Prólogo

Edwin Chapler, escribano de la Cancillería de la Cera Verde, estaba sentado en la pequeña y húmeda capilla construida en el centro del Puente de Londres. El sol ya se había ocultado, aunque las estrellas aún no relucían en el cielo rojizo, lo que proporcionaba a los ciudadanos de Londres una excusa para seguir comerciando, jugando o paseando cogidos del brazo por la orilla del río. Las tabernas y los mesones estaban llenos a rebosar, y en las estrechas y tortuosas calles resonaban las canciones que la gente entonaba en las cervecerías. Las penurias y el hambre del invierno habían quedado atrás: la cosecha había sido buena y los mercados estaban bien surtidos. Sin embargo, a Edwin Chapler lo invadía una profunda desazón, como le habría ocurrido a cualquiera que tuviera que afrontar una realidad como aquella a la que se enfrentaba él. Miró a su alrededor. Al fondo de la capilla se encontraba el pequeño presbiterio, a la izquierda el altar de la virgen, y a la derecha una enorme y grotesca estatua de santo Tomás Becket con una espada clavada en la cabeza.

—Debería estar en La Docena del Fraile —susurró Chapler—, escuchando a un violinista y preguntándome si Alison sabría bailar al son de la música.

Había ido a la capilla, como hacía con frecuencia, en busca de orientación; pero no podía rezar. Abría la boca, pero no lograba pronunciar palabra alguna. Alzó la vista hacia la vidriera y vio al Cristo torturado que todavía, se retorcía de dolor en la cruz, iluminado por la última y débil luz del día.

Chapler miró hacia otro lado. Allí dentro hacía frío, y él estaba solo. Quizá tardara varios días en tomar una decisión. Un terror silencioso se apoderó de él. ¿Y si no hacía nada y lo descubrían? Chapler tragó saliva. Dos veranos antes había visto ejecutar a un hombre acusado de traición: un escribano que había vendido información secreta a los españoles. Chapler cerró los ojos, pero no podía borrar de su mente aquella truculenta escena: la alta y negra plataforma, la mesa de madera maciza bajo la horca. A aquel desafortunado escribano le habían despedazado como si fuera un pollo. Después habían metido los pedazos en brea hirviendo, para luego exhibirlos sobre las puertas de la ciudad.

Chapler se estremeció. Las velas que había encendido ante la estatua de santo Tomás parecían dos ojos de mirada ardiente. La capilla cada vez estaba más oscura y Chapler sentía la presencia de una fuerza maligna que lo acechaba, dispuesta a saltar encima de él como un monstruoso gato. Oyó el estruendo de los cascos de un caballo y se sobresaltó. Chapler recordó a qué había ido allí. Le habían advertido que guardara silencio. Había ido a los establos y había encontrado a su caballo retorciéndose de dolor. Un mozo de cuadra, compasivo, había accedido a poner fin al sufrimiento del animal. Cuando llevaron el cadáver del caballo al matadero y le abrieron el vientre, en lugar de heno y paja encontraron anzuelos y afiladas hojas de cardo. Chapler protestó, pero el dueño de las cuadras se lavó las manos.

—¡A mí no me culpéis! —se defendió—. Aquí cuidamos bien a los caballos. ¡Mirad a vuestro alrededor, maese! ¿Por qué íbamos a darle anzuelos y cardos a un pobre caballo?

Chapler le dio la razón y se marchó pensando que aquello era obra de un enemigo. Volvió a cerrar los ojos, apretó los puños y se arrodilló junto al pilar pero un ruido lo asustó. Abrió los ojos y, aterrado, vio una silueta negra que se cernía sobre él, bajo el techo de gruesas vigas. Chapler gimió de miedo. ¿Qué era aquello? ¿Un demonio? ¿Un alma maligna que lo acechaba? La sombra negra describió un giro, batiendo suavemente las alas. Chapler se tranquilizó: no era más que un cuervo, uno dé esos enormes pájaros negros que abundaban en el Puente de Londres, donde cazaban estorninos o, mejor aún, esperaban a que clavaran en los palos las cabezas de criminales y traidores. Aquel cuervo había entrado en la capilla y había quedado atrapado en su interior. Chapler lo observó con curiosidad; el pájaro no graznó, sino que voló hacia el alféizar de una ventana, golpeó el vidrio con su pico amarillo y luego giró la cabeza. Chapler tuvo la impresión de que aquel animal lo estaba observando. ¿Sería una señal de mal agüero? ¿Un demonio? Pensó en abrir la puerta para ver si el pájaro salía volando, pero no podía moverse. No le importaba; al menos el cuervo le hacía compañía. En ese momento el cuervo graznó, como si le hubiera leído el pensamiento; giró la cabeza y miró hacia la puerta. Chapler suspiró y se puso en pie al tiempo que la puerta se abría. El cuervo graznó, triunfante, emprendió el vuelo y salió de la capilla. Chapler no se fijó en él, pues le interesaba más la figura que entraba, arrastrando los pies.

—¿Quién sois? —preguntó.

La figura, cubierta con una capa, no le respondió, sino que se detuvo ante el altar de san Cristóbal, situado cerca de la puerta. Se oyó caer una moneda en la caja; la figura golpeó una yesca, encendió una vela y la colocó ante la estatua del patrón de los viajeros. En aquel momento la figura se volvió; se trataba de una mujer, cuyo tosco cabello sobresalía por debajo del ala de su puntiagudo sombrero y le cubría los hombros en desordenados mechones. La mujer se acercó a Chapler, y el escribano vio un rostro arrugado, unos ojos negros y relucientes, unos labios fruncidos, casi ocultos entre los surcos de las mejillas. Suspiró aliviado al comprobar que era la vieja Harrowtooth (literalmente «diente de arado»), la hechicera que vivía en un cuchitril que había cerca del puente. La llamaban así porque el único diente que tenía sobresalía de su boca como el extremo de hierro de un arado.

—Me gusta rezar sobre el agua —declaró la anciana Harrowtooth, esbozando una sonrisa—, y a fe mía que éste es un buen sitio para rezar, pues siempre hay silencio. El agua divina debajo, y el cielo divino encima. —Asió la muñeca de Chapler con su huesuda mano—. Y siempre reconforta ver a un hermoso joven diciendo sus oraciones. He visto a muchos jóvenes a lo largo de mi vida —farfulló—; recuerdo a uno que me echó de aquí, maldiciéndome, cuando le pedí una moneda. —Acercó su feo rostro al de Chapler y añadió—: Contrajo unas fiebres, una sed terrible le abrasaba la garganta pero no se atrevía a humedecerse siquiera los labios, porque no soportaba el ruido ni el contacto del agua.

Chapler apartó la mano, buscó en su bolsa y le dio una moneda a la anciana.

—Que Dios os bendiga, señor. —Harrowtooth levantó la moneda y repitió—: Que Dios os bendiga. Entro aquí, me gasto un cuarto de penique en una vela, y resulta que salgo más rica que cuando entré. ¿Quién dice que Dios no escucha nuestras oraciones? —La anciana sacudió los estrechos hombros al reír. Abrió la puerta de la capilla, se volvió y, con una voz ronca y sorprendentemente fuerte, dijo—: Una advertencia, joven: ¡el cuervo es un pájaro de mal agüero! —Dicho esto, cerró dando un portazo.

Chapler regresó al pilar y se agachó junto a él. Pese a la aparición de la anciana Harrowtooth, ahora se sentía más tranquilo, como si ya hubiera tomado una decisión. Si actuaba correctamente, si hacía lo que debía, estaría a salvo y no le pasaría nada. Permaneció un rato allí, reflexionando sobre cómo debía actuar. Se arrodilló; ahora que su alma estaba serena, podría rezar, y quizás encendería otra vela antes de marcharse. Absorto en sus oraciones, Chapler no oyó abrirse la puerta.

Alguien entró deprisa, como una araña, deslizándose sobre las losas, y no se oyó nada hasta que el extremo de hierro de la maza le rompió el cráneo y el joven cayó al suelo echando sangre por la boca. La figura lo arrastró hasta la escalinata de la iglesia, y una vez allí, el asesino se detuvo. No había nadie, había oscurecido. Cogió a Chapler, como si éste fuera un amigo que hubiera bebido demasiado, y lo llevó hasta el parapeto del puente, donde no podrían verlo. Levantó el cadáver de Chapler y lo arrojó por encima de la barandilla, como si se tratara de un saco, a las agitadas aguas del río.

Tres noches más tarde, cuando el río bajaba caudalosamente hacia el mar, una larga barcaza zarpó del muelle de San Pablo. La impulsaban unos encapuchados provistos de pértigas. En la proa y en la popa había otros hombres, también encapuchados, que llevaban antorchas, y en el centro de la barcaza iba sentado el Pescador de Hombres, con la capucha sobre los hombros, escudriñando el río con sus ojos sin párpados. Buscaba cadáveres; a él y a sus amigos, los parias de Londres, les pagaba el ayuntamiento: una cantidad determinada por cada cadáver que rescataran del agua. Había un precio para las víctimas de accidentes y otro para los suicidas, pero las mejores pagadas eran las víctimas de asesinato. El Pescador de Hombres, con el inquietante rostro untado de aceite para protegerse del viento del río, tarareaba una nana mientras escrutaba las aguas.

—Algún cuerpo encontraremos —murmuró—. ¡Mirad bien, hijos míos!

Las pocas barcazas y botes que navegaban por el río no se les acercaban. A nadie le gustaba el Pescador de Hombres, y los que trabajaban en el Támesis le tenían especial temor. En las tabernas y las cervecerías se rumoreaba que el Pescador de Hombres y sus secuaces mataban para luego sacar del río a sus propias víctimas. Todos los barqueros entre Southwark y Westminster rezaban constantemente a sus santos patrones para que el Pescador de Hombres no encontrara sus cadáveres y los llevara a aquella extraña capilla, donde yacerían, metidos en un burdo ataúd, hasta que alguien los identificara. Ese día el Pescador de Hombres se sentía esperanzado. Dos días atrás habían arrojado al río a un borracho y a un marinero de Brabante que había muerto en una pelea de taberna. Sir John Cranston, el corpulento forense de la ciudad, les había pagado bien. En ese momento el Pescador de Hombres reiniciaba la búsqueda.

—¡Sí, hijos míos! —susurró citando incorrectamente el oficio de difuntos—. Recordad el terrible día en que la tierra devolverá a los muertos, y los ríos de Dios, sus secretos.

Entonces dio una orden y la barcaza viró para esquivar una carreta de basura que estaban vaciando en el río desde la orilla. Los basureros blasfemaron e hicieron una señal para protegerse del mal de ojo, mientras la macabra barcaza del Pescador de Hombres pasaba de largo.

—Impulsad la barca hacia la orilla —ordenó el Pescador de Hombres, señalando una curva que describía el río antes de bajar hacia Westminster.

—¿Estáis seguro, señor? —preguntó Icthus, el mejor nadador del Pescador de Hombres—. ¿No deberíamos quedarnos en medio de la corriente?

—No —respondió el Pescador—. Conozco bien el río, y baja demasiado deprisa. A los cadáveres que vienen de Southwark o del Puente de Londres se los lleva hacia los juncos.

La barcaza viró, y las antorchas de brea vacilaron y chispearon movidas por la brisa nocturna. El Pescador cogió su campanilla y la hizo sonar; el tintineo resonó por el río amenazadoramente, advirtiendo a las otras embarcaciones. La barcaza se acercó más a la orilla.

—¡Veo uno! —gritó un vigía—. ¡Veo uno, señor! ¡Allí, entre los juncos!

El Pescador de Hombres escrutó la penumbra, miró entre los juncos y también él vio el brillo de la hebilla de un cinturón, y otra cosa.

—¡Acercaos más!

La barcaza se acercó un poco más a la orilla. Icthus saltó al agua y nadó como un pez, haciendo honor a su nombre; luego atrapó el cadáver de Edwin Chapler y miró su hinchada cara, los ojos fijos y la boca con sangre incrustada.

—¡Un cadáver! —gritó Icthus—. ¡He encontrado un cadáver, señor!

En Ratcat Alley, una de las callejuelas que iban a parar a Watling Street, bajo la Catedral de San Pablo, Bartholomew Drayton, un prestamista de pésima reputación, se preparaba también para su encuentro con la muerte. Drayton yacía en el suelo de su contaduría de techo abovedado mientras gemía, agonizante, con una flecha de ballesta clavada en el pecho. Se tumbó sobre un costado y miró hacia la puerta; sabía que no podría descorrer los cerrojos ni hacer girar las llaves de las tres cerraduras. Drayton cerró los ojos y gimió de dolor. Siempre se había enorgullecido de aquella puerta de quince centímetros de grosor, con bisagras de acero y con la parte exterior afirmada por enormes pernos, y que ahora iba a ser su perdición. Siempre se había creído a salvo allí, en su contaduría; allí no podían entrar los ladrones, ni ninguno de sus avariciosos escribientes podía echar mano de lo que él había reunido a lo largo de los años. No había ventanas, ni tan solo una rendija; pero nada de todo aquello había servido. Drayton, que había defendido al rey en las guerras contra Francia, sabía que había llegado su hora. Era extraño que la muerte le llegara allí, en su cámara de techo abovedado. Dirigió la vista hacia la pared del fondo; quizás estuviera recibiendo su merecido. Ahora tenía que rendir cuentas. Cerró los ojos; tenía las piernas y los pies helados.

Drayton, al igual que Chapler, intentó rezar, pero sólo conseguía evocar las palabras del Evangelio acerca del rico que había llenado sus graneros y que se preparaba para una vida de abundancia y felicidad. «¡Necio! —bramaba Dios—. ¿Acaso ignoras que lo que yo quería era tu alma?». Drayton murmuró una plegaria: tenía tiempo para invocar el perdón de Dios, pero ¿qué pasaba con el otro crimen? Se volvió hacia un lado; luego, haciendo un gran esfuerzo, intentó arrastrarse hacia la pared del fondo hasta tocarla. Sí, si lograba tocarla podría pedir perdón. Cuando había recorrido un corto tramo, el dolor lo venció. Un frío intenso recorrió su cuerpo de arriba abajo, y Bartholomew Drayton entregó su alma al Señor.