Eitana resucitó a su soledad con nuevos ojos, y cuando el dominus volvió a buscarla algunas jornadas después, fue como si no hubiese existido aquella noche. Subió al cubiculum entregada, dispuesta a sobrevivir a cualquier precio, intentando no contrariar al amo, tal como Dolcina le había explicado, tal como era debido en una ilota. Para bregar por una existencia sin hambre y enfermedades, la que la de Traconítide tanto había anhelado en el lupanar de la Suburra, había que ser dócil, tal como Efren le había dicho el primer día. Aquél sería el precio de la pírrica libertad en la domus, mientras Dolcina y Doma espantaban las sombras de los muertos, aquellos lémures que podían roer su tranquilidad, y por ello llenaban la casa de habas negras que Claudio Ulpio disimulaba no ver.
Su vida era así, y ella lo iba a asumir. Tenía que vivir o morir, y Eitana deseaba vivir. Había retornado del mundo de los muertos, y esto había desarrollado su instinto y sometido su orgullo. En su mente solo existía una meta distante, lejana e irreconocible, una meta entonces difusa, pero que algún día sería realidad. Eitana solo podía sobrevivir sabiendo que algún día alcanzaría su manumisión. No podía resignarse a vivir sin volver a saber algo de los que había dejado junto al lago Genesaret, por más distantes que estuviesen, por más imposible que fuese.
Aquél sería su anhelo, y, por paradójico que fuese, la esclava judía acabó por comprender que para poder aspirar al recuerdo debía comenzar a olvidar.
Y a no pensar.
—No hay humillación si puedes vivir mejor —le dijo la de Traconítide—. Es mejor enterrar el pasado. Es el único camino para seguir viviendo.
Eitana entonces cerró los ojos y recordó que su madre también la había tenido que olvidar, y que sus hermanos con el tiempo también aprenderían a hacerlo. Para ella, aquélla era su vida, su nueva vida, le gustase o no, la única que Yahvé le había proporcionado. Por eso su actitud cambió, por eso se sometió resignada y se convirtió en la favorita del dominus. Así, cada vez que el amo la hacía subir a su cubiculum, ella procuraba esforzarse, acariciándolo con todo el cariño que podía inventar, entregándose a una pasión que fue descubriendo en sus brazos, pero sin su presencia. Sometida para él, procuraba cerrar los ojos y soñar con algún muchacho que jamás conocería, con uno de aquellos rostros que tanto había anhelado siendo todavía una niña, pero que reconstruía en su cabeza para aquellos momentos de placer fingido. Su aspecto era una síntesis de muchos recuerdos, y a veces incluso podía llegar a parecerse demasiado a Efren. Al juez le gustaba verla bien dispuesta, incluso verla gozar, mientras él se desbocaba con una lujuria que creía despertar el instinto de su esclava. Aunque ella cerrara los ojos. Eitana cerraba los ojos y no pensaba.
Fue así como su esclavitud se fue ensanchando, y algunos meses después Claudio Ulpio comenzó a permitirle salir junto con Doma hacia el Forum Holitorium y el Boarium, donde ella había sido comprada por Efren cuando Roma era un hervidero de gentes que hablaban un idioma extraño, e incluso hacia el Foro, como aquel día con Efren, cuando la noche se tornó infierno.
Entonces creía que acariciaba su libertad, y se resignaba a ser dócil.
En aquel entonces la ciudad cambió para ella. Cuando comenzó a salir habitualmente de la domus, sus impresiones de la ciudad se fueron matizando y, aunque gran parte de ella le era desconocida, Eitana poco a poco fue teniendo una imagen de la urbe, una lámina que comenzaba a estamparse en su memoria, igual que los pequeños contornos de la pequeña Julias, su Betsaida, a donde alguna vez había pertenecido.
Sabía que la silueta de la ciudad era dibujada por las siete colinas, entre casas, enormes monumentos y más de cuarenta mil insulae que competían en altura, como si fuesen colmenas humanas. Sabía que entre la bruma matutina que ocultaba la ciudad rodeada de bosques y marismas, asomaba la cúpula del Panteón y el obelisco del faraón Psamético II, traído por César Augusto desde Heliópolis para situarlo en el Campo de Marte y utilizarlo como un inmenso reloj solar. También podía ubicar el templo de Júpiter en la colina del Capitolio, deslumbrante con el alba, cuando sus figuras mitológicas de bronce dorado resplandecían sobre la ciudad, y en la misma colina, el templo de Juno Moneta y el barranco de la Roca Tarpeya, desde donde la leyenda decía que arrojaban a los acusados de alta traición. También reconocía los tejados y las hermosas villas de la colina del Esquilino, de enormes jardines y peristilos, y por supuesto el esplendor de los palacios imperiales del Palatino, envueltos de una espesa vegetación, donde solía residir el emperador Nero Claudius Caesar Augustus Germanicus, simplemente llamado Nerón, y donde según otra leyenda una loba había amamantado a Rómulo y Remo. A Eitana le habían contado la majestuosidad de las residencias, de sus columnatas, de sus pórticos, de sus jardines tupidos entre estatuas de mármol y también lo temible de su guardia pretoriana. Por supuesto, también sabía que junto al Palatino surgía el Foro romano, el corazón de la ciudad, donde Claudio Ulpio acudía a la Basílica Julia, que la colina del Aventino no siempre había sido una zona aristocrática cercana al Tíber y otras muchas cosas que jamás había imaginado encerrada en la domus.
—El juez ahora confía en ti, muchacha. No se te ocurra escapar, porque esta vez sería tu condena —le dijo Efren una vez, ya mucho después del episodio de su encierro, del que nunca jamás hablaron.
—No sé por qué dices eso. ¿Acaso alguna vez lo he intentado?
—Eres rebelde por naturaleza y puede que alguna vez halles la tentación. Pero no lo hagas, los fugitivos no tiene donde ir, y quien los recoge no solo incumple la ley, sino que suelen darles una vida tan dura que acaban reventados como los hombres de las minas.
—No pienso huir.
—Créeme, no te conviene. Nunca lo olvides.
Pero ella ya no dijo nada más, y se quedó cavilando.
Una jornada del mes de ianuarius del año 56, en la que Eitana había salido al mercado con Doma, la muchacha, ya cansada de tantos silencios, le exigió saber la verdad.
—¿De qué verdad me hablas?
—¿Qué le sucedió a la familia del juez?
—No debemos atraer a los muertos, muchacha. Ya lo sabes.
—Mi padre está muerto y yo siempre pienso en él. No veo por qué les teméis tanto.
—Es distinto —le dijo la esclava.
—¿Por qué?
—Porque… Porque… Ninguno de ellos se fue feliz, y siempre pueden volver a hacernos daño.
—Mi padre tampoco se fue feliz de este mundo, créeme. Yo misma vi todo su padecimiento, pero no le temo y nunca le temeré.
—Tú no lo entiendes. Pero todos en la domus lo saben, y les temen con motivo, muchacha.
—Todos lo saben, menos yo.
—Tú también sabes que debes respetarlos. No te hace falta saber más.
—Te equivocas. Quiero saber. Es tiempo de que sepa.
—Olvídate de ellos.
—¿Quién fue la domina? —insistió la muchacha—. ¿Qué le sucedió a Livia?
Doma se escabulló entre la multitud del mercado y se detuvo ante una mesa en la que un hombre cuarteaba un cordero despellejado. Con una mano manejaba el cuchillo y con la otra apartaba las moscas. El vocerío de la gente se apretaba entre los tenderetes con animales sacrificados y vivos, pendiendo de ganchos como trofeos, mientras los gritos de las ofertas atravesaban el Forum Boarium.
Eitana la siguió, se situó detrás de ella y tironeó de su brazo decidida, obligándola a girarse.
—¿Quién era ella? Dímelo.
—¿De quién hablas?
—De Livia, de la niña Livia, y de su madre también.
Doma sacudió la cabeza y exhaló un murmullo que la joven no comprendió.
—Eres la esclava más terca que he conocido, Eitana.
—Tengo derecho a saberlo.
La esclava meditó un instante rascándose su arrugada barbilla.
—Livia era la hija del dominas. La domina es otra historia que es mejor no recordar.
—Eso ya lo sé, mujer. Pero ¿qué le pasó a Livia?
—No sé, Eitana —dudó nuevamente—, quizá no sea bueno…
—No vuelvas con lo mismo —la interrumpió la judía—. Ahora no estamos en la domus. Aquí ya no pueden escucharte. Cuéntame qué le sucedió.
Doma la observó turbada, con su rostro envejecido y derrotado, como si nunca se le hubiese ocurrido aquello.
—Además, tú y Dolcina estáis convencidas de que ella me salvó la vida, porque de otra manera habría muerto en su cubiculum. ¿No es verdad?
—Es cierto.
—Dime entonces qué le sucedió.
Nuevamente se puso a pensar, inspiró profundamente y luego le dijo:
—Está bien. Pero será la última vez que hablemos de ella.
—De acuerdo.
—Y nada pienso decirte de su madre, ¿entendido?
—Entendido.
Así fue como Eitana por fin comenzó a reconstruir el pasado de la domus, así fue como supo que Livia había muerto mucho antes de que la oscuridad se cerniese completamente sobre la domus, mucho antes de que Efren apareciese en la vida del juez. Así fue como supo que todo había sido una cuestión de amor y de desamor, y que solo Doma había llegado a conocer a aquella niña que llegó a avergonzar a Roma.
Lo que sucedió después de su muerte todavía tardaría en saberlo algún tiempo más, cuando la misma Doma acabase por contárselo, cuando se diese cuenta de que los muertos aullaban sobre la vida de la muchacha, y, cuando Eitana comprendiese, entonces su destino ya se habría puesto nuevamente en marcha.
Y, como hasta entonces, no lo podría esquivar.