6

La puerta de entrada se cerró y atravesaron un pasillo de mosaicos con la figura de un perro y el rótulo cave canem, aunque hacía tiempo que Efren había sacrificado el último animal, cuando la muerte se instaló en la domus y todo se hizo más silencioso. Llegaron al atrio, donde una gran abertura en el tejado desplomaba la luz sobre el impluvium, un pequeño pozo de mármol reflejando el cielo. El remolino de una suave brisa agitaba el agua y producía vaivenes luminosos sobre los frescos y las paredes de colores azul, rojo y amarillo.

—Espera aquí, no te muevas. Voy a llamar al juez.

El sirio se dirigió hacia un amplio panel de madera que se cerraba delante de ellos, lo desplegó como un fuelle y entró en el tablinum, el despacho del dominus. Luego lo cerró tras él, y Eitana se quedó esperándolo petrificada, ansiosa y temerosa a la vez, con las manos juntas descansando sobre su bajo vientre. Desde allí, observó los pequeños y oscuros cubicula, pequeños dormitorios finamente dispuestos que solo se alumbrarían con los candiles, la escalera y una cortina descorrida que apuntaba a un jardín interior. Temía moverse, pero la curiosidad la empujó a dar unos tímidos pasos que le permitieron curiosear mejor. Lo que vio la dejó boquiabierta: un peristilo rodeado por delgadas y esbeltas columnas que enmarcaban mirtos, bojes, hiedras y acantos, junto al color de las violetas, los narcisos, las azucenas y los lirios. En medio de aquel Edén, dos estatuas de bronce con un pato en los brazos, de cuyo pico surgía un chorro de agua que iba a parar a la fuente donde estaban inmersos.

De pronto, la puerta del tablinum se abrió, y el juez apareció seguido de Efren. Era un hombre maduro, de calvicie acentuada, bien rasurado, con nariz puntiaguda, boca pequeña y un cuello de cisne que se elevaba de su cuerpo flaco y alargado. Tenía la misma mirada de indiferencia que el ordenanza de Marcius Julius, con ojos grandes y saltones.

—Es muy niña, Efren.

—Le vendrá muy bien para todas las tareas de la domus. Doma cada día puede menos, y con el tiempo podrá sustituirla. Es lista y trabajadora.

—Doma es una floja y no pienso regalarle la libertad.

—Ya va teniendo sus años —le dijo quedamente el sirio, sin apenas convencimiento.

El nuevo dominus de la muchacha se acercó a ella y cuando estuvo enfrente elevó su barbilla con la mano para observarla bien. Ella bajó la mirada, intentando que su fuego se le evaporara por dentro, mientras el juez ladeaba su rostro de izquierda a derecha y de derecha a izquierda para ver si tenía alguna cicatriz. Todavía conservaba los rasguños del trayecto a Cesarea.

—Puede que llegue a ser una esclava hermosa.

—Y muy… —El sirio midió sus palabras—. Muy dispuesta. Seguro que aprenderá muy bien su oficio. Se la ve fuerte.

—Eso ya lo veremos.

Entonces comenzó a palparle el cuerpo, como había hecho hacía unas horas el mangón, repasando su túnica de lino sucia, sin quitársela, tañendo sin reparo la mezquindad de sus pechos, la lisura de su vientre y la firmeza de sus piernas. La muchacha aguantó la pesquisa apretando los dientes, todavía con el anillo de plata que le había dado el tribuno como su último hálito de esperanza, como si aquello constituyese el pábilo de un candil que agonizaba, pero que a la vez se había convertido en el único brillo que podía sacarla de una lóbrega caverna.

—¿De dónde es?

—Es judía. Pero yo entiendo su lengua. Habla arameo, como Dolcina.

—Me da igual, Efren. Procura que aprenda rápido la nuestra.

—Seguro que lo hará. Se la ve muy despierta.

El dominus volvió a levantarle la cabeza con la mano derecha y le pidió al sirio que le tradujese sus palabras. Entonces su nuevo amo comenzó a disparar su diatriba y a insistirle en que en su casa no quería problemas, que él era la ley fuera y dentro de la domus. Le advirtió que, si intentaba escapar, él no recurriría a la marca en la frente, a esa F de fug que llevaría para siempre sobre su piel, sino que él mismo la estrangularía y la arrojaría al Tíber, que para eso era su dueño y podía hacer de ella lo que quisiese. Efren fue traduciendo todo con exactitud, y fue entonces cuando ella miró por primera vez a su dominus, y su mirada se fundió con la suya, mientras escuchaba aquella sentencia y lo odiaba ya mucho antes de conocerlo.

Sin embargo, el intercambio cesó abruptamente, porque Claudio Ulpio le asestó un bofetón con el puño cerrado, y Eitana cayó sobre los mosaicos como un gorrión es derribado por una piedra, con su mandíbula punzando un dolor que se le arraigaba muy dentro, muy dentro, como el sabor a hiel de la sangre en su boca.

—Dile que esto es para empezar —pronunció con un gesto de desprecio—. Cuando el amo está cerca, el esclavo debe bajar la mirada. ¡Que le quede claro!

Luego se dio media vuelta y se dirigió nuevamente al tablinum para continuar trabajando sobre una mesa iluminada por el gran ventanal del jardín interior. Pero antes de volver a cerrar la puerta plegable, le dijo sin darse la vuelta:

—Ya sabes lo que tienes que hacer ahora, Efren. Pero antes quiero que esté limpia. ¡Está inmunda! Encárgate de todo.

—De acuerdo, quédese tranquilo.

El sirio la ayudó a levantar y vio el surco bermellón que brotaba de su labio inferior. La muchacha no lloraba ni se lamentaba.

—Sígueme.

Eitana se fue tras él, mientras de la cocina se asomaba Doma, una esclava de aspecto avejentado. Junto a ella, Prisco y Dolcina, con aspecto oriental también. Al verlos, Efren los espantó con un ademán brusco de su mano, indicándoles que desapareciesen de allí, y remató su mandato con una breve sentencia:

—¡A trabajar!

El sirio la hizo salir de la domus y la condujo por las estrechas calles del Aventino hacia un balneum situado frente al Circus Maximus. Entre las inmensas insulae, los hilos de humo del baño público se difuminaban en un cielo completamente diáfano, solo interrumpido por el vuelo irregular de los pájaros. A medida que se acercaban, Eitana pudo distinguir el olor a leña fundido entre el aroma de cremas, perfumes y el sudor de los viandantes que atestaban las calles agitadas.

Al llegar, un esclavo negro les dio la bienvenida sentado detrás de una mesa. Efren intercambió unas palabras con él y el muchacho sacó una túnica de lino y una pastilla de jabón para ofrecérselas al sirio, quien acabó depositando dos cuadrantes de bronce en una urna de madera.

Lo que la muchacha vio al entrar en el recinto la dejó pasmada. Ante sus ojos se materializó la natatio, un espacio ampliamente inundado con aguas que cubrían por encima de la cintura, con los velos de luz que atravesaban el techo ondulando en las paredes. Los hombres charlaban en la piscina rodeada de losas de mármol amarillo proveniente de Numidia, y púrpura de la zona de Frigia. Saboreaban el agua fresca de un mediodía caluroso, quizá haciendo tiempo para pasar a la zona del calidarium y oxigenar los poros de la piel, para después disfrutar del contraste del frigidarium y del placer de unos masajes. Un par de puertas bien visibles conducían hacia los vestuarios, pero Eitana en aquel momento ni lo supo.

—Desnúdate —le dijo Efren.

La muchacha lo miró como si no lo hubiese entendido.

—Quiero que te desnudes —insistió—. ¿No me has escuchado?

—¿Aquí?

—Sí, aquí.

La muchacha agigantó sus ojos y lo miró implorando piedad, husmeando de reojo la presencia de los hombres atemperando sus cuerpos sumergidos en el agua.

—¿Qué me pides? Ten piedad de mí. No puedo hacer lo que me pides…

—Debes lavarte. Vas muy sucia. Para entrar en la domus debes lavarte.

—Pero… pero… aquí… ¿No hay otro…?

—No hay otro modo, muchacha. Al menos no hay otro modo para no dejarte sola. Todavía no puedo fiarme de ti.

—Te doy mi palabra. No huiré. No me hagas desnudar aquí, por lo que más quieras.

—No puede ser —dijo impasible—. Es mejor así.

—Pero…

—No me hagas perder la paciencia. Estoy siendo muy considerado contigo. El juez Claudio Ulpio ya hubiera enviado azotarte, ¿entiendes? Debes lavarte, y tienes que comenzar a someter tu orgullo. Con el tiempo lo entenderás.

—Esos hombres, esos hombres —titubeaba—. No me obligues, por favor… Yo nunca…

—Esos hombres saben que eres una esclava, y ni te mirarán.

Efren, sin esperar más, comenzó a levantarle la túnica de abajo hacia arriba, y ella comenzó a moverse intentando evitar la operación. Entonces él se detuvo, se acercó a su oreja y le dijo:

—Soy paciente porque eres joven y crees que todavía eres libre, pero debes saber que si no te vuelves dócil acabarás en un burdel, como lo estuvo Dolcina. Ella bien podrá contarte cómo se muere allí. ¿De acuerdo?

Ella se mantuvo erguida, mirando al frente, y no contestó, como si aquel gesto fuera el único atisbo que le quedaba de su libertad.

—Ahora desnúdate tú misma.

Eitana se descalzó, se deshizo de la prenda y se quedó en taparrabos. El anillo de plata seguía allí, aprisionado entre los nudos.

—Quítatelo también —le dijo señalándole el pubis.

La muchacha se mordió los labios y desató la tela que todavía la cubría. El anillo del tribuno quedó escondido entre sus dedos, procurando que no se le resbalase al suelo.

—Ahora entra en el agua y refriégate bien. Tenemos poco tiempo.

Entonces le pasó la pastilla de jabón.

El cuerpo núbil de la muchacha estaba comenzando a madurar. En las redondeadas e incipientes formas de sus pechos se dibujaban pequeñas areolas que enmarcaban pezones ya firmes y, bajo su vientre, la entrepierna comenzaba a oscurecerse con un vello oscuro, pero tenue. Su piel era lisa y cobre, con sus extremidades hermosamente suaves. Desde la distancia el cuchicheo de los hombres fue evidente, y mientras entraba en el agua, su cuerpo grácil y aquellos redondeos que comenzaban a ser voluptuosos llamaron la atención de la concurrencia. El sirio disimuló su deleite, aunque la admiró también.

Pero Eitana intentó enfriar su mente y se zambulló en el agua de golpe, como muchas veces había hecho de niña en la orilla del lago de Genesaret, mientras su madre la lavaba, o cuando jugaba con los niños junto a un sauce desde el que se zambullía. Masticó la humillación concentrándose en asearse rápido, procurando sumergirse lo máximo posible hasta que el agua la cubriese lo suficiente.

Luego Efren le pasó una túnica limpia, una toalla y una tela para cubrir su pubis. La muchacha se secó con un trozo de lino y rápidamente volvió a vestirse sin mirar al sirio ni una sola vez.

Masticaba su rabia en silencio.

—Si no eres capaz de esto, no serás capaz de nada, muchacha.

Ella lo miró furiosa y no le contestó.

—Es hora de que aprendas a perder tu orgullo. Si no hubieses sido capaz de esto, tendría que haberte vendido, ¿sabes?

—No lo creo —se rasgó de su boca.

—Al juez hay que saber obedecerlo. Entonces todo irá bien. Quiero que recuerdes lo que has sentido ahora y, cuando llegue el momento, sepas tragarte tu cólera, como hoy.

Ella guardó silencio.

—Ahora sígueme —le dijo él.

Salieron de aquel balneum y se dirigieron a una calle con los soportales ocupados por multitud de talleres. Eitana sentía su cuerpo fresco, limpio, pero en su corazón cargaba un rencor que se acumulaba cada vez más. En un principio, aquel sirio le había parecido un hombre clemente y compasivo, pero comenzaba a pensar que se equivocaba, que todos los varones que se cruzaban por su vida eran iguales, cruelmente similares, simplemente hombres que solo miraban por su beneficio. Barruntaba todo esto mientras Efren se detuvo frente a un taller con algunos objetos de cobre pendiendo de ganchos a la entrada. El sirio le indicó el camino y Eitana se adentró en el obraje y sintió el intenso calor presionando el ambiente. Rodeado de objetos de cocina, ruedas de carros y algunas jaulas, observó a un hombre corpulento, con su espalda sudorosa y desnuda martilleando el hierro candente. Estaba justo al fondo del taller, y apenas se percató de su presencia hasta que estuvieron justo detrás de él.

No llegó a comprender lo que el sirio trató con aquel forjador, pero instintivamente la muchacha comenzó a intuir algún nuevo padecimiento.

—¿Qué pasa? —le dijo menguando sus ojos cuando Efren se volvió hacia ella.

Pero él no le contestó, y comenzó a guiarla por dentro de aquel obraje siguiendo al herrero, que sonreía mientras hablaba con su comprador. Entonces tuvo la certeza de que su piel ardería bajo el hierro candente, igual que con los animales, igual que marcarían su frente con una F enorme si le daba por escapar.

—Siéntate aquí —le dijo el sirio.

El calor era espeso y sintió que en su frente comenzaban a surgir las perlas del sudor. Se dejó caer en un taburete y luego cerró los ojos, apretándolos como hacía con sus puños, de la misma manera que endurecía su corazón cada día un poco más. Concentrada en olvidar, en evaporarse de aquel lugar, dejó que su mente vagara por su memoria, por un pasado feliz que había sido interrumpido abruptamente, y esperó a que le remangasen la túnica por alguna de sus extremidades. Luego soportaría el fuego con dignidad, convencida de que Yahvé no la abandonaría en aquellos momentos de agonía.

Entonces sintió algo pendiendo sobre su cuello y la voz del sirio pidiéndole que bajara la cabeza.

—No te pongas nerviosa. No te va a doler si no te mueves.

Sintió el tacto de una tablilla en su nuca y luego la fiebre del fuego irradiándose hasta sus orejas. Un cuidado martilleo cimbró su cabeza varias veces, hasta que el artesano terminó.

—Ahora todos sabrán quién es tu dueño —escuchó que le decía el sirio.

Eitana abrió los ojos y se llevó la mano derecha al cuello. Oprimiéndola, un colgante le había sido soldado como si fuese un animal. Era el signo más visible de su esclavitud.