Capítulo X

Sir John Cranston, sentado en el pequeño estudio que tenía en el último piso de su casa, en el Cheapside, miraba por la ventana a la espera de ver aparecer los primeros rayos de sol. Sir John se había despertado temprano, como siempre, y se había levantado sin hacer ruido, pues Lady Maude seguía sumergida en sus sueños, mientras en la habitación contigua, los gemelos, con sus camisones de lino, dormían en sus cunas. Se parecían mucho: tenían el cabello rubio y liso, las mejillas sonrosadas y la boca y la barbilla firmes, como su padre.

—¡Qué niños tan maravillosos! —susurró el forense, y sonrió al fijarse en que hasta respiraban al unísono. Luego se alejó de puntillas por la galería, rezando para que los niños no se despertaran, pues si lo hacían y se daban cuenta de que su padre estaba en la casa despertarían a todos con sus gritos. Sir John iba a tener un día muy ajetreado; bajó a la cocina, donde se lavó, se afeitó y se vistió rápidamente, poniéndose la ropa limpia que lady Maude le había dejado preparada la noche anterior. En la despensa había un pastel de carne protegido con un lienzo, y una jarrita de cerveza rebajada. Después de desayunar, sir John se arrodilló y, cerrando los ojos, rezó sus oraciones antes de subir a su estudio.

Se sentó y ojeó varios manuscritos, aunque se le iban los ojos hacia el que tenía a su derecha: el famoso tratado de Cranston, Sobre el gobierno de Londres. Sir John se recostó en el respaldo acolchado de la silla. Había llegado a un nuevo capítulo: «Del mantenimiento de las calles, callejones y arroyos limpios de toda suciedad». Cranston aconsejaba que se construyeran letrinas públicas, y que se redactaran leyes estrictas que impidieran llenar las calles de desperdicios y vaciar en ellas los orinales. Los albañiles serían trasladados fuera de las murallas de la ciudad, mientras que los basureros formarían un gremio.

Sir John suspiró y, concentrándose en asuntos más mundanos, leyó la primera entrada de otro de los manuscritos:

El jueves, festividad de San Joaquín y Santa Ana, Richard Crinkler se sentó en la letrina de sus aposentos, en una casa propiedad de Owen Brilchard, en la esquina de Bore Street. Dicha letrina se rompió, y Richard encontró allí la muerte, que no fue una muerte digna.

Sir John se rascó la mejilla. ¿Por qué empleaba su escribiente frases tan enrevesadas? Y ¿cómo podía alguien encontrar la muerte al caerse de una letrina? Cranston cerró los ojos y recordó las viejas mansiones de Bore Street.

—Ah, ya entiendo —murmuró.

Imaginó lo que le había pasado al pobre Richard Crinkler. Aquellas casas tenían unos armarios que servían de letrinas, construidos sobre un pozo que recorría toda la longitud de la casa. Crinkler debía de estar medio dormido o borracho. Al romperse la tabla de madera, Crinkler cayó al pozo.

—¡Santo cielo! —susurró Cranston—. Todos hemos de morir, pero a veces el buen Dios nos llama de formas muy extrañas.

Se sobresaltó al oír la campana de Santa María le Bow: aquélla era la señal de que había terminado el toque de queda nocturno. Dejó la pluma en su caja y apagó la vela, cogió su talabarte y su capa y bajó al Cheapside. La calle todavía estaba desierta: los mendigos, bandidos y prostitutas que habían estado deambulando por los callejones toda la noche desaparecían en el acto en cuanto se enteraban de que el señor forense había bajado a la calle. Cranston se dirigió a Santa María, en cuyo campanario todavía estaba encendido el farol. Contempló la oscura puerta de la iglesia y sonrió al ver a Henry Flaxwith allí, con el siempre alerta Sansón.

—Buenos días, sir John —dijo el alguacil, y sujetó con fuerza la cuerda con que llevaba atado a su perro.

—¿Está todo preparado? —preguntó Cranston, y, sorprendido, vio aparecer a Athelstan por una puerta lateral de la iglesia—. Hermano, ¿qué hacéis aquí?

—Rezar, sir John, rezar.

Athelstan se había lavado y afeitado, y llevaba una túnica limpia, pero tenía los ojos hinchados, como si hubiera dormido mal, o muy poco.

—¿Va todo bien?

—Sí, sir John. Ayer dije la misa poco después de medianoche, cuando el tumulto del cementerio se hubo calmado. Estoy demasiado enfadado con mis feligreses, y no quiero ni verlos; creo que podrán pasar un día sin su párroco.

—No seáis demasiado severo con ellos —dijo Cranston—; sólo Dios sabe por qué hacen esas tonterías.

—¿Recibisteis mi mensaje? —le preguntó el fraile, cambiando de tema.

—Sí —afirmó sir John—, fui a ver a maese Lesures; lo encontré agazapado en su cámara, tímido como un conejo. Según él, a veces Alcest se ponía espuelas en las botas para darse importancia. —Cranston silbó entre dientes—. Y quiero interrogar de nuevo a Alcest, puesto que han asesinado a Napham.

—Ya me imaginaba que sucedería. ¿Cómo ha muerto?

—Habían escondido un cepo entre los juncos del suelo…

—¿Un cepo?

—Sí, de esos que se usan contra los caballeros que llevan armadura —explicó Cranston al ver la expresión de desconcierto de la cara de Athelstan—. Son unas trampas de acero que se colocan en los caminos cuando se prepara una emboscada, o para defender una zanja durante un sitio. Se trata de unos artilugios muy sencillos, pero infalibles, como una ratonera. El caballo o el caballero meten el pie dentro, y entonces se acciona la trampa.

—Qué muerte tan espantosa —comentó el fraile.

—El cepo estuvo a punto de cortarle el pie a Napham —continuó Cranston—. Sin embargo, el escribano debió de derribar una vela sin darse cuenta; los juncos y el cubrecama de su cámara empezaron a arder, y Napham murió quemado. Otro inquilino vio las llamas y apagó el incendio. La cámara estaba en la planta baja, y el suelo era de piedra; eso impidió que el fuego se extendiera demasiado deprisa. Fui a ver el cadáver de Napham —Cranston sacudió la cabeza—: Estaba totalmente calcinado, pero todavía tenía el cepo en el pie.

—¿Y el asesino?

—Seguramente entró por una ventana de la planta baja —contestó el forense— y colocó el cepo, que le habría comprado a cualquier ferretero o armero de la ciudad.

—¿Qué me decís del acertijo?

—Ah, sí. Napham no lo vio cuando entró en su estancia: estaba clavado en la pared, encima de la puerta. «La siguiente —Cranston cerró los ojos para recordar el acertijo— es como la cola del león». —Abrió los ojos—. La n es la última letra de «león».

—Tenemos que irnos, sir John —intervino Flaxwith—. Los renacuajos nos esperan.

—¿Quiénes?

—Los renacuajos —explicó Cranston—. Mis queridos amigos del Castillo de las Ratas. Voy a detener al Vicario del Infierno.

—En ese caso —repuso Athelstan—, podemos seguir hablando por el camino.

El forense escuchó con atención a Athelstan mientras recorrían el Cheapside. El fraile le relató su encuentro con William la Comadreja y el extraño incidente ocurrido en casa de Benedicta la noche anterior.

—¡Por los cuernos de Satanás! —exclamó Cranston de pronto, parándose en seco—. ¡Por los cuernos de Satanás! —repitió.

—Eso es exactamente lo que opino yo, sir John —replicó Athelstan—. Aunque quizá yo no emplearía las mismas palabras. Me gustaría saber, sir John, por qué le interesa tanto al Vicario desmarcarse de los asesinatos de los escribanos. También me pregunto dónde estaría Alcest anoche, y por qué ahora se interesa por Alison.

—¡Por los cuernos de Satanás! —repitió el forense.

—¿Qué ocurre, sir John?

—Me he dejado el odre milagroso. Ya sabía que me olvidaba algo…

—¡Pero sir John! —protestó Athelstan—. ¿Os habéis enterado de lo que os he dicho?

—Por supuesto, querido monje.

—Fraile, sir John.

—Exacto. El Vicario del Infierno me ha enviado un mensaje. Vos creéis que Alcest es el asesino, y ahora él se interesa por Alison. ¡Pero yo me he dejado mi condenado odre! En fin, ¿creéis que Alcest es el asesino? —preguntó Cranston acelerando el paso.

—Sí. Además, ya sé cómo pudieron Flinstead y Stablegate matar a su patrón.

Cranston volvió a detenerse; esta vez, Flaxwith y Sansón estuvieron a punto de tropezar con él. El forense cogió a Athelstan por los hombros y lo besó en las mejillas.

—¡Sois un monje maravilloso! —gritó, e inmediatamente se hizo a un lado al ver que alguien abría una ventana y arrojaba el contenido de un orinal a la calle. Los excrementos estuvieron a punto de caerle encima a sir John. Cranston sacudió los puños y gritó:

—¡Haré que os arresten!

Entonces le dio un empujón a Athelstan, pues volvieron a abrirse los postigos, y vaciaron otro orinal; esta vez fue a Sansón al que salpicaron; el perro miró hacia arriba y gruñó amenazadoramente.

—¿Y los renacuajos?

—Esperad un momento. —Sir John se apartó para dejar paso a un enorme carro lleno de basura del día anterior.

—Los renacuajos —explicó Cranston— son un grupo de hombrecillos muy bajitos; en realidad son enanos. Viven en una casa en ese sucio laberinto de callejones cerca de Whitefriars, y yo los llamo los Señores del Castillo de la Rata. Pues bien, son una gente muy dejada de la mano de Dios: nadie se fía de ellos, a nadie le caen bien. De vez en cuando los contrata algún señor o alguna compañía de cómicos ambulantes.

—¿Como maese Burdon, el guarda del Puente de Londres?

—No, no —dijo Cranston sacudiendo la cabeza—. Éstos son más pequeños aún: tienen cuerpo de niño y cara de viejo.

Cranston sacudió su bolsa y añadió:

—A veces roban en alguna casa, colándose por las rendijas por donde otros no podrían pasar. Pues veréis, resulta que les caigo bien, y a mí me caen bien ellos.

—Entiendo —dijo Athelstan. Habían llegado a la esquina del callejón que conducía al establecimiento de la señora Broadsheet, y se pararon allí.

—Si hacéis memoria —dijo Cranston sonriendo—, recordaréis que cada año, el día de San Rahere, lady Maude y yo les ofrecemos un pequeño banquete en el jardín…

—Y ¿vais a utilizarlos para atrapar al Vicario del Infierno?

—Sí. —Cranston señaló con el dedo a Flaxwith—. El bueno de Henry ha vigilado la casa de la señora Broadsheet día y noche. Clarice, el gran amor de nuestro Vicario, no ha salido ni una sola vez, y sin embargo, el Vicario tampoco ha entrado.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No me lo creo, sencillamente —dijo Cranston—. El Vicario del Infierno come testículos de cordero y bebe vino español; es más libidinoso que un jabalí en celo. Estoy convencido de que ha entrado, varias veces, en esa casa; pero no sé cómo.

—¿Y los renacuajos? ¿Qué pintan ellos en todo esto?

Cranston se quedó mirando la casa de la señora Broadsheet, que parecía tranquila.

—Estoy seguro de que ese desgraciado está ahí dentro —gruñó—. Henry, ¿están preparados vuestros hombres?

—Sí, sir John.

—¿Dónde están los renacuajos? —insistió Athelstan.

—¡Donde menos imaginan la señora Broadsheet y el Vicario del Infierno!

—Me alegro de haber venido con vos —declaró el fraile—. Quiero hablar con la joven Clarice; no me creo que Alcest pasara toda la noche con ella el día que mataron a Chapler.

—Lo primero es lo primero —murmuró Cranston.

Permanecieron allí al menos un cuarto de hora. Cranston cada vez estaba más nervioso; cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra, maldecía por lo bajo y se daba palmaditas en la capa, bajo la que debería haber llevado su odre. Las calles empezaron a llenarse de gente: comerciantes y oficiales, tenderos que montaban sus puestos, aprendices adormilados que sacaban las mercancías de los almacenes; los deudores, recién salidos de la cárcel de Fleet, mendigaban en grupo en el lugar que les tenían asignado; dos siervos de Abraham bailaban y cantaban como Dios los trajo al mundo, con sólo un taparrabos, y cubiertos de hollín. Uno llevaba un plato de metal con carbón encendido sobre la cabeza, y anunciaba que su compañero y él eran Gog y Magog, y que iban a Sodoma y Gomorra a castigar a los pecadores en nombre de Dios.

—¿Sabéis dónde está? —le gritó uno de ellos a Cranston—. ¿Podéis indicarnos el camino, hermano?

—Sí, bajad por el Cheapside y torced a la izquierda cuando lleguéis a los cepos —gruñó el forense—. Y ahora, ¡largaos y dejadme en paz!

Los dos siervos de Abraham se alejaron danzando.

—¡Sir John! ¡Sir John Cranston! ¡Que Dios os bendiga!

El mendigo se detuvo al ver que Cranston levantaba un puño.

—¡Ahora no, Cabeza de Ardilla! —le gritó el forense.

Cabeza de Ardilla atrapó hábilmente la moneda que le lanzó Cranston y se metió en una casa de comidas que había allí cerca. Cranston miró hacia el fondo del callejón y se puso en tensión al ver que se abría la puerta de la casa. Salió un galán tambaleándose, y la puerta se cerró de nuevo; después salieron otros: un criado que llevaba unos cubos, una joven que meneaba provocativamente las caderas. Athelstan empezaba a desesperarse, cuando de pronto volvió a abrirse la puerta y se produjo una escena sorprendente. Una anciana intentó salir corriendo a la calle; pero unos chiquillos se le engancharon a las faldas y tiraron de su capa. De pronto la anciana resbaló, y la peluca gris que llevaba se le cayó.

—¡Es el Vicario! —exclamó Cranston—. ¡Flaxwith!

El alguacil ya había soltado a Sansón, que salió corriendo como una flecha hacia la anciana y los chiquillos. El Vicario del Infierno, descubierto su disfraz, forcejeaba con los renacuajos, que zumbaban como moscas a su alrededor. Sansón le mordió un tobillo, y el Vicario gritó de dolor; luego resbaló en un charco de barro y desapareció en medio de un amasijo de cuerpos. Sansón, que pensó que ya había cumplido con su deber, le mordió el tobillo a uno de los alguaciles que había ido a ayudar. Se abrieron varias ventanas, y empezó a formarse un corro de curiosos; Cranston y Athelstan corrieron también hacia allí. Flaxwith agitaba su bastón. Sansón, atraído por los dulces aromas de la cocina de la señora Broadsheet, se coló en la casa en busca de bocados más sabrosos. Cranston desenfundó la espada, hasta que por fin logró imponer el orden.

Dos alguaciles esposaron al Vicario del Infierno, un tanto ridículo con su vestido estropeado, y con la cara cubierta de tiza blanca. De vez en cuando hacía una mueca de dolor o miraba con odio a los renacuajos.

—¡Lo hemos atrapado! —gritó uno de los enanos, saltando de alegría—. Lo vimos bajar sigilosamente la escalera, sir John, y entonces besó a la chica. ¡Nunca había visto a una dama besar de ese modo!

Cranston, ignorando al Vicario, felicitó a los renacuajos, que danzaban a su alrededor como niños, atrapando al vuelo las monedas que el forense les lanzaba. Athelstan contemplaba la escena, perplejo. Los enanos parecían niños que hubieran envejecido prematuramente, y la ropa que llevaban acentuaba esa impresión: lucían harapos de colores y unas botitas de piel, y cada uno llevaba un puñal diminuto.

—¡Sois muy listo! —gritó el Vicario.

Cranston esbozó una sonrisa.

—Era la única forma de hacerlo, señor: pedirles a los renacuajos que se colaran en la casa. Han entrado por una ventana de la parte trasera.

—Vigilamos las escaleras y los pasillos —gritó un enano—, y no nos vio nadie.

—Y si nos hubieran visto —añadió otro—, habríamos escapado y no habrían podido atraparnos.

—Hemos entrado esta mañana temprano. Esa casa está muy concurrida, sir John; continuamente entraban y salían muchachas, se oían pasos en las galerías, carcajadas y tintineo de copas de vino. —El jefe de los renacuajos se golpeó el muslo con el guante, levantando nubecillas de polvo.

—Pero ya habéis cumplido vuestra misión —declaró Cranston con orgullo—. Id todos al ayuntamiento y buscad al jefe de alguaciles: él también os dará algunas monedas, y provisiones. Tomad esto… —Sacó uno de los pequeños sellos que siempre llevaba en su bolsa y se lo entregó al enano—. Mostradle esto y no tendréis ningún problema.

Los enanos desaparecieron, chillando y riendo como chiquillos. Cranston chascó los dedos, y Flaxwith hizo entrar al Vicario en la taberna de la señora Broadsheet. La cortesana estaba plantada al pie de la escalera, tapándose la boca con una mano. Detrás estaban las muchachas, que contemplaban, anonadadas, al corpulento forense y a su ilustre prisionero. Empezaron a salir mozos y criados de detrás de las puertas. Cranston, encantado, se colocó en el centro de la sala.

—Una copa de vuestro mejor clarete, del mejor que tengáis.

Le llevaron el vino en un abrir y cerrar de ojos. Cranston alzó la copa y, dirigiéndose al Vicario, dijo:

—¿Cuántos años hace que intento echaros el guante, señor? ¿Tres o cuatro? Ahora iréis a Newgate, amigo mío, y después a Westminster, donde responderéis ante los jueces del rey. Vos —añadió Cranston mirando a la señora Broadsheet con una maliciosa sonrisa en los labios— y vuestros cómplices. Dar alojamiento a un malhechor constituye un grave delito.

—Ellas no sabían que yo estaba aquí —contestó el Vicario.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Athelstan, acercándose al Vicario.

—No tengo nombre, padre. En mis tiempos fui sacerdote, igual que vos; ahora soy una hoja que se deja llevar por la corriente de la vida, y que, por lo que parece, pronto desaparecerá. Interceded por mí ante sir John, padre. Estas damas no tienen nada que ver conmigo.

—¿Tampoco Clarice? —preguntó Athelstan—. William la Comadreja vino a visitarme; sé que estáis enamorado de esa joven. —Se acercó más al Vicario, y redujo la voz a un susurro—: ¿Por qué teníais tanto interés en distanciaros del asesinato de los escribanos de la Cera Verde?

El Vicario miró hacia otro lado.

—Aquí no, padre —dijo sin apenas mover sus gruesos labios—. Cada cosa a su tiempo. —Levantó la vista; tenía unos ojos chispeantes, tan infantiles que Athelstan se enterneció—. Es posible que hasta pueda arrojar algo de luz sobre el milagro de San Erconwaldo.

—¿Pero no aquí?

—No, padre. Aquí no.

Athelstan miró a Cranston por encima del hombro, y el forense dio su aprobación.

—¡Lleváoslo!

Y el Vicario del Infierno, con la cabeza muy alta, salió a la calle acompañado de los alguaciles. Cranston dio unas palmadas y llamó a la señora Broadsheet.

—Quiero hablar con Clarice.

La joven se le acercó, tímida y acongojada. Cranston le hizo una seña a Athelstan y le preguntó:

—¿Queréis interrogar a la joven?

Athelstan contempló los azules y hermosos ojos de la muchacha. Le recordaba a Cecily, la cortesana de Southwark; habría jurado que eran hermanas. La señora Broadsheet permanecía, nerviosa, junto a la joven.

—¿Os acordáis —le preguntó el fraile— de aquella noche que pasasteis con los escribanos en el Cerdo Danzarín?

Clarice asintió.

—¿Os acordáis de lo que me contasteis después, que el joven con quien habíais estado, Alcest, no abandonó vuestro lecho en toda la noche? Me mentisteis, ¿verdad?

Clarice miró por encima del hombro a la señora Broadsheet.

—¡Contestad! —bramó Cranston—. ¡Si no lo hacéis, os encerraré a todas en el Fleet!

Al oír aquel nombre, la señora Broadsheet y sus muchachas se pusieron a temblar.

—Me desperté —dijo Clarice— y vi cómo Alcest ponía algo en mi copa, así que escupí la bebida al suelo e hice ver que dormía. Alcest se vistió deprisa y me dejó; salió por una ventana. Nuestra cámara estaba en la parte trasera del Cerdo Danzarín, y Alcest bajó a la calle trepando por la pared. Debió de estar fuera una hora y media aproximadamente, y luego regresó a mi lado. Eso es lo único que sé.

—Y también es lo único que necesitamos saber.

Athelstan se dirigió a sir John y dijo:

—Sir John, los jueces decidirán el destino de estas damas y esta casa; pero la joven Clarice ha sido de gran ayuda.

Cranston le devolvió la copa de vino a la señora Broadsheet y respondió:

—Ya me lo pensaré. Hablaré con el Vicario y después emitiré un juicio.

La señora Broadsheet se arrodilló y juntó las manos.

—Sir John, sé que tenéis un gran corazón. Mi casa y todo lo que hay en ella están para siempre a vuestra disposición —gimoteó.

—¡No digáis estupideces! —le espetó Cranston—. Si lady Maude os oyera, os embarcaría a todas y os enviaría al palacio del gran kan de Tartaria.

El forense miró torvamente a su alrededor y salió de la taberna con Athelstan y Flaxwith. Una vez fuera, en el callejón, Cranston le estrechó la mano al alguacil.

—¡Buen trabajo, Henry! Hemos atrapado al Vicario. La señora Broadsheet ya sabe la diferencia entre el bien y el mal, y ya podemos interrogar a maese Alcest. —Se desperezó hasta que le crujieron los músculos—. Y ahora, Henry, hacedme el favor de volver al ayuntamiento. En mi cámara hay un baúl; la llave está en un rincón, bajo la estatua de la Virgen y el Niño. Abridlo y traedme mi otro odre. —Miró a Athelstan y agregó—: ¿Adonde vamos ahora, hermano?

—A casa de maese Drayton —contestó Athelstan—. Quizá Henry podría ir con dos de sus hombres a buscar a Flinstead y a Stablegate: también ellos tienen que contestar algunas preguntas. —Miró hacia el cielo y añadió—: Pero mientras tanto, sir John, me gustaría hablar con maese Lesures.

El señor de los pergaminos estaba aún más nervioso que la vez anterior.

—¡Oh, sir John! Me he enterado de la muerte de maese Napham, y Alcest se ha refugiado en la Torre.

—Por mí puede quedarse allí todo el tiempo que quiera.

Cranston metió de un empujón al señor de los pergaminos en una estancia. Una vez dentro, Lesures, con las manos extendidas, miró suplicante al hermano Athelstan.

—Yo no he cometido ningún delito —le aseguró, pero el fraile seguía desconfiando de él.

—Vamos, maese Tibauld —dijo Athelstan—; vos sabéis más de lo que admitís saber. ¿En qué lío andaba metido maese Alcest? Y lo que es más importante, señor: ¿cómo se convirtió en el líder del grupo? —Athelstan miró fijamente a Lesures—. Para hacer el mal no es necesario cometer ningún pecado: bastan con girar la cabeza y fingir que uno no ve nada.

—Yo no sé qué hicieron —balbuceó maese Tibauld.

—Lo que más me interesa —insistió Athelstan— es saber cómo lograron que volvierais la cabeza. Podéis contestar aquí o, si lo preferís, acompañarnos a la Torre. Tenemos que ir allí a interrogar a maese Alcest; él todavía no lo sabe, así que será mejor que lo mantengamos en secreto.

Tibauld respiró hondo.

—Hace dos años —empezó— Alcest descubrió mi pequeño secreto. En Cross Street hay una casa —dijo, y miró a Cranston—, cerca del priorato de San Juan de Jerusalén; está fuera de las murallas de la ciudad. Allí uno puede beber en compañía de…

—¿De muchachos jóvenes? —preguntó Athelstan.

—Sí, hermano, por decirlo de algún modo.

—¿Y Alcest os descubrió?

—Sí, Alcest me descubrió. No me amenazó; sólo me dijo que aquél sería nuestro secreto.

—¿Y a cambio?

—A cambio, nada, hermano. —Tibauld le cogió la mano a Athelstan—. Os juro que no sé qué hicieron —dijo con voz ronca.

—Pero teníais vuestras sospechas, ¿no?

—Sí, claro. De vez en cuando, durante el día, Alcest salía de la Cancillería y se reunía con diferentes personas en varias tabernas.

—¿Cómo sabéis eso?

—Una vez lo seguí. A veces, cuando los escribanos creían que yo me había ido, escuchaba sus conversaciones; hablaban en voz baja. En una ocasión oí a Alcest y a Peslep discutiendo con Chapler, que estaba muy indignado por algo, y después se mantuvieron alejados de él. En otra ocasión, dejaron las puertas entreabiertas; yo subí sin hacer ruido. Chapler no estaba, porque tenía aquellos retortijones. Los escribanos estaban apiñados al fondo de la sala y hablaban de dinero. Me pareció que Alcest se defendía de alguna acusación.

—¿Os enterasteis de algo más?

—Me pareció que acusaban a Alcest de quedarse un dinero que no era suyo, pero creo que resolvieron el asunto.

—¿Mencionaron algún nombre?

Lesures cerró los ojos.

—¡Vamos, señor! —le animó Cranston.

—Una vez los oí hablar del Vicario.

—Y vos ya sabéis quién es el Vicario: un famoso malhechor.

Tibauld estaba pálido como la cera.

—Será mejor que lo confeséis todo —murmuró Athelstan.

—También les oí mencionar al prestamista al que asesinaron.

—¿Drayton?

—Sí, eso es. Alcest conocía a uno de sus escribientes, un tal Stablegate.