Capítulo XII

Athelstan se santiguó y murmuró una oración, como hacía cada vez que se acercaba a la puerta principal de la prisión de Newgate. Sir John y el fraile se abrieron paso entre la multitud que se agolpaba para presenciar las ejecuciones; allí el verdugo se estaba ocupando de seis bandidos que habían asaltado a unos viajeros en la antigua carretera romana. Newgate era un lugar sucio y horrible. Athelstan no sabía qué era peor: la suciedad que había por toda la cárcel o la falsedad de los carceleros y los alguaciles, que sonreían con hipocresía y se retorcían las manos cuando aparecía Cranston. Sir John tenía sus propias opiniones al respecto: cuando entraba en la prisión, el forense nunca bebía, bromeaba o pasaba el rato con ninguno de sus funcionarios.

—Si me dejaran hacer a mí —comentó Cranston mientras seguían al carcelero por el enorme patio adoquinado hacia las celdas—, quemaría este edificio, construiría una nueva prisión y le encargaría su gobierno a un buen soldado. Esto es intolerable —exclamó Sir John señalando a un desgraciado que se había negado a alegar ante los jueces; lo habían desnudado y lo habían colocado bajo una pesada puerta de roble, hasta que accediera a declararse culpable o inocente.

Dejaron el patio y entraron en un mohoso pasillo con celdas a ambos lados: la atmósfera era sombría, y el pestazo hizo que a Athelstan le dieran náuseas. Unas míseras antorchas sujetas en unos apliques proporcionaban un poco de luz. Athelstan intentó no prestar atención al barullo, los juramentos, las peroratas y los desvaríos de los prisioneros locos, ni a los obscenos insultos que le lanzaban al carcelero que les mostraba el camino. Pasaron por una cámara en la que yacían los cadáveres de delincuentes ejecutados, como trozos de carne en el puesto de un carnicero; esos cadáveres los meterían en unas celdas de hierro que después colgarían cruelmente en los caminos que conducían a Londres. En otra cámara estaban los cadáveres de delincuentes a los que habían colgado, abierto en canal y descuartizado; allí los hervían y les daban una capa de brea, para después exhibirlos en las puertas de la ciudad.

—¡Qué lugar tan espantoso! —susurró Cranston—. Es francamente repugnante. Cada vez que vengo aquí, ruego a Dios que envíe un fuego celestial que consuma esta cárcel.

Entraron en una gran sala donde alguaciles y carceleros bebían y jugaban a las damas.

—Buenos días, sir John. —Un carcelero con la cara marcada por la viruela, con un ojo tapado, les hizo señas para que se acercaran. Señaló el tablero y dijo—: ¿Queréis echar una partida, sir John?

Cranston negó con la cabeza:

—En otro momento, y desde luego, en otro lugar.

Iban a entrar en otro estrecho pasillo, pero Athelstan se paró.

—¿Qué ocurre, hermano?

—Sir John, el primer acertijo, el que hablaba de un rey que vencía a sus enemigos. ¿Lo recordáis? «Al final, vencedor y vencido acabaron en el mismo sitio». Se refiere al ajedrez.

Cranston le pidió al carcelero que esperara.

—¡Claro! —susurró—. ¡Una partida de ajedrez! ¿Qué demuestra eso, hermano?

Athelstan se frotó la cara.

—No lo sé, sir John, pero creo que para el asesino esas muertes son como un juego, y por otra parte, anuncia que va a jugar una partida, aunque tenga que acabar como los vencidos.

—Eso es, en la tumba —replicó Cranston—. Tiene sentido, hermano. Si Alcest es el asesino, no cabe duda de que él morirá también.

—Pero ¿por qué iba a estar dispuesto Alcest a jugarse la vida?

—Eso no lo sé, hermano.

Siguieron por el pasillo hasta que el carcelero se detuvo frente a una puerta.

—En el corazón de Newgate, sir John —comentó el carcelero con perversa satisfacción—. El Vicario del Infierno se merece lo mejor.

Abrió la puerta de la celda, entró y colgó la antorcha en un aplique oxidado de la pared. El Vicario del Infierno estaba sentado en un montón de paja que había en el rincón; tenía los tobillos y las muñecas atados con cadenas, sujetas a su vez a unos anillos de hierro de la pared, la cara sucia y un gran cardenal en la mejilla derecha; pero aun así, sonrió con descaro.

—Disculpadme si no me levanto, sir John, pero… —Extendió los brazos e hizo sonar las cadenas—. Supongo que habéis venido a decirme que el obispo de Londres ha decidido rehabilitarme en mi cargo como sacerdote, o que el regente me ha indultado.

—Os van a colgar, amigo mío —dijo Cranston—. Y he de confesar que os echaré de menos. —Esperó a que el carcelero cerrara la puerta tras salir al pasillo.

—¿Me van a colgar? —preguntó el Vicario en voz baja, y contempló con gesto lastimero al hermano Athelstan—. En fin, nada es eterno, y yo ya he vivido bastante.

Cranston retrocedió y se apoyó en la pared. Athelstan fue hacia la puerta y miró por la rejilla; el carcelero, que se había quedado escuchando al otro lado de la puerta, se alejó correteando.

—No sois mala persona —prosiguió Cranston—; no sois un alma perversa. Sois un granuja de nacimiento, eso sí —levantó una mano antes de añadir—; pero juro que no deseo ver cómo os cuelgan. No me importaría que os exiliaran de Londres durante dos o tres años. —Sir John hizo una pausa y se rascó la barbilla.

El Vicario del Infierno escuchaba con atención.

—¿Cuáles son las condiciones, sir John?

—Los escribanos de la Cera Verde.

—¡Eso no, sir John!

—Eso o nada —repuso Cranston—. ¿Qué tienen de especial? La mayoría están muertos y ya han sido reemplazados, y de Alcest ya sabemos lo suficiente para entregarlo al verdugo.

—De acuerdo, pero si os lo cuento, ¿me quitaréis estas cadenas, sir John?

—Si me lo contáis, seréis libre antes del anochecer. Eso sí, si vuelven a veros en la ciudad, tendréis un juicio sumario: de rodillas, con el cuello sobre un trozo de madera y ¡fuera cabeza!

—Veréis, sir John —empezó el Vicario—. Las personas como yo tenemos que… ¿cómo podría decirlo? Tenemos que movernos: ir de una ciudad a otra, atravesar los mares o, cuando el horno se calienta demasiado, buscar refugio trabajando para algún mercader. Para eso se necesitan cartas, autorizaciones y permisos. Lo que voy a revelaros significará el fin de un truco muy valioso para los maleantes. Decidme, sir John: ¿qué tengo que hacer para conseguir esas cartas y licencias?

—Podéis pedírselas al alcalde, o al representante de la Corona.

—Ya, sir John; pero vos me conocéis, igual que el buen pastor conoce a todas las ovejas negras de su rebaño. ¿A qué otro sitio puedo recurrir?

—Podríais solicitarlas en la Cancillería, pero ese tipo de cartas sólo las escriben a instancias del canciller.

—Y eso lleva tiempo —añadió el Vicario del Infierno—. De modo que lo que hacemos es esto, sir John: cogemos el nombre de una persona muerta; entonces le pedimos a un escribano como Alcest que solicite al canciller, en nuestro nombre…

—Claro —le interrumpió Cranston—. Y si la solicitud está recomendada por un escribano, se aprueba sin retrasos.

—Exacto, sir John.

—De modo que —dijo Athelstan adelantándose— si Philip Stablegate quiere abandonar el país con una cantidad considerable de plata, acude a Alcest; el escribano busca en los archivos el nombre de una persona que lleve mucho tiempo muerta, Richard Martlew, por decir algo; la solicitud es presentada al canciller, que la aprueba porque lleva una recomendación. Alcest ni siquiera espera a que el canciller dé una respuesta: redacta el documento, maese Lesures lo sella y se entrega la carta; no hay necesidad de falsificar ningún sello.

—En efecto —afirmó Cranston—. Y ahora supongamos que ese tal Martlew decide salir de Inglaterra por uno de los cinco puertos. Probablemente el alguacil o capitán del puerto ni siquiera sabe leer: le tiene sin cuidado si Martlew es Stablegate, pero su obligación es examinar el sello. Los sellos falsos pueden detectarse fácilmente, pero si el sello es auténtico, al alguacil ni se le ocurrirá retener a la persona en cuestión.

—¿No hay ningún registro de las peticiones y de las autorizaciones del canciller? —preguntó Athelstan—. ¿Qué ocurre si alguien puede demostrar que Richard Martlew está muerto?

El Vicario del Infierno dio una palmada, haciendo sonar las cadenas.

—¿Para qué, hermano? ¿No veis la sutileza del plan? Fue la Cancillería la que autorizó la redacción de la carta; no la autorizaron ni Alcest ni Lesures. Además, Alcest podría demostrar fácilmente que creía que Stablegate era Martlew, y que ni siquiera sospechó nada; simplemente, recibió una solicitud y se la presentó al canciller. Esas peticiones nunca se rechazan: se redacta la carta o la licencia, y después se sella. Eso fue lo que hizo Alcest. Y ¿quién lo va a traicionar? Hacerlo equivaldría a firmar la propia sentencia de muerte.

—Pero ¡alto! —dijo Athelstan—. Habría una discrepancia en la fecha, ¿no? La licencia se emite casi inmediatamente.

—No, hermano —dijo Cranston—. Ahora entiendo por qué nuestro amigo lo llama un truco valioso. Supongamos que habéis solicitado permiso al canciller para viajar a Calais: hacéis la petición a través de Alcest, que recomienda o no su aprobación. Alcest también garantiza que en la solicitud aparece la fecha adecuada, quizá diez días más tarde. El canciller no se fija en la fecha: un escribano se limita a escribir «aprobado», o placet, en latín. Alcest, mientras tanto, ha redactado la licencia, y quizás ha añadido otros dos días. Por lo tanto, una petición que parece redactada el diez de agosto y emitida el veintidós, por ejemplo, en realidad sólo tiene uno o dos días. Eso no es nada nuevo; todo el mundo se aprovecha del sistema. Lo que hacía Alcest no era aceptar algún dinero para aprobar una solicitud, sino que se encargaba de que se emitieran cartas y licencias para bandidos, forajidos y falsificadores. La mayoría de los escribanos se negarían a hacer una cosa así, pero Alcest no.

—Y ¿ésa era la fuente de su riqueza?

—¡Claro! —contestó el Vicario del Infierno—. Y nadie se atrevía a traicionar a Alcest. Por primera vez, hermano, la gente como yo podía viajar libremente, y protegida por la ley, gracias a él. —Miró a sir John y añadió—: Alcest y sus compinches desaparecerán, si es que no han desaparecido ya, porque nuestro querido forense se encargará de que la Cancillería impida que alguien vuelva a emplear ese truco. También será interesante ver qué ocurre cuando el canciller ordene a los escrutadores que repasen los archivos antiguos. Desde luego, no quiero que se divulgue el rumor en el extranjero de que fui yo quien delató a Alcest. Quizá yo haya logrado conservar la vida, pero a cambio sir John ha recibido una información muy valiosa.

—Sí, tenéis razón —admitió Cranston—. Porque esto habría continuado, habrían tentado al sustituto de Alcest, y el ofrecimiento de oro a cambio de una simple carta es muy difícil de resistir. —Se agachó junto al Vicario—. ¿Estaba Lesures al corriente de esto?

—¡Vamos, sir John! Todo el mundo sabe que Lesures pierde el mundo de vista por un par de nalgas bonitas. Seguro que Alcest lo sabía también. —Se encogió de hombros—. Lesures no tenía nada que temer: no había ningún sello falsificado, así que bastaba con que él hiciera la vista gorda.

Athelstan se cruzó de brazos y se preguntó si Lesures era en realidad el anciano quejumbroso que fingía ser. ¿Tenía algo que ver con aquellas muertes? ¿Se había hartado del chantaje de Alcest o quería encargarse él mismo de las falsificaciones?

—¿No sabéis nada más? —preguntó el forense.

—¿Me concedéis la libertad, sir John?

—Le dejaré instrucciones al carcelero jefe: podréis salir esta misma noche.

—¿No se sabrá lo que os he contado sobre Alcest?

—No. Diré que Athelstan se enteró bajo secreto de confesión. Sin embargo, no quiero volver a veros por Londres durante una larga temporada.

—No os preocupéis, sir John. —El Vicario del Infierno se pasó la lengua por los labios—. Me apetece viajar, y quizá Clarice pueda venir conmigo. Pero ¿me dais vuestra palabra de que no me colgarán?

Cranston se lo aseguró una vez más.

—Y la mía —añadió el hermano Athelstan, y se volvió para llamar al carcelero.

—Sois buenos.

Cranston soltó una carcajada.

—Sois buenos —repitió el Vicario del Infierno con seriedad.

Por primera vez, Athelstan se imaginó a aquel joven vestido de sacerdote, celebrando una misa o pronunciando un sermón desde el púlpito.

—Yo soy un delincuente —prosiguió el Vicario—, y el mundo está lleno de maldad, pero vos no sois corrupto. Lo que hicieron Alcest y los demás… Bueno, no hay ni un solo funcionario de la Corona que no haya aceptado nunca alguna moneda; pero vos sois diferente, sois honrado. Así que os explicaré un par de cosas más: en primer lugar, ese otro escribano, el que encontraron muerto en el Támesis, ¿cómo se llamaba?

—¿Chapler?

—Sí, eso es. Era como vos, sir John. Él no aceptaba sobornos, ni tenía trato con prostitutas. Todos mis amigos lo evitaban, y trataban siempre con Alcest.

—Eso es interesante —murmuró Athelstan.

—Sí, hermano, lo es. Y hay algo más: he oído hablar de vuestro crucifijo milagroso; hasta los bandidos y los asesinos de Whitefriars piensan ir a visitarlo.

—Pero vos no creéis que se trate de un milagro, ¿verdad?

—No, hermano. El buen Dios está demasiado atareado como para visitar Southwark. ¡Vuestros feligreses tendrán que contentarse con vos!

Athelstan agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza.

—Pues bien, si nuestro querido forense me deja salir antes del toque de queda, conozco a alguien que podrá ayudaros, suponiendo que pueda entrar y salir de Southwark sin que lo arresten.

—¿Quién? —preguntó Athelstan.

—El Santo; no hay reliquia que él no haya vendido, ni truco que no haya practicado. Que Cranston me deje salir, y estad en vuestra iglesia a la hora de vísperas. Si vuestro crucifijo es realmente milagroso, el Santo os lo dirá.

Cranston dio unas palmadas y exclamó:

—¡Qué día! ¡Qué día! El Vicario del Infierno en Newgate, y ahora está a punto de aparecer el Santo. ¡Cómo me gustaría echarle el guante!

—No, sir John; tenéis que darme vuestra palabra de que no lo apresarán —suplicó Athelstan.

—Tenéis mi palabra, hermano —repuso el forense—. Pero el Santo es otro granuja de nacimiento: ha vendido la corona de espino de Cristo más de quince veces; su capacidad para lograr que la gente se desprenda de su dinero es un milagro en sí.

—¿A la hora de vísperas? —insistió el Vicario del Infierno.

Cranston accedió. Athelstan hizo la señal de la cruz y juntos se dirigieron a la caseta del carcelero. Cranston entró en el cubículo y salió con una sonrisa de oreja a oreja.

—Nuestro Vicario ya es libre, hermano, o lo será dentro de poco.

—¿Cumplirá su palabra? —preguntó el fraile.

—Sí, por supuesto. Para esa gente, las promesas son sagradas: el Santo irá a vuestra iglesia. Y ahora, por lo que respecta a maese Alcest…

Cranston y Athelstan bajaron por Friday Street hasta el muelle donde esperaban las barcas. Se montaron en una, y los barqueros la llevaron hasta el centro del río.

—¿Creéis que Alcest confesará? —preguntó intrigado Cranston mientras se ponía cómodo en la popa de la barca.

—Es posible —contestó Athelstan—. Sabemos que es culpable de falsificación, pero no tenemos pruebas de que haya cometido los asesinatos. —Athelstan cerró los ojos y se recostó.

—No pensaréis dormir, ¿verdad, hermano?

—No, sir John. Nos acercamos al Puente de Londres, y cuando pasemos por debajo de los arcos se me revolverá el estómago.

—Hombre de poca fe —bromeó Cranston—. ¿Por qué le tenéis tanto miedo a la muerte?

—No temo a la muerte, sir John —dijo Athelstan sonriendo—; lo que me da miedo es ahogarme.

El forense se puso a charlar y a bromear con los dos barqueros. Cuando se acercaron al puente, a Cranston le dio un vuelco el corazón: el agua burbujeaba como aceite en un cazo, y salía a borbotones bajo los estrechos arcos del puente; el ruido era ensordecedor. Cranston perdió su apuesta con los barqueros, porque, cuando pasaron por debajo del puente, rozando los tabiques de madera construidos para reforzar los pilares de piedra, cerró los ojos igual que los demás, y no los abrió hasta que llegaron a las aguas tranquilas cerca de Botolph’s Wharf, donde aminoraron la marcha. Finalmente la barca viró hacia la orilla, cerca del mercado de pescado de Billingsgate, donde había un fuerte olor a arenques, bacalao y salmuera. Desembarcaron en el muelle de la Lana, y al llegar vieron la Torre, con sus enormes paredes, sus baluartes, almenas y bastiones. Incluso en un día soleado como aquél, la enorme fortaleza tenía un aspecto amenazador e imponente. A Athelstan no le gustaba nada; la había visitado muchas veces con sir John cuando el forense perseguía a algún asesino.

—Qué lugar tan cruel —murmuró—. Que santo Domingo y todos los ángeles nos permitan entrar y salir rápidamente de la Torre, pues en ella siempre acecha la muerte.

Cruzaron el puente levadizo; el foso estaba lleno de agua viscosa y verde, que olía peor que todos los estercoleros de la ciudad juntos. Luego pasaron por debajo del negro arco de la torre central: la puerta parecía una boca abierta, donde el rastrillo de hierro eran los dientes; en lo alto había dos cabezas pudriéndose al sol.

—Que Dios nos proteja de todos los demonios, diablos, escorpiones y espíritus malignos que hay aquí —rezó Athelstan.

La puerta estaba vigilada por dos centinelas que se habían refugiado del sol en el estrecho pasadizo abovedado.

—¡Sir John Cranston, forense de la ciudad! —gritó Cranston—. Traigo una orden judicial del rey, y éste es mi secretario, el hermano Athelstan, que a causa de sus pecados también es párroco de San Erconwaldo, en Southwark. Un lugar —Cranston hizo una pausa y sonrió a Athelstan— donde, como demostrará el Santo, el vicio y la virtud se dan la mano.

Uno de los centinelas carraspeó y escupió; el escupitajo estuvo a punto de ir a parar a la bota de Cranston. El forense se acercó amenazadoramente al soldado, que esbozó una sonrisa forzada, se disculpó y los acompañó hasta la Torre Byward. Al llegar al Wakefield torcieron a la izquierda, y cruzaron otra muralla, llegando a la Torre Verde. Allí estaba reunida la guarnición: soldados tumbados en la hierba, sus esposas en las tinas de lavar, niños subidos a las catapultas, arietes, balistas, carros con ruedas de hierro y otros artilugios de guerra. A su derecha estaba el inmenso Great Hall, con entramado de madera y otras salas construidas encima. Allí el soldado los dejó con un mozo de cuadra que los condujo al interior del Great Hall. Cranston acarició a un par de perros de caza de pelo áspero que andaban olisqueando entre los juncos. Uno de los animales interpretó mal el gesto del forense y estuvo a punto de orinársele en la pierna, pero se alejó gruñendo cuando sir John le pegó una patada. La sala era una habitación oscura y abovedada con el sucio suelo de piedra y unas gruesas vigas manchadas de humo. En la pared del fondo había una chimenea, suficientemente grande para asar un buey en ella. Acababan de servir el almuerzo, y los mozos de la cocina limpiaban las mesas que había en la sala, metiendo los platos de peltre y madera en una cuba de agua sucia que trasladaban con un carro. Junto a la chimenea había un grupo de hombres. Uno de ellos, alto y delgado, pelirrojo y con los párpados finos, se acercó a los recién llegados, con los pulgares metidos en el ancho talabarte de piel. Al reconocer a Cranston y a Athelstan esbozó una sonrisa forzada.

—¡Buenos días, señores!

—Maese Colebrooke, ¿verdad? —preguntó Athelstan, y le tendió la mano.

—Exacto. Ahora soy el guardián de la Torre —dijo Gilbert Colebrooke, pavoneándose—. ¿A qué debemos este honor?

—Alcest —contestó Cranston—. El escribano de la Cancillería de la Cera Verde. Ha venido a refugiarse aquí.

—Ah, sí. —Colebrooke se rascó la barbilla—. Estaba muy asustado, y exigía que se cumplieran sus derechos. Le he dado una habitación en lo alto del Wakefield. ¿Qué está pasando, sir John?

—Sabéis perfectamente que no os conviene hacer demasiadas preguntas, y yo soy demasiado astuto para contároslo. ¡Quiero ver a Alcest ahora mismo!

Colebrooke hizo una mueca y respondió:

—Sir John, ya conocéis las normas de la guerra. La Torre está bajo mi autoridad, y todo funcionario real que se refugie aquí goza de mi protección.

—Por supuesto, maese Gilbert, y podéis estar presente mientras lo interrogamos —Cranston sonrió—; pero quiero verlo inmediatamente. Si no, bajaré al Palacio Savoy y le diré a su alteza el regente que no puedo llevar a cabo las órdenes que me ha dado, al menos aquí, en la Torre.

Colebrooke salió corriendo de la sala. Regresó poco después, acompañado de Alcest, y condujo a sir John y a Athelstan por un pasillo hasta una pequeña habitación blanca. Athelstan escrutó el rostro de Alcest: el escribano estaba sucio y despeinado; parecía que no hubiera dormido, y le temblaba un músculo de la mejilla derecha. Cranston le indicó que se sentara en un banco; Colebrooke cerró la puerta y se quedó de pie con la espalda apoyada en ella.

—¿Os encontráis a gusto aquí, maese Alcest? —preguntó Cranston.

—Sí. —El joven se frotó los ojos.

—¿Vinisteis anoche? —preguntó Athelstan.

—Tuve que recoger mis pertenencias; pero sí, llegué poco antes de que cerraran las puertas.

—¿Fuisteis a Southwark?

Alcest negó con la cabeza.

—¿Estáis seguro?

—No lo sé —balbuceó Alcest.

—Nosotros tampoco —replicó Athelstan—. Porque sois un mentiroso, señor. Vuestra amada, Clarice, dice que la noche que mataron a Chapler no dormisteis con ella toda la noche, sino que salisteis de la taberna y regresasteis más tarde.

—Yo…

—¿Qué? ¿Vais a confesar que le pusisteis un somnífero en el vino, que ella no bebió? Clarice es una joven astuta y perspicaz. ¿Adónde fuisteis? —preguntó el fraile.

Alcest se pasó la lengua por los labios. Miró disimuladamente alrededor, como si buscara algún refugio.

—¿Adónde fuisteis? —insistió Cranston.

—Regresé a mi casa; me había olvidado la plata, y tenía que pagar a las muchachas de la señora Broadsheet.

—Mentís —sentenció Athelstan—; fuisteis al Puente de Londres. Todo el mundo sabía que a Chapler le gustaba ir a rezar a la capilla de Santo Tomás Becket. Era tarde y no había gente en las calles; fuisteis al puente, golpeasteis a Chapler en la cabeza y arrojasteis su cadáver al río.

Alcest se tapó la cara con las manos, y empezaron a temblarle las piernas.

—Matasteis a Edwin Chapler —continuó Athelstan implacablemente—, porque Chapler era un hombre íntegro. Él sabía que os dedicabais a redactar licencias y documentos falsos para los delincuentes de Londres. Que utilizabais nombres falsos…

—¿Vais a negarlo? —preguntó Cranston—. Hay muchos como Stablegate y Flinstead dispuestos a comprar su libertad enviándoos a la horca.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó Athelstan—. Los beneficios que obtuvisteis por medios ilícitos. Los juntasteis y se los llevasteis a un orfebre, ¿no?

Alcest tragó saliva.

—Cuando sir John y yo iniciamos nuestra investigación —continuó Athelstan—, a vuestros compañeros les entró pánico, ¿verdad? ¿Era eso precisamente lo que vos pretendíais? ¿Convencisteis a los demás para que os entregaran su dinero, asegurándoles que lo pondríais a salvo? ¿Os negasteis después a repartir los beneficios, y por eso planeasteis matar a vuestros compañeros?

—¡No, no! —gimió Alcest.

—Yo creo que sí —prosiguió Athelstan—. Sois igual que Stablegate y Flinstead, que querían que les proporcionarais licencias falsas. La avaricia os consume; los placeres de la carne son vuestro único objetivo, y sin embargo queríais más y más. Erais como un pozo sin fondo.

—Pero ¿y los acertijos? —protestó Alcest—. ¡Yo no habría dejado ningún acertijo!

—¿No? —replicó el fraile—. Creía que dominabais el arte de las adivinanzas. Además, maese Alcest, mirad cómo murieron esos jóvenes. Peslep, sentado en una letrina, con las calzas por los tobillos. —Athelstan hizo una pausa y se quedó mirando la luz que entraba por la estrecha ventana. ¿Había dicho algo que no debía?

—¿Hermano? —dijo Cranston.

—Sí —dijo Athelstan, retomando el hilo de su discurso. Pero ahora ya no estaba tan seguro—. Seguisteis a Peslep hasta esa taberna porque sabíais que él iba allí todos los días, y lo mismo ocurrió con las otras víctimas: vos conocíais sus costumbres, su estilo de vida. ¿Le dijisteis a Napham que regresara a su casa?

—No, él quiso ir…

—¿No preparasteis un encuentro con él antes de venir a la Torre?

—No.

—¿Por qué no? ¿Acaso sabíais ya que Napham entraría en su cámara y que un cepo le destrozaría el pie? ¿Estabais en Southwark intentado aterrorizar a la señora Alison, la hermana de Chapler? Os gusta vestiros como un petimetre, con capa y espuelas.

Alcest se cruzó de brazos y empezó a mecerse.

—¿Os vestís así, verdad?

Alcest asintió.

—¿Por qué dejasteis de hacerlo? —preguntó Cranston.

—Me asusté —dijo el escribano—. Cuando oí decir que a Peslep lo había matado un hombre que llevaba espuelas en las botas…

—Fue muy fácil, ¿verdad? —insistió Athelstan—. Pusisteis veneno en la copa de Ollerton, como ya habíais hecho con Chapler.

Alcest levantó la cabeza.

—Sí —dijo el fraile, sonriente—, eso también lo sabemos. ¿Os dijo Elflain que pensaba ir a visitar a la señora Broadsheet? ¿Y después? ¿Pensabais fingir que a vos también os habían atacado, y que os habíais salvado?

—¡Yo no soy ningún asesino! —declaró Alcest con tono desafiante.

—Sois un ladrón —intervino Cranston—, un delincuente y un asesino. Maese Alcest —dijo el forense—, os acuso de traición, homicidio, robo y complicidad con bandidos y forajidos. —Se acercó y, agachándose junto a él, lo miró fijamente—. Os diré una cosa, maese Alcest: lamentaréis haber entrado aquí. —Le guiñó un ojo a Athelstan y añadió—: Fue un error, ¿verdad, maese Colebrooke? —dijo Cranston, volviéndose hacia el guardián de la Torre.

A Athelstan no le gustó la expresión de Colebrooke, que miraba a Alcest como un gato mira un ratón. El guardián de la Torre se le acercó.

—Maese Alcest —dijo—, ahora sois mi prisionero. Habéis venido a la Torre, y en la Torre permaneceréis.

—Veréis —explicó Cranston mientras Colebrooke levantaba a Alcest del taburete—. Según las leyes, un delincuente puede refugiarse en una iglesia; pero si lo encuentran en una dependencia de la Corona, ya sea Westminster, Eltham, Sheen o la Torre, pueden arrestarlo y torturarlo. Maese Colebrooke os refrescará la memoria.

El guardián de la Torre se había llevado a Alcest a la puerta, y llamó a los centinelas. Sacaron al escribano de la habitación, y Colebrooke ordenó que lo llevaran a las mazmorras.

—¿Es eso imprescindible? —preguntó Athelstan.

—No confesará —le contestó Cranston—. Y tenemos que ir con cuidado, hermano; si Alcest saliera de la Torre podría refugiarse en alguna iglesia, acogerse a sagrado y, como escribano de la Corona, exigir los privilegios del clero.

—En cuyo caso —añadió Colebrooke— pediría que lo juzgara el tribunal eclesiástico. Hermano Athelstan, me temo que no tenéis alternativa. Sir John ha mencionado al regente; su alteza insistirá en que interroguemos a Alcest.

—Pero ¿por qué ha venido aquí? —preguntó Athelstan—. ¿Por qué se ha metido en la boca del lobo?

—Vamos, hermano. —Cranston se acercó a una de las mesas, donde los criados habían dejado unas jarras de cerveza. Se bebió una de un solo trago, y a continuación cogió la que le correspondía a Alcest—. Nuestro escribano es un joven muy arrogante: estaba convencido de que no lo íbamos a apresar.

—No, eso no es cierto —le contradijo Athelstan—. Sir John, maese Colebrooke, ¿me disculpáis un momento? Necesito reflexionar.

Sin esperar respuesta, Athelstan, absorto en sus pensamientos, salió de la sala y bajó la escalera.

—Bueno —dijo Cranston exhalando un suspiro. Se terminó la segunda jarra de cerveza y cogió la tercera—. Maese Colebrooke, no quiero que Alcest muera.

El guardián de la Torre no disimulaba su avidez.

—Sir John, es un traidor y un delincuente —dijo—. ¡Ha venido al baile, y os aseguro que bailará!