…

—Al soldado le dará igual, del todo igual —dijo Dolcina—. Él no permitirá ningún niño en esta domus, y no porque sea de una esclava.

—¿Por qué, Dolcina? ¿Por qué?

Nuevamente callaron las dos, intercambiando miradas, y se mordieron los labios.

—¿No entendéis que necesito saber? ¿No entendéis que me volveré loca?

—Le juramos al amo no volverla a recordar en la domus —dijo Dolcina—. Su espíritu es poderoso.

—¡Pero si ahora mismo lo estáis haciendo! —exclamó deteniendo su actividad, con su rostro cobre humedecido e hinchado por las lágrimas.

—No es lo mismo. No queremos recordar lo que pasó, no queremos volverlo a nombrar.

Eitana las miró con tristeza, meditó sus palabras y luego les dijo:

—¿Vais a permitir que su sombra acabe conmigo?

—No podemos evitar tu mal, muchacha. Nada de lo que te contemos cambiará tu desgracia.

—Solo quiero saber. Fuera de la domus, como supe de la niña Livia.

Ambas volvieron a callar, mientras escurrían túnicas y togas, para extenderlas junto a las demás.

—¡Por favor! Os lo suplico.

—Mañana cuando vayamos al mercado te contaré la historia —dijo por fin Doma.

—¡No lo hagas! —gritó Dolcina.

—¡Da igual! Ni lo haré en la domus, ni la maldición era por su recuerdo. Solo era por el niño. Solo por el niño.

—¿Qué niño? —preguntó Eitana.

—Terminemos con esto, muchacha, que ya he hablado demasiado —acabó por decir Doma—. ¡Que todos los dioses te protejan! Mañana sabrás tu desgracia. Pero fuera de la domus, donde ella no pueda escucharme.