Los esposos no se eligen, le había dicho su madre hacía ya unos tres años atrás. Solo los hombres podían hacerlo. En aquel entonces, todavía una niña, Eitana estuvo segura de que se equivocaba, que el trazo de su vida sería diferente y que acabaría enamorada de un joven pescador, de un hombre respetuoso que la haría su mujer en una ceremonia entre antorchas, untados entre aceites aromáticos y aventados por ramas de olivo sostenidas por todos los suyos, quienes acabarían alrededor de una mesa bien surtida en el banquete nupcial. Luego le daría un porvenir digno junto al lago, cumpliendo la voluntad de Yahvé, la fecundaría con buenos hijos y, durante las fiestas de la Pascua, serían presentados en el Templo de Jerusalén, a donde peregrinarían como ella nunca había llegado a hacer.
Pero aquello era lo que nunca fue y, lo más triste para ella, lo que nunca sería.
Fue algo que supo de pronto, porque tuvo la certeza.
Y a punto de morir tuvo mucho tiempo de recordar y repasar los contornos de su Betsaida natal, y de ver por última vez a los suyos faenando sin percatarse de su presencia, porque aunque les gritase ya cerca del amarre, incluso aunque hubiese estado con ellos en su barca, en realidad ella ya no estaba. Ella se había ido una tarde del mes de sivan camino de Cesarea, para morir en una ostentosa domus romana por latirle demasiado fuerte el corazón, aquél que la había alejado de todo y le había arrebatado su libertad.
Entonces, a punto de morir, imaginó que si Efren hubiese estado allí, quizá, solo quizá, hubiese tenido alguna oportunidad de vivir. Pero el sirio no vivía en la domus del juez, porque él sí tenía su propio destino, dijese lo que dijese sobre la libertad y, como habitualmente, Prisco le abriría la puerta de entrada poco después del amanecer, cuando llegase para conducir al juez hacia el Foro romano.
Pero aquel día, cuando él se presentase en la domus, ya sería demasiado tarde para ella. Para entonces ya se habría asfixiado completamente, mientras los lémures tironeaban de su cuerpo hacia algún infierno de donde solo podría rescatarla su único dios judío. Sería mucho tiempo sin poder respirar, mucho tiempo golpeándose contra la pared, aunque Dolcina le susurrara en arameo que aguantara, que resistiera con todas sus fuerzas.
Aunque ella ya no pudiese más.
Y es que Claudio Ulpio se había enfurecido tanto con Eitana que la joven llegó a pensar que la enviaría a flagelar con saña, como hacían los amos desbocados con sus pertenencias. Entonces la sangre explicaría lo que no evocaban las palabras. Entonces todo sería violento, pero nada más. Pero no había sido así. El dominus se había puesto su túnica, había abierto la puerta del cubiculum y había llamado a gritos al joven Prisco, quien había acudido obediente junto a su amo, cual perro adiestrado, como debía ser, tal como Eitana realmente no había sabido hacer.
—No permitas que esta malnacida se mueva de aquí. ¿Entendido?
El muchacho asintió con la cabeza y echó un vistazo a Eitana. Ella permanecía arrodillada, desnuda, intentando cubrir su cuerpo con sus brazos en cruz.
—¿Qué has hecho? —le preguntó recriminándola.
La judía temblaba y el llanto se había transformado en una angustia que sacudía su cabeza negando, pero sin responder.
—Está furioso. Hacía mucho tiempo que no lo veía así. ¿Qué has hecho, estúpida?
—Nacer mujer… y ser esclava —se le escapó balbuceando.
—Te matará.
—Prefiero morir que vivir de esta manera —dijo sin atreverse a ponerse en pie.
—No sabes lo que dices, mal agradecida.
Ella soportaba su humillación con su cuerpo convulsionándose de miedo, bloqueada por una incertidumbre que sabía que era el preludio de otro infierno.
—Yo tendré que obedecerle, ¿entiendes?
—Lo sé —masculló.
—Yo no quiero morir. Yo sí quiero vivir. ¡Eres una estúpida, muchacha! Una estúpida.
Ella solo hizo un gesto, y asintió muda, trémula como su corazón. Luego apareció el dominus nuevamente con cuerdas entre sus manos, y con Doma tras de sí.
—Átale los pies y las manos, Prisco.
Claudio Ulpio le pasó las correas y el esclavo caminó hacia Eitana.
—Si se lo pones difícil, Prisco acabará con tu vida ahora mismo, ¡desgraciada!
El muchacho se arrodilló ante ella y la miró a los ojos con deseo, reconociendo una beldad que él no podría saborear mientras la judía fuese la favorita de su amo, y Eitana extendió sus brazos hacia atrás, con sus manos cruzadas sobre sus nalgas, ofreciéndose para una inmolación desconocida, dejando que las ataduras rodearan sus finas muñecas, para luego sentarse y ofrecer también sus pies, que fueron atados de la misma manera.
—Vieja, ayuda a Prisco —dijo dirigiéndose a Doma—. Llevadla al cubiculum del fondo. Al de Livia.
—¿Al de la niña Livia?
—Sí, ¿qué no has entendido?
—Pero, amo, la habitación de la niña…
—Cállate —le ordenó, asestándole un puñetazo en la cabeza—. ¡Obedece!
—Lo siento, amo.
—Muévete, pues.
Prisco la sujetó de las axilas y Doma, como pudo, de los pies. Aunque su cuerpo era grácil y ligero, la esclava trastabillaba con el peso de la muchacha, que, entre zigzagueos y golpes, acabó siendo depositada en una estancia pequeña y desarropada, desprovista de cualquier detalle, excepto un pobre candil apagado y tres braseros que introdujo Dolcina después de que dejaran el cuerpo de Eitana junto a la pared. Luego, la esclava de Traconítide comenzó a cargar los calentadores con una espesa resina de alquitrán que fue encendiendo con brasas y, en poco tiempo, la tibia lumbre de los infiernillos quedó mitigada por la densa humareda tóxica que emanaba cada uno.
—Si quieres morir, morirás —le dijo el dominus—. Yo te enseñaré a respetar a tu amo.
Luego empujó a los esclavos fuera y cerró la puerta del cubiculum con una tranca.
Las horas la fueron aplastando. La masa invisible de la oscuridad se convirtió en un conglomerado de vaho pegajoso abultando la habitación y oprimiendo su respiración con un olor sucio y doloroso, con una insoportable hediondez que la iba matando poco a poco, mientras el calor aumentaba, mientras el aire se consumía y el velo de su triste ocaso la amortajaba entre las sombras.
El sudor empapó su cuerpo desnudo y la tos quebró su cuerpo inmovilizado. Entonces, como último recurso para sobrevivir, Eitana se sumergió en sus recuerdos, humedecida por la brisa del Genesaret, donde sus hermanos acabarían de crecer y su madre malviviría sin nadie que la tomara como esposa, ya demasiado vieja.
Solo aquel mundo anidado en su cabeza la rescató de su agonía final, y su aliento la ayudó a soportar algunas horas más.
Pero luego todo fue imposible. El tiempo, la angustia y la tos fueron venciendo una existencia que se consumía entre gritos y espasmos, mientras Dolcina lloraba del otro lado de la puerta y la muerte la acechaba sin ningún pudor.
Se asfixiaba. Como si estuviese siendo descendida a la boca de un volcán. Se asfixiaba de calor. El aire era irrespirable y la resina había comenzado a lastimar su pecho, que la aguijoneaba al ser henchido. Se asfixiaba con la boca abierta, jadeando como un pez abandonado sobre la orilla, agitando su cuerpo como un látigo, con sus ojos bien abiertos, angustiados y aterrados.
De nada le sirvieron sus alaridos, de nada los golpeos de su cabeza contra la pared, de nada arrastrarse como una infecta serpiente para aspirar un hilillo de aire que se filtraba por debajo de la puerta. De nada servía nada con sus manos atadas. El dominus había decidido estrangularla con aquel pavoroso calor, con aquel humo espantosamente negro e insalubre.
Nada podía hacer ya. Ni siquiera apelar a la apagada esperanza de Efren, que solo Yahvé sabría en qué amanecer volvería a ver.
Ya no podía esperar más, porque ya no podía respirar más.
Entonces cerró los ojos en la oscuridad y anheló que algún ángel recibiera su último aliento y lo llevara hasta el Creador. Allí, por fin, podría abrazar definitivamente a su padre, aquel hombre a quien tanto había amado y al que ya no veía en una cruz, sino llamándola hacia su barca, meciéndose en un más allá que Eitana estaba a punto de descubrir.