Sir John y Athelstan estaban en el salón de la casa de Drayton. El forense no dejaba de mirar hacia atrás, esperando que llegara Flaxwith.
—Lesures todavía nos oculta algo —comentó Athelstan.
—Sí, eso creo yo, hermano —replicó Cranston—; está con el agua al cuello. El señor de los pergaminos debería controlar mejor a sus escribanos. Es un hombre corrupto —continuó—, débil y traicionero, y le gusta conseguir lo que quiere. Ya me ocuparé de él a su debido tiempo. Ahora, hermano, ¿habéis solucionado este asunto?
—Creo que sí, sir John, pero voy a necesitar la colaboración de nuestros dos escribanos. ¿Cuál de los dos creéis que es el más dócil?
Cranston hizo una mueca, y dijo:
—Stablegate es duro como el acero.
—Entonces ya está todo preparado —replicó Athelstan—. Vamos, sir John.
Bajaron por el oscuro pasillo, que olía más que nunca a podrido y a moho. Athelstan se paró y escrutó la oscuridad.
—Qué lugar tan desagradable, sir John. ¿Qué será de esta casa cuando hayamos terminado?
—Pasará a ser propiedad de la Corona —contestó el forense—; supongo que el regente la venderá.
—Habría que exorcizarla y purificarla —murmuró Athelstan—: Está llena de fantasmas.
La puerta de la contaduría volvía a estar en su sitio, pero Athelstan vio que habían aflojado uno de los pernos de hierro de debajo de la rejilla: el del interior se podía girar fácilmente. Le hizo una señal a sir John y cerró la puerta. Athelstan abrió la rejilla y miró por ella, como si buscara algo.
Cranston oyó un ruido y suspiró.
—Ya llega Flaxwith con el odre milagroso. También ha traído a nuestros invitados.
Athelstan abrió la puerta. Flaxwith, acalorado, le dio el odre a sir John. Detrás de él iban los dos escribientes, con gesto sombrío. Athelstan pensó que Cranston tenía razón: Stablegate era irreductible, pero a Flinstead le temblaba el labio superior, y parpadeaba constantemente. Athelstan tomó una decisión.
—Henry, llevaos a maese Stablegate al salón y quedaos allí con él. Flinstead puede quedarse conmigo un momento.
Flaxwith le hizo una señal al escribiente. Stablegate estuvo a punto de negarse a acompañarlo, pero Sansón, que se había quedado olfateando por la galería, apareció en ese momento; miró al escribiente y empezó a gruñir, y Stablegate obedeció. Entonces Athelstan le dijo a Flinstead:
—Un asesinato muy inteligente, ¿verdad, maese Flinstead?
—Hermano Athelstan —balbuceó Flinstead—, no sé de qué me estáis hablando.
—Ya lo creo que sí —replicó Athelstan. Le guiñó un ojo a Cranston, que estaba de pie, con el odre en una mano, observándolos atentamente. Athelstan cogió a Flinstead por el brazo y lo condujo hasta la puerta de pernos de hierro—. Mirad, señor: una puerta como otra cualquiera, con fuertes bisagras…
Flinstead giró la cabeza y se quedó mirando el boquete abierto en la pared del fondo de la cámara.
—No, no os preocupéis por eso —dijo Athelstan—. Esta habitación tenía sus secretos, maese Flinstead. No tenía puertas ni pasillos ocultos, pero sí secretos que sólo conocía maese Drayton. Y Stablegate y vos, por supuesto.
—¡No sé lo que queréis decir!
—Entonces, os lo explicaré. Drayton era un tacaño, un usurero, un patrón estricto y exigente; os hacía trabajar como esclavos, guardaba su dinero fuera de esta casa, lejos de vuestras ávidas manos. Sin embargo, Stablegate y vos os enterasteis de que los lombardos iban a traerle una bolsa de plata, miles de libras. Así que trazasteis un plan. ¿Cómo podíais matar a maese Drayton sin que os acusaran del crimen? Si le birlabais la plata y Drayton conservaba la vida, ¿cómo podríais huir? Si la robabais abiertamente, y Drayton moría, os acusarían de asesinato y no iríais más lejos de Dover. Así que preparasteis meticulosamente el crimen. Antes de que llegara la plata —continuó Athelstan caminando hacia la puerta—, trabajasteis en uno de estos pernos, y visteis que el punto débil de la puerta es que éstos están sujetos por la parte interna mediante unas tuercas.
Athelstan señaló uno de los pernos que había debajo de la rejilla.
—Os concentrasteis en ellos, y cuando Drayton salía de su cámara, vos intentabais aflojar la tuerca de la parte interna. No debió de costaros mucho: soltasteis la tuerca y conseguisteis extraer el perno de hierro; entonces lo limpiasteis, lo engrasasteis para que no se clavara en la madera y pudierais quitarlo y ponerlo cuando quisierais. —Athelstan hizo una pausa y miró fijamente a Flinstead, que estaba pálido y cubierto de sudor—. Ah, maese Flinstead —susurró—; por la cara que ponéis, veo que he acertado.
—Yo, yo… —balbuceó el escribiente—. No sé qué queréis decir, hermano.
—¡Claro que sí, zopenco! —le espetó Cranston.
—La noche en cuestión —prosiguió Athelstan— todo estaba preparado. Por la tarde retirasteis la tuerca del interior. Drayton no se fijó en ese detalle, porque el perno de hierro seguía en su sitio. Por la noche, antes de marcharos, robasteis la plata. Drayton no os esperaba, pero uno de vosotros entró por sorpresa en esta contaduría, cogió las bolsas de plata, amenazando a maese Drayton con un cuchillo, una ballesta u otra arma. El ladrón lo amenazó, y luego se marchó. Drayton, muy agitado, cierra la puerta con llave y echa el cerrojo. No levanta un revuelo, pues el ladrón podría estar esperando fuera; ha perdido la plata, pero no quiere perder la vida. Y el ladrón huye.
Athelstan hizo una pausa, cerró la puerta y echó los cerrojos.
—Y ahora viene lo mejor. El otro escribiente baja a toda prisa, fingiendo una total inocencia. «¿Qué pasa, patrón?», grita. Drayton se acerca a la puerta y abre la rejilla, pues nuestro pobre prestamista cree estar hablando con un hombre inocente que condena a su colega. Drayton se acerca más a la puerta, muy preocupado…
—¿No abrió la puerta? —le interrumpió Flinstead.
Cranston se le acercó con el odre en una mano.
—Claro que no, miserable mentiroso. Acababan de robarle la plata, y se había encerrado en su cámara acorazada. No estaba seguro de lo que estaba ocurriendo, e hizo lo que habría hecho cualquier hombre sensato: se encerró por si el criminal regresaba para matarlo. Pero oye unos golpes en la puerta, gritos. Pase lo que pase, Drayton sabe que está a salvo mientras no abra la puerta.
—Y eso es lo que haremos ahora —anunció Athelstan.
El fraile abrió la puerta e invitó a sir John a salir de la cámara. Después volvió a cerrarla y bajó la rejilla, mirando por ella.
—Drayton está muy nervioso —prosiguió—. Uno de sus escribientes es un malhechor, pero el otro parece inocente. Drayton es demasiado astuto como para abrir la puerta; pero se acerca a la rejilla y le pide ayuda al escribiente fiel. Lo que no sabe es que el escribiente que está al otro lado de la puerta ha retirado el perno de hierro sin hacer ruido. Lleva una pequeña ballesta, y ya ha puesto la flecha en la guía, introduciéndola por el orificio donde antes estaba alojado el perno. Drayton está apoyado contra la puerta. El asesino, desde el otro lado, dispara y lanza la flecha, que se clava en el pecho de Drayton. El prestamista se tambalea y cae al suelo. Agonizante, sólo piensa en llegar a la pared del fondo, en busca de perdón por otro pecado anterior.
Athelstan vio la expresión de perplejidad de Flinstead.
—Sí, señor —continuó, y abrió la puerta para dejar entrar a sir John—; esta cámara encierra más de un secreto. Y a vos os ofrecía la posibilidad de ejecutar el crimen perfecto: la plata ha desaparecido, la puerta está cerrada por dentro, y Drayton está muerto. ¿Quién podría acusaros de su muerte? Volvéis a colocar el perno en su sitio, y os reunís con vuestro cómplice.
Athelstan se quedó mirando la puerta.
—No lo había pensado —murmuró. Abrió la puerta, extrajo el perno, se arrodilló y miró por el orificio—. Aunque Drayton no se hubiera pegado a la puerta —dijo—, podríais haberle disparado con una pequeña ballesta.
Flinstead se pasó la lengua por los labios.
—Una vez cometido el crimen —prosiguió el fraile—, cerráis la puerta principal por dentro y salís por una ventana, asegurándoos de que no os ve nadie. Después os vais a una taberna. A la mañana siguiente volvéis a la casa de vuestro patrón, y esperáis a que aparezca maese Flaxwith, que está haciendo la ronda. Parecéis preocupados, y Flaxwith, el honrado alguacil, intenta ayudaros. Le explicáis lo que ha pasado y engañáis al pobre Flaxwith. Rodeáis la casa, ignoráis deliberadamente la ventana por la que salisteis la noche anterior, y entráis en la casa por otra ventana, que dejasteis bien cerrada.
—Una vez dentro —continuó Cranston—, ya estabais a salvo. Lleváis a Flaxwith, que está preocupado por saber qué le ha pasado a Drayton, a la contaduría. Uno de vosotros, sin que Flaxwith se dé cuenta, va a cerrar la ventana por la que habíais salido la noche antes, de modo que parezca que la casa estaba cerrada por dentro.
—Y ahora llegamos a esta puerta —dijo Athelstan—. Está cerrada, pero con la rejilla abierta. Flaxwith se asoma por la rejilla, pero está oscuro, y no ve gran cosa. Después de muchos trabajos, derriban la puerta, y entran todos en la contaduría, donde encuentran el cadáver de Drayton, tendido en el suelo. Mientras los alguaciles registran la cámara, y aprovechando el desconcierto de los primeros momentos, Stablegate y vos colocáis de nuevo la tuerca del perno de la puerta, lo cual no os lleva más de unos segundos, pues el perno y la tuerca están bien engrasados, y si es necesario, podéis apretarlos más tarde. El crimen perfecto, ¿verdad, maese Flinstead?
—¡Eso es ridículo! —farfulló el escribiente—. ¡No podéis demostrarlo!
—Sí que podemos —repuso Cranston—. El carpintero que examinó la puerta comprobó que el perno de metal de debajo de la rejilla ha sido aflojado, retirado, engrasado y colocado de nuevo en su sitio. Es la única posibilidad, maese Flinstead. Y además, tampoco es ningún misterio cómo abandonasteis la casa. —Cranston bebió un sorbo de vino, y luego se desperezó—. Amigo mío, me temo que os esperan en el Tyburn.
—Un crimen perfecto —declaró Athelstan—. Sabíais que iban a traer la plata, y aflojasteis el perno. Sabíais cuál teníais que aflojar, pues Stablegate y vos habíais visto muchas veces a vuestro patrón asomarse por la rejilla.
Flinstead sacudió la cabeza.
—Algo pudo haber salido mal, por descontado —añadió el fraile—. Sin embargo, vuestro patrón no tenía familiares ni amigos, y vos teníais toda la noche, y parte del día siguiente, para llevar a cabo vuestro plan. —Se encogió de hombros y añadió—: Hasta podíais haber huido. Creíais que no podrían acusaros del crimen que habíais cometido.
Flinstead se apoyó en la pared, se cruzó de brazos, como si lo hubiera invadido un frío glacial, y fue resbalando hasta el suelo. Cranston se agachó junto a él.
—¿Queréis un trago? Os hará entrar en calor y os despejará la mente.
Flinstead negó con la cabeza.
—El robo y el asesinato se castigan con la horca —dijo Cranston, como si hablara del tiempo—, pero la plata que robasteis pertenecía al regente, su alteza Juan de Gante, duque de Lancaster; y eso se considera traición, de modo que no tendréis una muerte rápida. El verdugo esperará hasta que estéis medio muerto, y entonces os bajará de la horca, os abrirá en canal, os sacará el corazón y las entrañas para que los veáis antes de cerrar definitivamente los ojos. Después os cortará en pedazos, como si fuerais una pieza de carne, y expondrán vuestra cabeza en el Puente de Londres; con los pedazos sólo Dios sabe lo que harán.
Flinstead dejó caer la cabeza.
—¡Sacadlo de aquí! —dijo Athelstan—. Sir John, ponedlo en otra habitación de la casa, lejos de Stablegate. —Le guiñó un ojo al forense, y añadió—: ¿Habéis leído el Libro de Daniel, sir John?
Cranston captó la indirecta, levantó a Flinstead y lo sacó de la contaduría. Athelstan se quedó mirando el suelo, con los brazos cruzados: se sentía emocionado, pero tenía frío, como le ocurría cada vez que atrapaba a un asesino. Estaba contento porque había resuelto el misterio, pero muy afligido ante la terrible maldad que había presenciado. Por una parte, la muerte de Drayton exigía venganza, pero por otra, Athelstan sabía que las palabras de Cranston no eran falsas amenazas. Flinstead sería juzgado y condenado, y el joven escribiente recibiría una sentencia espantosa. Athelstan cerró los ojos.
—Oh, Señor —rezó en silencio—, no me culpes a mí de su muerte. Tú sabes que soy inocente, y que no les deseo ningún mal.
Abrió los ojos y vio a Cranston, que había bajado con el arrogante Stablegate.
—¿Qué significa esto, sir John? —protestó el escribiente.
—¡Callaos! —bramó el forense. Señaló un taburete y ordenó—: ¡Sentaos! —Cranston fue junto a Athelstan; tenía las mejillas encendidas, los bigotes erizados y los azules ojos fuera de las órbitas—. ¿Qué hacemos ahora, querido monje? —susurró.
—¡Fraile, sir John!
—¡Al diablo! ¿Vais a contarle la misma historia a Stablegate?
Athelstan cogió a Cranston por la manga y, asomándose por detrás del voluminoso cuerpo del forense, miró a Stablegate. El joven escribiente le clavó una mirada llena de odio.
—¿Habéis estado alguna vez ante un demonio, sir John? —murmuró Athelstan—. Pues bien, si la respuesta es no, considerad ésta la primera vez. Stablegate no nos dirá nada.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Guardar silencio, sir John.
El forense y el hermano Athelstan esperaron. De vez en cuando el fraile caminaba hacia la puerta y aflojaba él perno. Miró por encima del hombro a Stablegate, que lo observaba con los ojos entrecerrados.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —protestó el escribiente—. Sir John, si pensáis arrestarme, traed una orden judicial. Si no, dejadme marchar.
Athelstan volvió a apretar la tuerca del perno.
—¿Qué juego es éste? —dijo Stablegate con sorna.
De pronto, Sir John desenfundó su daga, se acercó al escribiente y lo cogió por el pelo, hincándole la punta de la daga debajo de la barbilla.
—En mi larga y azarosa vida —dijo el forense con voz ronca— he matado a hombres buenos. Dios sabe que lo siento, pero les quité la vida en la batalla. Eran guerreros, luchaban para defender su causa, igual que yo. Lamento cada gota de sangre que he vertido, rezo cada día por sus almas y doy dinero a las casas de beneficencia, ¡pero vos, señor, no sois más que un desgraciado, un ladrón, un estafador, un asesino, un mentiroso repugnante!
Stablegate no se inmutó. Athelstan se maravilló de la maldad y la fuerza de aquel hombre.
—Matadme o soltadme —dijo Stablegate.
—Ya lo creo que os mataré —dijo sir John enfundando de nuevo la daga—. Hermano, ¿cuánto tiempo tendré que seguir soportando el pestazo de este cagón?
—Lleváoslo —ordenó Athelstan—. Dejadlo con maese Flaxwith, y traed a Flinstead.
Sir John levantó al escribiente y lo sacó de la cámara. Flinstead regresó, secándose las lágrimas de los ojos. Athelstan le señaló el taburete para que se sentara.
—Tenéis motivos para llorar, señor —dijo el fraile—. Le he cantado la misma canción a maese Stablegate.
Flinstead levantó la cabeza.
—Vuestro colega ha confesado. Dice que él robó la plata, pero que fuisteis vos quien mató a Drayton.
—¡Eso es mentira! —gritó Flinstead poniéndose en pie—. ¡Fue Stablegate! ¡Todo fue idea suya! Cuando Drayton nos hacía esperar fuera, Stablegate siempre examinaba esa maldita puerta. Por la noche, en la taberna, ideó el crimen. Tardó una semana en aflojar el perno; yo le llevaba las cuentas a Drayton y lo distraía, mientras Stablegate trabajaba en el perno. —Flinstead levantó los brazos—. Es verdad, yo robé la plata. Le dije a Drayton que había dejado inconsciente a Stablegate y que había unos malhechores en la casa dispuestos a rebanarle el cuello. Salí corriendo con la plata; entonces Drayton se encerró en la cámara acorazada y se puso a gritar. En aquel momento bajó Stablegate, fingiendo que estaba herido. «Amo», susurró. Yo estaba escondido, y le oí. «Amo, Flinstead me ha herido. Soy yo. ¡Mirad, amo!».
—¿Estaba oscuro el pasillo? —preguntó Athelstan.
—Sí. Stablegate había sacado el perno; entonces disparó con la ballesta. —Flinstead se encogió de hombros—. Lo demás ya lo habéis dicho vos mismo. Salimos por una ventana, Stablegate insistió en que debíamos dejarnos ver, y por eso fuimos a la taberna. A la mañana siguiente regresamos; sabíamos que Flaxwith estaría haciendo la ronda. Entramos por una ventana y mientras Stablegate conducía al alguacil hasta la cámara acorazada, yo cerré los postigos que habíamos abierto para salir la noche antes.
—Y entonces maese Flaxwith se encargó de que derribaran la puerta, ¿no?
Flinstead asintió.
—Y Stablegate colocó el perno en su sitio —añadió Athelstan—. Le había puesto cola, para que cuando echaran la puerta abajo no se soltara; después, aprovechando la confusión, uno de vosotros colocó la tuerca en la parte interna de la puerta.
—Sí —gimoteó Flinstead—, habíamos practicado mucho. Stablegate tenía un trozo de madera con un perno y una tuerca, y me enseñó cómo hacerlo: las flechas de ballesta son delgadas, y podíamos hacerlas pasar fácilmente por el orificio del perno. Stablegate dijo que Drayton se acercaría a la puerta; a aquella distancia tan corta, cualquier herida resultaría mortal. Drayton habría muerto al amanecer…
—¿Y la plata?
Flinstead se sentó en el taburete.
—No lo sé, sir John. Stablegate me la quitó; dice que la ha escondido.
—¿Sabéis dónde?
Flinstead negó con la cabeza.
—Pongo a Dios por testigo, sir John. Estaba tan nervioso, tan preocupado por…
—Por la muerte de Drayton —terminó Athelstan.
—¿Cómo es posible que no lo sepáis? —terció Cranston—. Sois su cómplice en el crimen.
—Stablegate dijo que no se fiaba de mí, porque yo estaba demasiado nervioso; pero que cuando llegara el momento nos repartiríamos la plata.
—¿Adonde pensabais ir?
—Stablegate estaba convencido de que, aunque sospecharan de nosotros, no podrían demostrar nada. Saldríamos del país y cruzaríamos el canal.
—Ah. —Athelstan suspiró y se agachó junto al joven—. ¡Escuchadme!
Flinstead levantó la cabeza.
—Es posible que estéis preocupado y nervioso —dijo el fraile—, pero sois un asesino. Matasteis a un hombre a sangre fría y le robasteis. Stablegate tenía razón: era difícil demostrar que vosotros erais los asesinos. De no ser por esa puerta, no habríamos resuelto el misterio.
—¡Al grano, hermano! —exclamó Cranston, que estaba de pie detrás del fraile—. Es día es largo y tenemos otros asuntos de que ocuparnos.
—Flinstead ya sabe a qué me refiero —repuso Athelstan—. Muchas sospechas, pero pocas pruebas, ¿no? Pero ya sabéis, sir John, que a estos dos jovencitos no les habría resultado fácil salir del reino, sobre todo siendo sospechosos de haber robado tanta plata. Para cruzar el canal se necesita una licencia, y por eso Alcest, el escribano de la Cancillería de la Cera Verde, vino a esta casa, ¿verdad?
—Eso creo —balbuceó Flinstead—. Stablegate dijo que él se encargaría de eso.
—Ya me lo imagino, maese Flinstead —dijo el fraile—. Y también pensaba encargarse de vos. Os habrían sacado del Támesis con un puñal clavado en la espalda, ¿no? —Athelstan se levantó y dijo—: Creo que ya va siendo hora de que hablemos con Stablegate.
En cuanto entró en la cámara, el segundo escribiente miró a Flinstead y se dio cuenta de lo que había pasado.
—¡Cerdo asqueroso! —gritó—. ¡Imbécil! Os han engañado, ¿verdad? ¡Yo no les he dicho nada!
Stablegate se habría abalanzado sobre Flinstead si Flaxwith, que estaba detrás de él, no le hubiera dado un fuerte golpe en el hombro con el garrote. Stablegate, dolorido, cayó de rodillas; pero Flaxwith lo levantó. Pese al golpe que acababa de recibir, el escribiente no mudó su expresión desafiante.
—¡Miserable desgraciado! —le gritó a Cranston—. Vos y vuestro ridículo frailecillo. Bueno, no me importa, Drayton era un puerco tacaño y avaro. La vida es dura: no me importa acabar en la horca. —Tenía el rostro crispado por la ira—. ¡Mientras Flinstead muera a mi lado, me importa un comino que me cuelguen! —Agitó un puño y, mirando al forense, añadió—: ¡Podéis decírselo al regente! ¡Nunca recuperará su plata! —Stablegate se quedó callado y esbozó una malvada sonrisa.
—¿Dónde habéis escondido la plata? —le preguntó Cranston, acercándose al escribiente. Desenfundó la daga y le puso la punta en la barbilla.
Stablegate extendió los brazos.
—¿Qué pensáis hacer, Cranston? ¿Llevarme a la Torre? ¿Entregarme a los torturadores del rey? ¿Creéis que así revelaría dónde la he escondido? ¿Y si muero? ¿Qué dirá su alteza el regente si muero?
—Sois un joven lleno de maldad —le acusó Athelstan.
—¡Iros al cuerno, sacerdote! Sir John ya sabe de qué estoy hablando. ¿No os dais cuenta, Flinstead, de que todavía tenemos esperanzas? —dijo el escribiente alzando la voz—. Ahora entenderéis por qué escondí la plata. Se lo habéis contado todo.
—¿Qué queréis? —preguntó Cranston.
—Acogerme a sagrado —contestó Stablegate—. Solicito refugio para mí y para Flinstead en Santa María le Bow. Permaneceremos allí cuarenta días.
—Y después abandonaréis el reino —dijo Cranston—. Os conducirán al puerto más cercano, os embarcarán en el primer barco y, si volvéis a pisar Inglaterra, os colgarán. —Cranston se frotó la barbilla—. La Corona pondrá precio a vuestras cabezas —añadió—: Cien libras, vivos o muertos. Una vez que hayáis cruzado el canal, podréis mendigar, pero si intentáis poner un pie en cualquier puerto inglés, no tardarán en apresaros.
Cranston cogió a Stablegate por el brazo y lo llevó al escritorio.
—Sentaos —dijo—. Coged una pluma. —Señaló un trozo de pergamino y ordenó—: Escribid dónde habéis escondido la plata; después podréis marcharos. ¡No seáis estúpido! No intentéis cruzar las murallas de la ciudad. Si lo hacéis, os perseguiremos. Flaxwith se asegurará de que os habéis refugiado en Santa María le Bow.
Stablegate forcejeó con Cranston, pero el forense no lo soltó.
—Sois un joven terrible —dijo sir John con desprecio—. Y os advierto que si esa plata no aparece donde decís que la habéis escondido, entraré en Santa María y, con asilo o sin él, os sacaré a ambos de allí y veré cómo os cuelgan, os vacían y os descuartizan. ¡Puede que lo haga con mis propias manos!
Stablegate se sentó, y sir John se apartó de él. La cámara quedó en silencio; sólo se oía el rasgueo de la pluma de Stablegate.
—Ah, por cierto —dijo Cranston—. Si le ocurre algo a Flinstead antes de que salgáis de Inglaterra, habréis violado la ley de asilo, y cualquiera podrá mataros.
—Como dice el Eclesiastés, sir John —dijo Stablegate con tono burlón—, hay un lugar y un momento para cada cosa.
—¿Y los escribanos de la Cancillería de la Cera Verde? —preguntó Athelstan—. ¿Qué relación teníais con Alcest?
—Alcest tenía que darme un salvoconducto para viajar por el reino. Pero ¿por qué no se lo preguntáis a él? —Stablegate se levantó e hizo una bola con el trozo de pergamino—. ¿Tengo vuestra palabra, Cranston?
—Tenéis mi palabra. Tirad ese pergamino al suelo. Flinstead y vos podéis iros, Flaxwith os seguirá.
Stablegate tiró el pergamino al suelo, le hizo un ademán grosero a sir John y corrió hacia la puerta; Flinstead lo siguió sin vacilar. El forense y el fraile los oyeron correr por el pasillo y salir dando un portazo.
—¿Es eso justo? —preguntó Flaxwith.
Cranston sonrió con malicia.
—No podéis faltar a vuestra palabra, sir John —dijo Flaxwith, alarmado—. La Santa Madre Iglesia es muy rigurosa respecto a la ley de asilo.
Sir John recogió el trozo de pergamino y se lo pasó de una mano a otra.
—No me importa que se queden cuarenta días a pan y agua en Santa María le Bow. Después haré que lleven a ese par de desgraciados a Queenshithe. Quizá penséis que soy un desalmado, Henry, pero tengo un amigo, Otto Grandessen, entre mercader y pirata… ¡Ése sí que es un desalmado! Otto tiene un barco con el que comercia por el Mediterráneo; suele viajar a Aleppo y a Damasco, y se llevará a esos dos granujas. Cuando Otto haya terminado con ellos, lamentarán no haber muerto en la horca. Los dejará en Palestina, y no creo que puedan hacer mucho daño en el desierto, rodeados de sarracenos dispuestos a cortarles la cabeza. —Cranston abrió el pergamino arrugado—. Aseguraos de que se van a donde deben, Henry.
El alguacil obedeció a sir John.
—¿Y bien? —preguntó Athelstan.
—¡El muy insolente! Bueno, nos ha dicho dónde está el dinero: no llegaron a sacarlo de la casa; está enterrado en el sótano.
Athelstan se disponía a acompañar a Cranston, pero el forense dijo:
—No, hermano, quedaos aquí; yo buscaré la condenada plata. Por lo que conozco de esta casa, el suelo debe de ser de tierra batida. Cuando regrese Henry, pedidle que baje a reunirse conmigo.
Cranston salió de la cámara, y Athelstan se sentó. Estaba satisfecho: Stablegate y Flinstead eran unos malhechores. Drayton, que también había cometido sus pecados, había tenido una muerte triste, y el acuerdo a que sir John había llegado con los asesinos le parecía justo. Athelstan se recostó en el asiento y cerró los ojos; estaba contento, y creía que, a su manera, el forense y él habían hecho una buena obra, tan necesaria como rezar o atender a los feligreses de San Erconwaldo. De pronto Athelstan abrió los ojos; al recordar a Watkin desfilando por el cementerio todos sus sentimientos conciliadores se desvanecieron.
—¿Qué se llevarán entre manos? —murmuró el fraile.
—¿Cómo decís, hermano?
Era Flaxwith, que estaba de pie en el umbral.
—Lo siento, Henry: estaba hablando solo. ¿Y esos dos granujas?
—Han entrado en Santa María le Bow como ratas en un agujero.
—Estupendo. Sir John quiere que bajéis al sótano. —Athelstan esbozó una sonrisa—. Sí, ahí es donde escondieron la plata. Stablegate debió de enterrarla con la intención de volver cuando le pareciera oportuno. Será mejor que os deis prisa.
Athelstan oyó una sarta de originales juramentos procedentes del sótano. Flaxwith fue a reunirse con sir John, y el fraile se puso a pensar qué podía hacer con la cruz milagrosa de San Erconwaldo. Después se acordó de Alison, y dedujo que pronto la dejarían marchar; sir John no podía retenerla en Londres indefinidamente. A continuación pensó en lo que Stablegate había dicho sobre los escribanos de la Cancillería de la Cera Verde; estaba seguro de que Alcest, sus compañeros y seguramente también Chapler estaban implicados en algún delito, quizá la falsificación de licencias y cartas. Aquél era un crimen muy grave; el Vicario del Infierno debía de estar al corriente, pues todos los bandidos y bandoleros que necesitaban una carta o un mandato judicial tenían que pagar un alto precio por ellos. Seguramente Alcest había falsificado un sello y era posible que Lesures lo sospechara, pero no se atrevía a investigar ni a denunciar a los escribanos, porque Alcest le hacía chantaje. Pero ¿qué sentido tenían los asesinatos? Athelstan rascó el suelo con la punta de la sandalia. Todos los escribanos implicados habían tenido una muerte espeluznante, empezando por Chapler. ¿Se trataba de ladrones que se peleaban entre ellos? ¿Había decidido Alcest quedarse con el botín de todos? Oyó la voz de Cranston en el pasillo. El forense, con la casaca manchada de tierra, entró en la contaduría con dos sacos cubiertos de barro y los hizo sonar.
—El que busca encontrará —dijo.
—¿Es la plata del regente?
—Exacto, esos criminales la habían enterrado bajo un viejo baúl. ¿Sabéis quién la ha encontrado? Sansón. Se ha puesto a olfatear como un desesperado…
—Por eso lo tengo —dijo Flaxwith con orgullo al entrar con otros dos sacos—. ¿No os parece, sir John, que mi perro se merece algún estipendio, un hueso jugoso o un trozo de carne?
Cranston le puso los sacos en los brazos a Flaxwith, que ya iba bastante cargado.
—El ayuntamiento alquila burros, así que no sé por qué no va a poder alquilar perros, ¿verdad, Flaxwith?
El alguacil estaba aturdido. Cranston se agachó y le acarició la cabeza al perro, y a Athelstan le pareció que Sansón sonreía.
—¡Bueno! —Cranston se levantó—. Henry, id a buscar a vuestros hombres y llevad esta plata, las monedas de oro y los candelabros a casa de los Bardi, en Leadenhall Street. Decidles que la envía sir John. Que la cuenten, la pesen y se la envíen al regente, con una escolta, al Palacio Savoy. —Señaló los sellos que cerraban los sacos, y añadió—: Está toda, y no os preocupéis, a los Bardi ni se les ocurriría robarle un penique a Juan de Gante. Después id al ayuntamiento y echad mano de la bolsa común. —Le dio unas palmadas al alguacil en el hombro—. Podéis llevar a Sansón al Cordero de Dios —añadió con un susurro reverencial—, y pedidle a esa posadera dos jarras de cerveza y un pastel de cebolla para vos, y un buen trozo de ganso para vuestro perro. Os invito yo.
Flaxwith se alejó por el pasillo, orgulloso; y Sansón, tras pararse para orinar en la pared, lo siguió con andar solemne.
—Y bien, hermano, ¿qué hacemos ahora? ¿Queréis que hablemos con maese Alcest?
—Cada cosa a su tiempo, sir John. Sin embargo, creo que al Vicario del Infierno podría interesarle llegar a un acuerdo con vos; así que no estaría de más que fuéramos a visitarlo a Newgate.
—Hoy es día de ejecuciones —le previno Cranston.
—Estupendo —repuso Athelstan—. Eso ayudará al Vicario a concentrarse, ¿no os parece?
—Creéis que Alcest es el asesino, ¿verdad?
—Sí, sir John; estoy convencido de que mató a Chapler, y que luego, por la razón que sea, mató también a sus cómplices.
Athelstan y sir John salieron de la casa de Drayton. Athelstan cerró la puerta y echó un vistazo a las sucias ventanas.
—Avaritia, radix malorum, sir John: la avaricia es la raíz de todo mal.