Capítulo VIII

Cuando sir John Cranston salió de Blackfriars tenía el estómago lleno de pastel de capón; pero estaba absolutamente desconcertado por lo que había leído en la biblioteca. Cuando Athelstan y él llegaron a Ludgate, el forense se quitó el gorro de castor y sacudió la cabeza.

—He visto muchos crímenes en esta ciudad, hermano —declaró—, y sé lo fácil que resulta embaucar a la gente. Pero lo que he leído ahí dentro está muy por encima de la comprensión humana: un cáliz que milagrosamente se llena de vino, estatuas que lloran y se mueven. Un trozo de tela con el que presuntamente le secaron la cara a Jesús aparece, de pronto, manchado de sangre; una roca en la que Jesús se sentó brilla en la oscuridad; la paja del pesebre de Belén desprende un perfume celestial… —Soltó una carcajada—. ¡Por no hablar de las personas! ¿De verdad había un individuo en Salisbury que se vestía con pieles de cabra, comía hormigas y miel y se hacía pasar por Juan Bautista?

—Sí —confirmó Athelstan—. La mente humana es una maravilla, sir John; a la gente le gusta creer en algo. Entrad en cualquier iglesia importante: conozco al menos diez que afirman guardar el brazo de san Sebastián, y cinco que guardan la aleta dorsal de la ballena que se tragó a Jonás. —La sonrisa de Athelstan se desdibujó—. Pero en ninguna hay un crucifijo que sangra.

—¿Creéis que podría ser real? —preguntó el forense.

—Me encantaría creerlo, sir John, os lo aseguro. Yo no soy distinto del resto de los mortales. Tengo ansias de señales y prodigios, como todos; aunque hay algo… —Athelstan se mordió el labio—. No me fío de Watkin, ni de Pike. Pero hablando de trucos, maese Flaxwith y Laveck deben de haber llegado ya a casa de Drayton; siento curiosidad por saber si han averiguado algo.

Se abrieron paso entre el gentío; Cranston, que después del pastel de carne se había puesto de muy buen humor, saludaba quitándose el gorro a las damas de la ciudad, y les devolvía los cumplidos. Cuando llegaron a casa de Drayton, Laveck, el carpintero, un hombre moreno de escasa estatura, había adelantado mucho su trabajo. Había abierto la madera de la puerta y había retirado varias hileras de pernos. Flaxwith estaba sentado en un rincón, con una mano apoyada en el vigilante Sansón, que al ver a Cranston se relamió y empezó a gruñir.

—Controla a tu perro —dijo el forense—. Decidnos, maese Laveck, ¿qué habéis descubierto?

—De momento nada, sir John; las bisagras son fuertes, y las cerraduras y las llaves son buenas. —El carpintero miró sonriente al juez y añadió—: Maese Flaxwith me lo ha contado todo. Yo conocía a Drayton: era un avaro asqueroso.

—Sí, eso ya lo sé —repuso el forense—. Pero ¿qué habéis encontrado?

—Nada del otro mundo, sir John. —Laveck cogió uno de los enormes pernos de hierro—. Éste estaba sujeto a la puerta mediante una tuerca situada en la parte interna de la puerta; pues bien, alguien había aflojado el perno.

—¿Aflojado? —Cranston lanzó una mirada amenazadora a Flaxwith—. ¿No se suponía que habíais examinado ya la puerta?

—No, no; dejad que os lo explique —terció Laveck. No quería molestar al alguacil, quien le había asegurado que le pagarían bien por aquel trabajo—. Cuando construyeron esta puerta, el carpintero hizo unos agujeros en la madera, y después introdujo por ellos estos grandes pernos de hierro, con el tachón hacia fuera. Se sujetan mediante una tuerca en la parte interna de la puerta.

—¿Para qué sirven? —preguntó Athelstan—. Los he visto en muchas cámaras acorazadas —añadió sonriendo a Laveck—, pero no sé cuál es su utilidad.

—Si alguien intenta forzar la puerta, hermano, estos pernos de hierro, con salida por la parte exterior, absorben la fuerza y protegen la madera de los golpes. Es muy difícil extraerlos, pero en este caso alguien ha sacado uno; aquí, en la segunda hilera debajo de la rejilla. Deduzco que lo que ha pasado es esto. —Laveck se hizo a un lado para que los demás pudieran ver la puerta entera—. Alguien aflojó la tuerca de la parte interna y extrajo el perno. —Laveck les mostró uno de los pernos de hierro—. Mirad, sir John: está limpio como una patena. Eso quiere decir que lo han sacado, lo han pulido y lo han engrasado. Este otro, en cambio —dijo cogiendo otro perno—, está mucho más oscuro. Me imagino que alguien sacó un perno, lo engrasó y volvió a colocarlo en su sitio. —Se encogió de hombros y agregó—: ¿Os sirve eso de ayuda? —Cogió la tuerca—. Esta pieza era la que lo sujetaba por dentro. Mirad —dijo mostrándosela—. También la han engrasado. ¡El que lo hizo era muy hábil!

—¿Algo más? —preguntó Cranston.

Laveck negó con la cabeza y dijo:

—¿Queréis que lo ponga de nuevo en su sitio?

—Sí, sí —respondió Cranston, mirando por encima del hombro a Athelstan, que se había quedado absorto—. ¿Hay algo más, hermano? —le preguntó.

Athelstan se disponía a contestar al forense cuando se oyeron unos golpes en la escalera, y sir Lionel Havant apareció en el pasillo.

—¿Ya habéis recuperado la plata del regente, sir John?

—¡No, maldita sea! Pero no habéis venido sólo para hacerme esa pregunta, ¿verdad que no?

—No, sir John. —El joven caballero se golpeó el muslo con los guantes de piel—. Ahora, a su alteza el regente le preocupan más sus escribanos de la Cancillería de la Cera Verde: han matado a otro delante de la casa de la señora Broadsheet; tenía una flecha de ballesta clavada en el corazón. Según el portero de la casa, no había nadie en la calle. Elflain murió en el acto; intentó decir algo, pero de su boca sólo salió un chorro de sangre. Como comprenderéis, el regente está nervioso…

—Por supuesto —repuso sir John.

—Ah —dijo Havant, y le entregó a sir John un sucio trozo de pergamino—. Cerca del cadáver han encontrado esto.

Cranston desenrolló el pergamino, lo leyó y se lo pasó a Athelstan.

—«La tercera es como el día» —leyó el fraile.

—¿Qué significa? —preguntó Havant.

—Eso sólo Dios lo sabe.

—Bueno —replicó el caballero—, vos sabéis tanto como yo. Han matado a Elflain y han dejado un acertijo junto a su cadáver. El regente ha perdido a otro escribano, además de su plata; por lo que no está de muy buen humor, sir John.

—En ese caso, lo mejor será que le digáis a su alteza que por lo menos tenemos algo en común —contestó Cranston.

Havant se marchó de la contaduría.

Athelstan le dijo a Laveck que pusiera los pernos en su sitio, y después se reunió con sir John en el pasillo.

—Cuatro escribanos muertos —murmuró Cranston—. Y junto a todos los cadáveres, un acertijo. «La tercera es como el día». —Hizo una pausa—. Qué raro, ¿no, Athelstan?

—¿Qué es lo que os parece raro, sir John?

—Veamos; han asesinado a cuatro escribanos: Chapler, Peslep, Ollerton y ahora Elflain. Sin embargo, el asesino no dejó ningún acertijo junto al cadáver del pobre Chapler; y, al parecer, el asesino considera que Elflain es su tercera víctima, y no la cuarta.

Athelstan le pellizcó la mejilla al forense.

—¡Qué perspicacia, sir John! Los gemelos deberían enorgullecerse de su padre.

Sir John, halagado, esbozó una sonrisa; pero ésta se desvaneció rápidamente.

—¿Por qué os emocionáis tanto, hermano?

—Porque tenéis razón, sir John: el asesino establece una diferencia entre los asesinatos de Peslep, Ollerton y Elflain y el de su primera víctima, Chapler. —Athelstan se sentó al pie de la escalera y apoyó la barbilla en una mano—. ¿Creéis que esos escribanos de la Cera Verde podrían estar implicados en algún delito, sir John?

—¿Como cuál?

—Falsificación, robo, chantaje…

Cranston se rascó la barbilla.

—Ellos se dedican a redactar cartas y licencias, hermano. Maese Lesures es quien guarda el sello de la Cancillería, y dudo mucho que él pudiera estar implicado en esa clase de delitos.

—¿Podrían falsificar los escribanos un sello?

Cranston arqueó las cejas y respondió:

—No sería el primer caso, hermano. Deberíamos volver a la Cancillería.

—Sería en vano. —Athelstan se dio unos golpecitos en la sandalia—. Estoy convencido de que maese Alcest y maese Napham tendrán buenas coartadas, y me apuesto una jarra de vino a que todos sabían que Elflain solía ir a casa de la señora Broadsheet un día determinado de la semana, a una determinada hora. Sí, sería una pérdida de tiempo. Me interesan más los acertijos. —Athelstan cerró los ojos—. «La primera es el origen del viaje hacia el infierno» —recitó—. «La segunda es el centro del desasosiego y la base del horror». «La tercera es como el día». —Levantó la cabeza y miró a Cranston—. ¿Qué es el centro del desasosiego, sir John?

—Ni idea —confesó el forense.

Athelstan sonrió y dijo:

—«El centro del desasosiego». ¿No se referirá a la palabra en sí? ¡Por supuesto! —El fraile se puso en pie—. El centro de la palabra «desasosiego» es la letra o, y sin ella no existiría la palabra «horror». Veamos, eso decía el acertijo que encontraron junto al cadáver de Ollerton. Y ¿qué es el día, sir John?

—El final… —balbuceó el forense—. El final de la noche.

—Y «noche» acaba en e, la inicial de Elflain. El acertijo correspondiente a Peslep es el más difícil. «La primera es el origen del viaje hacia el infierno». ¿Qué empieza por p, sir John? —Athelstan, completamente concentrado, empezó a caminar arriba y abajo—. «El viaje hacia el infierno» —repitió—. Es indudable que el acertijo se refiere a la letra p, la inicial de Peslep. —Hizo una pausa—. Eso es, sir John: el origen del viaje hacia el infierno es el pecado, que también empieza por p. Pero ¿por qué esas letras? Al parecer, a esos escribanos los han asesinado de acuerdo con una secuencia: P, O, E.

¿Poe? Esa palabra no existe —razonó Cranston.

—Ah, pero todavía no hemos terminado, ¿verdad, sir John? Quedan Napham y Alcest. Si añadimos una n y una a, ¿qué obtenemos? La palabra poena, que en latín significa «castigo».

—¡Castigo! —exclamó Cranston—. El asesino está jugando con sus víctimas. La inicial de cada uno de sus nombres está oculta en esos acertijos, y con ellos el asesino declara que está infligiendo un castigo. Pero ¿por qué?

—Lo que está claro —dijo el fraile— es que el asesino considera que los escribanos son culpables de algo, pero, como decís, ¿culpables de qué? Y quedan otros dos interrogantes: ¿por qué no se menciona el nombre de Chapler? Él trabajaba con los otros escribanos. ¿Acaso él era inocente?

—¿Cómo sabemos que Chapler ha muerto? —preguntó el forense.

—Vamos, sir John, no digáis tonterías.

—No es ninguna tontería —se defendió Cranston—. Rescataron el cadáver de un joven del Támesis, pero la única prueba que tenemos de su identidad son las credenciales que encontraron en su bolsa.

—Pero Alison, su hermana, también vio el cadáver e identificó a su hermano.

—No —dijo Cranston sacudiendo la cabeza y apoyándose en la pared—. ¿Y si Chapler no estuviera muerto? Conocía los hábitos y las costumbres de sus compañeros y sabía que les gustaban las adivinanzas. Quizá su hermana y él estén llevando a cabo su venganza particular, aunque Dios sabe por qué motivo.

—Es imposible —murmuró Athelstan—. Alison no estaba en Londres cuando mataron a Peslep, y cuando mataron a Ollerton estaba en Southwark. Sabemos que Havant vio el cadáver de Chapler, y que el pobre escribano fue visto con vida por última vez cerca del lugar donde lo mataron.

Athelstan miró hacia el otro extremo del pasillo, donde Flaxwith seguía hablando con Laveck, el carpintero.

—Es como cualquier jeroglífico, ¿no, sir John? —continuó—. Hay muchas respuestas, pero sólo una es correcta. Quizá me equivoque con los acertijos. Es muy posible que Chapler esté vivo. Además, no debemos descartar a maese Lesures: él debe de saber lo que pasa en su Cancillería. Y todavía queda otro cabo suelto: vuestro amigo, el Vicario del Infierno, quien por lo visto está muy informado acerca de nuestros queridos escribanos. Quizá tenga una cuenta pendiente con alguien, y él sabe moverse por la ciudad como un fuego fatuo. Y por último… —Athelstan hizo una pausa, y se limpió el polvo de la sandalia.

—¿Qué, hermano?

—No debemos precipitarnos; hay otros, además de Lesures, a los que no debemos olvidar. Sobre todo Napham y maese Alcest. ¿Cómo podemos estar seguros de que ninguno de los dos es el asesino? ¿Estaban peleados los escribanos? Es posible que a Peslep la riqueza le venga de familia, pero el resto de esos jóvenes también manejaba mucho dinero.

—En ese caso, una visita a la Cancillería de la Cera Verde no sería mala idea, ¿no os parece? —sugirió Cranston.

—Creo que podría resultar muy fructífera, sir John.

—¿Y lo de Drayton?

—Bueno, ya han retirado el cadáver de su esposa, y Maese Laveck nos ha contado todo lo que sabe sobre esa puerta. Sin embargo —dijo Athelstan mirando alrededor—, ¿es eso suficiente para acusar a los escribientes? ¿Cómo mataron a Drayton? Es posible que días antes de asesinarlo distrajeran a Drayton y aflojaran uno de esos pernos. Pero ¿cómo mataron a su patrón, y cómo lograron entrar y salir de la casa sin dejar ninguna puerta ni ninguna ventana abierta? —Athelstan cogió su bolsa y dijo—: Se hace tarde, sir John; vayamos a ver a maese Lesures y a sus escribanos. Después he de volver a Southwark a ver si han ocurrido más milagros.

Salieron de la casa y casi tropezaron con Alison. La joven respiraba entrecortadamente, y se quedó un momento quieta, con las manos sobre el pecho, jadeando.

—Sir John, hermano Athelstan —dijo esbozando una sonrisa—; lo siento. He ido a preguntar al ayuntamiento, y me han dicho que ibais a reuniros con vuestro alguacil aquí.

—Así es. Pero ¿qué ocurre, buena mujer?

—Nada, sólo quería deciros que me marcho de Londres, sir John. —Lo besó en las mejillas, y luego besó también a Athelstan—. No quería irme sin despedirme de vos, y quiero ponerme en camino antes de que anochezca. ¡Ah! —exclamó de pronto—. Hermano Athelstan, he tenido que volver a casa de Benedicta, porque me había olvidado una cosa allí. Vuestro crucifijo sigue sangrando, y ha ido mucha gente a verlo.

Athelstan cerró los ojos y soltó un gruñido.

—Pero Benedicta me ha dado un mensaje para vos: dice que Watkin lo tiene todo controlado. Y ahora, debo partir.

—Me temo que no podréis hacerlo.

Athelstan miró a Cranston, sorprendido. El forense encogió los hombros y dijo:

—Señora Alison, todavía no hemos descubierto a los asesinos de vuestro hermano.

—Pero podéis enviarme un mensaje a Epping, ¿no? No tengo ningún inconveniente en regresar a Londres si lo creéis necesario, pero no me gusta esta ciudad. —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Id a preguntárselo al tabernero del Laúd de Plata: anoche, y también esta mañana, un hombre fue a la taberna preguntando por mí, hermano Athelstan. Se parecía mucho al joven al que vieron en la taberna en que murió Peslep; el posadero lo recordaba bien: llevaba capa y capucha, y espuelas en las botas.

—¿Acaso lo habéis visto? —preguntó Cranston.

—No, sir John. Sin embargo, recuerdo que describisteis a ese hombre la primera vez que nos vimos en la Cancillería. —Alison se apartó un mechón de cabello de la cara y agregó—: Tengo miedo.

—Señora Alison —dijo Athelstan cogiéndole una mano y acariciándosela suavemente—, vos vinisteis a Londres a ver a vuestro hermano, ¿verdad?

—Así es.

—¿Veníais a menudo?

—No tanto como me habría gustado. Cuando cambiaba el tiempo y la nieve y la lluvia entorpecían los caminos no venía, pero en verano le visitaba siempre que podía.

—Y esta vez, ¿vinisteis porque estabais preocupada?

—Sí, ya os lo he contado. Edwin cayó enfermo, tenía vómitos y diarrea. Supongo que era alguna enfermedad intestinal.

Athelstan la miró atentamente.

—¿Qué enfermedad?

—Ocurrió de repente —respondió Alison—, empezó a encontrarse mal una tarde, en la Cancillería. Edwin sospechó que alguien había envenenado su bebida. —Hizo una mueca y agregó—: Pero no tenía ninguna prueba de ello, y Edwin estaba muy nervioso.

—¿Os contó por qué?

—No.

—¿Tenía otros amigos en Londres?

—Creo que alguna vez mencionó a Tibault Lesures, el señor de los pergaminos.

—¿Mujeres?

Alison rió y dijo:

—Si las tenía, guardaba muy bien el secreto. Pero sir John —dijo Alison volviéndose hacia el forense—, quiero marcharme; nada me retiene en Londres ahora que mi hermano ha recibido sepultura. En Epping tengo un negocio, y asuntos de que ocuparme.

—Volved al Laúd de Plata —propuso Athelstan—, haced vuestro equipaje y dirigíos a casa de Benedicta.

Alison bajó la vista.

—Allí estaréis a salvo —insistió Athelstan—: Nadie podrá haceros daño.

—De acuerdo —dijo ella.

—Nos veremos allí —dijo Athelstan dándole unas palmaditas en el hombro.

Athelstan se despidió de Alison, y después acompañó a sir John a la Cancillería de la Cera Verde, sin prestarle demasiada atención por el camino. Cuando dejaron atrás la antigua puerta de la ciudad por donde se accedía al camino de Holborn, Cranston se detuvo y cogió por el brazo a Athelstan; el forense se quedó mirando la entrada de un callejón.

—¿Qué sucede, sir John?

Cranston se rascó la barbilla y bebió un sorbo de su odre milagroso. Athelstan miró hacia donde miraba el forense, vio unos cuantos tenderetes y unos niños jugando con una vejiga de cerdo inflada cerca de un juglar borracho que intentaba ejercer su oficio para regocijo de unos obreros.

—¿Es alguno de vuestros viejos conocidos, sir John?

—Sí —afirmó Cranston—, un muchacho encantador: William la Comadreja. Hace tiempo que lo conozco; no hay ventana que se le resista: es capaz de colarse por la rendija más estrecha como un ratón.

—Pues yo no lo veo.

—Ni lo veréis, hermano; se ha esfumado. William no estaba preparando ninguna vileza, sino que me estaba observando. La Comadreja es uno de los más fieles secuaces del Vicario del Infierno, y si el joven William me está vigilando, eso significa que al Vicario del Infierno le interesa mucho saber adonde voy y qué hago. De modo que lo que Flaxwith nos ha contado es cierto: el Vicario debe de estar muy enamorado de Clarice. Creo que es sólo cuestión de tiempo que caiga en la trampa.

—Pero debe de saber que tenéis vigilada la casa de la señora Broadsheet.

—Sí, por supuesto: tendré que hacer algo al respecto. Pero ahora, vamos, hermano.

El señor de los pergaminos los recibió en una pequeña cámara de la parte trasera de la Cancillería. Tomó asiento, y Cranston y Athelstan se sentaron frente a él.

—Maese Tibault, os veo nervioso —comentó Athelstan.

El señor de los pergaminos se rascó la mejilla sin afeitar y se frotó los enrojecidos ojos.

—Estoy alterado por estas muertes —dijo con tono lastimero—. Hermano Athelstan, ésta es una oficina importante. El regente, el canciller y hasta el rey nos han enviado mensajes.

—¿Han reemplazado ya a los escribanos muertos?

Maese Tibault sacó un pañuelo del puño de su casaca y se secó con él la frente.

—Sí, por supuesto. En esta ciudad no faltan jóvenes bien preparados.

—Hemos venido para hablar de Chapler —continuó el fraile—. Describídmelo, por favor, maese Tibault.

El señor de los pergaminos hizo lo que Athelstan le había pedido, y el forense y su secretario reconocieron al joven al que habían rescatado del Támesis. Athelstan alzó la vista hacia el cielo al comprobar que una de sus teorías se venía abajo.

—¿Por qué me lo pedís? —preguntó Tibauld mientras jugueteaba con el pañuelo.

—Por nada —contestó Athelstan—. Sir John y yo queríamos asegurarnos, pues, aparte de su hermana, nadie identificó el cadáver que rescataron del río. Sin embargo, el hombre al que acabáis de describir encaja con la descripción de Chapler, desde el color del cabello hasta el pequeño lunar que tenía en la mejilla derecha.

—Sí, sí; así es.

—¿Cómo era Chapler? Me refiero a su carácter.

—Era un hombre muy tímido, muy reservado: no le gustaba ir de jarana con los demás.

Athelstan se fijó en el sudor que había aparecido en el labio superior de Lesure. «Mentís —pensó—. Lo vuestro no es simple nerviosismo porque hayan asesinado a vuestros escribanos: escondéis algún secreto».

—Así que no sabéis nada de su vida privada —dijo el fraile.

Lesures negó con la cabeza.

—Y antes de la muerte de Chapler no sucedió nada extraño que pudiera explicar que lo hayan matado.

Lesures volvió a negar con la cabeza.

—¿Ni siquiera la enfermedad de Chapler?

Lesures tragó saliva.

—Estaba enfermo, ¿no? —continuó Athelstan—. Padecía alguna enfermedad intestinal: vómitos, diarrea… Nos lo ha contado su hermana.

—Sí, sí —balbuceó Lesures—. Estuvo unos días indispuesto.

—¿Cayó enfermo repentinamente? —Athelstan le cogió la fría y sudorosa mano al anciano—. Maese Lesures, nos estáis haciendo perder el tiempo; empiezo a tener sospechas sobre las actividades de vuestros escribanos en la Cancillería.

Athelstan miró de soslayo a Cranston, que dormitaba en el banco con los ojos entrecerrados.

—¿Queréis hacer el favor de responder nuestras preguntas? —insistió Athelstan—. Podéis hacerlo aquí o en la Torre, como lo prefiráis.

Lesures se pasó la lengua por los labios.

—Estoy asustado —gimoteó—. Eso es todo, hermano Athelstan: el miedo atenaza mi mente. Cuando llego a mi casa me encierro en ella y…

—¿Vivís solo? —dijo Cranston abriendo los ojos.

—Soy soltero, sir John.

—Y ¿no acompañáis a vuestros escribanos por la noche cuando ellos celebran sus fiestas?

—Sir John —dijo Lesures con una risita tonta—, soy soltero pero también soy muy vulnerable.

—Estábamos hablando de la enfermedad de Chapler —intervino Athelstan—. Se puso enfermo aquí, ¿no es así?

—Sí, en efecto. —Lesures tragó saliva—. Después de que yo sirviera la malvasía, Chapler se sintió mal, y fue corriendo al excusado del jardín.

—Y ¿nadie más presentó síntomas parecidos?

—No.

—¿No lo encontrasteis sospechoso?

—Yo…

—Vamos, maese Tibauld. —Cranston dio un fuerte puñetazo en la mesa—. Un joven sano se toma una copa de malvasía, igual que los demás, pero sólo a él le dan retortijones.

—Sí, claro que me pareció sospechoso —confesó Lesures—; aunque los escribanos siempre andaban gastándose bromas y Chapler no les caía bien —se apresuró a añadir. Se tapó la cara con las manos—. Qué idea tan descabellada; le pregunté a Peslep qué había pasado, pero él se limitó a reír.

—Podríais habérnoslo contado antes —le reprendió Athelstan—. ¿Cómo sabéis, maese Tibauld, que no fue más que una broma de mal gusto? Cabe la posibilidad de que envenenaran a Chapler. A veces el veneno surte efecto de inmediato; pero si uno tiene suerte, si posee un estómago fuerte, el cuerpo lo elimina. El veneno lo debilita, pero no llega a producirle la muerte.

Lesures palideció.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Cranston sin alzar la voz. Cogió a Lesures por la muñeca y añadió—: Maese Tibauld, sois uno de los más destacados funcionarios de la Corona, y sin embargo tembláis como una hoja. ¿Qué saben esos jóvenes tunantes sobre vos? Quizá seáis su superior, pero ahora mismo parecéis su criado. Bajad el sello inmediatamente.

—No será necesario que lo baje. —Lesures se desabrochó los cordones de la casaca.

Athelstan vio la cadena y la cajita redonda que colgaba de ella. Lesures cogió la caja, abrió los cierres y le entregó el sello a Cranston, que lo cogió como, si se tratara de una reliquia santa. Era de color verde oscuro; en un lado aparecía el rey Ricardo II a caballo, con la espada en la mano; en el otro lado había una corona y los escudos de Inglaterra, Francia, Escocia y Castilla.

—¿Qué insinuáis, sir John? —preguntó Lesures—. Sabéis perfectamente que soy el único que puede guardar el sello, el único que puede estamparlo en un documento. —Lesures fue a levantarse, como si se hubiera ofendido y pensara marcharse.

—Todavía no hemos terminado —dijo Athelstan—. Pero podéis ir a decirles a Napham y a Alcest que los esperamos aquí; tenemos que contarles una cosa.

Lesures salió a toda prisa y regresó con los escribanos, que estaban acongojados y pálidos; toda su arrogancia y su sorna habían desaparecido.

—¿Os llevabais bien con Chapler? —les preguntó Cranston sin andarse por las ramas.

—No —admitió Alcest—. Ya os lo he dicho: él no era como nosotros, y nosotros lo dejábamos en paz. Chapler venía a trabajar aquí, y cuando terminaba se marchaba a su casa. No sabíamos nada de él, salvo que tenía una hermana en Epping.

—¿Cuánto tiempo trabajó Chapler en la Cancillería? —preguntó Athelstan.

—Dos años —contestó Lesures desde la puerta—. Traía muy buenas recomendaciones de un comerciante de Cambridge.

—Y ¿fue el último en añadirse al grupo?

—Sí —afirmó Alcest—. Y siempre lo consideramos un intruso.

—¿Por eso intentasteis envenenarlo? —preguntó el forense.

Napham se echó hacia atrás, como si una flecha se le hubiera clavado en el pecho.

—Intentasteis envenenarlo, ¿no? Hace unas semanas, bebió una copa de malvasía y…

—No lo envenenamos —replicó Alcest—. Eso fue idea de Peslep, que puso un purgante en la copa de Chapler. A Peslep le pareció que era una idea graciosa, pero nosotros no opinábamos igual que él.

—Eso no podéis demostrarlo —dijo Athelstan.

—Estoy diciendo la verdad.

—Sí, claro, la verdad —terció Cranston—. Pilatos también preguntó cuál era la verdad. Hermano Athelstan, contadles lo que hemos averiguado hasta este momento.

Athelstan les explicó los tres acertijos, y les hizo ver que cada uno de ellos era una referencia a la inicial del apellido de los escribanos asesinados. Alcest y Napham cada vez estaban más consternados, y su preocupación aumentó cuando Athelstan les demostró que había muy poca relación entre el asesinato de Chapler y el de los otros tres escribanos.

—De momento —concluyó el fraile— tenemos tres letras: P, O, E, las iniciales de Peslep, Ollerton y Elflain. Si añadimos las iniciales de Napham y Alcest, se forma la palabra poena, que significa «castigo» en latín. Lo que me gustaría saber —prosiguió— es qué hicisteis los cinco escribanos para merecer ese castigo.

Napham se puso a temblar, pero Alcest se levantó, se quitó el anillo de la Cancillería y lo arrojó sobre la mesa.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Cranston.

—Soy escribano real de la Cancillería de la Cera Verde —declaró Alcest—: Trabajo para la Corona. Me estáis amenazando. Según vos, si no tomamos medidas, maese Napham y yo también seremos brutalmente asesinados, mientras vos, sir John, buscáis a ciegas.

—¿Y? —preguntó Athelstan mientras jugueteaba con el anillo de la Cancillería, que había quedado sobre la mesa.

—Sir John os explicará cuál es la costumbre en estos casos —dijo Napham, y se quitó también el anillo—. En momentos de grave peligro, los escribanos reales pueden solicitar la protección de la Corona.

—¡Por supuesto! —dijo Cranston—. Y ¿a dónde pensáis ir, señor?

—A la Torre. —Alcest recogió los dos anillos y se los metió en la bolsa—. Iré a ver al guarda de la Torre y le pediré que nos dé alojamiento. —Señaló con el dedo a Cranston y agregó—: ¡Hasta que vos, el forense de esta ciudad, descubráis al asesino!

Alcest fue hacia la puerta, y Napham lo siguió.

—Nos quedaremos en la Torre, desde donde solicitaremos la protección del regente y nos quejaremos de la torpeza de un forense borracho.

Cranston se puso en pie de un brinco, y exclamó:

—¡Por mí, señor, podéis bajar al infierno a pedirle protección al mismísimo Satanás! Pero todavía no habéis contestado nuestras preguntas —continuó el forense—. ¿Por qué os persiguen y os matan? ¿Qué habéis hecho para merecer tan terrible castigo? —Esbozó una sonrisa y añadió—: Al regente también le va a interesar la respuesta. —Miró al señor de los pergaminos y dijo—: Lesures, ¿pensáis acompañarlos?

—No, no. Yo tengo que permanecer aquí.

—Está bien —dijo Cranston—. Maese Alcest, mañana por la mañana pienso ir a visitaros a la Torre.

Los dos escribanos ya habían salido de la habitación, y cerraron dando un portazo. Cranston sacó su odre y dio un generoso sorbo.

—Deberían tener cuidado —observó Athelstan—, todavía no han llegado a la Torre, y el asesino aún anda suelto.