Y fue aquel mismo día cuando su vida comenzó a cambiar. El día en que ella comenzó a existir para él y Eitana se adentró en un abismo tan esperado como desconocido, todavía con los efluvios de aquella jornada imprevisible en la que Efren la había dejado soñar con la libertad. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, la había expuesto demasiado al sufrimiento, y durante aquella noche la muchacha no podría dejar de preguntarse si el sirio había intentado predisponer su voluntad, o simplemente había sido un acto de noble generosidad.
Ella estaba como siempre, refugiada en el mundo de la cocina, entre los fogones y los cobres, acurrucada cerca de la leñera, entre el polvo y las arañas. Él apareció junto a ella, como si la cubriese una tormenta, como un cielo ennegrecido y exuberante, con el celaje tan henchido como la musculatura de un dios extranjero. Entonces la brisa olía a tierra y el agua era inevitable. La figura alargada del juez tronó en sus miedos y las premoniciones de Dolcina, tumbada junto a ella, retumbaron en su interior.
—Levántate, muchacha.
Eitana no contestó. Se puso en pie y comenzó a seguirlo hacia el atrio. Doma, tendida en el otro extremo de la habitación, le lanzó una mirada cálida, pero resignada, consciente de su destino de esclava y de su suerte de haber nacido mujer. Ella al menos sería la hembra de un juez, pero Doma lo había sido de muchos, desde pequeña, y Dolcina de toda la escoria de la Suburra, a todas las horas, hasta que la diosa Vesta se apiadó de ella.
Subió la escalera y entró en el cubiculum de su amo, tenuemente iluminado por candiles que se sostenían por pies de bronce ribeteados. Centrada en la pared, una cama alta, de patas torneadas y decoradas con incrustaciones de marfil y placas de metal dorado. Sobre ella, una manta bordada con franjas de colores púrpura, azul y amarillo, colgando hasta el suelo con sinuosos pliegues. En la pared, sobre el cabezal, el fresco de una pareja joven copulando semidesnudos, y sobre el muro izquierdo, un espejo de bronce orlado con grabados.
—Ven, ayúdame —le dijo situándose frente al arca vestiaria y dándole la espalda.
La muchacha se situó tras él y, como otras veces, desabrochó el pasador a la altura de su clavícula para comenzar a desplegar su toga blanca, ornamentada con una banda color púrpura. Solo los ciudadanos romanos podían llevarla, ni extranjeros ni libertos, y, por supuesto, impensable para los esclavos. Solo podían ostentarla los que habían sido elegidos por los dioses.
—Toma, guárdala en el arca.
Eitana abrió el arca vestiaria y se agachó para introducirla doblada. Al girarse nuevamente, observó que Claudio Ulpio se había quitado la túnica que llevaba debajo y que solo se cubría con el subligaculum de lino atado a la cintura. Nunca lo había visto así. Su aspecto era alargado y huesudo, de piel pálida, con bello encanecido en el tórax, los brazos y la espalda. Su presencia era ridícula con los calcei todavía atrapando sus pies.
—Acércate, muchacha, que veo que ya eres toda una mujer.
Eitana sintió revolotear el miedo dentro de ella, y sin pensarlo siquiera caminó hacia él. Aquellos meses en la domus no solo la habían domesticado, sino también la habían ido preparando para aquel momento, aunque entonces apenas pudiese dejar de temblar y de desear que todo acabara muy rápidamente. El juez le elevó la barbilla y repasó con su pulgar sus labios finos y carnosos, y luego dejó descender su mano hasta unos pechos que se habían colmado durante aquellos meses. La judía respiró hondo y sintió aletear sus nervios, pero se mantuvo firme, hierática, con su mirada buscando el blanco del techo.
—Quítate la túnica —le dijo el amo, que comenzaba a saborear aquel momento.
Ella dudó un instante, pero decidió actuar. Se había propuesto no pensar cuando llegase aquel momento, solo resbalar por su destino, ajeno a su voluntad, tan solo obedecer, lentamente, hasta dejar caer el lino hasta sus pies. Entonces su piel cobriza y su cuerpo núbil se esculpieron para él. El amo la observó quedamente y sus labios temblaron inquietos, quizá imaginando todo su placer y, suavemente, sin prisas, desató la prenda que cubría su pubis. Luego acarició la curva de sus caderas, sus muslos abundantes, y abrazó su cuerpo de avecilla como un cíclope a sus víctimas.
—Realmente Efren te ha elegido muy bien. Eres muy hermosa.
Ella calló, intentando que la emoción no erupcionase por su boca, apretando sus ojos para que las lágrimas no se le rasgasen, dominando su rabia, conteniéndose para no escapar de allí corriendo y así poner toda su existencia en peligro. Debía aguantar, debía no pensar, como Efren le había dicho. ¿Acaso él ya sabría lo que le deparaba aquella noche? ¿Acaso se lo habría intentado decir y ella no supo entenderlo? Eitana no podía saberlo, como tampoco podía evitar los destellos de aquel día deslumbrando sobre la penumbra de aquella humillación.
—Si te tranquilizas, todo será mejor. Ya lo verás —le dijo acariciándole una mejilla con una ternura artificial.
Eitana no respondió. Continuaba petrificada.
Claudio Ulpio la tomó del brazo y la obligó a subir a su cama a través de un pequeño escabel, y la muchacha sintió el tacto de la seda sobre un colchón de lana por primera vez, y aquella suave sensación de placer se le distorsionó para siempre en la memoria recordando su entrega y a su verdugo. Entonces su sombra comenzó a cubrirla, y todo comenzó a precipitarse con rapidez. Su amo se colocó sobre ella completamente desnudo, intentando besar su rostro, pero la muchacha se resistió y giró su cabeza hacia la derecha. Al juez pareció no importarle y con habilidad su lengua fue recreándose en su cuello, mientras ella clavaba su mirada en la barra de bronce que sostenía el pesado cortinaje que ocultaba una ventana al exterior. Eitana se dejó hacer con dolor, soportando las punzadas que le ardían en los hondillos, mientras su amo la sometía con fruición y la cama cimbreaba sobre las tiras de cuero que la sostenían, cada vez más decidido, cada vez más excitado. Mientras tanto, en su mente revolotearon las astillas de su pasado: el vergel de Galilea, el azul del Genesaret, el rostro de sus hermanos, el abrazo de su padre, la sangre de su padre, la cruz de su padre, la agonía de su padre, el contorno del camino hacia Julias, su destino…
Entonces no pudo soportarlo más, y el llanto brotó hacia fuera.
—¿Qué te sucede? ¿A qué viene esto?
El dominus se había detenido. Con su mano derecha había sujetado su cara y la había mirado con todo el odio que pudo. Fueron largos instantes en los que sus ojos de un pardo transparente no pudieron soportar su rostro afeado, y una mueca de asco se traslució entre sus lágrimas.
Pero él no se detuvo, simplemente decidió someterla con más violencia, mientras la muchacha balbuceaba su pena y se tragaba el grito en silencio.
Al acabar, el juez se tendió a su lado, recuperó el aliento y la empujó al suelo, como si fuese un pesado bulto. Su cuerpo golpeó pesadamente sobre los fríos mosaicos, mientras la sangre goteaba entre sus piernas.
—He esperado a que estuvieses preparada. Podría haberte utilizado cuando hubiese querido, pero no lo hice. Podría haberte fornicado en la cocina, o en cualquier rincón, pero te traje a mi cama. ¡A mi cama! Dudo mucho que otros amos fuesen tan pacientes contigo. Dudo mucho que una esclava agradecida se comporte como tú lo has hecho ahora. ¿Entiendes?
Eitana gemía calladamente en el suelo y no le contestó.
—¡Quiero que me respondas! —le repitió alzando la voz—. ¿Lo entiendes?
—Yo no he elegido ser esclava —por fin pronunció la muchacha.
Un silencio tenso comenzó a presionarla y el cubiculum fue estrechándose hasta aturdiría, casi sin poder respirar. Ella no levantaba la cabeza, pero sabía que Claudio Ulpio la estaba atravesando con la mirada. Fue solo un instante, pero a ella le pareció una eternidad.
—¿Qué has dicho, maldita perra? —le preguntó incorporándose y buscando su rostro en el suelo—. ¿Con quién crees que estás hablando? Has nacido para ser esclava, los dioses te eligieron para ser esclava y por algún motivo insospechado Vesta fue condescendiente contigo y permitió que Efren te trajera hasta esta domus. ¿Qué sería de ti en ese sucio poblado del fin del mundo donde vivías? ¿Qué sería de ti?
Muchas veces después, Eitana se lamentaría de no haber tenido cordura, de no haber tenido esas riendas que sujetasen aquel ímpetu que la había hecho correr aquel día hacia su padre crucificado como un pequeño león. Fue aquel mismo arrebato que la había condenado en Julias, aquel mismo brío que su abuela percibió al nacer, cuando la llamó Eitana, simplemente Eitana, puro valor. Muchas veces se preguntó por qué lo hizo, y por qué no fue capaz de frenar el fuego de sus palabras, su tono desafiante, su actitud decidida y libre, por más que hubiese sido violada por primera vez, por más que se hubiese sentido humillada por quien la había comprado.
Pero no supo responderse y aquel día no se mordió su odio.
—Sería feliz junto a los míos y no una muerta en vida, como los espíritus que todos creen que nos rodean.
El rostro del dominus se encolerizó y su expresión se transfiguró con horror. De un salto, se puso de pie en el suelo, tomó a la muchacha de su larga cabellera negra y la obligó a arrodillarse ante él. Eitana mudó su gesto y engulló sus lágrimas, y en aquel instante supo que había desatado demasiado la lengua y que escupir su desprecio sobre su amo iba a costarle muy caro.
—Si no fueras tan bella, te estrangularía con mis propias manos ahora mismo, ¿sabes? ¡Por eso no lo hago! ¡Por eso! Pero yo te voy a domesticar, te voy a domesticar, por Júpiter que lo haré. Tienes que aprender quién es el amo y cómo debe cumplir una esclava.
Entonces, sin soltar su cabellera, la empujó por la nuca y su cara se ahogó en la entrepierna de Claudio Ulpio, mientras él no dejaba de refregarla contra su sexo flácido, amenazándola para que actuase, para que aprendiese a hacer lo que Dolcina le hacía bien dispuesta, como una buena esclava que siempre había sido, como debía aprender a ser ella, una ilota callada y sumisa, con su boca cosida, con su boca bien dispuesta solo para servir a su amo.
Eitana sintió el ardor del llanto, la cólera de su deshonra, la asfixia y el asco aturdiendo su cabeza mientras el dominus le escupía improperios que no entendía, pero que la apretaban más y más contra la hediondez de su ingle. La muchacha se negaba a desanudar sus labios, a introducirse su sexo y él presionaba en su cabeza mientras comenzaba a hartarse. Hasta que Eitana ya no pudo más y lo insoportable se le hizo imposible. Las arcadas sacudieron su cuerpo y un espeso vómito estalló en su boca y fluyó entre las piernas del juez, quien comenzó a apartarse con repugnancia, con su mirada apuñalando a la muchacha arrodillada junto a él, con sus manos cubriendo su cara y las lágrimas arrasándola completamente.
Eitana, en aquel momento, no podía imaginar la venganza y la furia del dominus, ni su deseo de someterla y domarla como al peor insumiso, pero sí acabó por pensar en los manes de la domus, esos espíritus protectores a los que ella ignoraba sin ofrendas, aquellos espíritus que quizá aquella noche ya la habían abandonado completamente. Sin apenas ella saber si realmente existían.