Cuatro días después, el ordenanza del tribuno la desencadenó sana y le hizo ascender las escaleras que conducían del vientre de la nave hasta la cegadora luz de una mañana de mediados del mes de tammuz, aunque Eitana siempre recordaría que llegaría a la ciudad de Roma en las calendas del mes de julius del año 54. No pudo despedirse del veterano marinero judío que le había llevado a hurtadillas agua y pescado salado durante aquellas jornadas de aislamiento, porque el legionario la empujó con prisas por la rampa de madera que conducía al puerto, sin dirigirle la palabra, con su expresión impávida y gris, cargando su alforja.
La muchacha llevaba el anillo de plata bien guardado bajo su túnica de lino, pero no le dijo nada sobre eso, sino sobre su destino.
—El tribuno me dijo que me dirigiera a Capua —pronunció en arameo.
El ordenanza le respondió con otro empellón y con un farfullo que Eitana imaginó detrás de ella, mientras esquivaban el gentío de diferentes razas que pululaba por la dársena.
—Él me dijo…
—Sile —le mandó callar enérgico.
No abandonaron el puerto en ningún momento, sino que se embarcaron en una pequeña chalana que serpenteó el Tíber durante un par de horas, hasta el Emporium, situado en la orilla izquierda del río que ladeaba Roma, no lejano de las últimas pendientes del Aventino. Entonces fue cuando vio la ciudad de las siete colinas por primera vez. Aquella imagen fue inolvidable para ella, indeleble en su memoria. Era un horizonte exultante y colorido. Su retina fue seducida por el blanco vivo de las fachadas de las insulae, por las columnatas de mármol de los templos, por los tejados verde oro deslumbrando al sol y por las tejas de bronce de los edificios imperiales con la pátina verdosa del paso del tiempo. El asombro de aquella progresión de arterias por las que hormigueaba el pueblo la deslumbró tanto que apenas encontraba palabras para poder describirlo.
La inmensidad de la ciudad desbordaba su sorpresa. Nunca había visto nada semejante. Nunca sus ojos, acostumbrados a la insignificante Julias, habrían podido imaginar el esplendor y la ostentación de la capital del imperio. Por un momento se quedó tan conmovida que olvidó la presencia del legionario que la custodiaba con su gladius pendiendo de su cinturón de cuero, pero en cuanto atracaron, el soldado disolvió su abstracción con una maldición desconocida para ella y un nuevo empujón que quizá el tribuno no hubiese consentido, pensó ella.
El puerto se conectaba con un bullicioso barrio donde, con los años, sabría que residían esencialmente extranjeros, peregrini que se habían instalado para siempre en la ciudad, pero que jamás dejarían de serlo. Atravesaron el Pons Fabricius, con sus dos enormes arcadas sobre el Tíber y desde donde se divisaba la isla tiberina con el templo a Esculapio, dios griego de la medicina, y frente a ella, la magnífica arquitectura del teatro Marcellus. Avanzaron en dirección a la colina del Capitolio, pero nada más atravesar el puente giraron a la derecha en dirección al Forum Boarium.
Eitana, de pronto, se sintió absorbida por la ciudad, por el retumbar del hierro de las ruedas sobre las losas de basalto, los gritos, los relinchos, los ladridos y el vocerío que surgía por todas partes. Un laberinto de callejuelas estrechas como senderos conducía a lo que más adelante sabría que era el Foro. Todo lo que veía bordeando el río era un dédalo de callejones oscuros, con sus asombrosos edificios hacinados y exhibiendo prendas tendidas en sus fachadas. En aquel momento todavía no lo sabía, pero eran las insulae.
Anduvieron hasta encontrar una gran plaza delimitada por columnatas, entre cobertizos y tejados de teja donde se refugiaban comerciantes y animales. El estruendo del gentío, los olores de los establos y gallineros llegaba a los sentidos sorprendidos de la muchacha. Los enjambres de moscas buscaban los cuerpos desollados pendiendo de ganchos afilados. Había jabalíes, liebres, corzos, bueyes, jaulas de madera hacinadas de conejos. Pero el ordenanza de Marcius Julius no se detuvo allí y, mientras ella se extasiaba ante la admiración de tanta cantidad y variedad de animales como nunca en su vida había visto, la volvió a empujar con un insulto que ella no comprendió otra vez, porque quería que siguiera de largo.
Entonces, hacia el final del mercado, el aguijón del destino atravesó la última tibieza de su esperanza y vio las enormes jaulas atiborradas de hombres, mujeres y niños de aspectos orientales, asiáticos y africanos. Todos eran rostros sucios y dolientes, alejados de cualquier humanidad, desprovistos de cualquier dignidad.
Eitana se llevó la mano a la boca y se detuvo abruptamente, como si la certeza la hubiese abofeteado, pero el legionario la enganchó del brazo izquierdo y la arrastró hasta un hombre bajito y calvo que golpeaba con su vara el empedrado del suelo. Ella comenzó a negar con la cabeza y a intentar frenarse con los pies, mientras repetía el nombre de Capua, Capua, como si fuese su última oportunidad. Pero aquel muchacho se detuvo y la cacheteó con rabia. Tanto que la muchacha cayó al suelo de espalda.
—¿Qué me traes aquí? —dijo el mercader.
—Una judía a la que hemos tratado demasiado bien.
—¿Judía?
—Sí, acabo de llegar de Judea. Necesito venderla.
El hombre la escrutó de arriba abajo y luego dijo:
—Ciento ochenta denarios.
—¿Ciento ochenta denarios? ¿Qué estás diciendo? Sabes que vale mucho más.
—No sé. Los judíos tienen fama de salvajes y a la muchacha se la ve igual.
—¡Pero es joven! ¡Mira qué rostro! ¡Será una mujer hermosa! —le dijo mientras levantaba con sus dedos la barbilla de Eitana. Ella no se resistía, pero mantenía su mirada altiva, desafiándolo.
—Me da igual. Es lo que doy. Puedes buscar a otro si no te interesa.
El ordenanza hizo una mueca de disgusto, miró a la niña y luego dijo:
—Está bien. Ciento ochenta denarios.
El mercader miró a la muchacha y se acercó a ella hasta poner las dos manos sobre sus hombros.
—Fuerza tiene —comentó el soldado—. ¡Y mucha!
Luego dejó deslizar su tacto por su cuerpo y Eitana se revolvió.
—¡Vaya genio, muchacha! —dijo el hombre, mientras intentaba volver a acercarse hacia sus pechos incipientes y tiernos.
Pero ella nuevamente intentó evitarlo, y el mercader frunció el ceño mirando al ordenanza. El joven tiró la alforja al suelo, le sujetó los brazos por detrás y neutralizó sus movimientos. El mercader levantó su túnica, metió la mano derecha entre sus piernas y se hizo lugar para que sus dedos superasen el taparrabos de lino. Eitana sintió el dolor de la penetración, pero mucho más la lanzada que suponía para su dignidad. Sus ojos se agrietaron de lágrimas, pero se reprimió. El recuerdo de su nombre, fuerza y valor, como la habían nombrado nada más nacer, azuzó su arrojo, y aguantó con su ademán de odio apuntando al mangón, decidida a que su nobleza aleteara en su interior, como un gorrión que solo escaparía con la muerte.
—Es virgen —dijo al fin.
—Es virgen y hermosa. La venderás muy bien, ya verás.
El hombre arqueó sus cejas hacia arriba, abrió el talego de cuero que colgaba de su cinturón y sacó las monedas de plata. El ordenanza estiró la mano y el dinero tintineó sobre su palma. Eitana lo observaba todo rígida como un palo, masticando una rabia que se le habría de indigestar, pero todavía con el anillo que le había entregado el tribuno oculto en su cintura.
—Que Júpiter te proteja —le dijo el soldado recogiendo su alforja.
—Igualmente —contestó el mangón.
Luego se dio media vuelta, sin apenas mirarla por última vez, y dejó que lo engullera el gentío.