Livia tenía apenas diez años cuando fue seleccionada para custodiar el fuego sagrado en el templo de Vesta, diosa protectora de Roma, garante del bienestar del Estado y de las virtudes de una vida familiar que comenzaba a tambalearse. Sobre la niña, fruto del matrimonio entre Claudio Ulpio y Leticia Marcelina, una joven patricia hija de un respetado senador romano, había sido derramado aquel honor que el juez nunca había ansiado, pero su esposa Leticia, sin imaginar lo que entrañaría, sí.
Fue por ello por lo que se empeñó en proponerla y fue por ella por lo que el Pontifex Maximus la propuso junto a otras vestales para custodiar el fuego y velar por las tradiciones. Sin embargo, para Claudio Ulpio, entregar a su hija como sacerdotisa del templo circular del Foro no acrecentaba su probidad, tal como imaginaba su esposa. Más bien le parecía una insensatez de la joven Leticia, atrapada por los antiguos valores romanos, donde virtus, pietas y fides lo significaban todo. Una disciplina, un respeto y una fidelidad que Leticia Marcelina pensaba que formaban parte de ese ideal que había convertido a Roma en lo que era, esa Roma ancestral y familiar, esa Roma que habían forjado los más grandes de su historia, desde Rómulo, pasando por Escipión hasta ese gran Augusto, a quien ella admiraba tanto. Las vestales no eran la garantía de un fuego inconsumible, sino que aquel fuego era el símbolo de unas virtudes que los habían hecho grandes.
Para Claudio Ulpio, aquellas tradiciones formaban parte de un pasado lejano, que los había conducido hacia la hegemonía que tenían en aquel momento, pero bien podían ser superadas en algunos casos, como era el fuego sagrado del templo de la diosa Vesta. Él, en aquel tiempo, en el año 37, cuando el emperador Calígula subía al trono, era un noble abogado con muchas aspiraciones dentro de la judicatura y el Senado, y la virtus, pietas y fides solo le servían en la medida en que le fuesen útiles para progresar, lo mismo que su matrimonio con Leticia Marcelina, claramente concebido para medrar. Por ello, la insistencia de su esposa para que con apenas diez años Livia ingresara en el templo de Vesta no pudo parecerle más que una insensatez que tuvo que callar porque podía ir en contra de su brillante porvenir. Y aceptó.
Quizá si Leticia Marcelina en aquel momento hubiese tenido la certeza de la esterilidad de su marido, quizá si en aquel momento la mujer ya hubiese sabido que aquel palus sufrido por su esposo hacía siete años, con fiebres terribles que lo dejaron al borde de la muerte, la condenaría para siempre sin más hijos, quizá, quizá entonces, Livia nunca hubiese sido propuesta para tal honor. Pero así, de alguna manera, tal como pensó Leticia Marcelina, su pequeña no solo se convertía en una noble ofrenda para el mundo romano, sino en la oportunidad de que Vesta la bendijese con más hijos.
Una mañana de mediados de iunius, durante las fiestas de las vestalias, acompañados por una gran multitud enfervorecida, el matrimonio abandonó a su única hija ante el escabel de una carroza con esculturas doradas, donde una anciana cubierta con su velo la esperaba con una sonrisa candorosa. La niña miró a su madre con un titubeo que ella jamás olvidaría, con el brillo de sus pupilas humedecidas, como si esperase su última oportunidad para que sus padres la rescatasen de una lealtad que la obligaría a mantenerse durante treinta años al servicio de un templo, entre ceremonias, sacrificios y ritos.
Pero no hubo vacilación, y Livia abandonó a su familia convenciéndose de que allí estaba su felicidad, consagrando su vida y su virginidad a los romanos.
Seguidos por la muchedumbre, la carroza se detuvo en el Foro, ante un templo circular con un cendal de humo fluyendo desde su cima, donde un entramado de paneles de vidrio entre columnas permitía observar los resplandores del fuego, y como las demás aspirantes, Livia fue introducida en las dependencias contiguas, donde su noviciado se inició nadie sabe con cuánta determinación o tristeza. Solo esporádicamente recibía la visita de su madre, que cada vez la observaba más distante y cambiada, envuelta en su larga túnica de orlas púrpura, con su cabello sencillamente recogido y su mirada doliente.
Doma, que ya entonces servía a la familia, le había contado a Eitana que cinco años después, cuando la muchacha ya era una desconocida para todos y su noviciado un peso que su sangre no podía soportar, la voluntad de la vestal se quebró de la peor manera posible, y aquel anhelo de libertad que ellas como esclavas siempre llevan dentro, la joven Livia lo sintió también. La noticia de su fuga con un extranjero que había conocido en el palco de honor del teatro Marcellus se regó por toda Roma como el veneno de una serpiente avanzaba por el cuerpo hasta alcanzar el corazón.
Según llegó a saber Doma, en aquellos últimos meses el mancebo la había seguido a cuantos ritos había tenido que asistir y a cuantas celebraciones habían presidido las vestales, símbolo de la pureza, la castidad y el honor, y con discreción consiguió filtrarle un mensaje de amor que a Livia le desmoronó su existencia demasiado necesitada de un amor que evidentemente no había encontrado junto a sus hermanas.
Sin apenas poder calibrar semejante desatino, sin que nunca jamás sus padres pudiesen llegar a entender aquella demasía, la joven virgen escapó de su reclusión con su corazón desbocado, siguiendo a aquel efebo desconocido, hijo de un comerciante que se había instalado en la ciudad y a quien nada le importaban las tradiciones romanas. Sin embargo, su éxtasis fue demasiado corto y oneroso, porque cuando el muchacho descubrió que su vida corría peligro por estar junto a la que había renunciado al fuego sagrado, cuando comprendió la magnitud del desvelo romano por haber tocado a una de sus vírgenes, pensó que aquel desfogue en un cuartucho cercano al Tíber, escondidos de toda la ciudad, no valía tanto como para ser flagelado hasta morir. Entonces la abandonó y huyó de Roma.
Livia no supo qué hacer y, desesperada, volvió a la domus de sus padres, dispuesta a humillarse, a ser golpeada y escupida por todos. Pero no pudo imaginar que todo sería mucho más terrible y ácido.
Cuando Leticia Marcelina la vio entrar, le dio un bofetón que Doma nunca vio, pero que oyó. La joven muchacha cayó sobre los mosaicos de la entrada y la madre comenzó a gritarle toda su furia mientras repetía los golpes ya en el suelo.
—¿Qué has hecho, Livia? ¿Qué has hecho?
La muchacha, que tenía la edad de Eitana entonces, se arrodilló frente a su madre y le suplicó perdón. Pero Leticia, arrasada por las lágrimas también, le dijo que ella no tenía nada que perdonarle, que ella la amaba como el primer día que la había traído al mundo, pero que ahora era Roma la que dictaba sentencia. Roma y solo Roma, y que ella no podría hacer nada más que salvar el honor de la familia.
—Sois adoradas por todos los ciudadanos, encumbradas a los mejores lugares, respetadas por vuestra labor insustituible: mantener la llama del fuego sagrado siempre viva para que las familias estén unidas, para que Roma sea fértil y próspera, Livia. Y el pueblo no perdona esta traición. Tú lo sabes.
—Puedo desaparecer, alejarme para siempre…
—¡Oh, hija mía! Si eso fuera posible, si eso fuera siquiera posible para salvarte la vida, yo lo haría…
—Es solo una estúpida tradición del rey Tarquino. Solo es eso. A Roma no puede importarle tanto, no puede…
—Es evidente que no entiendes nada de nada, Livia. El pueblo cree en lo que quiere creer, y cuando le conviene. Tu vida está en peligro, debes saberlo.
Pero la muchacha no imaginaba hasta qué punto. Pronto todo el Aventino supo que la muchacha estaba allí, porque varios testigos la habían visto, y el juez Claudio Ulpio no tuvo otra opción que entregarla para que toda la tradición cayese sobre ella, por más difícil e increíble que fuese, por más necia que le hubiese parecido y le pareciese entonces. Tuvo que entregarla con la lealtad a que le obligaba su posición, mientras el mismo pueblo que la había acompañado devoto hasta el templo de Vesta, hermosa, con una ofrenda en una mano y una antorcha en la otra, ahora gritaba furibundo en el Foro para que la indigna vestal pagase su felonía. Solo había dos abandonos que una novicia no se podía permitir: dejar que el fuego se extinguiese o perder su virginidad, y ambos estaban penados con una muerte ejemplar que Livia jamás imaginó que pudiese llevarse a término. Y el juez Claudio Ulpio, con sus ojos inyectados en sangre, tampoco.
Pero nada se pudo hacer por Livia.
Una pastosa e insoportable mañana de augustus, con el sol mordisqueando la ciudad, Roma acometió una usanza que muy pocos habían visto, pero que figuraba en la antigua Ley de las Doce Tablas. La llevaron al Foro, desbordado por una multitud sudorosa, la ataron de pies y manos, la recostaron sobre una litera y luego la cubrieron con un sudario, como si fuese un cadáver.
La joven no dejaba de gritar y de suplicar perdón, pero los soldados de la guardia pretoriana continuaron con su cometido y la elevaron delante de toda la concurrencia, como si aquel fuese un funeral, y avanzaron hacia el Campus Sceleratus en la colina del Quirinal, donde el Pontifex Maximus levantó los brazos y tras una secreta plegaria frente a una lápida abierta en el suelo, la desató y la obligó a descender una escalera cavernosa entre empujones y alaridos que sus padres ausentes no escucharon, pero la concurrencia sí. Antes de cerrar la cripta, en el último escalón dejaron una hogaza de pan y un cántaro de agua. Luego la cerraron y se la cubrió de tierra para siempre.
—Nunca he escuchado que un esclavo haya tenido una muerte peor, Eitana —le dijo Doma.
—Yo tampoco.
—Pero tú le has caído bien a la niña Livia. Ella, y solo ella, fue la que te salvó aquella noche.
—¿Tú crees? —preguntó incrédula.
—Estoy convencida. No podía permitir que se cometiera otra injusticia en aquella domus, mucho menos en el cubiculum que una vez le había pertenecido.