Desanduvo el camino corriendo, sabedora de la cólera del juez cuando le dijese que el médico no estaba. Debía llegar cuanto antes para que no esperase más infructuosamente, para que intentase localizar a otro sanador, o bien para que simplemente la insultase delante de todos buscando una víctima, alguien que diera cuentas del tormento de Flavia, la esposa del senador, aunque ella estuviese convencida de que a aquella mujer no le sucedía nada, absolutamente nada que no se solucionase en la letrina de la domus y con algunas hierbas digestivas.
Sin embargo, ella era solo una esclava y, por supuesto, no tenía opinión, por ello había corrido en busca del médico, ese médico que también le habría dicho lo que Claudio Ulpio y todos sabían, que aquella mujer había comido hasta hartarse y ni siquiera había vomitado una vez. Pero solo bastaba la opinión de un médico, y ese médico estaba en Capua y el dominus se pondría furioso si llegaba tarde y sin él.
Por eso optó por el callejón, aunque Doma siempre le hubiese advertido que por la noche evitara los pasajes estrechos, que los mendigos y borrachos dormían tirados por los rincones. Pero Eitana supo que debía hacerlo, porque Claudio Ulpio quería quedar bien con aquel senador, porque sabía que no le importaba nada la indigestión de aquella mujer atiborrada de buena vida, sino los contactos, su relación y, claro estaba, el beneficio que él sacaría de ella. Por eso acortó el camino, más allá de que su corazón palpitase como un tambor, más allá de que la penumbra fuese tan espesa que debía ir tanteando las paredes e inhalando un hedor tan intenso a excrementos y a orines que la muchacha sentía que le faltaba la respiración. Sobre la calleja, los enormes edificios de las insulae le daban el aspecto de un desfiladero tan estrecho que casi podía tocar ambos muros si estiraba sus brazos, mientras que, desde las alturas, los vecinos podían perfectamente llegarse a dar las manos o escupirse agravios a la cara.
Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a las sombras y su paso se hizo más ligero sobre el empedrado. Pudo distinguir perfectamente el contorno de la siguiente esquina gracias al centelleo de unas ventanas, y recordó que a partir de allí solo existían cómodas domus, y dos calles más allá, la del juez exultaba el júbilo del banquete.
Pero de pronto algo la sobresaltó. Detrás de ella, en las fauces de Roma, el murmullo de lo desconocido, el chasquido de lo invisible, la certeza de una presencia sacudió su mente. El rasguño del miedo hirió su espíritu decidido y su respiración comenzó a temblar.
Sus piernas corrieron sin que ella lo decidiese primero, mientras intentaba domar su pánico pensando que se trataba de un perro, de algún gato o quizá simplemente de una repugnante rata. Cuando llegó a la esquina, la claridad de la noche permeó más fácilmente sin la altura de las viviendas y Eitana sintió que su corazón exhalaba toda la tensión al haber abandonado el estrecho callejón. Pudo ver entonces que nadie la seguía y su trote se hizo menos angustioso. Distinguió los tejados, las luces de los ventanucos que se asomaban fuera de las domus, los mosaicos, las pintadas sobre los muros, la sinuosidad de la callejuela que torcía hacia la derecha.
Avanzó cada vez más segura, pero apretando los dientes, imaginando la cara del juez, ansiando que el cansancio y el vino evitasen que aquella noche se desahogase sobre su cuerpecillo, mientras ella tendría que animarlo con caricias, forzando una mueca lasciva a la que ya se había acostumbrado con vergüenza y humillación. Imaginó a sus hermanos intentando no olvidar su rostro, a Joel ya haciendo el trabajo de su padre y a su madre tumbada boca arriba en su jergón, observando el cañizo de barro y paja, quién sabía si junto a alguien más, quién sabía si todavía en Julias, quién sabía si todavía pensando en ella. El céfiro de la noche también habría cubierto su Betsaida y también habría silencio junto al Genesaret, aunque allí no hubiese miedos, aunque allí no tuviesen su desasosiego. Quizá otros, pero no la zozobra de su esclavitud.
Ya estaba en la calle de la domus, ya casi podía distinguirla como la primera vez, como cuando llegó siendo casi una niña dirigida por Efren. Alcanzó la última intersección de las calles y, a lo lejos, en el paso que se alargaba a su derecha, oyó el rodaje de un carro, el relampagueo de palabras que se evaporaban en la oscuridad. Pero Eitana no se asustó, más bien se sintió más segura. Probablemente, fuesen un grupo de esclavos recogiendo la basura de la ciudad a la luz de sus antorchas, o bien vigiles rondando alguna posada donde la apuesta a los dados y la borrachera hubiesen acabado en alguna reyerta.
Pero a ella aquello le daba igual y volvió a poner atención en su camino. Entonces supo que no estaba sola. En la esquina, a apenas quince codos de ella, en la calle que se iniciaba a su izquierda, un hombre la observaba desde la penumbra, como un león agazapado, rugiendo en silencio, solo con la mirada.
Era él.
El grito de Eitana se apagó rápidamente porque el hombre se lanzó sobre ella como el águila sobre una liebre desorientada, y con su enorme mano tapó su boca y la arrastró hacia la penumbra. Nada pudo hacer la muchacha para rebelarse, nada para poder desasirse de las garras que la remolcaron al trote hasta el siguiente callejón estrecho, oscuro y repulsivo.
—¿Creías que me ibas a dejar así, sin más, con toda la noche por delante? —le jadeó a la oreja mientras a ella ya le faltaba el aire—. El médico no estaba, ¡pero yo sí!
Entonces, con una habilidad acostumbrada, el portero de aquélla le levantó su túnica con la mano libre y de un enérgico tirón le rasgó el lino de su cintura mientras la muchacha se agitaba como una avecilla enjaulada.
—Deja de moverte o morirás aquí.
Entonces el ex soldado le hizo sentir el filo de un cuchillo en su cuello, mientras su manaza liberaba su boca.
—Como pronuncies una palabra o vuelvas a patalear, te degüello aquí mismo.
Eitana sabía que era inútil forcejear o resistirse. Quizá fuese un buen momento para morir, quizá fuese una buena oportunidad para rebelarse y que aquel lerdo la empujara a una vida mejor. Pero en su interior titilaba el instinto, una esperanza, un sueño, un deseo de algo nuevo, simplemente mejor.
El estruendo de la vida aturdía su interior.
—Nunca dejes de luchar, Eitana. Sé fuerte —le había transmitido su padre con su último legado, pendiendo exhausto del madero.
Y, en aquel momento, aquellas palabras olvidadas emergieron en su memoria como un resplandor, y la muchacha sintió que nada le dolía, que su valor debía ser más afilado que el miedo y se dejó hacer en la oscuridad, se dejó empujar entre las sombras para que él pudiese gemir su esfuerzo sobre ella, tumbada boca arriba, sintiendo la humedad del empedrado en sus mejillas, la pegajosa y maloliente humedad, mientras descubría que más allá de los edificios, más allá de toda aquella penumbra que la engullía, mucho más allá, muy alto, las estrellas parpadeaban en la noche de Roma.