Cranston esperaba con impaciencia en la sala: durmió un rato, luego se levantó, abrió la puerta y fue a buscar a Athelstan. Lo encontró frente a la torre Wakefield, hablando con Colebrooke y con uno de los escribientes de la Torre, que tras escuchar atentamente lo que Athelstan le decía, asintió con la cabeza y se marchó a toda prisa.
—¿Dónde estabais, hermano?
—Os pido disculpas, sir John. Adiós, maese Colebrooke, y gracias.
Athelstan cogió al airado forense por el brazo y dijo:
—Vamos, sir John: tenía que solucionar un asunto.
—¿Qué asunto?
—Todo llegará, sir John, todo llegará.
Salieron de la Torre, y Cranston acompañó a Athelstan a Eastcheap. En la esquina de Greychurch street, el forense se paró y arrastró a Athelstan hacia la puerta de una taberna.
—Hermano, debo regresar junto a lady Maude y los gemelos. Tengo trabajo en el ayuntamiento…
—Es decir, que tenéis hambre y queréis entrar en el Cordero de Dios para comeros un pastel y beberos una jarra de cerveza, ¿no?
Cranston sonrió.
—¡Sois increíble, hermano! ¡Sabéis leer el pensamiento!
—No, sir John. Lo que pasa es que os ruge el estómago.
—¡Ah, es eso!
—Pero iréis a Southwark a la hora de vísperas, ¿verdad?
—Por supuesto, hermano. —Cranston se frotó las manos—. Siempre he querido conocer al Santo, y también me gustaría ver esa milagrosa reliquia vuestra.
—No es mía —le corrigió Athelstan, pero sir John ya iba hacia la taberna, despidiéndose con la mano.
Antes de ponerse en marcha, Athelstan se quedó contemplando a una fila de meretrices, con la cabeza rapada, a las que habían encontrado buscando clientes dentro de los límites de la ciudad. Ahora las paseaban por las calles; delante de ellas iba un gaitero. Las prostitutas, atadas unas a otras y con vestidos amplios, iban escoltadas por un alguacil que llevaba un cesto de pescado con las pelucas rojas de las mujeres; detrás iba un niño tocando un tambor. Los seguía un regimiento de pilluelos, pensando qué diablura podían hacer. Después iban otros delincuentes: ladrones, carteristas, descuideros… Iban atados detrás de unos carros, con las calzas por los tobillos, y un sudoroso alguacil los azotaba con unas finas varas de fresno.
Cuando la lamentable procesión hubo pasado, Athelstan se dirigió al Puente de Londres, y pasó por debajo de las casas y tiendas construidas en cada uno de sus lados. Se detuvo ante la capilla de Santo Tomás Becket, y decidió entrar. Se quedó junto a la puerta, quieto como un ratón, contemplando el enorme crucifijo que colgaba sobre el altar mayor. Estaba seguro de que a Chapler lo habían matado allí; debía decirle al padre prior que debían consagrar y santificar de nuevo la iglesia. Cerró los ojos y rezó por Chapler y las otras víctimas; después dijo una oración por sir John y por él mismo. Esperaba que el Santo ayudara a aclarar el falso milagro de San Erconwaldo.
Athelstan salió de la capilla, cruzó el puente y, una vez en Southwark, se metió en el laberinto de callejones que conducía a San Erconwaldo. Había rezado para que se produjera un milagro y Watkin y sus compinches hubieran entrado en razón; pero cuando llegó a San Erconwaldo, comprobó que la situación era peor de lo que imaginaba. Habían montado unas casetas junto a la escalinata de la iglesia, y habían llegado otros vendedores de reliquias. Cecily, la cortesana, hablaba con un joven de rostro cetrino dentro del cementerio, en cuyas puertas montaban guardia Watkin y Tab el calderero.
A Athelstan le hervía la sangre de rabia.
—¿Me dejáis eso? —le dijo a un peregrino que llevaba un largo bastón de fresno. El hombre parpadeó, abrió la boca para protestar, pero Athelstan ya le había quitado el bastón de las manos, y se dirigía a grandes zancadas hacia la iglesia, dando golpes de bastón a derecha e izquierda, ahuyentando a mercachifles y vendedores de reliquias. El joven que estaba hablando con Cecily, al ver a Athelstan hecho un basilisco, echó a correr como un galgo hacia el callejón más cercano; los que esperaban a que los dejaran entrar en el cementerio se lo pensaron mejor y retrocedieron, nerviosos.
—¡Hermano! —gritó Watkin sacando pecho. Athelstan vio que ya se había bebido parte de los beneficios obtenidos—. ¡Ya basta, hermano!
—¡Ésta es la casa de Dios! —bramó Athelstan agitando el bastón, que Watkin atrapó hábilmente—. ¡Echad a los vendedores de reliquias, y a todos los que se aprovechan de la debilidad y la avaricia de los hombres, de la puerta de mi iglesia!
—Deberíais bendecir nuestra reliquia, hermano.
—Sí, ya lo creo que la voy a bendecir. —Athelstan señaló a Watkin con el dedo índice y añadió—: No os preocupéis por eso; os espero a todos aquí a la hora de vísperas, y no se hable más de este asunto.
A continuación se dirigió a las cuadras, donde Philomel, apoyado en la pared, mascaba perezosamente, como siempre. Athelstan habló un poco con él, y luego fue a la casa parroquial, que estaba limpia y ordenada. Buenaventura había salido a cazar.
—¡O a visitar esa condenada reliquia! —murmuró Athelstan.
Se sentó en un taburete y cerró los ojos, respirando hondo para tranquilizarse. Bebió un poco de cerveza, comió un poco de pan con queso y subió al desván, donde se puso a leer el libro de Richard de Wallingford, admirando los excelentes dibujos.
—Cuando hayamos resuelto este asunto —dijo Athelstan en voz alta—, le pediré unas vacaciones al padre prior. Iré a San Albans a ver el reloj de Wallingford.
Cerró el libro y suspiró. No se atrevía a hablar con el padre prior; todavía estaba preocupado por la reciente visita del hermano Niall e intuía que iba a pasar algo que cambiaría su vida. Se tumbó en la cama y se puso a pensar en Alcest: Athelstan estaba convencido de que el escribano era un asesino, pero ¿de qué muertes era culpable? El fraile repasó lentamente los hechos. ¡Algo no encajaba! Fue enumerando los problemas mentalmente, sin necesidad de escribirlos. Tenía una solución, pero ¿tenía las pruebas?
—Tendré que esperar —murmuró. Buenaventura, que había aparecido silenciosamente, saltó a la cama y se sentó junto a su amo—. Dormiré un poco —dijo el fraile.
Athelstan se despertó al oír unos fuertes golpes en la puerta, y a alguien que lo llamaba. Se levantó, bajó la escalera y abrió la puerta de la casa parroquial: eran Benedicta y Alison Chapler.
—¡Pasad!
Las hizo sentarse a la mesa y les sirvió cerveza y un poco de pan con queso.
—Hermano —dijo Alison—, tendréis que disculparme, pero he venido a despedirme.
—¿Os marcháis ahora?
—No, mañana temprano. Regreso a Epping. ¿Y el asesino de mi hermano? ¿Lo habéis apresado?
—Alcest está bajo arresto en la Torre —contestó Athelstan—. Todavía tenemos que interrogarlo, pero…
—Esbozó una sonrisa y añadió: —Podéis marcharos mañana por la mañana; estoy seguro de que sir John no os lo impedirá.
—Watkin nos ha dicho que estabais furioso —comentó Benedicta.
—Watkin todavía no me ha visto furioso —replicó Athelstan—. Benedicta, quedaos hasta la hora de vísperas, porque lo que va a suceder podría interesaros. Y vos también, señora Alison. Quizá después podáis contarlo en Epping. ¿Os quedaréis allí cuando regreséis?
—Quizás —Alison le devolvió la sonrisa al fraile—, aunque tal vez regrese a Norfolk.
—Ah, ¿sí? —Athelstan cambió de tema y preguntó—: ¿Sabéis lo de maese Lesures?
—¿El señor de los pergaminos? —dijo Alison con una mueca de disgusto—. Edwin me contó que le gustaban los jovencitos; era perezoso e incompetente, y no le preocupaba mucho su trabajo. Alcest hacía con él lo que quería, como con los demás.
—Vuestro hermano tenía razón.
Athelstan se acercó a la ventana y se dio cuenta de que había dormido más de lo que creía. Se quedó un rato con las mujeres; Alison le hablaba de las misas por su difunto hermano. Athelstan no la escuchaba, estaba cansado, y se sobresaltó cuando Cranston irrumpió en la cocina, saludando a gritos a Benedicta y a Alison.
—¿Ha llegado ya ese desgraciado? —preguntó; cogió la jarra de cerveza que había en la mesa y se puso a beber.
—Si os referís al Santo —dijo Athelstan con enojo—, no, señor: todavía no ha llegado.
—No creo que tarde. ¡Escuchad! —Cranston se quitó el gorro de castor y ladeó la cabeza—. ¡Debe de estar al llegar, hermano!
Athelstan oyó las campanas de Santa María Overy llamando a vísperas a los escasos fieles de Southwark. Benedicta y Alison, intrigadas por el estado de ánimo del forense, lo miraron, expectantes, cuando las campanas dejaron de tocar.
—No vendrá —se lamentó Cranston—. Seguro que el Vicario del Infierno ha huido de la ciudad y se ha escondido en los bosques.
Athelstan miró hacia la puerta y pegó un brinco. Alguien había entrado en la casa, y estaba plantado en el umbral como un fantasma.
—¿Sois el Santo? —preguntó Athelstan.
Miró, fascinado, al individuo vestido con calzas, casaca y capa grises que avanzaba hacia él con los brazos extendidos.
—Hermano Athelstan —dijo el Santo con una dulce voz.
Athelstan le estrechó la mano.
—Soy el Santo.
Cranston contemplaba, anonadado, a aquel legendario personaje de los bajos fondos de Londres; era un hombre jovial, de rostro angelical, con ojos risueños y mejillas sonrosadas.
—Parecéis sorprendido, sir John.
Cranston le estrechó la mano al Santo, que tenía una fuerza sorprendente.
—No apretéis demasiado, señor forense —le suplicó el Santo—. Me gano la vida con los dedos.
—Un día, esos dedos os llevarán a la horca —repuso Cranston con brusquedad.
—Sir John, lo único que hago es ayudar a la gente rica y estúpida a desprenderse de su dinero.
—Todavía se habla de las coronas de espino que vendíais —le recordó Cranston—. Yo mismo vi una, que hasta tenía manchas de sangre.
—Una obra de arte —replicó el Santo—, una verdadera obra de arte. Al fin y al cabo, ¿qué es una reliquia? Yo ofrezco a la gente lo que quiere ver, ayudo a los fieles a rezar —continuó—, a concentrarse en lo sobrenatural.
—Y al mismo tiempo, os enriquecéis.
—Todo trabajador merece una paga, sir John. —El Santo se volvió y dijo—: ¿Quiénes son estas hermosas damas?
Athelstan hizo las presentaciones pertinentes. Cuando terminó, llamaron a la puerta, y Watkin entró tambaleándose.
—Bueno, padre, ya estamos listos —anunció—. ¿Quién es éste?
—Buenas noches, Watkin. —Cranston le puso una mano en el hombro al basurero—. ¿Dónde están vuestros modales? ¿Acaso no somos amigos?
Watkin soltó un ruidoso eructo.
—Éste es un amigo mío —dijo Athelstan señalando al Santo—; ha venido a ver vuestro crucifijo milagroso.
—No está a la venta. —Watkin, desconfiado, fulminó con la mirada al visitante.
—No, no me interesa comprarlo, señor. Pero vamos, se hace tarde, y el tiempo es oro.
—¿Habéis vaciado el cementerio? —preguntó Athelstan.
—Sí, padre —contestó Watkin.
Athelstan fue el primero en salir, y los guió por el patio hasta la entrada techada del camposanto. El crucifijo milagroso se alzaba sobre un altar de ladrillos y terrones construido por los feligreses, sobre el que los visitantes habían colocado velas encendidas.
—Impresionante —murmuró Cranston—. Hasta se ven las manchas rojas de sangre sobre un mar de fuego.
El Santo fue hacia el altar y, antes de que Watkin u otro feligrés pudiera impedírselo, derribó unas cuantas velas, cogió el crucifijo y lo bajó.
—¡Ponedlo donde estaba! —gritó Pike, haciéndose oír por encima de un coro de amenazas.
—¡Apartaos! —ordenó Cranston.
El Santo examinó meticulosamente el crucifijo mientras Athelstan miraba las manchas de sangre que cubrían la cara y el cuerpo del Salvador.
—Es sangre —declaró.
—Sí, sin duda —confirmó el Santo.
—¿Cómo lo han hecho?
El Santo examinó la figura, y a continuación la cruz.
—No hay ninguna palanca ni ningún cierre secretos —murmuró—. Y la figura es sólida, de buena madera. —Echó un vistazo al grupo—. Va a hacer una noche preciosa —comentó, y señaló hacia el cielo—, una noche templada y agradable.
—¿Qué tiene eso que ver? —preguntó Hig, el porquero.
—He dicho que va a hacer una hermosa noche. Sin embargo, si estuviera lloviendo o nevando… —Se fijó en los ojos del Cristo crucificado—. ¿Quién ha tallado esta figura?
Huddle el pintor se adelantó tímidamente, evitando mirar a Athelstan.
—Sois un artista excelente —afirmó el Santo, con una sonrisa en los labios—. Pero decidme, señor, ¿se habría obrado el milagro si hubiera estado lloviendo o nevando?
—¿Qué tonterías son ésas? —preguntó Cranston.
El Santo le entregó el crucifijo a Athelstan y sacó una moneda de oro de su bolsa.
—Una fortuna —susurró—. Más oro del que vos jamás veréis, y será vuestro, con una condición. Hermano Athelstan… —No se volvió, pero mantuvo el brazo extendido—. Cuando venía hacia aquí, pasé por la taberna El Picazo. Os diré lo que vamos a hacer: voy a meter ese crucifijo en una cuba de agua helada (seguro que el tabernero tiene una), y veréis cómo mañana por la mañana, cuando saquemos el crucifijo del agua, ya no saldrá sangre. Pero si cuando yo regrese sigue saliendo sangre, este oro será para vuestros feligreses, y declararé que ésta es una de las mayores reliquias de la cristiandad. Os la compraré —añadió elevando el tono de voz— por quinientas libras.
Huddle apartó la mirada, Watkin y Pike retrocedieron y se mezclaron con el grupo de feligreses. Sus ayudantes, Tab el calderero, Hig el porquero y Cecily, ya no parecían tan interesados.
—Pero ¿cómo? —exclamó el Santo—. ¿Insinuáis que el buen Dios permitiría que una simple tina de agua y un sótano polvoriento impidieran un gran milagro como éste? —Se guardó la moneda de oro en la bolsa.
—¿Dónde está el truco? —Athelstan fue hacia Huddle y lo cogió por el jubón. El pintor, pálido como la cera, giró la cabeza buscando a Watkin—. ¡Decídselo a vuestro sacerdote! ¡Vamos, decídselo a vuestro sacerdote!
—Yo os diré cómo lo han hecho —proclamó el Santo—. Soltadlo, hermano. —Le puso el crucifijo en las manos a Athelstan—. Mirad los ojos, hermano: aunque no los veáis, en ellos hay unos pequeños orificios, que comunican con una cavidad secreta; dentro de cada herida tiene que haber una cavidad parecida. Pues bien, el agujero está cubierto con una fina capa de cera, Huddle preparó una poción y la mezcló con la sangre para que ésta no se secara.
Athelstan asintió, admirado.
—Si el crucifijo estuviera colgado en una iglesia fría —continuó el Santo—, la cera se endurecería, y la sangre y el tinte de la cavidad se habrían acabado secando. Cuanto más tiempo permaneciera allí, más se endurecería.
—¡Las velas! —exclamó Athelstan—. Cuando lo pusieron cerca de la pila bautismal, estaban encendidas.
—El calor hacía que la sangre y el tinte se licuaran —explicó el Santo—. Y así se consigue un Jesucristo que sangra.
—Pero ¿de dónde sale tanta sangre? —preguntó Cranston.
—Las cavidades pueden rellenarse.
Athelstan se acercó a sus acobardados feligreses.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Cómo se os ha ocurrido hacer esta tontería? ¿Tan escasos andáis de dinero? ¡Esto es una blasfemia!
—Decídselo —dijo Huddle; suplicante, a Watkin—. Padre —continuó el pintor—, confieso que fue idea mía. Un pintor de Génova había hecho algo parecido; me lo contó un marinero en la taberna El Picazo, yo se lo conté a Watkin…
Los feligreses se apartaron del basurero, que se puso a protestar.
—¡Siempre habéis querido ser el jefe del consejo del distrito! —gritó Pike—. ¡Decidle la verdad al padre!
Watkin dio un paso adelante, como un niño pequeño.
—Lo hicimos por vos, padre —declaró encogiéndose de hombros—. Aunque debo admitir, padre, que me he gastado algún dinero del recaudado en la taberna…
—¡Eso es un delito! —exclamó Cranston.
Athelstan pidió silencio.
—¿Vos lo sabíais, Benedicta? —preguntó.
La mujer negó con la cabeza.
—Creo que deberíais preguntarles por qué, aunque yo ya sospecho la razón.
—Hemos oído decir que vais a marcharos —dijo Watkin—. Cuándo el forense y vos regresasteis de Westminster, tras solucionar aquel sucio asunto, sir John estuvo bebiendo en El Picazo, lamentándose de vuestra partida.
—¿Y? —preguntó Cranston.
—Queríamos entregaros el dinero a vos —declaró Watkin, desafiante.
—Pero ¡cómo…!
—No, no pretendíamos sobornaros —añadió Tab el calderero—. Queríamos pediros que se lo llevarais al regente de nuestra parte, sir John, como un regalo. —Se pasó la lengua por los labios—. Y si no al regente, al alcalde o a algún regidor que tuviera influencia sobre el padre prior.
Athelstan miró a sus feligreses y les previno:
—No mintáis.
—No estamos mintiendo, padre —contestaron ellos a coro.
—¿Juráis todos —dijo Athelstan elevando la voz— que es ésa y no otra la razón por la que lo hicisteis? ¿Lo juráis por la cruz y por las vidas de vuestros hijos?
Los feligreses asintieron.
—De todos modos, no obrasteis bien —declaró Athelstan sacudiendo la cabeza—. Obrasteis muy mal, y debéis arrepentiros. —Le lanzó el crucifijo a Huddle y dijo—: ¡Quemadlo! Diréis a los curiosos que las velas quemaron la madera, que Dios lo quemó con su fuego.
—Lo haré ahora mismo, padre.
Huddle corrió con el crucifijo bajo el brazo hacia un pequeño cercado de ladrillos que había detrás de la iglesia, donde Athelstan quemaba la maleza.
—Sir John recogerá todo el dinero —continuó Athelstan—, hasta el último penique; lo guardará y lo llevará a uno de los asilos de la ciudad. Por lo demás, tengo que agradecerle… —Se volvió, pero el Santo había desaparecido.
—¡Sir John! ¡Sir John! —Flaxwith, sudoroso, entró corriendo en el cementerio, con Sansón trotando tras él—. ¡Tenéis que ir a la Torre, sir John! ¡El escribano, Alcest, ha sufrido un ataque! Maese Colebrooke dice que ha sido algo imprevisto.
Athelstan dio unas cuantas órdenes a Watkin y a Benedicta.
—Yo os llevaré —se ofreció Moleskin, el barquero.
Sir John aceptó el ofrecimiento, y se dirigieron todos a la orilla del río. Se apiñaron en la barca de Moleskin; Sansón se colocó en la proa, con las enormes mandíbulas entreabiertas y los ojos cerrados, disfrutando de la fresca brisa nocturna.
—¡Estoy seguro de que ese maldito perro piensa! —murmuró Cranston. Miró severamente a Moleskin, que estaba sentado enfrente de él, remando.
—Nuestra intención era buena —dijo el barquero—. De verdad, sir John: no podemos permitir que el hermano Athelstan nos deje.
—¡Silencio!
Athelstan miró al oscuro cielo y dijo:
—Al parecer, Maese Colebrooke se ha excedido en su trabajo.
—No, no. Ha ocurrido otras veces —repuso Cranston—. Alcest era escribano; a veces son los más jóvenes y los aparentemente fuertes los que sucumben, no al dolor físico, sino a la tortura mental. Alcest no será el primero, ni el último, que muera de miedo.
Cranston y Athelstan se pusieron cómodos, mientras Moleskin guiaba su bote por entre barcazas de grano, barcas de pesca y esquifes, algunos con los faroles ya encendidos. Finalmente llegaron a la Torre. Moleskin, deseoso de ayudar, los dejó en el muelle y prometió que los esperaría allí. Cranston, Athelstan y Flaxwith desembarcaron, pero Sansón se negó a bajar del bote.
—¡Perro traidor! —susurró el alguacil.
—No digáis eso —dijo Athelstan—, Moleskin siempre lleva una salchicha en su bolsa, y si yo soy capaz de olería, seguro que Sansón también la ha olido.
Tomaron el sendero adoquinado y cruzaron el foso. Las puertas estaban cerradas, pero un centinela provisto de una antorcha abrió una poterna y los condujo hasta la torre Verde. Allí los esperaba Colebrooke, sentado en la escalera de la gran torre del Homenaje normanda.
—¡Habéis sido demasiado duro con él! —le reprendió Cranston.
—Os aseguro que apenas habíamos empezado, sir John —replicó Colebrooke poniéndose en pie—. Lo había atado a la pared, los interrogadores le pusieron un hierro al rojo en el brazo, y de pronto el escribano empezó a sacudirse como una muñeca de trapo, y empezó a salirle sangre por la nariz. Está casi inconsciente; os conduciré hasta él.
Cranston ordenó a Flaxwith que esperara fuera, y el fraile y él bajaron con Colebrooke por la mohosa escalera hasta el enorme y oscuro laberinto de las mazmorras de la Torre. Encontraron a Alcest en uno de los calabozos, tumbado sobre un montón de paja limpia. Athelstan se agachó junto a él. Vio que Alcest tenía un cardenal en la mejilla derecha, y sangre seca alrededor de la nariz y en las comisuras de la boca. El escribano tenía los pies y las manos fríos como el hielo. Athelstan le buscó el pulso en el cuello, y comprobó que era lento y débil. El fraile señaló una vela de sebo que había sobre la mesa.
—¡Encended esa vela! —ordenó.
Colebrooke obedeció, y encendió también una antorcha que había en un aplique de la pared, encima de la puerta. Le dio la vela a Athelstan, que la dejó arder un rato y luego la apagó; entonces puso la mecha humeante bajo la nariz de Alcest. El pestilente humo hizo que Alcest abriera los párpados.
—Maese Alcest —le susurró Athelstan al oído—. Maese Alcest, estáis muy enfermo.
—Un sacerdote —murmuró Alcest—. Padre, me duele mucho la cabeza. ¡Un dolor espantoso! No es la primera vez que tengo estos dolores; a veces, por la noche —balbuceó—, padre, no me siento los pies ni las manos. Esto está muy oscuro y frío. —Cerró los ojos—. Confesadme, padre; confesadme antes de que muera.
Athelstan miró por encima del hombro.
—Dejadnos solos —ordenó.
Cranston salió con Colebrooke al pasillo; luego se reunieron con Flaxwith, que estaba fuera, mirando con tristeza hacia el río.
—Lo siento, sir John —confesó Colebrooke—. No es la primera vez que me ocurre. A veces, incluso antes de empezar, se les rompe una vena de la cabeza o del cuello, y dejan de sentir las extremidades.
—¿Tenéis un médico? —preguntó Cranston.
—Sí, pero es un borracho. Ahora está durmiendo en su cámara. Sería incapaz de abrir una puerta, y mucho menos de examinar a un hombre.
Cranston se acercó a mirar una de las máquinas de guerra que había en el patio.
—¿Dónde está Mano Roja, el enano loco? —preguntó—. Lo conocí aquí hace unos años, vivía en las mazmorras.
—Murió de unas fiebres la primavera pasada —contestó Colebrooke con tono lastimero. Señaló el pequeño cementerio que había cerca de capilla de San Pedro de Vincula—. Está enterrado allí.
Cranston y Colebrooke siguieron charlando sobre personas que ambos conocían. El forense oyó que Athelstan lo llamaba, y lo vio subir por la escalera de las mazmorras.
—¿Lo habéis confesado? —preguntó sir John.
—Su muerte será más dulce que su vida —replicó Athelstan—. No creo que aguante mucho, maese Colebrooke. Ya no hay necesidad de interrogarlo; dadle un poco de vino con alguna poción que le haga dormir, y ya no despertará. No lo mováis de donde está; cuanto menos se mueva, menos sufrirá.
Cranston iba a darle las gracias al guardián de la Torre, pero Athelstan le interrumpió.
—Un momento, sir John —dijo—. ¿Dónde está el escribiente, maese Colebrooke?
—En la Torre Byward —contestó Colebrooke.
Athelstan echó a correr hacia allí, y regresó al cabo de un rato. Pasando por alto las miradas inquisitivas de Cranston, le dio las gracias a Colebrooke, y a continuación se dirigió hacia el muelle con Cranston y Flaxwith. Se estaba haciendo de noche, el fuerte viento arrastraba las nubes y el cielo se estaba tapando sobre el río. Athelstan se detuvo y miró hacia el cielo.
—No va a hacer una buena noche para contemplar las estrellas, sir John, pero tenemos trabajo.
—¿Qué trabajo? —preguntó Cranston—. Hermano, ¿qué habéis descubierto?
—No puedo decíroslo, sir John. No puedo contarle a nadie lo que he oído bajo secreto de confesión.
—Pero ¿Alcest es el asesino?
—Alcest es un asesino, tan culpable como lo fue Judas.
Athelstan fue hacia los escalones del embarcadero, y esbozó una sonrisa al comprobar que su profecía se había cumplido: Sansón estaba sentado en la barca, y le colgaba un trozo de salchicha de la boca.
—¡Por fin regresáis! —exclamó Moleskin—. Temía que cuando se terminara la salchicha empezara conmigo.
Subieron a la barca. Sansón se sentó en el regazo de su amo, y empezó a lamerle la cara. Moleskin tomó los remos y llevó el bote a la otra orilla del río. El viento agitaba las aguas del Támesis, y todos se alegraron de llegar al embarcadero de Southwark. Flaxwith quería regresar a la ciudad, pero Athelstan le pidió que se quedara con ellos.
—Se trata de Lesures, ¿verdad? —preguntó Cranston tirándole de la manga a Athelstan mientras subían por un callejón.
—Sí, sí —dijo Athelstan, distraído—. Maese Lesures es responsable de muchas cosas. —Se detuvo al pasar por delante de la taberna El Picazo, y miró por una ventana—. Quedaos aquí un momento, sir John. No entréis, os prometo que no tardaré.
Antes de que Cranston pudiera protestar, Athelstan entró en la taberna; cuando salió, iba metiéndose algo en la bolsa. Cranston vio que la sujetaba con cuidado, como si dentro hubiera algo de gran valor.
El cementerio y los alrededores de la iglesia estaban desiertos. Todavía olía a quemado y a velas, pero los feligreses habían desmontado el altar del cementerio y ya no quedaba rastro del Santuario del Crucifijo Milagroso.
—Espero que Benedicta no se haya marchado —murmuró Athelstan.
—Creo que no —replicó Cranston—; hay luz en una de vuestras ventanas, hermano.
Encontraron a Benedicta y a Alison sentadas a la mesa. Cranston no pudo contener un grito de júbilo al ver la enorme olla de barro, llena de cerveza, que Benedicta debía de haber traído de una taberna cercana. La mujer fue a la cocina a buscar jarras limpias y puso cinco platos en la mesa, con trozos de queso y manzana. Sansón, con las orejas levantadas, miró a su alrededor.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó Cranston—. ¡No permitáis que Buenaventura regrese precisamente ahora!
—No vendrá —repuso Athelstan—. Es un gato muy inteligente, y ya debe de haber olido a Sansón. Pero venid aquí, Henry: tengo un regalo para vos y para vuestra esposa. Está arriba, en el desván.
Athelstan pasó por alto las miradas curiosas de los demás y acompañó a Flaxwith a su dormitorio. Unos minutos más tarde el fraile regresó solo, y se sentó a la mesa; se santiguó, metió los dedos en un cuenco de agua, se los secó en un lienzo y bebió un sorbo de cerveza. Cranston se puso a hablar, vaticinando un cambio de tiempo, pero de pronto Benedicta le cogió la mano.
—¡Silencio, sir John! ¡Escuchad!
Todos prestaron atención.
—¡Oh, no! —gruñó Cranston—. ¿Habéis oído eso, hermano?
El fraile dejó de comer.
—¡Es alguien con espuelas! —exclamó Benedicta—. ¡Está fuera!
—No puede ser Alcest —observó Alison.
—No, claro que no es Alcest, Alison. —Athelstan se inclinó hacia ella y le sujetó la mano—. Y, aunque Alcest es un asesino, sólo es culpable de una muerte, ¿verdad, señora?
—¿Cómo decís, padre?
—Ya me habéis oído —replicó Athelstan—. Señora Alison, Alcest mató a un escribano, ¡pero vos habéis matado a cuatro!