Capítulo XIV

Alison quiso levantarse, pero Athelstan la sujetó con fuerza y se lo impidió.

—¿Cuál es vuestro verdadero nombre? —preguntó el fraile.

—Alison Chapler, por supuesto. Soy la hermana de Edwin.

Cranston, que estaba de pie detrás de la mujer, sacudió la cabeza, pero Athelstan no le hizo caso. Benedicta permaneció sentada, con la boca abierta, y Flaxwith se sentó en un taburete, en un rincón; se puso a Sansón en el regazo y empezó a acariciarle las orejas.

—He ido a la Torre —explicó Athelstan—; en esa lúgubre fortaleza hay una sala donde se guardan registros de impuestos que se remontan a varias décadas. Es muy interesante: los recaudadores de impuestos son muy diligentes anotando los detalles, y en esos documentos constan el domicilio y la ocupación de la gente. Pues bien, en 1362 aparece una familia de Bishop’s Lynn, Norfolk. El padre, la madre, su hijo Edwin y su hija Alison, una niña de sólo tres años.

—Veréis, padre…

—No, no —la interrumpió Athelstan—. Le pedí al escribiente que buscara el registro de 1365, y comprobé que dos miembros de la familia habían muerto: el padre de Edwin y su hermana Alison. Si lo deseáis, puedo pedirle a sir John que envíe a alguien a investigar vuestro pasado.

Alison, que había palidecido, negó con la cabeza.

—Ah, por cierto —comentó el fraile—, ese tintineo que habéis oído era el de un par de espuelas que le he pedido prestadas al tabernero del Picazo. Maese Flaxwith ha subido al desván, les ha atado un trozo de cuerda y las ha bajado por la ventana. Las ha sacudido con fuerza desde arriba, para que pareciera que había alguien con espuelas paseándose por fuera. Anoche vos hicisteis lo mismo en casa de Benedicta. Bajasteis esas espuelas por la ventana, desde la cámara que hay encima del salón, y tirasteis con fuerza de la cuerda; pero antes dejasteis vuestro último acertijo, fingiendo que lo habían hecho pasar por debajo de la puerta.

—Creo que os equivocáis.

—No me equivoco, señora. Me dejó intrigado que, en vuestra discusión con el consejo del distrito, demostrarais conocer a la perfección una leyenda de Norfolk, la de la Bruja Buena.

—Edwin me la contó.

—No lo creo, señora Alison. No puedo demostrarlo, pero a juzgar por el hecho de que sois costurera, vuestro conocimiento de las moralidades y de los trucos empleados por los actores, como el uso de sangre falsa, yo diría que sois hija de cómicos itinerantes. Creo que Edwin os conoció y se enamoró de vos.

—Entonces, ¿por qué no nos casamos?

—Vamos, Alison, o como quiera que os llaméis; todos sabemos que los escribanos reales que se casan, a menos que tengan un rango elevado, no consiguen fácilmente el ascenso. Por otra parte, —Athelstan se interrumpió un instante y recogió unas migas de la mesa—, no sé por qué Edwin quiso mantener vuestro pasado en secreto y proporcionaros otra identidad.

—Hermano, yo no estaba en Londres cuando mataron a algunos de esos hombres.

—Empecemos por el principio —dijo Athelstan apartando su plato y bebiendo un sorbo de cerveza—. Edwin Chapler nació en Bishop’s Lynn, Norfolk, y sus padres y su hermana murieron. Me imagino que estudió en la escuela de la Catedral de Norwich; era un alumno muy aplicado y capacitado, y después lo enviaron a Oxford o Cambridge.

—A Cambridge —confirmó la mujer.

—Allí, o poco después, fue donde os conoció. Vos os convertisteis en su hermana; formabais una pareja tranquila y diligente, y os trasladasteis al pequeño pueblo de Epping, en Essex. Edwin llegó cargado de cartas de recomendación, seguramente de algún maestro de Cambridge, y consiguió un empleo en la Cancillería de la Cera Verde. Vos permanecisteis en Epping, y Edwin alquiló una sencilla buhardilla con vistas al albañal de la ciudad; pero de vez en cuando veníais a Londres a visitarlo. ¿Tengo razón, señora?

Alison no respondió.

—Pues bien, lo que pudo haber sido el inicio de una brillante carrera al servicio de la Corona —prosiguió Athelstan— se convirtió en una pesadilla. Chapler era un hombre muy honrado, y no tardó en darse cuenta de que, pese a las bromas, el jolgorio y los acertijos, Alcest y sus compañeros controlaban a Lesures y le hacían chantaje, y mientras tanto cometían traición vendiendo mandatos judiciales y licencias a los delincuentes de los bajos fondos de Londres. Los escribanos ofrecieron a Chapler la posibilidad de participar en sus falsificaciones. Muchos habrían aceptado con gusto aquellos sobornos, pero Edwin era diferente: él era un hombre íntegro.

—Era un gran hombre —le interrumpió Alison con los ojos llenos de lágrimas—. Jamás le vi levantar una mano para herir a nadie; pero sí, hermano, para él Alcest y sus amigos eran unos demonios del infierno, que se habían dejado seducir por los placeres de la carne.

—Chapler os hablaba mucho de ellos, ¿verdad? —preguntó Athelstan—. Os contó todas sus costumbres y aficiones: cómo se vestían, qué bebían, a qué burdel iban, que eran codiciosos y arrogantes. Y Edwin tenía sus escrúpulos, como cualquier hombre de bien: aquellos escribanos estaban cometiendo un delito muy grave, y él, mediante su silencio, lo estaba aprobando.

Alison asintió con la cabeza y se secó las mejillas con el dorso de la mano.

—No estoy muy seguro de lo que sucedió a continuación —siguió diciendo Athelstan—. Pero Edwin debió de quejarse; es posible que incluso los amenazara. Alcest y los demás se defendieron amenazándolo a él, y no dijeron nada más, hasta que un día intentaron asesinarlo poniéndole veneno en su copa de malvasía.

—¿Cómo consiguió Chapler mantener en secreto su relación con Alison? —preguntó Flaxwith, que no se había movido del rincón.

—Como ya he dicho —respondió Athelstan—, se hacían pasar por hermanos. Alison viajaba a Londres vestida de hombre; de ese modo despistaba a sus vecinos de Epping, y también a los conocidos que pudieran tener en Londres. Además, así Alice estaba más protegida cuando viajaba. He visitado los aposentos de Chapler: eran sumamente sencillos, y sin embargo, él cobraba un buen salario. —Athelstan hizo un ademán abarcando toda la cocina—. Todo el mundo merece tener un hogar. Edwin y vos teníais otra cámara, ¿verdad? Muy cerca de la Cancillería de la Cera Verde, quizás en Holywell, fuera de las murallas, o hacia el oeste de Clerkenwell. Pero cuando Edwin enfermó, vos, vestida de hombre, lo ibais a visitar a sus aposentos. Entonces os percatasteis de la gravedad de la situación: aquellos escribanos pensaban matar a Edwin. Le rogasteis que dimitiera, que abandonara la Cancillería, pero Edwin era valiente y testarudo: se recuperó y volvió a su trabajo, de modo que Alcest y los demás decidieron matarlo. De todos era sabido que a Edwin Chapler le gustaba ir a rezar a la pequeña capilla de Santo Tomás Becket, en el Puente de Londres. Alcest organizó una fiesta; había comida, vino, prostitutas hermosas… Y entonces se puso la capa, se tapó la cabeza con la capucha y se escabulló hasta el Puente de Londres. Se quedó allí esperando a que apareciera Edwin, lo mató de un golpe en la cabeza y arrojó su cadáver al Támesis.

Alison agachó la cabeza. Le temblaban los hombros.

—Los caminos del Señor —observó Athelstan— son inescrutables. Los escribanos creyeron que podrían matar a aquel hombre honrado sin que nadie los acusara de su muerte. Harían un juramento y tendrían testigos de que cuando murió Edwin Chapler, o al menos la noche en que desapareció, ellos estaban borrachos como cubas, y no habrían podido siquiera caminar. Pero no contaron con la señora Alison. Vos debíais de estar todavía en Londres la noche en que murió Edwin, y al ver que al día siguiente él no se reunía con vos, sospechasteis lo que había pasado. Lo amabais con toda vuestra alma, ¿verdad? —continuó Athelstan—. Su muerte os dolió mucho, y por eso planeasteis la venganza.

—Pero si yo —le interrumpió Alison levantando la cabeza y mostrando un rostro bañado en lágrimas— llegué la mañana que vos fuisteis a la Cancillería de la Cera Verde.

Athelstan miró a sir John, con la esperanza de que el forense lo apoyara en la mentirijilla que iba a decir:

—No lo creo, señora; sir John envió a un mensajero a Epping, quien nos confirmó que llevabais varios días fuera del pueblo. Ah, no: preparasteis vuestro plan con astucia. La mañana que nos conocimos, vos ya habíais trabajado mucho. Edwin os había hablado de las costumbres diarias de Peslep y fuisteis a la taberna Tinta y Tintero vestida de hombre, imitando a Alcest con las espuelas. Peslep fue al excusado; en la taberna había mucho jaleo, y él estaba solo, así que os decidisteis. Cruzasteis el patio y lo apuñalasteis dos veces, una en el vientre y otra en el cuello, cuando él todavía tenía las calzas por los tobillos.

Athelstan le acercó una jarra de cerveza a Alison; la mujer bebió un sorbo, pero sin quitarle los ojos de encima al fraile.

—Cuando os traje aquí, a Southwark, la noche que nos encontramos a William la Comadreja por el camino, hicisteis un comentario sobre cómo había muerto Peslep, apuñalado y con las calzas por los tobillos. ¿Cómo conocíais ese detalle?

—Vos me lo dijisteis.

—No, señora —la interrumpió Cranston—. El hermano Athelstan y yo nunca revelamos a nadie los detalles de un asesinato.

—Entonces debió de decírmelo otra persona.

—No, señora Alison. —Athelstan hizo una pausa, para luego añadir—: También cometisteis otro error: el día que ungí el cadáver de Edwin en la capilla, vos no hablasteis de un asesino, sino de varios; me preguntasteis si «los» iban a atrapar y castigar. No fue más que un pequeño lapsus, pero cuando se produjeron otras muertes y descubrimos el delito que habían estado cometiendo los escribanos, empecé a sospechar. —Athelstan bebió otro sorbo de cerveza—. Pues bien, matasteis a Peslep, regresasteis a vuestra cámara privada, dondequiera que esté, os pusisteis un vestido manchado de barro y os dirigisteis al Laúd de Plata, fingiendo que acababais de llegar a Londres. A continuación fuisteis a la Cancillería de la Cera Verde, a donde ya había llegado la noticia de la muerte de Edwin Chapler. Los escribanos os consolaron; para ellos erais como cualquier otra mujer: una cara bonita y una cabeza vacía. Sin embargo, vos sois una mujer muy hábil e inteligente, una verdadera Salomé danzando en medio de un grupo de inocentes. —Athelstan esbozó una sonrisa—. ¡O quizá no tan inocente! Sabíais lo de sus copas de malvasía; los escribanos os dejaron pasear por la cámara, quizá examinar incluso la copa que había pertenecido a Edwin. En el momento apropiado pusisteis una poción en la copa de Ollerton: pensabais pagarles con la misma moneda.

—Edwin os lo había contado todo, ¿verdad? —terció Cranston—. Y sobre todo, que a los escribanos les gustaban las adivinanzas. Por eso redactasteis vos misma unos cuantos acertijos; cada uno ofrecía una letra de la palabra poena, que en latín significa «castigo». Estabais decidida a castigar vos misma a los asesinos de vuestro hermano.

—Yo estaba en Southwark cuando encontraron el acertijo después de morir Ollerton.

—Vamos, señora —dijo sir John dándole unas palmaditas en el hombro—. ¿Queréis que interroguemos a los comerciantes que trabajan cerca de la Cancillería de la Cera Verde? Sin duda algún aprendiz recordará a un joven con capa y capucha, y con espuelas en las botas, que le entregó una nota y le ofreció dinero para que la deslizara por debajo de la puerta de la Cancillería a una determinada hora.

—Nos pedisteis permiso para abandonar la ciudad —añadió Athelstan—, para que os creyéramos en otro lugar. Pero en realidad no os habríais marchado hasta haber terminado vuestra venganza.

Alison cerró los ojos.

—Matar a Elflain fue muy fácil —prosiguió el fraile—: Había ido a visitar a su prostituta favorita. Para matar a Napham comprasteis un cepo, entrasteis en su cámara por una ventana y lo escondisteis entre los juncos del suelo. Pero para Alcest no hubo acertijo. ¿Qué le teníais preparado a él? Sabiendo lo que sabíais, quizá pensabais dejar que los jueces del rey se encargaran de él. Al fin y al cabo, Alcest llevaba espuelas. Seguramente Chapler os había dicho que él guardaba el dinero de sus amigos, que alguien podía encontrar. Alcest sería el último en morir; de ese modo completaríais vuestro acertijo, y además, colmaríais vuestros deseos de venganza. Alcest habría sido víctima de una ejecución espantosa.

Benedicta, que estaba horrorizada, escuchando atentamente, se inclinó hacia delante y le tocó la mano a Athelstan.

—Pero Alison me dijo que habían visto a un hombre que encajaba con la descripción del asesino rondando la taberna en que ella se hospedaba.

—Sí, a mí también me lo dijo —repuso Athelstan—. Lo hizo para que todo resultara más misterioso, ¿verdad? Para desviar las sospechas de su persona. No, no. En algún lugar de esta ciudad, la señora Alison tiene una cámara, en una casa o en una taberna, donde se reunía con Edwin. Allí podía cambiarse y ponerse calzas, capa, sombrero, botas de montar y espuelas. Con ese disfraz fue a la taberna El Laúd de Plata para que la vieran, para que nadie pensara que aquel misterioso forastero y ella eran la misma persona.

Athelstan miró a Alison, que había posado ambas manos sobre la mesa.

—Sir John tiene pruebas suficientes para arrestaros y conduciros a prisión y a los jueces no van a faltarles motivos para condenaros. Podemos demostrar —prosiguió Athelstan contando con las yemas de los dedos— que no sois Alison Chapler; descubriremos quién sois en realidad, y por qué os ocultáis detrás de otro nombre y otra identidad; buscaremos vuestra cámara secreta por toda la ciudad. También demostraremos que os marchasteis de Epping mucho antes de lo que decís.

—Y todavía hay más —aportó Cranston, rodeando la mesa hasta situarse junto a Athelstan—. Seguramente encontraremos otras pruebas: un par de espuelas, quizá, con un trozo de cuerda… Los abogados de la Corona querrán saber cómo podíais conocer los detalles de la muerte de Peslep, e interrogarán a los armeros de la ciudad hasta dar con el que os vendió el cepo. —Cranston mostró las palmas de las manos y añadió—: ¿Qué vais a conseguir con vuestro silencio?

Alison esbozó una sonrisa tan dulce que por un instante Athelstan dudó que aquella mujer fuera capaz de matar ni una mosca.

—¿Qué más da? —dijo Alison—. Edwin ha muerto; todos han muerto. —Su semblante se endureció—. ¿Por qué no dejarían en paz a Edwin? —Miró a Benedicta y añadió—: Yo se lo supliqué, le supliqué que no les hiciera caso, que hiciera su trabajo y no se metiera con ellos; pero Edwin era diferente, él era un buen hombre, un hombre decente. —Miró a Athelstan—. ¿No es extraño, padre, que los hombres buenos sean precisamente los que nos destrozan el corazón? Primero Edwin, y ahora vos. Quizás eso demuestre que no podemos escapar a nuestro destino.

—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Cranston.

—Mi padre era un buen hombre, un cómico de la legua. También estaba influenciado por las enseñanzas de Wycliffe y los Lollards.

—He oído hablar de ellos —repuso Athelstan—: Condenan la corrupción de la Iglesia.

—Mi padre me enseñó a leer y a escribir —continuó Alison—. Cuando empezó a enseñar lo arrestaron en Cambridge, y los jueces lo condenaron. Le hicieron una raja en la lengua con un hierro al rojo. Mi padre murió en la cárcel cuando yo sólo tenía doce años. Sólo Dios sabe qué habría sido de mí. Pero Edwin solía ir a visitar a los prisioneros. —Respiró hondo, conteniendo las lágrimas—. Le di lástima, y se hizo responsable de mi buen comportamiento. Cuando me pusieron en libertad, me buscó trabajo en su residencia. Después consiguió un empleo con un comerciante, alquiló unas habitaciones y me convertí en su ama de llaves. Edwin era muy valiente. Las autoridades eclesiásticas sospechaban de nosotros, así que nos trasladamos; primero a Ely, y después a Epping. Me enamoré de Edwin, y vivíamos como marido y mujer. Un cura nos casó en secreto, pero nosotros nos hacíamos pasar por hermanos.

Entrelazó los dedos de las manos y prosiguió:

—El resto ya lo sabéis: Edwin consiguió un empleo en la Cancillería de la Cera Verde. Condenaba lo que hacían los otros escribanos, y creía que su deber era revelar aquella corrupción a las autoridades. Ellos tomaron represalias contra Edwin, por supuesto: primero le mataron el caballo, y después intentaron envenenarlo. Yo solía venir a Londres vestida de hombre, y veía a Edwin en nuestros aposentos secretos, cerca de San Albans. Yo temía por Edwin y decidí ir a Londres; estaba aquí la noche que lo mataron. Él quiso ir a rezar, solo, a la capilla de Santo Tomás Becket. Al ver que no regresaba, me imaginé lo que había pasado.

Se apartó el cabello de la cara y prosiguió:

—Me alegro de haber hecho justicia. Yo dejé los acertijos para que a los escribanos les entrara miedo. Quería que probaran la misma medicina que ellos le habían dado al pobre Edwin. —Miró a Athelstan y le sonrió—. En cuanto os conocí, me pregunté qué iba a pasar; por eso actué con tanta rapidez.

Alison bebió un sorbo de cerveza.

—Sí, estaba en Londres cuando murió Edwin, pero ya antes de que ocurriera, tuve una premonición. Cuando Edwin enfermó después del intento de envenenamiento y me envió aquella carta, vine a Londres y me pregunté qué podía hacer. Edwin nunca se separaba de mí cuando yo estaba en la ciudad. Me enteré de que los otros escribanos iban a celebrar una fiesta en el Cerdo Danzarín, y yo sabía que ellos eran los responsables de la muerte de Edwin.

—¿Y decidisteis adoptar una doble identidad? —preguntó Athelstan.

—Sí, hermano. Cuando vivía con mi padre solía disfrazarme, y también lo hacía para viajar de Epping a Londres. La mañana que maté a Peslep, fui una vez más a la buhardilla de Edwin, para asegurarme. Después sólo tuve que cerciorarme de que Alison Chapler estaba en otro sitio cuando vieran a aquel joven. En el momento en el que murió Ollerton, yo estaba en Southwark. Después de matar a Elflain crucé el río, y el cepo de Napham lo coloqué por la mañana temprano.

—¿Creíais que saldríais indemne? —preguntó Cranston.

—Sir John —dijo Alison con una sonrisa en los labios—: Eso no me importaba. No me disfracé por miedo: lo único que buscaba era tiempo y medios para llevar a cabo mi venganza. Si no me hubierais descubierto —añadió— habría regresado a Epping, habría vendido mis bienes y quizás habría ingresado en algún convento. Los hombres como Edwin no abundan, y jamás hubiera encontrado a otro como él.

—Fuisteis muy inteligente —terció Athelstan—. Os dejasteis ver por el Laúd de Plata, le pedisteis al tabernero que os avisara si veía a un hombre misterioso… Aunque eso me dio que pensar, porque cuando nos encontramos a William la Comadreja no os asustasteis en absoluto. En cambio, pretendíais hacernos creer que teníais que salir del Laúd de Plata a toda costa.

—No pensaba marcharme de Londres —replicó Alison— hasta haber visto cómo terminaba el juego: la destrucción de todos esos malvados.

—¿Y Alcest? ¿Por qué no os encargasteis del jefe de la banda?

—Me convenía esperar, hermano. Su inicial era la última letra de poena. En realidad, pretendía que lo acusaran a él de todos los asesinatos. —Miró a Cranston y preguntó—: ¿Habéis averiguado dónde escondía los beneficios de sus fraudes?

—No, todavía no —respondió el forense—; pero conozco bien a nuestro regente: interrogará a todos los orfebres y todos los banqueros de la ciudad hasta dar con el oro.

Alison se puso en pie.

—Supongo que eso es todo, ¿no?

—Sí —contestó Athelstan con voz queda—. Supongo que sí. Alcest mató a Chapler, y vos matasteis a los demás.

—Tengo que arrestaros —declaró Cranston.

Alison metió la mano en su cartera y extrajo una bolsa llena de monedas que dejó sobre la mesa, delante de Athelstan.

—La partida ha terminado —dijo—. Hermano, cuidad la tumba de Edwin. Le he entregado un testamento al párroco de Epping: quiero que lo vendan todo y que le den el dinero obtenido a los pobres. Dios lo comprenderá.

—Os acompañaré —dijo Benedicta.

—Lamento tener que decirlo —susurró Cranston, al tiempo que le hacía una seña a Flaxwith para que se levantara—, pero os llevarán a Newgate.

Alison esbozó una sonrisa.

Athelstan también se puso en pie. Aquella mujer había cometido unos espantosos asesinatos, pero por otra parte, había amado profundamente, y había hecho su justicia.

—¿Podemos hacer algo más, sir John?

—No, padre —contestó Alison—. No quiero que sir John me haga falsas promesas. Esos escribanos procedían de familias acomodadas y poderosas; si solicitara asilo, sus familiares me buscarían, y cuando me presentara ante los jueces, ellos los sobornarían. —Fue hacia Athelstan y lo besó cariñosamente en las mejillas—. No os preocupéis por mí —dijo con un susurro—: Encargaos de la tumba de Edwin, y decid misas por nuestras almas.

Alison fue con Cranston, Flaxwith y Benedicta hacia la puerta.

—Tengo que irme, hermano.

Benedicta, con ojos llorosos, señaló el pequeño escritorio que había bajo la ventana.

—¡Oh, lo siento! Mientras estabais en la Torre ha venido el hermano Niall, y os ha dejado una nota.

—Seguramente quiere que le devuelva algún libro —se apresuró a decir Athelstan antes de que Cranston pudiera preguntarle qué decía la carta; luego fue hacia la puerta.

Alison volvió a sonreírle; Cranston les dio las buenas noches y se marcharon.

Athelstan se sentó en un taburete, se tapó la cara con las manos y rezó una oración por Alison Chapler.

—Ni siquiera sé cuál es su verdadero nombre —murmuró.

Buenaventura entró por la ventana, como si supiera que Sansón se había ido. Con la cola tiesa y el cuello estirado, como ofendido por el hecho de que su amo hubiera dejado entrar un perro en su casa, saltó sobre el escritorio, se hizo un ovillo y se puso a dormir.

Athelstan se levantó, cogió la carta del hermano Niall, la abrió y empezó a leerla.

Cranston y los demás llegaron al Puente de Londres. El forense iba delante; detrás de él iba Benedicta, cogida del brazo de Alison; Flaxwith y Sansón cerraban la comitiva. Cuando llegaron a la capilla de Santo Tomás, Alison se detuvo.

—¡Sir John! No volveré a tener esta oportunidad —exclamó, y señaló el estrecho callejón que discurría junto a la fachada de la capilla—. Me gustaría acercarme a la barandilla y decir una breve oración en el lugar donde murió Edwin. —Le sostuvo la mirada al forense, y agregó—: Por favor. —Se soltó del brazo de Benedicta y tiró suavemente del jubón de Cranston—. Por favor —repitió—; ya sabéis qué es lo que me espera. Los jueces serán implacables conmigo. Sólo será un momento. ¡Os lo suplico!

Cranston miró a Benedicta, que apartó la vista. Flaxwith se agachó, fingiendo examinar el collar de cuero de su perro. Hasta Sansón miró hacia otro lado.

—Está bien —concedió Cranston—. Id y decid vuestras oraciones; iré a buscaros dentro de un rato.

Alison fue hacia la barandilla del puente; sus pasos resonaron por el estrecho callejón.

—¡Sir John! ¡Sir John!

El forense giró la cabeza. Athelstan corría hacia ellos, con la capucha sobre los hombros, sujetándose la túnica con una mano. Resbaló y cayó en el barro; en ese momento se abrió una ventana, y alguien se asomó gritando.

—¡El acertijo! —dijo Athelstan, jadeante—. El primero de ellos. Miró alrededor y preguntó: —¿Dónde está Alison?

—Ha ido a rezar junto a la barandilla —contestó Cranston señalando el callejón y esquivando la mirada de Athelstan—, quería detenerse un momento en el lugar donde mataron a Edwin.

Athelstan echó a correr por el callejón. Cranston y los demás lo siguieron, pero no vieron a nadie: sólo había un pedazo de seda que Alison se había atado a la cintura; estaba atado a uno de los barrotes de la barandilla del puente, y ondeaba azotado por la brisa nocturna. Athelstan escrutó las aguas del río, cerró los ojos y recitó el réquiem.

—Es mejor así, Athelstan —dijo Cranston—. Ya había sufrido bastante. No me habría gustado ver cómo la quemaban en Smithfield o cómo la ahorcaban en el Tyburn. Sólo Dios sabe qué horrores le esperaban en Newgate.

—¡Que Dios la acoja en su seno! —susurró Benedicta.

—Ya lo anunció —declaró Athelstan—. Con su primer acertijo, el que hablaba de un rey que vencía a su enemigo y decía que al final vencedores y vencidos acababan en el mismo sitio, como las piezas de ajedrez: guardadas en su caja. Ahora ya han muerto todos: Alcest, Ollerton, Elflain, Napham, Peslep. Qué complicada es la vida, sir John. —Se volvió y dijo—: Y todo, ¿por qué? ¿Por un poco más de riqueza? ¿Por un par de pechos hermosos? ¿Por saciar nuestro apetito con el mejor vino y los mejores manjares? La avaricia es, sin duda, un gran pecado. Esos escribanos han muerto por culpa de su avaricia. Alison y Drayton también ha muerto. Stablegate y Flinstead están condenados a vagar por el mundo el resto de su vida, como buenos hijos de Caín. —Se frotó la cara—. Sir John, decidle al Pescador de Hombres que busque el cadáver de Alison; pedidle que lo trate con cuidado, y que lo lleve a San Erconwaldo. La enterraremos junto al hombre que amaba, y al que no dudó en vengar.

—Os acompañaré —dijo Cranston—. Está oscureciendo.

Regresaron a la orilla de Southwark. Athelstan no quiso acompañar a Cranston a comer nada.

—Llevad a Benedicta a su casa —dijo. Le cogió una mano a Cranston y añadió—: Sois grande, sir John; en cuerpo, en mente y en alma. ¡Que Dios os bendiga!

El forense lo miró extrañado, pero Athelstan sacudió la cabeza y no dijo más; estrechó la mano de sir John y se puso en camino.

Cuando llegó a su casa, Athelstan echó los cerrojos de la puerta y se sirvió una jarra de cerveza. Encendió una vela y cogió la carta del padre prior; la releyó lentamente, y la dejó sobre la mesa. Lloró un poco. Buenaventura se le subió al regazo, y Athelstan lo acarició con cariño. Luego volvió a coger la carta, y releyó una vez más uno de los párrafos:

Abandonaréis San Erconwaldo tan rápida y sigilosamente como podáis. Tomad vuestros objetos personales y dirigíos inmediatamente a nuestra casa de Oxford. Allí recibiréis más instrucciones.

Athelstan dejó a Buenaventura en el suelo.

—¡Bueno! —suspiró—. Cualquier momento es bueno.

Durante una hora, Athelstan se dedicó a hacer el equipaje, metiendo sus manuscritos y sus escasas posesiones en unas gastadas alforjas de cuero. Recogió la mesa y limpió la despensa, dejando fuera la comida que quedaba para que se la llevaran sus fieles. Entonces salió al patio, sacó a Philomel de la cuadra y lo ensilló, ató las alforjas a la silla de montar con un cordel y regresó a la casa. Comprobó que todo estaba en orden, apagó las velas y fue hacia la puerta. Buenaventura maulló, y el fraile se quedó mirándolo.

—Decide tú —le dijo—; haz lo que quieras. El padre prior dice que tengo que marcharme.

Se agachó y acarició al gato detrás de las orejas.

—No soporto ver a nadie disgustado. No quiero ver llorar al viejo sir John, ni que Watkin intente encerrarme en la iglesia. Me voy, no porque quiera, sino porque es mi obligación.

El viejo gato lo miró fijamente con su ojo bueno.

—Lamento no poder dejar ninguna carta —continuó Athelstan—. ¿Qué podría decir? Quizás el viejo sir John vaya a visitarme a Oxford con lady Maude y los gemelos. O Watkin y Pike podrían organizar un peregrinaje a algún santuario y aprovechar la ocasión para hacerme una visita. Philomel viene conmigo, y si quieres, tú puedes venir también.

El gato se refugió en las sombras; Athelstan se encogió de hombros y cerró la puerta. Salió al patio y cogió las riendas de Philomel.

—Vamos, amigo mío —murmuró—: Iremos hacia el este y buscaremos un lugar donde cruzar el Támesis. —Levantó la vista hacia el cielo, y agregó—: Quizá durmamos al raso. ¡Vamos!

Athelstan llevó a Philomel hacia el callejón, se dio la vuelta y contempló San Erconwaldo; entonces se sobresaltó al notar que algo le rozaba el tobillo. Buenaventura lo miraba expectante.

—De acuerdo —susurró el fraile—, puedes venir.

Y el hermano Athelstan, fraile de la orden de Santo Domingo, párroco de San Erconwaldo y antiguo secretario de sir John Cranston, forense de la ciudad de Londres, salió de Southwark con su viejo caballo y su fiel gato Buenaventura.