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Eitana siempre creyó que su vida ya había sido tallada desde antes de nacer, en algún lugar más allá de las estrellas que temblaban sobre el lago Genesaret en las noches transparentes del estío. Según su madre, se había asomado al mundo con los ojos bien abiertos, oscuros, obstinados y firmes, sin apenas llanto. Su abuela pronto comprendió cuál sería el carácter de aquella niña y, con admiración, de sus labios se rasgó Eitana, con fuerza y valor. Lo pronunció tan decidida que fue Eitana a partir de entonces y, quizá, a veces dudaba, de no haber sido así, todo hubiera sucedido de otra manera. Algunas veces llegó a creer que de no haberle recordado desde pequeña que era Eitana, quizá entonces su destino hubiera sido otro, porque habría crecido sin aquel estigma de determinación y valor que siempre le habían recordado, y tal vez, de no haber sido así, no hubiese corrido como un pequeño león hacia su sino y, quizá, solo quizá, simplemente se hubiese quedado agazapada en la azotea de su casa, entre el encañado de paja y barro.

Pero con los años, en el fondo de su espíritu indómito, fue comprendiendo que todo era como habría de ser y, si había nacido con los ojos atentos, fue porque su destino ya estaba escrito con firmeza mucho antes de que alguien la soñase y mucho antes de que su madre sintiese sus tercas pataditas en su vientre joven.

Desde que tenía memoria, algo antes de que le diese por correr por las calles de Julias y atravesar la ciudad por última vez, Eitana siempre creyó recordar que había sido una niña feliz. Y al evocar su pasado, en su memoria se dibujaba junto al lago, ayudando con los anzuelos y arreglando los aparejos en la orilla. Junto a su madre y a sus dos hermanos pequeños, limpiaban la pesca, cosían las redes y remendaban las velas de las barcas, mientras aquel pequeño mar se preñaba de embarcaciones que titilaban blancas sobre un azul añil. Allí, ella se recordaba dichosa, mientras su padre, su tío y su hermano Joel faenaban aguas adentro, remando sus ásperas vidas para garantizar un sustento que les permitiese vivir en aquella Betsaida, lugar de pesca, como todos la habían llamado desde siempre.

También recordaba que con solo trece años ya imaginaba muy bien el amor, y que al ver a cualquiera de aquellos muchachos que desembarcaban al atardecer intentaba elucubrar cómo sería el encuentro con su esposo por primera vez, y un frenesí hormigueaba en su interior cuando sentía la mirada de deseo que no solo fustigaban los jóvenes, que eran apenas un poco más esbeltos que ella, sino también algunos hombres que la habían visto nacer.

—Los esposos no se eligen, Eitana. Tu marido te escogerá y solo valdrá si te conviene y te puede mantener —le dijo una vez su madre.

Entonces, la niña le frunció el ceño, elevó su mirada altiva, como lo harían las aves rapaces, y masculló entre dientes que aquello habría de verse, que no tendría por qué repetir el destino de su madre, mientras oteaba el Genesaret desafiante y decidida, bullendo en sueños que aleteaban en su interior. La niña no tendría por qué entrar en una casa no deseada, y mucho menos en alguna donde ya hubiese una esposa. Para ella la vida sería diferente simplemente porque la deseaba de otra manera.

Pero su madre no escuchó sus rezongos y Eitana no imaginó en aquel momento cuán diferentes serían las cosas.

Tampoco lo llegó a sospechar una calurosa mañana del mes de sivan, en el año 54, cuando su vida comenzó a virar, como las barcas cuando replegaban sus velas por el azote de la tormenta y bregaban por regresar rápidas a la orilla. Entonces la prudencia se unía a la experiencia y los pescadores lograban ponerse a salvo en el muelle o en alguna ribera.

Sin embargo, para Eitana no sería igual, porque si ella se hubiese dedicado a la pesca, ni habría querido ni habría sabido volver. Ella se hubiese mantenido sola, erguida, aferrada al mástil, a trompicones sobre las olas que escupían violentas sobre la barca.

Y con los años le sobraría tiempo para recordar aquel momento que cambiaría su vida, y para comprender que su decisión de correr no fue solo cuestión de carácter, sino de la propia inmadurez.

Todo comenzó como ella jamás había imaginado, como le contaron muchos años después, cuando llegó a comprender los detalles de las cosas. Entonces pudo vislumbrar a su padre y a su tío volviendo de la siega de cereales, atravesando la campiña que rodeaba a la ciudad, en la parte septentrional del lago, al que cercaban huertos frutales, viñedos y olivares. Junto a una veintena de hombres, regresaban desgastados de semanas de trabajo, enardecidos no solo del sol, sino también del discurso rebelde de bandoleros y charlatanes que comenzaban a asolar una región que sentían sometida y hostil. El sol estaba cayendo cuando divisaron en descenso el centelleo de los morriones de bronce, sacudiendo sus penachos negros al ritmo de sus caballos, avanzando desde el horizonte. Entonces el miedo los sacudió y se apearon del camino hasta acurrucarse en un recodo arbolado, entre unos viñedos y la floresta. Desde allí vieron acercarse a los soldados, altivos y recios, pero en minoría. Eran apenas seis y trotaban distendidos, aferrados a sus escudos redondos y a sus pila sujetos en su mano izquierda.

Eitana nunca pudo imaginar qué sombra cruzó por la mente de su padre, ni siquiera si se habría dejado empujar por el odio de sus compañeros. Tendría mucho tiempo para imaginarlo, pero nunca lo llegaría a saber con certeza. Lo cierto es que la soledad del camino y la oportunidad propicia probablemente inyectaron su valor, y armados con puñales y palos, esperaron a que aquel grupúsculo aislado de su centuria estuviera junto a ellos. Entonces, aprovechando su mayoría, se lanzaron sobre ellos como una jauría sobre sus presas.

El centurión y cinco soldados, nada más percibir el ataque, se cerraron en círculo y se protegieron con sus escudos y sus cotas. Contrariamente a lo que los campesinos pensaron, su ofensiva fue desorganizada y torpe, y los legionarios la repelieron con la destreza de muchos meses de entrenamiento. Con sus lanzas alejaron la embestida y descendieron de sus caballos echando mano a sus cinturones de cuero, de donde surgieron sus afilados puñales. Entonces atravesaron a los labriegos como presas de caza, elevándolos por el aire como muñecos rellenos de hierba seca. Solo cayó un soldado y la mayoría de los rebeldes murieron heridos sobre el polvo del camino; unos pocos atravesaron los campos huyendo hacia la ciudad, y solo dos desgraciados fueron capturados vivos.

Entre ellos, el padre de Eitana.

La niña supo de esto la jornada siguiente, bien temprano, cuando una mujer aporreó la puerta de la casa. Su madre ya estaba en marcha, moliendo el grano. Descendió la escalera, esquivó sus dos cabras y abrió la puerta con el mal pálpito de aquellos golpes. Eitana, la única niña entre sus tres hermanos, apenas percibió las palabras ahogadas y entre susurros que pronunció la vecina, pero supo que era algo grave cuando su madre asomó la cabeza por el solado y se dirigió azorada a su hermano.

—Vigila a tus hermanos, Joel. Que ninguno salga de aquí.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él, apenas un año mayor que Eitana.

—Solo te pido que obedezcas. Cuida a tus hermanos —sentenció.

Luego volvió a descender y se perdió por las callejuelas de Julias, nombre que había instituido Filipo, el hijo del rey Herodes el Grande, apenas veinte años antes, cuando su madre era todavía tan bisoña como Eitana y no imaginaba cómo la vida se le resbalaría de rápido, arrugándole la piel y endureciendo su alma.

Una hora después su madre había regresado. Cerró la puerta, se quitó la toca y se dejó caer junto a los animales. Sentada, puso sus codos sobre sus rodillas y sujetó su cabeza con las dos manos, como si se le fuese a desencajar del tronco. Entonces la oyeron sollozar. Eitana y sus hermanos habían descendido y estaban de pie junto a ella, observándola temerosos.

—¿Qué ha pasado? —volvió a insistir Joel.

Los cabellos de la mujer dejaban entrever finas hebras blancas que delataban sus años. Continuó sumergida en su sufrimiento algún tiempo más, hasta que Eitana se acercó a ella y le dio el último abrazo que le daría en toda su vida. Luego le dijo:

—¿Qué le ha sucedido a nuestro padre?

La madre elevó la cabeza y la miró con sus ojos vidriosos y su rostro surcado por arrugas todavía jóvenes.

—¡Nos lo han matado! —casi susurró.

—¿Qué estás diciendo, madre?

—Que nos lo han matado.

—Pero, pero… ¿Qué ha pasado?

—Fueron los soldados, los soldados del procurador Félix.

Eitana y Joel se miraron espantados. Los otros dos hermanos pequeños permanecían de pie rígidos, con los ojos bien abiertos, solo con sus taparrabos de lino.

—Pero si nuestro padre está en la siega, madre —insistió el mayor—. Piensa lo que dices. Quizá te has confundido. Quizá no sea él.

Ella sacudió la cabeza y le dijo decidida:

—Es él. Lo vi con mis propios ojos. Es él.

—¿Lo has visto? —inquirió la muchacha—. ¿Dónde lo has visto?

—En la entrada de la ciudad, para que lo vean todos. Allí está, yo lo vi. No pude acercarme demasiado. No quiero morir yo también.

Eitana sintió la rabia hurgando su sangre y, con la misma fuerza y valor que empleó al nacer, se abalanzó decidida hacia la puerta. Entonces su madre se incorporó alarmada, mientras le gritaba que se detuviese, que no debía salir, que no debían acercarse a aquel lugar ninguno de ellos. Pero ella ni supo ni quiso detenerse. Había nacido con aquel brío en su voluntad y su destino ya estaba escrito.

—No te vayas, por Yahvé —le dijo Joel sujetándola del brazo.

—Suéltame.

—Escucha primero a nuestra madre, Eitana.

—Quiero verlo con mis propios ojos.

—Espera, piensa. Si ella dice que no vayas, no debes ir.

—Déjame. Yo no soy una cobarde. Solo a mi padre he de obedecer —gritó nerviosa.

—Te arrepentirás, Eitana —elevó la voz su madre—. Te arrepentirás. Solo te hará más daño.

—No os reconozco. Vuestro miedo me da vergüenza.

La última palabra pareció escupirla sobre su hermano y, desasiéndose de las garras de sus dedos, escapó hacia el laberinto de callejuelas y casas, en el sentido contrario al lago, con su ánimo bien dispuesto a cambiar el mundo.

Sin embargo, años después, siempre se arrepentiría de no haber echado un último vistazo a los dos pequeños, a los que jamás volvería a ver, a los pobres Atzel y Benami.

Su padre languidecía pendiendo de un madero, junto al otro jornalero rebelde. Los habían colgado observando la campiña, a la vista de todo aquél que entraba en la ciudad. Cuando Eitana llegó al lugar, sintió que su corazón repicaba sordo como los tímpanos, y su imagen agónica le arrancó un alarido que, de haber tenido más fuerzas, podría haber sido el rugido de un león. Sin embargo, sus sandalias desgastadas no se detuvieron con el miedo y corrió hasta la escena del suplicio, donde unos troncos de cedro sostenían la vida de su padre. Frente a ellos, unos soldados sujetaban sus pila, con túnicas claras y cortas, sin sus mantos púrpura, sin sus broches de bronce relucientes, sin sus cotas protectoras, con su pelo corto y sus miradas torvas, soportando el calor que comenzaba a caldear la tierra.

La niña trotó enfurecida y se arrodilló frente a su padre. Su cabeza pendía exhausta, con sus labios resecos y sus ojos casi desencajados. Observó su cuerpo completamente desnudo, con todo su peso apoyado sobre sus pies cruzados y ensangrentados, atravesados por un gran clavo oxidado; sus brazos se extendían como las alas de una paloma desgarrada, con los dedos atrofiados y las muñecas goteando su vida sobre la tierra teñida de bermellón. No llevaba mucho tiempo crucificado, por eso pudo mirarla con tristeza, aunque todavía firme, y decirle desde lo alto que se alejara de allí, por lo que más quisiera, que se alejara de allí inmediatamente.

Eitana estaba sobrecogida, con el odio rugiendo su pequeña existencia. Se abrazó al tronco mal tallado y con sus manos acarició los pies de su padre y dejó que su sangre le ungiera su rostro y su cabello.

—Corre, muchacha. Corre. Déjame solo.

—Pero ¿por qué? —gritaba ella—. ¿Qué has hecho, padre? ¿Por qué?

—Vete, Eitana. Por Yahvé, vete.

—¡Cómo he de dejarte! ¡Dime!

—Tienes que hacerlo —exclamó sufridamente.

Los soldados, que habían permitido a la niña hacer, acabaron por intervenir. Unos de los tres la atrajo hacia atrás estirando de sus hombros, hasta que cayó al suelo de espaldas.

—Vete —le dijo en un arameo incomprensible.

La muchacha se incorporó y se lanzó sobre aquel centinela entre patadas, gritos e insultos. Los otros dos se miraron con asombro y soltaron unas risotadas, pero aquel soldado ni titubeó. Le dio un bofetón y Eitana volvió a caer en tierra.

—¡Eres como tu padre! —le dijo—. Y nosotros a los rebeldes los tratamos como se merecen. Acabas de elegir tu destino.

El padre de Eitana se revolvió con un grito de dolor, mientras la niña sollozaba desde el suelo.

—Marco, ¿quieres que se la lleve al tribuno? —le dijo uno de los otros dos.

—Sí. Mira qué rostro —contestó sosteniendo su cara desde la barbilla—. Será una mujer hermosa. Seguro que Publio Lucilio sabe qué hacer con ella. Nos lo agradecerá, ya verás.

Ella no dejaba de forcejear, intentando buscar con la mirada a su padre, y recordaría muy bien cuándo supo que el espectáculo había terminado y que su padre ya estaba muerto antes de estarlo.

—Nunca dejes de luchar, Eitana. Sé fuerte. No lo olvides, sé fuerte —le gritó por última vez, exhausto, sin poder ni lagrimear.

—¡Padre!

—Eitana. ¡Mi querida Eitana!

Fue su último recuerdo. El soldado comenzó a arrastrarla hacia la ciudad y Eitana se dejó conducir después de algunos golpes y tirones de pelo. Entre el gentío que observaba aquel castigo ejemplar desde la distancia la niña pudo identificar a su madre, que golpeaba sus mejillas con sus palmas abiertas, histérica y distante.

Pero no se acercó. La dejó marchar amedrentada, temerosa no tanto del presente como del futuro.