El rigor del invierno sucumbía con las primeras flores, y Eitana se hermoseaba cada vez más mujer. La helada y densa niebla matutina comenzaba a evaporarse sobre las siete colinas de Roma, y la humedad dolía menos en la piel. El sol volvía a ser intenso iluminando el impluvium del atrio y la domus recuperaba algunos reflejos que las sombras invernales habían engullido. Los meses pasaban, casi un año después de haber llegado, pero ella a veces sentía que el tiempo se le estancaba.
Las jornadas eran iguales, y solo el recuerdo a veces las hacía insoportables. En algunas ocasiones, aquella esclavitud monótona llegó a parecerle hasta apacible, y mucho menos terrible que lo que Dolcina le auguraba cuando le hablaba del amo. Sin embargo, el hastío empastaba todos los días iguales y amasaba un sinsabor que parecía habría de aletargar toda su existencia y su voluntad.
Era entonces cuando más comprendía que la esclavitud podía ser mejor o peor, pero nunca dejaba de serlo.
No obstante, Eitana siempre pensó que las cosas podían cambiar. Cambiar a mejor. Era su forma de vivir y de ser. Y eso fue lo que pensó el día que Efren la arrancó de su soledad y le dibujó otro mundo. Fue un día más, inesperado, en el que, como casi diariamente, el sirio había acompañado al juez hacia el Foro. Pero aquella jornada algo había cambiado. Algo se había vuelto diferente, porque Efren había vuelto a la domus en busca de ella.
—Prepárate, vamos a salir.
—¿A salir? ¿Adónde?
—Al Foro. Desde que has venido, lo máximo que has conocido son las callejuelas que nos rodean. Será útil que sepas dónde se resuelve todo en Roma, y dónde trabaja tu amo.
—Pero el juez puede llegar a molestarse. Quizá no sea tan buena idea, Efren.
—Si yo te digo que puedes venir, vienes —aseveró con firmeza—. Prepárate y no pongas más inconvenientes.
La joven se sorprendió. Desde que había llegado, era la primera vez que saldría de la domus más allá de la fuente. Su mundo en el Aventino se había limitado a la azotea, y la ciudad era un vago recuerdo que había deslumbrado sus ojos cuando aquel día de verano llegó a Roma conducida por el ordenanza del desgraciado Marcius Julius.
Eitana corrió a la cocina, se alisó rápidamente el cabello, lo sujetó con una pinza de madera, se lavó la cara y se puso su otra túnica, la que estaba limpia. Efren, al verla con el pelo recogido y su cara transparente, sonrió y titubeó al decirle que estaba hermosa.
—Era de Doma. La pinza me la regaló ella —se justificó percibiendo su cálido asombro.
—Te queda muy bien. No tienes que pedir perdón por ello. Ahora vámonos.
Caminaron hacia el centro, en dirección opuesta al Tíber por entre las callejuelas. Efren iba distendido, mucho más afable que el día que la había comprado en aquel mercado denigrante. Era la primera vez que volvían a estar solos, incluso la primera vez que la trataba como a un igual, y no como a una esclava que debía desnudarse para aprender de la humillación. Era extraño, pero durante todos aquellos meses la relación con él había sido buena, pero demasiado escasa y esporádica. Algunas veces solía mirarla en silencio mientras faenaba, incluso otras llegaba a preguntarle cómo le iba con el idioma, si entendía bien al juez o si obedecía en todo lo que se le pedía. Entonces ella asentía con la cabeza y continuaba con su labor, mientras él desaparecía repartiendo órdenes a los otros esclavos, como si aquella relación fuese un trámite, como si su amabilidad fuera un descuido que había que subsanar.
Fue por eso por lo que aquel día todo fue tan extraño. Efren bromeaba, reía y le explicaba los secretos de una ciudad salpicada de edificios, templos y plazas. Por otra parte, ella ya tampoco era la misma, porque aquel mundo se le había hecho habitual a la retina y su oído comprendía mucho mejor todo. Sin embargo, no pudo dejar de fascinarse al ver la explanada del Foro, con aquel blanco deslumbrante, con aquellas edificaciones exaltadas por un sol demasiado diáfano. Templos y edificios se asomaban a ambos lados de una plaza lustrosa, de enlozado travertino, superponiéndose en la ladera del monte Capitolio. En medio de todo, tres árboles: una vid, una higuera y un olivo. A los pies del templo de Saturno, una gran columna de bronce que indicaba el centro del imperio, con las distancias a las principales ciudades grabadas en ella. Era la hora quinta y la plaza bullía por todos los rincones. Eitana todavía no sabía que estaba en el centro de todo, en el centro del mundo.
—Si alguna vez quieres enterarte de algo, es aquí donde tienes que venir, muchacha —le dijo Efren.
—No puedo salir de la domus, ¿por qué me dices esto? Tú lo sabes mejor que nadie. ¿Acaso te burlas de mí?
—Pero quizá alguna vez el juez te envíe.
—Quizá —dijo la muchacha indiferente.
—Él confía en ti, Eitana. Muchas cosas pueden cambiar para ti, pero es momento de que no lo traiciones, ¿me entiendes?
—Intento comportarme con él lo mejor que puedo.
—Lo sé. Pero me refiero a partir de ahora. Claudio Ulpio quiere confiar más en ti, y esto te traerá algunos beneficios, ya lo verás. Es importante que no le falles y que aprendas a ser feliz con lo que tienes.
—Mi felicidad se quedó junto al lago Genesaret —casi murmuró la muchacha, aunque el sirio la comprendió.
—El tiempo puede curarlo todo, Eitana. ¿Quién sabe? De momento tu amo está contento contigo, y quiere que sepas dónde puedes encontrarlo ante cualquier emergencia.
—¿Él te pidió que me trajeses aquí?
—Sí, me lo pidió él. ¿Qué te parece? Eso es bueno para ti. Le has entrado por buen ojo porque has controlado tu carácter.
—Hasta ahora no me ha servido de nada —pronunció con tono resignado.
—¡Te equivocas! Ha servido para que te trate bien y hoy, por ejemplo, ya puedas venir conmigo. Te aseguro que el juez puede ser terrible si quiere. —Y al decirlo desvió su mirada y la clavó en el suelo durante unos instantes. Luego continuó—: ¡Puede llegar a ser temible! Es mucho mejor que te aprecie, Eitana. Créeme.
—¿Crees que algún día podrá darme la libertad?
—Siempre te lo he dicho. Él es el único que puede hacerlo. Él es el único que puede darte esa manumissio algún día, o bien mejorar tu calidad de vida. No puedes más que confiar y esperar.
De pronto, el sirio le señaló dos enormes edificios enfrentados, con arcadas y columnas en sus diferentes plantas y, en lo alto, una corona de estatuas observando al gran Foro. Eran la Basílica Emilia y la Basílica Julia.
—Aquí se reúne nuestro Senado —dijo señalando la Basílica Emilia, y luego, volviéndose, apuntó a la Julia—. Y aquí Claudio Ulpio.
Eitana se sintió diminuta frente a las escalinatas de la Basílica Julia. La piedra y el mármol parecían ser la piel de un coloso que iba a devorarlos mientras ellos ascendían a sus fauces.
—Ven, entremos.
Subieron los siete peldaños de mármol de las amplias graderías, y un alto edificio se abrió enorme ante ellos. En las escaleras dejaron atrás abogados envueltos en sus togas tratando con algunos clientes. Toda aquella estancia era una turba que pululaba en diferentes direcciones, especialmente por la ancha nave central que se separaba de las otras cuatro a través de largos pilares. Desde lo alto, la luz se filtraba por los ventanales y daba brillo a los mármoles. Divididos por cuatro grandes mamparas de madera, los centumviri celebraban sus juicios rodeados por una pequeña multitud que observaba el espectáculo sudando de calor.
—Ven, sígueme y lo verás.
—¿El qué?
—Cómo se mantiene el orden en Roma.
Se acercaron a la sala donde Claudio Ulpio impartía su justicia. Efren consiguió que Eitana se asomase entre la comitiva del pueblo llano que se arracimaba en torno al evento. Junto al mismo, tras la mampara, se desarrollaba otro semejante. Las voces de los centumviri se entremezclaban más allá de aquellos bastidores de madera, y a veces el aplauso del auditorio invadía la tranquilidad del proceso que estaba presidiendo su amo. En él, el juez se sentaba aburrido frente a una mesa, mientras uno de los abogados exculpaba del robo de un esclavo a su cliente. Lo hacía con grandes aspavientos, intentando entretener, conmover y convencer. Pero Eitana observó que no pudo conseguir nada, porque el juez Ulpio acabó por condenar a su defendido, obligándolo a devolver el esclavo y a pagar una gravosa multa so pena de ser encarcelado. De nada importaba la opinión del esclavo que voluntariamente se había refugiado en casa de otro amo.
Eitana, que había comprendido gran parte de lo dicho en el juicio, de pronto acarició el collar que colgaba de su cuello e intentó ocultarlo con su túnica. Por un momento se había llegado a sentir libre junto a Efren, pero al escuchar aquel dictamen de pronto volvió a su realidad, y ésta se le desplomó encima como siempre.
—Nadie puede escapar de la justicia romana, ¿verdad? —le dijo la muchacha apartándose del gentío.
—Así es, Eitana.
—Y mucho menos los esclavos, ¿no es así?
—Así es.
Efren la miró a sus ojos miel y esta vez descubrió resignación.
—¡Comprendes muy bien las cosas, muchacha! Pero debes aprender a pensar menos. Las cosas son como han de ser.
—Yo no quiero ser así —dijo cabizbaja, sujetándose un mechón que se le había deslizado por la cara.
—En el fondo, Eitana, ésta es la esencia de nuestro mundo: todos estamos atados a algo, y todos debemos rendir cuentas a otros. ¡Nadie es libre! En el fondo todo es así, y así está bien que sea. Deben existir normas, como en Judea, como en todo el mundo.
—Es fácil decir que nadie es libre cuando no se es esclavo, ¿verdad?
—Tú eres menos libre que yo, tienes razón. Pero yo tampoco soy verdaderamente libre. Nadie realmente lo es. Quizá, quizá solo aquel que es capaz de morir por lo que cree. Quizá entonces…
—¡Nadie quiere hacerlo! —exclamó elevando su mirada erguida hacia la de Efren—. Nadie quiere morir.
—No siempre, Eitana. No siempre.
El sirio se quedó observando sus ojos quedamente y cuando venció la mirada de la muchacha y ésta se puso a deambular por las losas del suelo, rápidamente repasó su cuerpo como había hecho aquel día cuando la obligó a bañarse en aquel balneum. Quizá imaginó que ella no se percataba, que no sospechaba cómo se asombraba ante la nobleza de su belleza oriental. Pero la judía pudo sentir sus ojos sin apenas verlos.
—Los dioses no solo te han hecho agraciada, sino que te han dado fuerza en tus pensamientos.
Eitana volvió a mirarlo, quizá aceptando, quizá agradecida. Pero al hacerlo, los ojos oscuros del sirio proyectaron una sombra de aflicción que la muchacha no pudo interpretar con claridad.
—Eres una muchachita muy lista, de verdad —le repitió sujetándole suavemente ambas manos entre las suyas—. Pero eso no te ayudará.
Su cuerpo se estremeció y el latigazo de un sentimiento atizó su corazón dormido.
—¿Por qué? —preguntó trémula.
—Porque es inútil y dañino, y acrecentará el sufrimiento de tu esclavitud.
Ella esta vez prefirió mantenerse en silencio. Sabía perfectamente lo que quería decir, y sabía que tenía razón. Él, sin embargo, no esperó ningún comentario más porque, sin soltarle la mano, la arrastró hacia fuera.
Se la llevó a una popina, un pequeño local donde preparaban comidas. Se sentaron en una pequeña mesa cercana al mostrador revestido de mármol con vetas azules. Solo quedaba libre ese rincón del establecimiento. Una muchacha servía platos de huevos, aceitunas, quesos, pescado y pollo. Iba y venía con jarras de vino y agua, entre el jaleo de voces y risas que golpeaban sobre un techo de poca altura y que retumbaba hasta ensordecer.
Efren pidió pollo, aceitunas y vino, y Eitana no dejó de observarlo sin comprender, sin poder racionalizar cómo era posible aquel espejismo de libertad, aquel sueño de cariño que la desorientaba, como un oasis que no conducía a ninguna parte y en el que no se podía permanecer demasiado tiempo.
—¿El amo sabe esto? —le preguntó al fin.
—El juez sabe que te conduciría hacia el Foro, esto no tiene por qué saberlo, ¿verdad? —le dijo clavando sus ojos buenos en los de la joven.
Eitana hizo silencio y dio un vistazo a las risotadas de las mesas colindantes. Comían, bebían y palpaban los muslos de la muchacha al pasar, quien servía corriendo de un lugar a otro. Tras el mostrador, un hombre obeso servía la comida y llenaba las jarras sumergiéndolas en grandes ánforas ocultas tras la barra de mármol.
Después de aquellos instantes de inspección y sorpresa, miró al sirio y le sonrió por primera vez.
—Gracias.
Él no contestó, solo se dedicó a observarla.
—¿Qué edad tienes, muchacha?
—Ya he cumplido los catorce años. ¿Y tú?
—Muchos más de los que quisiera.
Nuevamente callaron. Él no dejaba de mirarla.
—Dolcina me ha dicho que has sido gladiador —dijo finalmente Eitana.
—Esa esclava habla demasiado —rezongó malhumorado.
—¿Qué sucedió para que vinieses a la domus?
—Cosas de las que es mejor no hablar.
De pronto, su semblante había cambiado. Hizo silencio, bebió un trago de vino y su gesto se mantuvo pétreo durante demasiado tiempo.
—Nunca nadie quiere hablar del pasado. Pero todos le temen —insistió ella.
—A veces es mucho mejor olvidar.
—Yo no quiero olvidar —dijo Eitana.
—Porque tus recuerdos no te hacen daño.
—Son lo único que tengo, aunque a veces me lastimen.
Esta vez, el sirio la contempló con ternura mientras los platos de pollo aparecían delante de ellos. Era la primera vez en la vida de Eitana que alguien le servía algo y que se sentaba a una mesa sobre un taburete. Luego los dos se entregaron a aquel sustento y callaron para comer.
—No olvides lo que te dije una vez —comentó él finalmente.
—¿A qué te refieres?
—Que hagas tus ofrendas a los lares de la casa. Solo así los manes de la domus te protegerán. ¿Lo haces o no?
—Yo no creo en esas cosas. Ya se lo he dicho a Dolcina.
—No importa que no lo creas. Debes hacerlo. Si no, atraerás a los muertos y a sus demonios. Entonces todo empeorará en tu vida, y quizá en la de todos.
—Llevo mucho tiempo escuchando lo mismo. ¿De qué muertos me hablas? ¿Qué sucedió con la familia del amo?
—Es mejor no hablar de eso. Ya te lo he dicho.
—¿Por qué?
—Porque han muerto, y es mejor no mentarlos. Es una forma de dejarlos descansar en paz.
—Yo no creo en ellos, Efren.
—Son espíritus muy desgraciados y hay que temerles.
—Yo no les temo a tus espíritus, solo temo al espíritu de Yahvé. Así lo aprendí desde pequeña.
—No importa en lo que creas, todas las domus temen a los demonios que las acechan, y la nuestra mucho más.
—¿Pero por qué? Dime por qué.
—Ya te he dicho que no voy a hablar de eso. Solo quiero advertirte.
Eitana se llevó un trozo de pollo a la boca y masticó con ansiedad. Entonces, Efren observó con tristeza su expresión de felicidad, y no pudo dejar de prevenirla de aquello que siempre le insinuaba Dolcina, aquel futuro que cada vez le parecía más inevitable y próximo, aunque se negara a aceptarlo.
—Debes saber que pronto las cosas cambiarán para ti. Ya eres una mujer, Eitana.
Ella bajó los ojos y no le contestó.
Ya sabía a qué se refería.
—¿Entiendes lo que te digo? —insistió él.
—Sí, pero no me gusta hablar de ello.
A la hora septima, el sirio la despidió para que regresase sola hasta la domus, mientras él acudía a la Basílica Julia para escoltar a Claudio Ulpio de vuelta. Para Eitana había sido una jornada esperanzadora, pero sobre todo diferente. Dolcina, al verla llegar, le preguntó qué había sucedido y ella se lo contó al detalle, mientras a la esclava la desbordaba el asombro.
—¿A una popina? A ese hombre le gustas más que al amo. Pero debes tener cuidado.
—¿Qué estás diciendo?
—Que busca protegerte, y debes aprovecharlo. Pero nunca olvides a quién perteneces.
—¡Cómo olvidarlo! Ojalá pudiese hacerlo…
—El amo es el amo, y yo lo sé muy bien. Jamás se te ocurra engañarlo. ¡Jamás!
Eitana se quedó mirando a su compañera sin comprender.
—Yo sé lo que te digo, muchacha… Busca su protección, pero nada más.
Luego Dolcina se dirigió hacia el umbral de la cocina, pero, antes de atravesarlo completamente, se volvió y le comunicó su sospecha.
—Ya hace muchas noches que no me busca. La última vez me despidió colérico, diciendo que ya era demasiado vieja.
Eitana escuchó su vaticinio resignada, harta de habérselo escuchado tantas veces, y no le contestó. Se quedó trémula, con la suavidad del día todavía amansándole el corazón, convencida de que en el rostro de Dolcina había percibido algún reflejo de maldad mientras cernía sobre ella aquella advertencia.
Pero realmente no le importó. Aquélla había sido una de las mejores jornadas de su vida, y, si la de Traconítide la había mirado mal, ella habría de olvidarlo. Al fin y al cabo, aquella pobre mujer había sufrido demasiado como para tenérselo en cuenta. A veces era necesario escupir el odio para que no se infectara dentro.