2

A Eitana la arrastraron con una docena de prisioneros más rumbo a la ciudad de Cesarea. La centuria de la X Legión se había puesto en marcha hacia la costa al caer de la jornada en que vio a su padre por última vez. Julias había silenciado las calles para ver marchar a los soldados tras un signum enarbolado por un estandarte. En él, un águila y el nombre del emperador Claudio, aunque la niña en aquel tiempo todavía no sabía leerlo. Mientras tanto, los reos aún colgaban crucificados, desvaídos como pellejos, y el pueblo masticaba un miedo que Eitana entonces no comprendía del todo. Pero ella ya no los vio, como tampoco a su madre ni a su hermano Joel. A la hora duodecima de un mes de sivan, la muchacha enterró su infancia con el desaliento de la soledad empujándola hacia el futuro.

El Primi Cohortis Publio Lucilio ordenó marchar durante toda la noche. Eitana era la única mujer entre los cautivos y estaba poco acostumbrada al trote que se hizo intenso hasta el amanecer. Entonces, después de apenas un receso, la niña se dejó caer jadeando vencida, mientras los caballos se alejaban delante de ella y los infantes se le echaban encima con el cuero de sus sandalias afiladas zarandeando su cuerpo, como si fuese un animal.

Extolle[1] —le exigió uno de los soldados que avanzaba hacia ella.

Eitana ni levantó la cabeza. El desánimo le había endurecido las piernas y las sombras de su mente aletargaron su voluntad.

—Levántate —le dijo uno de los prisioneros que marchaban junto a ella.

Era un muchacho joven, con su rostro magullado de arañazos y su torso completamente desnudo.

—Ven, levántate. No empeores las cosas, niña.

Pero toda la energía que creía que le quedaba la utilizó para desasirse de la ayuda del hombre, y persistió sentada con los ojos clavados en el polvo del camino.

—Exfolie, canis —insistió furioso bajo su yelmo de bronce.

Pero Eitana resoplaba el aliento del odio y rabiaba de rencor. Por eso no se movió. Entonces el legionario comenzó a arrastrarla de un brazo, mientras la pequeña se sacudía entre patadas y gritaba que no podía más, hasta que a los pocos pasos el soldado se hartó y gritó:

Retardate, retardate[2].

La caballería se detuvo y al poco tiempo el trote del alazán del tribuno se fue acercando hasta situarse junto a ellos. Publio Lucilio simplemente lo sondeó con la mirada y el legionario se quejó de que la muchacha no se quería mover. El tribuno esbozó una mueca cruel, descendió de su caballo y buscó una cuerda en su montura. Se acercó a Eitana y le dijo en un arameo improvisado:

—Eres de la misma casta que tu padre, judía. Yo te voy a domesticar.

Entonces, mientras el soldado le sujetaba los brazos unidos en paralelo, el tribuno le rodeó las muñecas con la soga, hasta que quedó completamente inmovilizada.

—Ahora caminarás más rápido. Si no, te arrastraré hasta Cesarea viva o muerta.

Eitana apenas se pudo resistir y cuando vio que el otro extremo se sujetaba al caballo, suplicó con sus lágrimas ya resecas. Pero el tribuno no cedió. Montó sobre el alazán y comenzó a trotar. Entonces la niña avanzó con pasos rápidos, con sus brazos extendidos hacia delante por las sacudidas de la cuerda. Sus piernas acalambradas se movían dolorosamente bajo su túnica, y por primera vez en su vida imaginó que iba a morir.

A la hora nona de aquella segunda jornada atravesaron la puerta sur de Cesarea, a pocos metros del gran anfiteatro orientado hacia el mar. El sol relumbraba sobre las cotas de malla y los cascos flameando sus plumas. Desde la mañana, solo habían vuelto a hacer una parada que a Eitana no le sirvió para evitar orinarse encima. Al sentir el empedrado de las callejuelas que conducían hacia el mar, creyó que su extenuación no le permitiría tambalearse más, y el colapso de sus piernas la hizo tropezar como lo había hecho otras veces, pero en esta oportunidad ya sin el arresto y la habilidad para ponerse en pie. El caballo de Publio Lucilio trotaba al frente de la centuria, por delante del signum, orgulloso de volver a la ciudad. Tardó varios trotes en percatarse de que la muchacha era arrastrada como una rama seca, hasta que la voz del centurión se lo hizo saber.

Pero al tribuno no le importó. Y continuó avanzando.

Ya se podía divisar la curvatura del circo y los muros del palacio que se proyectaba sobre un promontorio rocoso que se adentraba en el mar azur. Un vergel de mangos, bananos, palmeras y sicomoros escondía las formas de la residencia del procurador Marco Antonio Félix y los cuarteles de la X Legión. El cuerpo de Eitana golpeaba exangüe contra la calzada y los viandantes de Cesarea, que se allegaban para ver al ejército, hacían mohines de tristeza, como si aquella compasión pudiese ayudarla de alguna manera. En su piel reseca y polvorienta se dibujaban hilos de sangre que recorrían sus brazos extendidos y su rostro todavía núbil.

El tribuno Lucilio continuó avanzando hasta atravesar las puertas de la fortaleza, y solo cuando todos los hombres estuvieron albergados bajo las sombras del jardín que conducía al palacio se detuvo.

La niña era un harapo sucio y herido que pronto llamó la atención.

—¿Qué es esto, Publio? —le dijo un hombre vestido con una larga túnica roja que le llegaba hasta las rodillas. Masticaba distendidamente un higo mientras se paseaba hacia ellos.

Publio Lucilio giró su cabeza e identificó la voz. Era la del tribuno Marcius Julius.

—Estimado Marcius, ¿a qué te refieres? —le contestó descendiendo de su caballo, con su expresión imperturbable y cínica.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero. A la niña.

—¿A esto llamas niña? —Y se acercó a su cuerpo extendido boca abajo para girarlo con el movimiento de su bota polvorosa.

El tribuno Julius llegó frente a él, lo miró a los ojos y luego se agachó para observar el rostro de la muchacha. Los arañazos en su rostro sucio no le impidieron mantener sus ojos débilmente abiertos, titilando un valor que el romano supo reconocer enseguida.

—¿De dónde vienes?

—Venimos del norte, de Cesarea de Filipo.

—¿Y qué ha pasado?

—Una emboscada en Julias cuando unos hombres rodeaban la ciudad. Quisieron sorprenderlos porque eran pocos, pero los redujeron sin problemas. Ésta es la hija de uno de los rebeldes. El resto estaban en prisión por otros asuntos. Los voy a enviar al mercado de esclavos.

—¿Y esto a qué viene? ¿Acaso crees que era necesario este espectáculo?

Marcius Julius lo dijo todavía agachado, mientras se erguía para quedarse frente al otro.

—Faltó al respeto a uno de mis hombres, Marcius —le dijo despectivamente, apuntándola con una mueca de asco—. Es igual que su padre. Es una víbora.

—¿Y dónde está?

—¿Dónde está quién?

—Su padre.

—Lo crucificamos junto a otro en Julias. El resto de los rebeldes murió en la emboscada. Nos mataron a un soldado.

—¿Crucificasteis a unos hombres?

El tribuno Publio Lucilio lo miró con aspereza. Su rostro dibujó una sonrisa falsa y luego se giró dándole la espalda, buscando nuevamente su caballo.

—Creo que tú no eres el gobernador, Marcius. Es Félix, y está ahí dentro —le dijo señalando hacia el palacio—. ¿No crees que he sido demasiado amable dándote tantas explicaciones?

—Toda la provincia se está agitando. Surgen refriegas por todos los rincones porque los judíos están enardecidos, ¿y tú provocas así al pueblo? —Y señaló a la niña.

Lucilio se volvió de nuevo soliviantado.

—¡Mide tus palabras! Hace nada tuvimos que acabar con ese charlatán egipcio que quería tomar el control de Jerusalén. Tuvimos que combatir duramente contra sus hombres y tú estuviste allí, ¿recuerdas? Entérate, Marcius, esta región requiere de mano dura porque hay muchos egipcios como el que matamos, muchos rebeldes como el padre de esta alimaña.

—No creo que Marco Antonio piense igual.

—Félix piensa lo mismo que yo, y tú deberías pensar igual. Si no, no puedes permanecer aquí.

—Gracias a Minerva ya poco me queda en la provincia, pero no creo que el gobernador piense lo que tú.

—¿Por qué? Dime.

—Justamente por lo que estamos comentando. Todo está demasiado tenso como para ir provocando y excitando a los judíos. Julias se habrá quedado encendida, y pronto el rumor se extenderá por Séforis, Tiberias y demás.

El tribuno elevó los hombros con un gesto de menosprecio. Luego, como si no le importase nada, se quitó su yelmo y con un pellejo de cuero que le pasó el centurión se empapó la cabeza.

—¿Qué harás con la niña?

—Me la quedaré. Yo sabré amansarla, ya verás. —Y esbozó una mueca irónica.

—Te la compro.

—¿Que me la compras? —se asombró echando levemente su cabeza hacia atrás.

—Lo que has oído. Te la compro.

—Lo siento, Marcius. La quiero para mí.

El tribuno Julius bajó la mirada y se encontró con el cuerpecillo de la niña ovillado con su túnica ennegrecida y con sus cabellos negros blanqueados por el polvo.

—Te doy ciento cincuenta denarios.

—¿Crees que es una mula? ¡Estás loco! En el mercado me darían el doble. Además, ya te he dicho que me la quedo.

—¡Eso no es verdad! Sabes que es más que justo.

Lucilio hizo una mueca de desinterés. Y se rio.

—¡No está en venta!

—Pues trescientos.

El tribuno agigantó sus ojos y se rascó la cabeza. Su cabello negro y ensortijado rayaba algunas canas y estaba empastado por el sudor bajo el yelmo.

—¿Trescientos denarios? —preguntó incrédulo.

—Así es.

—Tú estás loco, Marcius.

—Me interesa. Mi mujer necesita alguna esclava más, y en Roma tendré que comprarla de todas las maneras.

—¿Vuelves a Roma?

—Así es. Dejo el ejército para dedicarme a mi hacienda. Mi mujer me reclama desde hace años.

Publio Lucilio miró a la muchacha con desafección, incluso con rabia. A Julius le pareció que sería capaz hasta de matarla.

—Trescientos cincuenta denarios y es tuya. Es mi última palabra.

El tribuno clavó sus pupilas en los ojos de Lucilio y la repulsión de su expresión fue tan elocuente que Marcius Julius creyó que su compañero no podría soportar aquel desprecio y que aquel negocio se complicaría definitivamente.

—Estoy cansado. ¿Qué dices, pues? —insistió con una mirada vil.

Marcius se quedó elucubrando y luego le contestó:

—Sé que no es un trato justo, pero quiero comprarla. Trato hecho.

—Todos tenemos caprichos —le dijo el otro sardónico—. Cada uno tiene los suyos.

Entonces se estrecharon la mano para cerrar el trato, pero con aversión.