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En las jornadas sucesivas a su llegada, Eitana descubrió tres cosas importantes para su nueva e inesperada vida: que trabajando y obedeciendo podía pasar desapercibida, que la nueva lengua cada día resonaba mejor en sus oídos y que un pasado áspero se aquietaba entre las paredes de aquella domus, aunque nadie se atreviese a hablar de él.

Dolcina le había insistido muchas veces en que a los muertos era mejor no molestarlos, que mentarlos los ponía nerviosos. Sus vidas ya eran bastante amargas como para provocar a los demonios que acechaban a su alrededor, y el dominus ya les había advertido que no quería que se los nombrase más, nunca más, que ellos ya habían descendido al Hades, pero a él todavía le quedaba mucho para hacerlo. Para Eitana, aquellos espectros se convertirían en sombras extrañas y cercanas a los que sorprendentemente debía reconocer e ignorar a la vez. Eran presencias ausentes que marcarían su destino sin apenas imaginarlo y de los que no podía saber nada. Nada, nada más que existían, que podían ser temibles y convenía mantenerlos contentos sin mentarlos. Era inútil que intentara averiguar algo más. Más le valía obedecer. Obedecer y nada más. Durante aquellos días de silenciosas faenas, de obediencia y resignación, había puesto en práctica el consejo del sirio y se había sometido al acato en silencio. Además, Dolcina se había encargado de recordárselo, y Eitana no tardó en grabarse en la cabeza que una esclava era una esclava y que su destino era obedecer y servir, más allá de su suerte, la cual podía empeorar o mejorar igual que un navío estaba a merced de los vientos. Vientos que nunca se podían vaticinar.

De ella y de Doma, también aprendió que se puede vivir estando muertos, y que la verdadera tiranía de aquella esclavitud no era la humillación en sí misma, sino vivir sin un hálito de esperanza.

Fue a través de Dolcina que abrió los ojos al mundo, a su nuevo mundo. Ella, sin saberlo, fue su cayado en la oscuridad de una domus silenciosa, encerrada en sus sombras, en sus silencios y volcada al pequeño templo erigido en uno de sus cubicula: el larario, formado por pequeños manes y penates que los rondaban para protegerlos. Unos manes que al fin y al cabo debían propiciar el bienestar del amo, pero el de ellos también. Por eso siempre estaba cubierto de flores, con una ambrosía de tortas, pan, leche y miel, evitando disgustarlos, y que se convirtiesen en aquellos demonios que vendrían a atormentarlos.

—Nunca dejes de llevarles una pequeña ofrenda. Ellos te protegerán —le insistía Dolcina.

—Solo Yahvé puede protegerme.

—Tu dios es como tu pasado. Aquí no vale nada. No lo olvides.

Increíblemente para Eitana, el destino había querido que en la domus encontrara a Dolcina, con un pasado similar al suyo, pero con una historia de esclavitud que ella no deseaba llegar a tener que vivir. Provenía de más allá del lago Genesaret, de la árida Traconítide. Hablaba el arameo y también era judía, aunque apenas se acordaba de lo que había sido, sino solo de lo que era y de lo que tuvo que hacer para sobrevivir. Fue por eso por lo que Efren se la había mentado tantas veces, fue por eso por lo que le había dicho que todo podría haber sido mucho, muchísimo peor.

Dolcina había llegado a Roma hacía quince años, algo mayor que Eitana, después de una revuelta en Palestina, cuando Calígula había sido nombrado emperador. La habían capturado cerca de Cesarea de Filipo y, junto a su madre, la habían vendido como esclava algunas semanas después. Antes de que imaginase que sería enviada a Roma, Dolcina ya supo que su vida había cambiado para siempre. Del resto de su familia no supo nada más, tan solo que nunca los volvería a ver. Sobre todo después de llegar a la gran urbe del imperio, donde iría a enterrarse en un lupanar y su progenitora se difuminaría entre un millón y medio de habitantes. Entonces, ella también se convertiría en un recuerdo confuso.

Dolcina fue quien le contó que Efren no era un esclavo, sino la mano derecha de Claudio Ulpio. Su trabajo era protegerlo, porque su posición le granjeaba enemigos silenciosos e invisibles por todas las callejuelas de Roma. Por eso siempre lo acompañaba a la Basílica Julia a impartir justicia, y la mayoría de las veces que salía de la domus a cualquier otro lugar. Con el tiempo, Efren se había ganado el aprecio del juez, y no solo le confiaba la protección, sino también algunos asuntos importantes de su hacienda. Incluso algunas lenguas viperinas decían que más cosas también, y que hasta por las noches le calentaba su soledad. Pero nada de eso era así. Esos rumores apenas le arrancaban una mueca de sorna al sirio, y Dolcina sabía muy bien que vivía muy indiferente a aquellas esporádicas maledicencias. Ella lo sabía perfectamente. Lo sabía porque conocía a Efren y muchas más cosas que Eitana ignoraba entonces, pero que alguna vez acabaría sabiendo. Efren no era de ésos, nada más lejos. No solo por cómo era él, sino por todo lo que Dolcina también sabía del juez, quien la solía llamar para desfogarse con ella con rabia y dolor. Además, a Eitana también le había contado que Efren no era un hombre normal, que el sirio había tenido el mundo ante sus pies, porque había sido un afamado gladiador hasta que inexplicablemente para muchos abandonó el circo para siempre.

Pero todo esto acabaría por entenderlo después, bastante después.

Por Dolcina también había sabido que Prisco, el portero que pasaba las horas holgazaneando sentado en una silla de un pequeño cuartucho junto a la entrada, había nacido esclavo en la misma ciudad y que su padre ya había trabajado como guardián para el padre de Claudio Ulpio. Según la esclava de Traconítide, él nunca había conocido el rigor de la esclavitud, aunque su vida fuese prácticamente invisible, sin aspiraciones ningunas y sin el brío necesario para alcanzar algún día una libertad que parecía no ansiar, porque jamás la había conocido y jamás la había esperado. Sin embargo, también le había mencionado que era muy poco de fiar, y que era capaz de traicionar a cualquiera de ellas simplemente para promocionarse frente a su amo.

Todo lo contrario a la anciana Doma, con casi cincuenta años, que, según le había narrado Dolcina, había ansiado ser libre desde que abandonó su malhadado origen. Esta vieja esclava había nacido en una penosa esclavitud, en las minas de Valdornia, en Hispania, pero cuando Júpiter se apiadó de ella abandonó a su padre con catorce años, sin que a él le importase demasiado ni a ella tampoco, porque había abusado de Doma desde pequeña, conviviendo con ella como animales, sin madre ni nadie más que pudiese protegerla en la vida. Su existencia y su belleza hubiesen sido enterradas entre aquellas piedras que escondían oro igual que había sucedido con la mujer que la había parido, pero gracias a todos los dioses de Roma fue vendida a un mercader que se dedicó a fornicaria durante todo el viaje, hasta que en la capital la vendió en el mercado y tuvo la fortuna de ir a parar a la esposa del juez. La domina le ofreció una vida bastante más tranquila, la ayudó a deshacerse del bulto de su vientre y le prometió una libertad que llegó a acariciar, hasta que los demonios se apoderaron de la domus, y sus esperanzas se derrumbaron del todo.

Durante aquel primer tiempo de esclavitud, Eitana se entregó a las tareas con el mimo de un orfebre, con toda la pasión que deposita un arquitecto en la consecución de una obra miserable, pero que le proporcionará un rédito. Efren le asignaba las tareas, Dolcina la ponía al día en los detalles, y el juez la observaba desde la distancia, como el depredador mide a su víctima entre la espesura de los bosques que rodeaban la ciudad, buscando el mejor momento para acecharla definitivamente y saciar un hambre que solo cesaría en pocas horas. A veces, el dominus la solicitaba para colocarle cuidadosamente su toga, otras para servirle algún banquete que se organizaba en la domus, pero la mayoría de las ocasiones pasaba junto a ella como si fuese un mueble, sin dirigirle la palabra, escupiéndole desprecio con la mirada.

—Debes estar preparada, Eitana —le decía Dolcina—. Un día te irá a buscar.

Pero la muchacha judía trabajaba con esmero, ingenuamente deseosa de que su suerte no habría de ser la misma que la de Dolcina, consciente de que el dominus la ignoraba entregado a sus asuntos en el escritorio del tablinum o fuera de la domus, cuando se dirigía a la Basílica Julia. Entretanto, Eitana se arrodillaba sobre los mosaicos y fregaba con celo hasta que los dibujos brillaban por toda la domus; en la cocina, lustrando el brillo de las cacerolas de cobre, las ollas de bronce y todas las sartenes que colgaban de la pared, mientras Doma se entregaba a los morteros y a las brazas para que la cena del dominus y sus visitas siempre estuviese a punto; cargaba la leña que depositaban ante el portón de la entrada; iba a la fuente a buscar agua cuando el pequeño acueducto que llegaba hasta la domus se obstruía; limpiaba las letrinas que acumulaban los excrementos que había que vaciar diariamente; hacía la colada de la casa removiendo la ropa durante horas en ánforas de orina y luego, junto a Dolcina, escurrían las togas, los mantos y las túnicas para secarlos en la terraza, donde después con un brasero le aplicarían el azufre para darle su aspecto blanquísimo.

Eitana y Dolcina solían compartir todas las labores, mientras la de Traconítide se sonreía por el vigor de la de Julias, quien intentaba congraciarse con la buena voluntad de Efren y con la de su dominus, como si en cada una de sus faenas su libertad estuviese más cerca y su dios le sonriese con caricias de esperanza.

Sin embargo, su compañera, que parecía sospecharlo, espoleaba su ánimo y quebraba su fe.

—Cada día estás más hermosa. El amo nunca te dejará escapar.

Eitana callaba y continuaba ovillada junto a ella, tirada en el suelo de la cocina, donde las noches cada vez eran más frías después del calor estival.

—Tienes que estar preparada. Una esclava siempre debe estarlo.

—¿Preparada para qué?

—Para que seas tú la que acuda cuando te llame.

—Quizá no lo haga.

—¡Oh! Sí lo hará, claro que sí. Pronto lo descubrirás tú misma. Ojalá me equivocase, pero no es así. Estoy convencida.

—Las cosas no son siempre como uno las imagina —dijo la muchacha ahondando en su memoria—. A veces Yahvé te sorprende.

—Eres demasiado hermosa para que el amo te esquive. De hecho, yo ya lo he visto en su mirada.

—El juez me ignora —aseveró Eitana.

—Eso es lo que piensas tú, muchacha. Todavía no has entendido nada, Eitana, porque en el fondo no entiendes para lo que has venido a esta domus, ¿sabes?

—¿A qué he venido? Dímelo.

La de Traconítide calló y se mantuvo en silencio con su cuerpo pegado al de la joven judía. Estuvo así durante algunos instantes, quizá barruntando qué contestarle. Luego le dijo:

—Has venido a sobrevivir, Eitana. ¡Y eso se lo debes a Efren!

Aquel día no hablaron más. La joven se acurrucó bajo el manto de lana buscando más calor. De pronto, Eitana no pudo evitar sentir el peso de la soledad, como si fuese un pequeño cascarón en medio de la inmensidad del mar que había atravesado, y que la acechaba. Sin poder evitarlo, unas frías lágrimas comenzaron a surcar su nariz, y apretando los párpados intentó imaginar qué sería de su madre y de sus hermanos. ¿Acaso podría conseguir otro marido? ¿Acaso habría tenido que abandonar Julias? Eitana, que todavía no podía perdonarle que ni se hubiese acercado para decirle adiós, podía comprender el rigor de sus vidas y que Yahvé había sido demasiado severo con las descendientes de Eva. Desde hacía tiempo sabía que era inútil llorar, sabía que era estéril arrodillarse para pedir clemencia. Las mujeres debían ser como Rut, la moabita, que había vencido el miedo y se había enfrentado a un país extranjero junto a su suegra Noemí. Con miedos, pero decidida, con la fuerza y el valor que llevaba dentro, como el rugido de un león, como siempre había querido ser ella.

Fue por eso por lo que aquella noche, antes de dormirse, Eitana le suplicó a su dios ser como ella, como Rut, o al menos no olvidar que deseaba serlo.