Capítulo IX

Athelstan dejó a Cranston en el Cheapside. El forense estaba cansado; se frotaba la cara y murmuraba algo sobre lady Maude y los gemelos. Se estaba haciendo tarde. Sonó la campana del mercado, y los campesinos empezaron a cargar los carros, preparándose para salir de la ciudad antes de la puesta de sol. Olía a fruta y a verdura pasada. Athelstan pidió a un chiquillo que lo acompañara a la taberna del Laúd de Plata, una posada con una pequeña caseta que dominaba el amplio patio. Athelstan entró en la taberna. El dueño, que llevaba un gran delantal de cuero, se le acercó rápidamente con una sonrisa en los labios.

—Sí, sí —dijo rascándose la calva—. La señora Alison Chapler está aquí.

Enviaron a un criado a llamarla.

—Tomaré una jarra de cerveza —dijo Athelstan—. Y si sois tan amable, me gustaría haceros algunas preguntas.

El tabernero le llevó la cerveza, pero rechazó la moneda que Athelstan le ofreció.

—No, hermano; recordadme en vuestras misas. Decidme, ¿qué queréis saber?

Athelstan le explicó lo que le había contado Alison, y el tabernero se rascó la mejilla.

—Es cierto —repuso—; la señora Alison me pidió que vigilara por si alguien venía a la taberna preguntando por ella, sobre todo si se trataba de un joven con capa y capucha, y con espuelas en las botas. Parecía muy asustada.

—Y ¿visteis a ese individuo?

—Pues sí, lo vi ayer, y otra vez esta mañana. Mi taberna tiene una ventana que da al patio, y desde allí veo a todo el que pasa por la puerta. He visto a ese joven dos veces, aunque he de reconocer que si la señora Alison no me hubiera pedido que estuviera alerta, no me habría fijado en él.

—¿Sabéis quién era, o a qué venía aquí?

El tabernero negó con la cabeza.

—La primera vez no lo mencioné, pero al verlo otra vez esta mañana, se lo he dicho a la señora Alison, y entonces ella me ha pedido que le preparara la cuenta, porque tenía que marcharse.

—Sí, he venido a buscarla —dijo Athelstan—. Va a quedarse en casa de una amiga mía, en Southwark.

El tabernero iba a preguntarle algo, pero en ese momento llegó el criado con Alison, cargados ambos con alforjas. Alison y Athelstan se despidieron del tabernero, y el muchacho los acompañó hasta el patio. Ensilló un palafrén de aspecto tranquilo, sobre el que Athelstan puso el equipaje. Athelstan asió las riendas y partieron hacia el Puente de Londres.

Hicieron la primera parte del trayecto en silencio. Alison parecía fascinada por todo lo que veía: una mujer, condenada por calumnias, de pie con la coroza; cerca de ella había dos miserables ladronzuelos con los dedos en el cepo, y con las calzas bajadas hasta los tobillos. Circulaban mendigos de toda índole, algunos auténticos y otros fraudulentos. Pasó un grupo de jinetes con cota de malla, obligando a la gente a meterse en los portales de tiendas y casas. Los seguía un joven muy elegante que llevaba un halcón encapuchado en el puño; detrás iban dos guardabosques cargados con liebres, faisanes y codornices.

—Un señor que regresa de la cacería —comentó Athelstan, mientras los jinetes se alejaban en medio de un ruidoso tintineo—. Ese hombre al que visteis —continuó—, el que llevaba espuelas y al que vieron cuando mataron a Peslep, ¿creéis que os busca?

Alison se detuvo y le acarició el hocico al palafrén, que resopló y le dio un suave empujón. La muchacha se sacó una manzana del bolsillo; el animal la vio y sacudió la cabeza. Luego siguieron caminando.

—Os he formulado una pregunta.

—No sé qué contestar —dijo Alison—. Edwin no hablaba mucho de los otros escribanos; creo que no le gustaban. Decía que Peslep era un libidinoso, y Ollerton, un glotón.

—¿Qué decía de Alcest?

—Eso es, precisamente, lo que me dio miedo, hermano. En una ocasión Edwin me dijo que Alcest era un petimetre al que le gustaba ponerse espuelas en las botas para impresionar. —Miró con sus ojos de azabache a Athelstan y agregó—: ¿Lo habéis visto con espuelas alguna vez? —Se fijó en la expresión de sorpresa de Athelstan y añadió—: Creía que Lesures o alguno de los escribanos ya os lo habría comentado.

—¿Estáis segura? —preguntó el fraile.

—Hermano, yo me limito a repetir lo que he oído.

Athelstan miró a su alrededor; al otro lado de la calle había una pequeña taberna. Le dijo a Alison que esperara fuera y entró. El tabernero, un hombre de baja estatura con el cabello áspero, lo reconoció enseguida.

—¿Tenéis sed, hermano?

—No, no… —Athelstan hizo una pausa, intentando recordar el nombre del tabernero.

—Haman.

—Ah, sí, Haman. ¿Podríais hacerme un favor? —Athelstan metió la mano en su bolsa, pero Haman rechazó la moneda que el fraile pensaba ofrecerle—. ¿Podríais ir o enviar a uno de vuestros mozos a casa de sir John Cranston? ¿Sabéis dónde vive?

El tabernero asintió.

—Decidle que busque a maese Tibauld; debe preguntarle a cuál de los escribanos le gustaba ponerse espuelas.

Haman parecía desconcertado. Athelstan le hizo repetir el mensaje, hasta que se lo aprendió de memoria; luego fue a buscar a Alison.

—¿Tan importante es ese detalle, hermano?

—Sí, lo es, pero no lo suficiente como para condenar a un hombre.

—Encontraréis al asesino, ¿verdad, hermano? Todas esas muertes… Ollerton envenenado, Peslep apuñalado en una letrina, con las calzas en los tobillos…

—Y Elflain —añadió Athelstan—. Lo han matado hoy, disparándole una flecha de ballesta.

Athelstan se santiguó, y la pareja siguió su camino. En la esquina de Lombard Street, Athelstan se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Qué ocurre, hermano?

—Nada —respondió el fraile, aunque vacilante. Al cruzar la calle para hablar con Haman, le había parecido ver a alguien detrás de él. Sacudió la cabeza.

Continuaron por un callejón que iba a parar a Gracechurch Street, desde donde se accedía al Puente de Londres. Las casas impedían el paso de la luz; era un arroyo oscuro y lleno de basura. Las fachadas estaban manchadas de excrementos que la gente lanzaba por las ventanas, y aquel hedor hizo que Athelstan recordara el albañal que había cerca de Cock Lane. El palafrén, inquieto, esquivó el cadáver hinchado de un gato. Alison sacó un ramillete de flores de su bolsa y se tapó la cara con él. Athelstan iba a pedirle disculpas por haber tomado aquel atajo cuando dos figuras salieron de un portal: iban vestidos de bandoleros; uno era bajo, y el otro alto llevaban la cara tapada con unas máscaras de cuero, y la cabeza cubierta con una capucha puntiaguda; ambos llevaban un puñal en una mano y un garrote en la otra.

Alison se paró en seco. Athelstan le dio unas palmadas en el brazo, y armándose de valor, dio un paso hacia delante.

—Soy el hermano Athelstan, párroco de San Erconwaldo, en Southwark. Esta dama y yo no llevamos dinero.

—¡No os mováis! —ordenó el más alto de los bandidos.

—¿Por qué nos detenéis? —gritó Alison.

—Callaos, mujer —dijo el más bajo.

Athelstan miró al bandido que acababa de hablar y recordó lo que le había contado Cranston.

—Sois William la Comadreja, ¿verdad? Uno de los secuaces del Vicario del Infierno.

El individuo se echó hacia atrás, como si Athelstan lo hubiera abofeteado. El otro, desconcertado, tosía y murmuraba detrás de la máscara.

—A sir John no le va a gustar enterarse —prosiguió Athelstan, al tiempo que daba otro paso hacia delante— de que William la Comadreja ha osado asaltar a su secretario y amigo.

—No hemos venido a robaros —aclaró el bajito.

Athelstan sonrió; aquellos dos bandidos de poca monta no eran tan peligrosos como aparentaban.

—Entonces, ¿a qué habéis venido? —le espetó—. ¿Cómo os atrevéis a asaltar a un sacerdote y a una joven dama que no os han hecho ningún daño?

—¡Hemos venido a transmitiros un mensaje del Vicario del Infierno para Sir John!

—¿Qué mensaje?

—El Vicario del Infierno está muy enfadado; tiene un romance con la joven Clarice, y no le gusta que sir John tenga vigilada la casa de la señora Broadsheet todo el día. Será mejor que sir John se ande con cuidado.

—Se lo diré —respondió Athelstan—. Pero como ya sabéis, sir John no se deja intimidar fácilmente.

—Tenemos otros mensajes —añadió la Comadreja, con un deje de desesperación en la voz.

—Pues será mejor que os deis prisa, porque no tengo intención de quedarme todo el día en este apestoso callejón.

—Decidle al señor forense que el Vicario del Infierno le envía sus saludos, y que quiere que sepa que él no ha tenido nada que ver con las muertes de los escribanos de la Cera Verde.

Athelstan suspiró. ¡Sir John tenía razón! Había alguna relación entre el Vicario del Infierno y aquellos escribanos. Ahora, el más famoso delincuente de Londres intentaba distanciarse de aquellos espantosos asesinatos.

Los dos individuos desaparecieron, y Athelstan volvió junto a Alison y le dio unas palmaditas en el hombro. Se alegró de ver que aquel incidente no había alterado excesivamente a la joven.

—No os asustáis fácilmente, ¿verdad?

—No, hermano.

Siguieron andando hacia el Puente de Londres. Los guardias ya estaban ocupando sus puestos, y charlaban con Robert Burdon, el guarda del Puente. Burdon estaba peinando tres cabezas cortadas que había sobre una mesa, antes de colocarlas en las picas.

—Me gustan las cosas limpias y ordenadas —gritó al ver pasar a Athelstan. El fraile hizo la señal de la cruz y pasó de largo.

En medio del puente, Alison se detuvo y miró hacia la pequeña capilla dedicada a santo Tomás Becket. Se le llenaron los ojos de lágrimas, y se mordió el labio.

—Ojalá yo hubiera estado allí con él, hermano.

Athelstan intentó animarla hablando con ella. Entraron en Southwark, que empezaba a cobrar vida ahora que se ponía el sol, y donde los vendedores montaban su mercado nocturno. Uno de los comerciantes llamó al fraile.

—Compradme algo, hermano Athelstan. Agujas, alfileres, un trozo de tela… ¿No os interesa una brida nueva para vuestro caballo?

—Tengo prisa —respondió Athelstan.

—Ah, claro. Todo el mundo se ha enterado del gran milagro de San Erconwaldo; yo también he ido a ver la cruz. Decid a vuestros feligreses que vendo cosas muy bonitas a muy buen precio.

—Nada de lo que vende le pertenece —murmuró Athelstan mientras seguía adelante—. No es que sean ladrones, señora Alison. Como dice sir John Cranston, lo que pasa es que les cuesta distinguir entre lo que es suyo y lo que es de otros.

Mientras Alison y Athelstan avanzaban por los callejones de Southwark, Thomas Napham, escribano de la Cancillería de la Cera Verde, también se dirigía hacia su casa. Napham estaba muy nervioso. No se fiaba de Alcest, pero se daba cuenta de que corría peligro. Aquel fraile del que se habían reído era más listo que el hambre, y alguien estaba matando a sus colegas, al tiempo que insinuaba que sabía qué delito habían cometido. Napham había cedido ante la insistencia de Alcest; saldría de la Cancillería, recogería algunos objetos personales y bajaría a la Torre. Allí estaría a salvo, y no pensaba abandonar la fortaleza hasta que atraparan al asesino. Se paró en el portal de su casa y escrutó la penumbra. ¿Había alguien dentro? Se abrió una puerta al fondo del pasillo, y apareció otro inquilino, un oficial que había sido aprendiz de un sastre del Cheapside.

—¿Habéis estado aquí todo el día? —le preguntó Napham.

—Sí, trabajando en las cuentas de mi patrón. ¿Por qué?

—¿Ha venido alguien preguntando por mí?

—Que yo sepa, no ha venido nadie, pero yo soy un oficial, y no el portero de esta casa.

Napham abrió la puerta de su habitación y asomó la cabeza, pero no vio el trozo de pergamino clavado en la pared, encima de la puerta. Se detuvo y saboreó el dulce olor que salía de los tarros de hierbas distribuidos por la estancia.

—No hay nada que temer —susurró.

La puerta estaba cerrada con llave, lo cual significaba que no la habían forzado. Napham entró en la oscura habitación, sacó su yesca y encendió la vela que había encima de la mesa. El viento azotó los postigos de la ventana, y Napham se quedó inmóvil. ¡Aquella mañana, antes de marcharse, la había dejado cerrada! Levantó la vela, pero no vio nada raro: el estante donde tenía sus libros, los pequeños cofres, los pergaminos que había encima de la mesilla de noche… Todo seguía tal como él lo había dejado. Fue hacia la ventana para abrir los postigos y dejar que entrara un poco de luz, y entonces tropezó con algo duro. Oyó un chasquido, y a continuación sintió un intenso dolor en el pie derecho. Napham gritó. El dolor se le extendió por toda la pierna. El escribano cayó al suelo, y la vela encendida que llevaba en la mano salió rodando. En lugar de apagarse, la llama se avivó al prenderse los juntos secos del suelo. Al principio, Napham no le dio importancia al fuego, porque el dolor que sentía en el pie era insoportable. Se incorporó como pudo y vio que un enorme cepo oculto entre los juncos le había atravesado la bota y se le había clavado en el pie, de donde salía un chorro de sangre.

Napham gritó pidiendo ayuda, miró hacia atrás y se asustó aún más al ver cómo ardían los juncos. Pronto prendió la tela del cubrecama. Entre jadeos y sollozos, Napham intentó arrastrarse hasta la puerta para protegerse del fuego. Consiguió avanzar un poco, pero el dolor era demasiado intenso, y se desmayó cuando las llamas alcanzaban la tela de la pequeña cama con dosel, con lo que se avivaron hasta alcanzar el techo.

Athelstan estaba sentado en la cocina de la casa parroquial. Aunque los últimos rayos de sol entraban por la ventana abierta, el fraile estaba furioso por lo que había visto en el cementerio. Buenaventura, sentado encima de la mesa, contemplaba a su amo con su ojo bueno. El gato estaba inmóvil, como si intuyera que algo andaba mal. Athelstan sonrió y le acarició las raídas orejas al minino.

—Contra ti no tengo nada, gato —murmuró—. ¡Pero tendrías que haber visto al idiota de Watkin! Se paseaba arriba y abajo con una olla en la cabeza y una cuchara en la mano, vigilando la entrada del cementerio. ¡Y los demás! Tab, Pike, Pernell, y hasta Raúl, organizando a los curiosos que ahora acuden en tropel a San Erconwaldo para rezar ante el crucifijo milagroso.

Athelstan se levantó y empezó a dar vueltas por la cocina. Buenaventura lo siguió solemnemente.

—No puede ser —murmuró el fraile—. ¡Los crucifijos no sangran!

Athelstan se paró en seco, y el enorme gato estuvo a punto de chocar contra las piernas del fraile. Estaba pasando algo. Watkin estaba violento, y Pike y los demás gritaban reivindicando sus derechos. Athelstan vio que la figura de Jesucristo había vuelto a sangrar, y la sangre relucía iluminada por las numerosas velas que habían colocado bajo la cruz.

Athelstan miró a su gato y dijo:

—¿Y si no ha sido un milagro. Buenaventura?

El gato parpadeó y bostezó.

—¡Exacto! —prosiguió Athelstan—. ¡En Southwark no se producen milagros!

—¡En Belén se produjeron!

Athelstan se dio la vuelta. Había otro dominico en el umbral, oculto en la penumbra.

—¡Hermano Niall!

El lugarteniente y mensajero del padre prior entró en la cocina. Athelstan y su viejo amigo se abrazaron y se dieron el beso de la paz. Athelstan miró al fraile de cutis pálido, ojos verdes y una mata de cabello rojizo.

—Bienvenido a San Erconwaldo, hermano Niall. Pax tecum.

Et cum spirito tuo.

—¿Queréis un poco de vino, hermano?

El dominico aceptó la invitación.

¿Tenéis un poco de pan y un poco de queso? —dijo Niall mientras Athelstan entraba en la despensa—. Había decidido ayunar, pero estoy agotado del viaje. El Señor es misericordioso y lo entenderá.

—No sólo de pan vive el hombre, hermano —replicó Athelstan.

—Por eso os he pedido también el queso —contestó Niall.

Athelstan salió de la despensa con comida y bebida para ambos, y con un cuenco de leche. Si no le daba algo a Buenaventura para distraerlo, el gato intentaría quitarle la comida de la boca a su invitado.

Se sentaron a la mesa. El hermano Niall sacó un pequeño cuchillo, cortó un pedazo de queso y se lo metió en la boca. Miró alrededor y dijo:

—La casa está limpia y huele muy bien, Athelstan. El pan y el queso están frescos y sabrosos.

Athelstan se encogió de hombros y repuso:

—Los Evangelios no dicen que haya que ser sucio para ser santo.

Niall rió, tapándose la boca con la mano.

—Siempre habéis sido muy rápido, Athelstan. —Su semblante adoptó una expresión más seria, y Niall agregó—: Vengo del cementerio; he visto el crucifijo.

—No tengo nada que ver con ese lamentable espectáculo —afirmó Athelstan—. ¡Y no me digáis que habéis venido aquí en peregrinaje!

Niall negó con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo lleváis en Southwark, hermano?

—Casi tres años.

—Athelstan, Athelstan —dijo Niall sacudiendo la cabeza—. Erais uno de los mejores alumnos de las escuelas, famoso por vuestra afición a las matemáticas y las ciencias. Y entonces…

—Y entonces —le interrumpió Athelstan— lo estropeé todo tres años antes de tomar los votos definitivos, marchándome a la guerra con mi hermano Francis.

—¿Por qué lo hicisteis?

—Mi hermano y yo siempre estuvimos muy unidos —Athelstan entrecerró los ojos—; éramos como dos gotas de agua, Niall. Sí, él era muy alegre, una fuente de energía y felicidad que se contagiaban. Mi hermano no quería matar; se veía como un caballero errante. Me pidió que lo acompañara; era la última oportunidad que teníamos, antes de que yo me hiciera dominico, de compartir algo, y de volver convertidos en héroes. Por eso me fui con él. —Athelstan hizo un esfuerzo para que no seje quebrara la voz—. Mataron a mi hermano, y yo conocí la gloria de la guerra: cuerpos desmembrados, viudas y huérfanos. Cometí un gran pecado ante Dios y ante mis padres. A mis padres les destrocé el corazón, y violé las reglas de santo Domingo. Regresé a Blackfriars, hice los votos y pasé tres años limpiando letrinas, cocinas y pasillos.

—Sí, eso ya lo sé —dijo Niall. Athelstan estaba a punto de romper a llorar.

—Entonces el padre prior me envió aquí, a trabajar entre los pobres. Yo me enamoré de estas gentes tan normales, que llevaban una vida tan extraordinaria. No saben leer ni escribir, los maltratan y se aprovechan de ellos; pero tienen una alegría y un valor que yo desconocía. —Athelstan cerró los ojos—. Y a veces se comportan como estúpidos. ¡Sólo Dios sabe qué hay detrás de esa farsa que han organizado!

—¿Y Cranston?

—Sir John es como mi hermano. Un forense gordinflón, ordinario y cascarrabias; pero valiente como el que más, e inocente como un chiquillo. Es un buen padre, un buen esposo, un hombre muy íntegro. Le gusta comer y beber, aunque no encierra ni una pizca de malicia. Pero decidme, ¿por qué os ha enviado el padre prior?

—Opina que ya lleváis mucho tiempo aquí. En nuestra casa de Oxford necesitan un maestro de ciencias naturales, un hombre con vuestra lógica y vuestro amor a los estudios…

—¡Tonterías! —replicó Athelstan—. Es el regente, ¿verdad? Juan de Gante, duque de Lancaster. No le caigo bien desde que investigué la muerte de aquellos caballeros de los condados rurales. Él sabe que no se me escapan sus sutiles estrategias y sus astutas tretas.

—Su alteza os admira mucho —le contradijo Niall al tiempo que dejaba el cuchillo encima de la mesa—. Pero no puedo mentiros, hermano: os tiene miedo. Os teme por vuestra perspicacia, pero sobre todo por lo mucho que os aman y os respetan aquí, en Southwark. El verano llega a su fin; se acerca el otoño, y pronto empezarán las cosechas. En los condados rurales, los campesinos se reúnen y conspiran. Gante teme que se produzca un levantamiento. Que envíen un ejército a Londres. ¡No quiere que ningún fraile agite a las gentes de Southwark!

—¡Yo jamás haría eso!

—Ya lo sé, y el padre prior también lo sabe; pero Juan de Gante no. —Niall se levantó y se sacudió las migas de la túnica—. El padre prior quiere trasladaros, y ese asunto del cementerio podría ser el pretexto que necesita.

Athelstan suspiró y se puso en pie.

—Pues decidle al padre prior —declaró— que soy un fiel hijo de la Orden. Haré lo que él me ordene, pero si me traslada me sentiré muy desgraciado, por tercera vez en mi vida. Así que interceded por mí, Niall.

Los frailes se abrazaron; Niall abrió la puerta y salió afuera, donde ya estaba oscureciendo. Athelstan se sentó a la mesa, se tapó el rostro con las manos y lloró en silencio. Al cabo de un rato se secó las lágrimas y respiró hondo.

—Voy a beberme un vaso de vino —le dijo a Buenaventura; pero el gato, que estaba ocupado acabándose los restos de pan y queso del plato de Niall, se limitó a sacudir ligeramente la cola. Athelstan se sirvió un vaso de vino y se sentó. Sabía que no conseguiría conciliar el sueño.

Dejó el vaso de vino en la mesa y lo apartó. Conocía los peligros del vino: muchos sacerdotes se aficionaban a la bebida hasta que el diablo se apoderaba de su alma. Cogió un trozo de pergamino y la bolsa donde guardaba los utensilios para escribir, y puso el tintero encima de la mesa.

Se concentró en los acontecimientos del día. Hizo un boceto de la puerta de la contaduría de Drayton e intentó imaginarse cómo habían asesinado a aquel desgraciado y cómo le habían robado la plata. A lo mejor, si él encontraba la plata del regente, Juan de Gante accedería a hablar con el padre prior. ¿Cómo habían podido matar a aquel hombre en una cámara cerrada a cal y canto? Recordó aquellos pernos de hierro de la puerta y a los dos escribientes, Flinstead y Stablegate. ¿Eran ellos dos los culpables? ¿O lo era uno solo? Si el asesino era sólo uno… Athelstan cerró los ojos y se concentró. Tan difícil era cometer aquel crimen solo que con ayuda de otra persona. Athelstan se quedó mirando la puerta de la cocina.

«Imagínate que eres Drayton» —pensó—. Nadie podría entrar aquí a menos que yo mismo abriera la puerta. Imagínate que alguien sale de la cocina. Tengo una flecha de ballesta clavada en el pecho, o sea que no tengo fuerzas para cerrar la puerta. ¿Para qué iba a gastar tanta energía cerrando la puerta de la cuadra si el caballo ya ha salido? Estiró el brazo para acariciar a Buenaventura.

—Ahora que lo pienso, debo ir a visitar a nuestro buen amigo Philomel —dijo. Y siguió pensando: ¿uno o dos asesinos? ¿Era relevante ese detalle? Sonrió y dio una fuerte palmada que sobresaltó a Buenaventura.

—¡Claro que sí! —gritó el fraile—. Tenían que ser dos. ¡Sólo así podían hacerlo!

¿Y la casa? ¿Cómo se las ingeniaron para salir de ella? Athelstan se frotó la cara: era un truco antiquísimo. Llevaron al pobre Flaxwith hasta una ventana que estaba cerrada. ¡Eso no significaba que en el momento en que los alguaciles entraron en la casa todas las otras ventanas estuvieran también cerradas! Athelstan cogió el vaso de vino y bebió un sorbo. Dejó la pluma y se quedó contemplando el vaso. ¿Y la muerte de Chapler? ¿Y las de los otros escribanos de la Cera Verde? Athelstan estaba convencido de que Alcest estaba implicado en aquellos crímenes. ¿Era él el joven de las espuelas? Le habría resultado muy fácil seguir a Peslep hasta aquella taberna. Athelstan se mordió el labio. En el asesinato de Peslep había un detalle… Algo que Athelstan había oído decir. Pero ¿qué?

El dominico llegó a la conclusión de que Alcest pudo poner el veneno en la copa de Ollerton; sabía adonde iba Elflain todos los miércoles, y había visitado a Drayton poco antes de que el prestamista apareciera muerto. Pero Alcest, según los testigos, había pasado toda la noche en la cama con una prostituta. ¿Era eso cierto? ¿Decía Clarice la verdad? ¿Y el Vicario del Infierno? ¿Por qué le interesaba tanto convencer a sir John de que él no tenía nada que ver con la muerte de los escribanos de la Cera Verde? ¿Tan importante era como para que le enviara a William la Comadreja como mensajero? Por último estaba Lesures, el señor de los pergaminos; estaba muerto de miedo. ¿Era culpable? ¿Qué pretendía ocultar?

Athelstan volvió a coger la pluma. «Alcest y Clarice», escribió, y subrayó los nombres. Si conseguía desmontar la coartada de Alcest, todas las piezas del rompecabezas encajarían. Athelstan se desperezó, y entonces lo sobresaltaron unos golpes en la puerta.

—¡Fuera de aquí, Watkin! —gritó—. Mañana tengo que decir misa, y después me iré a ver a sir John.

La puerta se abrió, y Benedicta, pálida como la cera, entró seguida de Alison, igual de pálida.

—¿Qué ocurre? —preguntó el fraile—. Pasad y sentaos. ¿Queréis un poco de vino?

Las mujeres negaron con la cabeza.

—Estábamos en mi casa —explicó Benedicta, desabrochándose la capa—, Alison había subido a acostarse.

—Sí —dijo Athelstan sonriendo—. Os vi marchar antes de pelearme con Watkin.

—Yo estaba sentada en el salón —prosiguió la mujer. Cogió la copa de vino de Athelstan y bebió un sorbo—. Oí un ruido en el callejón que hay junto a mi casa.

—¿Qué queréis decir? ¿Qué clase de ruido?

—Estaba bordando, pero a decir verdad, no dejaba de pensar en Watkin y su cruz milagrosa. Al principio no me di cuenta, pero después oí un tintineo parecido al de unas espuelas. Me asomé por la ventana; fuera estaba oscuro, y el callejón parecía vacío. «¿Quién anda ahí?», grité, pero no me contestó nadie. Cerré los postigos y volví a mi bordado. Unos minutos más tarde, oí de nuevo aquel tintineo. Llamé a Alison para ver si estaba bien, y me contestó que sí. —Benedicta respiró hondo—. Reconozco que tenía miedo, así que… —Posó la mirada en la mesa—. Athelstan, ¿habéis tenido visita?

—Ah, sí, ha venido un mensajero. —Athelstan apartó el plato—. Pero seguid, me interesa mucho lo que me estáis contando.

—Subí al piso de arriba y le pregunté a Alison si había oído algo.

—Yo también lo oí —terció Alison—. Pensé que eran imaginaciones mías. Le dije a Benedicta que no saliera a la calle, pero ella me propuso que saliéramos juntas.

—Bajamos por la escalera —prosiguió Benedicta. Sacó un trozo de pergamino del puño de la manga y se lo entregó a Athelstan.

—«La última —leyó el fraile— es la que está detrás de todo; a la primera y última siempre la encontraréis en el corazón del ave».

—¿Qué significa? —preguntó Benedicta.

—Estamos buscando a un asesino —contestó Athelstan—, alguien que mata y siempre deja un acertijo junto al cadáver de su víctima. Pero por primera vez —Athelstan esbozó una sonrisa— hemos encontrado el acertijo antes de que se haya cometido el crimen. —Hizo una pausa—. No, eso no es cierto. Junto al cadáver de Chapler no se encontró ningún acertijo. En fin —prosiguió—. Sabemos que los otros acertijos dan la inicial del apellido de cada uno de los escribanos asesinados. Sin embargo, este último parece diferente. ¿Puedo quedármelo?

Benedicta asintió.

—¿Pensáis volver a casa?

—Sí, claro —contestó Benedicta—. He hablado con Watkin; le ha pedido a Bladdersniff, el alguacil, y a dos amigos suyos que vigilen mi puerta.

—Ah, sí —dijo Athelstan—. Sir Watkin, el caballero de la cuchara de palo. ¿Seguro que no queréis quedaros un rato más? —preguntó.

Las mujeres se excusaron y se marcharon.

Athelstan se puso a analizar el acertijo.

—La última —murmuró—. ¿Qué es el corazón de un ave? —Se mordió el labio—. La v es la letra central de «ave»… —Athelstan reflexionó unos instantes. La v era la primera y última. ¡El asesino estaba revelando su móvil: venganza!