Capítulo VII

Cranston y Athelstan se disponían a salir de la contaduría, pero el fraile se paró en el umbral. Miró las vigas, las paredes encaladas a ambos lados de la puerta, y luego la pared del fondo.

—¿Qué sucede, hermano?

—Estoy intrigado, sir John. He estado en muchas casas de toda la ciudad, igual que vos. ¿Habíais visto alguna vez una habitación como ésta, un cuadrado absolutamente perfecto? Las paredes forman ángulo recto, como si la cámara la hubiera diseñado un matemático.

—¿Y?

—El resto de la casa está sucio y desordenado; las habitaciones son largas y estrechas, los techos están abombados, los suelos no son lisos. Aquí todo es diferente: el suelo es de piedra, y perfectamente liso. ¿Os habéis fijado, sir John, en que estas paredes las han encalado recientemente?

Cranston, perplejo, entró de nuevo en la cámara con Athelstan. Sir John miró alrededor: era una cámara muy sobria, con algunos baúles, un escritorio, sillas, un taburete y un banco, pero sin colgaduras en las paredes. No había nada que alegrara la impecable blancura de las paredes.

—¿Creéis que Drayton guardaba aquí su dinero? —preguntó Athelstan.

—Por lo poco que sé —contestó el forense—, lo dudo mucho. Quizá guardara pequeñas cantidades aquí, pero seguramente ponía a buen recaudo el dinero mal habido en las cámaras acorazadas o en los baúles blindados de los banqueros genoveses o venecianos. Probablemente eso lo sabía todo el mundo. Drayton sólo debía de pedir que le trajeran el dinero aquí ocasionalmente, como el día de su muerte. —Cranston se dio una palmada en la frente—, y ahora que lo recuerdo, cuando estuve en el Palacio Savoy el regente me aseguró que le habían entregado el dinero a Drayton. A los Frescobaldi jamás se les pasaría por la cabeza robar esa plata: con eso Juan de Gante habría tenido un pretexto perfecto para quitarles todo lo que tienen, que no es poco.

Athelstan se había acercado a la pared del fondo y estaba dando golpecitos en el yeso con los nudillos.

—¿Me prestáis vuestra daga, sir John?

El forense se la dio, y el fraile empezó a rascar el yeso, hasta que al final hizo una larga ranura en la pared, levantando pequeñas nubes de polvo. Athelstan retiró todo el yeso de esa zona con los dedos y examinó el ladrillo rojo que asomaba por debajo.

—¿Qué hacéis, hermano?

—Nada, sir John.

Athelstan fue hacia otra pared, y una vez retirada la capa de yeso, apareció un ladrillo de color gris; lo mismo ocurrió con la pared que había detrás del escritorio. El fraile le devolvió la daga a Cranston y se limpió las manos.

Quod est demonstrandum, sir John.

—¿Cómo decís?

Athelstan señaló la pared del fondo.

—Esa pared es de ladrillo, y tan sólida como las otras, pero la construyeron mucho más tarde. Los ladrillos son nuevos, pero Drayton puso mucho cuidado en enyesar la pared y pintarla como las otras dos. También la colocó cuidadosamente para que esta cámara se convirtiera en un cuadrado perfecto.

—Y ¿qué tiene eso que ver con el asesinato? ¿Podría haber alguna entrada secreta?

—Quizá. Drayton era un avaro a quien no debía de gustarle gastar dinero. ¿Por qué construyó otra pared y se molestó en cubrirla con tanto cuidado? Quiero que le digáis a maese Flaxwith que venga aquí con algunos de sus hombres. Que se reúnan con nosotros más tarde.

Cranston fue al escritorio, cogió un trozo de pergamino y una pluma y escribió una nota.

—Y ahora —dijo Athelstan esbozando una sonrisa— vamos a hacerle una visita a maese Alcest.

En la Cancillería de la Cera Verde, Cranston y Athelstan vieron a Alcest, a solas, en una pequeña cámara de la planta baja, en el pasillo principal. Había perdido gran parte de su arrogancia; estaba atento y receloso, y se mostró más respetuoso con el forense y con aquel frailecillo que, al parecer, lo acompañaba a todas partes.

—¿Por qué queréis hablar conmigo a solas, sir John? ¿Sabéis algo del asesino de mis compañeros?

—No —contestó Cranston animadamente, y dio un sorbo de su odre milagroso—. Pero quiero saber por qué visitasteis a maese Drayton pocos días antes de que lo encontraran muerto en su contaduría. Yo en vuestro lugar sería prudente y diría la verdad, jovencito.

Alcest se sentó en un taburete.

—Ya sabéis que celebramos una fiesta en el Cerdo Danzarín, ¿no?

—Sí, claro. Eso ya lo sabemos —repuso el forense—. He mantenido una larga conversación con la señora Broadsheet, y hasta he charlado un momento con el Vicario del Infierno.

Alcest dio un respingo; por mucho que se esforzara, le costaba trabajo disimular su desasosiego.

—¿Acaso os preocupa eso? —preguntó Athelstan—. Lo de la señora Broadsheet lo entiendo, pero ¿qué puede tener que ver un importante escribano de la Corona con el Vicario del Infierno?

—Nadamos en el mismo estanque, hermano —contestó el escribano con descaro—. Durante el día trabajamos aquí, pero lo que hacemos por la noche…

—Asociarse con bandidos constituye un delito —comentó Cranston.

—Yo no me asocio con ellos, sir John; lo único que digo es que nadamos en el mismo estanque: tabernas, burdeles y casas de comidas. El Vicario del Infierno es un personaje famoso —prosiguió Alcest—; su nombre aparece en los documentos de la Cancillería con diversos alias, y las autoridades intentan detenerlo por varios delitos.

—¿Lo conocéis personalmente? ¿Habéis compartido alguna vez la mesa con él? —preguntó Athelstan.

—No, nunca.

Alcest respondió demasiado deprisa, y apartó rápidamente la mirada.

—Volvamos a maese Drayton —propuso Cranston—. Fuisteis a visitarlo, ¿verdad?

—Sí; Fui a cambiar monedas de oro por monedas de plata, pues la señora Broadsheet me había exigido que le pagara en esa moneda.

—¿Por qué fuisteis a verlo a él? —preguntó Athelstan—. ¿Por qué no acudisteis a algún comerciante o a algún banquero? ¿Tenía algo malo vuestro oro?

—No, no tenía nada malo. Esas monedas me las había dado maese Walter Ormskirk, un comerciante de vinos del Cheapside.

—¿Es él quien os guarda el dinero?

—Sí; el poco dinero que tengo, hermano. Mis compañeros y yo nos turnábamos para pagar, y esa noche me tocaba a mí. Con la señora Broadsheet hay que tener la bolsa llena. Hay que dividir el dinero, y con monedas de oro es imposible hacerlo.

—Pero ¿por qué no le pedisteis la plata a maese Ormskirk? —insistió Athelstan.

Alcest se ruborizó y empezó a mover un pie.

—Me aseguraron que las monedas de Drayton eran mejores. En Londres hay muchos farsantes. A veces, las monedas de los comerciantes son falsas, o están refundidas.

—Vamos, maese Alcest —dijo Cranston dándole unos golpecitos en la rodilla al joven—. Quizá me toméis por un chalado con mi roja nariz, mis largos bigotes y mi protuberante barriga, pero no soy tonto: estoy seguro de que teníais otro motivo.

—Confiaba en él —respondió el escribano.

—¿Ibais con frecuencia a su casa?

—Sí. A veces, en mis primeros tiempos en la Cancillería, Drayton me prestaba dinero o me lo cambiaba.

—Y ¿qué pasó la última vez que fuisteis a verlo?

—Estuve muy poco rato en su casa, y luego me marché.

—Y ¿no notasteis nada raro?

—No, sir John. Y, antes de que formuléis vuestra acusación, os diré que Drayton no me importaba ni lo más mínimo, igual que Chapler. Cuando lo mataron yo estaba retozando en el Cerdo Danzarín.

—Ah sí, con la joven Clarice.

—Pasé toda la noche con ella —afirmó. Se puso en pie y añadió—: Y ahora, si no tenéis más preguntas…

—¿Por qué creéis que han asesinado a vuestros colegas? —preguntó Athelstan de pronto—. Y ¿qué significado creéis que tienen esos acertijos?

—Hermano Athelstan, si lo supiera, os lo diría a vos y a sir John inmediatamente.

Alcest salió de la habitación, y lo oyeron subir la escalera.

Cranston se dio unas palmaditas en la barriga.

—¿Comemos algo, hermano? Vamos a ordenar nuestras ideas.

Athelstan también estaba hambriento; todavía no había desayunado, así que acompañó a sir John a una taberna cercana, el Ganso Salvaje, situada en la esquina de Shoe Lane y Farringdon Ward. Aquel establecimiento tenía la peculiaridad de que los clientes podían alquilar reservados, unas pequeñas habitaciones con dos largos bancos a lo largo de una gran mesa de roble. Cranston y Athelstan se sentaron en uno de esos reservados; sir John pidió sopa, pastel de capón y dos jarras de cerveza. Cuando les llevaron los platos, sacó la cuchara de su bolsa y se puso a comer con fruición. Athelstan sabía que era imposible mantener una conversación cabal con el forense hasta que éste se sintiera satisfecho, se recostara en el banco, con la jarra de cerveza en la mano, los ojos entrecerrados, y diera gracias a Dios por aquella deliciosa comida. Cuando ambos hubieron terminado, el forense pidió que le llevaran otra jarra de cerveza y miró con gesto beatífico al fraile.

—Sacad el pergamino y la pluma, Athelstan; vamos a analizar esos asesinatos.

Athelstan afiló la pluma y alisó el trozo de pergamino con la piedra pómez. Al ver que su tintero estaba casi vacío, exhaló un suspiro de exasperación, pero el tabernero les alquiló un tintero.

—Estoy preparado, sir John.

El forense dejó su jarra de cerveza en la mesa.

Primo.

Athelstan empezó a escribir.

—Maese Drayton, un avaro prestamista, es hallado en su contaduría, brutalmente asesinado. Le han robado la bolsa de plata que se disponía a entregar al regente, junto con otros artículos, entre ellos las dos monedas de oro que Alcest supuestamente le había llevado para cambiarlas por plata. Secundo: el cadáver de Drayton aparece en una habitación cerrada: la puerta estaba cerrada con llave y cerrojo desde el interior, no hay ninguna entrada secreta. ¿Cómo se las ingenió el asesino para matar a Drayton con una ballesta y robarle la plata? Tertio: las otras entradas de la casa estaba cerradas, excepto la ventana que los escribientes del prestamista utilizaron para entrar a la mañana siguiente. Quarto: Flinstead y Stablegate, los escribientes, tienen alguna relación con ese crimen, pero pueden demostrar que estaban en otro sitio cuando mataron a su patrón. Aunque los acusaran formalmente, no podríamos explicar cómo se llevó a cabo el asesinato. ¿Algo más, Athelstan?

Quinto —contestó el fraile—: Alcest visitó a Drayton pocos días antes de su muerte; quería cambiar oro por plata. También sabemos que existe alguna relación entre Alcest y Drayton, pero es ambigua, y la explicación que ofrece el escribano no resulta convincente. Creo que Alcest utilizó las monedas de oro como pretexto para visitar al prestamista, pero hicimos bien al no insistir en este punto, pues no tenemos ninguna prueba, y Drayton está muerto.

—También está el interrogante del oro.

—Cierto, sir John, pero tener dos monedas de oro no constituye ningún delito, sobre todo tratándose de un escribano de la Cera Verde. Alcest dice que le tocaba a él pagar; sus colegas lo corroborarán, y su explicación tiene sentido: había que pagar a las muchachas, y también al dueño del Cerdo Danzarín. —Athelstan dejó la pluma y se frotó los dedos—. De momento, sir John, la única sospecha firme que tenemos es que la pared del fondo de la cámara de Drayton podría ocultar alguna pista que explique cómo mataron al prestamista. —Exhaló un suspiro y añadió—: Pero quizás esté aferrándome a un clavo ardiendo.

El rostro de Cranston se ensombreció.

—Tal como están las cosas, hermano, no vamos a detener a los asesinos, y el regente no recuperará su plata. Ahora pasemos a los escribanos; enumerad los datos que tenemos por el momento.

Athelstan se recostó y dijo:

—En primer lugar, sabemos que a Chapler lo mataron después del ocaso. Chapler visitó la capilla de Santo Tomás Becket, en el Puente de Londres; el asesino sabía que lo encontraría allí, golpeó a Chapler en la cabeza, por detrás, y luego lo arrojó al Támesis, donde lo encontró el Pescador de Hombres. En segundo lugar, todos los que conocían a Chapler estaban, al parecer, en algún otro sitio en el momento en que se produjo su muerte. Los escribanos estaban celebrando una fiesta en el Cerdo Danzarín, pero maese Lesures no fue con ellos. Sin embargo, dudo mucho que nuestro noble señor de los pergaminos tuviera la fuerza necesaria para golpear a un joven como Chapler, y mucho menos para levantar su cadáver y arrojarlo al río desde el Puente de Londres. La otra persona que conocía a Chapler era su hermana Alison, que estaba en Epping ese día, a punto de partir hacia Londres porque estaba preocupada por su hermano. En tercer lugar…

—En tercer lugar —intervino Cranston—, tenemos la muerte de Peslep, al que mataron mientras hacía sus necesidades en una letrina. Sabemos que lo seguía un joven misterioso, que llevaba una capa con capucha y espuelas en las botas. En cuarto lugar —prosiguió el forense— está la muerte de Ollerton. —Cranston levantó una mano y dijo—: Veamos, todos sabían que a Chapler le gustaba ir a rezar a la capilla de Santo Tomás, Peslep siempre desayunaba en la misma taberna a la misma hora, y los escribanos de la Cera Verde tenían por costumbre beber una copa de malvasía a última hora de la tarde. Por lo tanto, quienquiera que matara a esos tres hombres conocía bien sus hábitos y costumbres.

—Estoy de acuerdo con vos —repuso Athelstan—, además están los acertijos. Por lo visto, a los compañeros de Alcest les encantaba ponerse acertijos; eso el asesino lo sabe, y de momento han aparecido tres: el de un rey que lucha contra su enemigo, pero al final vencedores y vencidos acaban en el mismo lugar, el segundo… ¿qué decía el segundo, sir John? «La primera es el origen del viaje hacia el infierno». Y el que apareció tras morir Ollerton: «La segunda es el centro del desasosiego y la base del horror». —Al ver que a Cranston se le caían los párpados, Athelstan se puso a batir palmas, y exclamó—: Vamos, sir John, usad ese cerebro tan poderoso y ese ingenio tan agudo que Dios os ha dado.

—Estaba pensando, hermano… —repuso Cranston con fastidio. Se incorporó y dijo—: ¿Qué pasaría si el padre prior os ordenara abandonar San Erconwaldo?

A Athelstan le dio un vuelco el corazón.

—Por favor, sir John, ahora no estamos hablando de eso. ¿Le habéis enviado esa nota a Flaxwith?

—Sí, sí. —El forense se removió en el banco—. Antes de reunimos con Alcest le di un penique a un lacayo para que se la llevara.

Athelstan se levantó.

—En ese caso, sir John, basta de darle vueltas a lo mismo. Hemos de capturar a unos asesinos para que se haga justicia. —Le dio un golpe en las costillas al forense y añadió—: ¡Y hemos de recuperar la plata del regente!

Cuando llegaron a casa de Drayton, Flaxwith ya había regresado con dos membrudos ayudantes, armados con sendos mazos.

—¡Bueno, amigos míos! —les dijo Cranston—. Quiero que derribéis una pared.

Entraron en la casa y bajaron al tenebroso pasillo que conducía a la contaduría, donde, siguiendo las órdenes de Cranston, los hombres de Flaxwith se pusieron manos a la obra. Golpeaban la pared con sus mazos, y los golpes resonaban en la habitación como golpes de tambor. La cámara acorazada no tardó en llenarse de polvo, que les irritaba la nariz y la garganta.

—No es muy sólida, a pesar de lo que pueda parecer por el ruido —observó uno de ellos retirándose un momento para descansar.

Cranston, que se había tapado la boca con el cubrecuello, se acercó para inspeccionar la pared.

—Pero todavía no la habéis atravesado.

—Sir John, vos habéis apresado a muchos delincuentes, y estoy seguro de que sabéis identificarlos desde lejos en medio de una multitud; pero yo entiendo más que vos de paredes, y os aseguro que detrás de ésta hay algo.

Athelstan, que había estado examinando una vez más la puerta, se les acercó y preguntó:

—¿Qué queréis decir?

—Detrás de esta pared hay una pequeña cámara, hermano. Esta pared es mucho más nueva que el resto de la casa.

—¿Creéis que podría haber alguna puerta secreta? —preguntó el forense.

El hombre se rió y dijo:

—No, sir John; la pared es sólida… Bueno, eso hasta que acabemos con ella.

Reanudaron su trabajo, y cuando cayeron los primeros ladrillos, gritaron triunfantes. Uno de los hombres cogió un ladrillo y señaló la argamasa.

—Esto no lo ha hecho un albañil, sir John, sino alguien que no sabía demasiado de construcción. La argamasa es muy gruesa, y no está bien aplicada, por eso el que construyó la pared la cubrió de yeso y cal.

Cranston asomó la cabeza por el agujero.

—No veo nada —murmuró.

Los obreros siguieron golpeando la pared con sus mazos, hasta formar una entrada. Athelstan cogió una vela de sebo que había en un pincho de hierro; sir John la encendió con una yesca, y entraron juntos en la cámara secreta, oscura y polvorienta. Athelstan se estremeció y protegió la llama de la vela con una mano, levantó la vela y dio un grito de sorpresa: acababa de ver un esqueleto. Corrió hacia allí, y Cranston y los obreros lo siguieron, se agachó junto a los truculentos restos mortales y rezó en silencio. Con el resplandor de la vela examinó meticulosamente el esqueleto, que estaba en el suelo, parcialmente apoyado en la pared. Los huesos aún estaban blancos y duros y aún tenían tela adherida. Athelstan dedujo, por los polvorientos jirones, que el esqueleto pertenecía a una mujer, y siguió examinándolo, ignorando los comentarios de los obreros. Estiró el brazo, palpó el suelo y cogió una taza y un plato de peltre.

—¡Cielo Santo!

Ayudándose de la vela, registró el resto de la cámara, pero no encontró nada más. Impresionado por aquella atmósfera silenciosa y fantasmal, el fraile regresó a la contaduría.

—¿Quién creéis que puede ser? —preguntó Cranston.

—Esta casa siempre ha pertenecido a Drayton —contestó Athelstan—; nadie podría haber emparedado a otro ser humano ahí dentro sin que él lo supiera. De modo que lo más lógico es deducir que lo hizo Drayton, y por lo tanto que ésos son los restos mortales de su esposa. Es evidente que la mujer no abandonó a su marido; sospecho que acosó y hostigó a Drayton hasta que él se cansó de ella. Seguramente le puso alguna pócima en el vino, la bajó aquí y la emparedó viva. ¡Que Dios la acoja en su seno! Debió de tardar varios días en morir.

Cranston dio las gracias a los obreros y los despachó, dándoles una moneda a cada uno. Después el, forense llamó a Flaxwith, quien bajó a toda prisa, con su perro pegado a los talones, aunque Sansón fue prudente y no se acercó a Cranston.

—¿Qué sucede, sir John?

—Ahí dentro hay un esqueleto —le explicó el forense, señalando hacia atrás con el pulgar—. Encargaos de que se lo lleven. Decidle al vicario de Santa María le Bow que el ayuntamiento pagará su entierro. No pongáis esa cara de susto, Henry; esa mujer lleva varios años muerta. Y ahora, decidme, ¿tenéis noticias para mí?

—Ah, sí. —Flaxwith miró disimuladamente por encima del hombro de Cranston, como si temiera que el esqueleto fuera a salir de aquella cámara secreta por su propio pie.

—¿A qué esperáis? —le espetó sir John.

—En primer lugar, sir John, tenemos la casa de la señora Broadsheet vigilada, sin que ella lo sospeche. Hemos oído rumores de que el Vicario del Infierno está muy enamorado de esa joven, Clarice.

—¿Algo más?

—Stablegate y Flinstead estuvieron bebiendo y divirtiéndose la noche que mataron a Drayton. Según unos testigos, bebieron hasta perder el sentido, y no volvieron aquí. Lo mismo sucede con los escribanos de la Cera Verde: el tabernero del Cerdo Danzarín afirma que después de que se retiraran a las habitaciones del piso de arriba no se les vio el pelo hasta el amanecer. Por último, sir John, tengo un amigo que trabaja en la sala de archivos de la Torre.

—Ah, ¿sí?

—Hemos revisado los archivos de 1380 de Epping, en Essex, y en ellos figuran Edwin y Alison Chapler, él como escribano y ella como costurera. Por lo visto, ambos viven desahogadamente.

—Muy bien —dijo Cranston, y le dio unas palmaditas en el hombro a su alguacil.

—Antes de que os marchéis —intervino Athelstan—, ¿qué os parece si hacemos una pequeña representación teatral, sir John?

Cranston y Flaxwith, intrigados, siguieron a Athelstan hasta la polvorienta contaduría.

—Yo seré Drayton —dijo Athelstan. Cogió la bolsa de los utensilios para escribir y dijo—: Esto es la plata del regente. ¿Cómo me matan, sir John?

Cranston señaló el pecho de Athelstan.

—En efecto —afirmó Athelstan—. Tengo una flecha de ballesta clavada en el pecho, me estoy muriendo, caigo al suelo, agonizante. Entonces me invaden los remordimientos: recuerdo a la mujer que emparedé viva y me arrastro hacia esa pared, pidiendo perdón. Eso explicaría por qué encontramos a Drayton en la posición en que estaba, pero el problema sigue sin solución. Si los dos escribientes mataron a Drayton, ¿cómo salieron de la cámara? —Athelstan señaló la puerta y añadió—: ¿Cómo la cerraron por dentro con llave? Si Drayton se había encerrado dentro —prosiguió el fraile—, ¿cómo se las ingeniaron los escribientes para entrar en la cámara y matar a su patrón?

—Todo eso ya lo hemos pensado —gruñó Cranston.

—No, sir John. Mirad, ahora ya sabemos que la única forma de entrar en esta cámara es por la puerta.

—Sí, sí, ya lo sé —dijo Cranston con fastidio—; y la puerta estaba cerrada por dentro a cal y canto.

—Sir John, maese Henry, venid conmigo.

El fraile se dirigió hacia la puerta, que estaba apoyada contra la pared.

—¿Podéis aguantarla, por favor?

Sir John y Henry, maldiciendo por lo bajo, separaron la puerta de la pared. Athelstan se acercó y abrió la tapa que cubría la rejilla; permaneció un rato así, y luego se asomó al otro lado de la puerta.

—¿Podemos soltar ya la condenada puerta? —gimió Cranston.

—Sí, sir John.

Cranston y Flaxwith volvieron a apoyar la puerta contra la pared.

—¿Y bien, hermano?

—No lo sé —respondió Athelstan—. No estoy seguro, sir John. Maese Flaxwith, ¿conocéis a algún carpintero de confianza?

—Sí, hermano; se llama Laveck, y vive en Stinking Alley.

—Traedlo aquí —ordenó Athelstan—. Quiero que examine esta puerta a conciencia: la rejilla, las cerraduras, los cerrojos, los tachones… Todo. No me importa que la estropee. —Le dio un codazo a Cranston y añadió—: Decidle que el ayuntamiento pagará los gastos; si no lo hace el ayuntamiento, lo hará el regente, sin duda. Proporcionadle pan y cerveza, pero que no salga de esta casa hasta que haya terminado su trabajo y sir John y yo hayamos regresado para hablar con él.

Flaxwith soltó la cuerda con que había amarrado a Sansón y salió por el pasillo.

—¿Qué es lo que pretendéis, hermano?

—Descubrir un truco, sir John. El mundo está lleno de trucos y engaños. Todo es un acertijo: asesinan a unos escribanos, pero nadie ha visto al asesino; un prestamista aparece muerto en su contaduría, cerrada por dentro, y en Southwark —añadió con amargura— los crucifijos sangran.

—No creéis que eso sea un milagro, ¿verdad?

—No, sir John; pero mis feligreses sí. Sir John, vos conocéis a todos los farsantes de los bajos fondos de esta ciudad. ¿Cómo creéis que lo han conseguido?

—Conozco algún caso —contestó el forense—, pero generalmente son trucos sencillos, hermano. La sangre suele ser, en realidad, vino o pintura.

—Ésta era sangre auténtica —repuso Athelstan.

—En los casos que yo he visto —continuó Cranston— los estafadores utilizaron palancas secretas u otros mecanismos.

—No creo que los haya en nuestro crucifijo —dijo Athelstan—, porque sangraba cuando nadie lo estaba sujetando.

—¿Qué me decís de Huddle? —preguntó Cranston.

—Es un pintor muy astuto, capaz de hacer maravillas con el pincel. Pero ¿a qué viene esto, sir John? —Pasó el brazo por el de Cranston y echaron a andar por el pasillo—. Como siempre os digo, señor forense, yo soy dominico; y a los miembros de mi orden, para su vergüenza o para su orgullo eternos, se los conoce como los Domini Canes.

—¡Los perros de Dios! —tradujo Cranston—. ¿La inquisición?

—Exactamente, sir John. Su deber consiste en investigar presuntos milagros e interrogar a presuntos profetas. En nuestra biblioteca de Blackfriars hay un libro en que están registradas todas esas investigaciones. Y ahora, Laveck va a venir a examinar esa puerta, y yo no siento ningunas ganas de regresar a Southwark, de modo que lo que os propongo, sir John, es que visitemos Blackfriars. No os preocupéis —se apresuró a añadir—: Acabo de recordar que el padre prior está de peregrinaje a la tumba de santo Tomás, en Canterbury.

Cranston se detuvo, poco convencido.

—Además, en nuestra casa madre hay un cocinero nuevo —añadió Athelstan astutamente—, un hombre capaz de hacer milagros con un pedazo de buey o de faisán. Hasta su alteza el regente intentó llevárselo a las cocinas del Palacio Savoy.

El forense le dio una palmada en el hombro a Athelstan y dijo:

—Si no fuerais dominico, hermano, seríais un excelente tentador. El espíritu es fuerte, pero la carne es muy débil; de modo que lo único que puedo contestar a vuestra tentación es que sí.

Robert Elflain, escribano de la Cera Verde, salió de la Cancillería y subió por Holborn hacia Fleet Street. Era miércoles, y Elflain estaba decidido a pasar parte del día lejos de sus empalagosos y desconfiados compañeros. Todo se había complicado mucho. Alcest le había asegurado que al final no habría nada que temer, pero Elflain estaba preocupado. Aquel forense no le gustaba nada, y el perspicaz fraile intuía que los escribanos ocultaban algo. Alcest les había pedido que se mantuvieran unidos, que ninguno se separara del grupo; pero era miércoles, y Laetitia lo esperaba en casa de la señora Broadsheet. Pensó en sus dulces ojos y en su suave piel, en su largo y sinuoso cuerpo… Elflain se sentía tenso, y necesitaba hundir el rostro en el cuello de cisne de la joven y abrazarla.

Pasó por delante de Newgate y procuró no mirar el patíbulo, pues aquella visión despertaría de nuevo sus temores. Pensó que si Chapler hubiera sido más complaciente todo habría salido bien; luego se aflojó el cuello de la camisa y maldijo al resbalar con los despojos del puesto de un carnicero. Al llegar a la esquina de un callejón, se volvió y miró hacia atrás para ver si lo seguía alguien; la gente daba vueltas, se agrupaba alrededor de los tenderetes, regateando con los vendedores. Elflain exhaló un suspiro y siguió su camino. Cuando atisbo la fachada de la casa de la señora Broadsheet, le dio un vuelco el corazón. Aceleró el paso hasta llegar a la puerta, que estaba cerrada, porque la señora Broadsheet sólo tenía permiso para servir cerveza por la noche. Tendría que explicarle al desconfiado portero quién era y a qué había ido allí, pues la señora Broadsheet vivía con el temor de que algún alguacil u otro funcionario del orden le pusiera una trampa y la acusara de dirigir una casa de mala reputación.

Elflain dio unos golpes en la puerta, pero como no se oía nada volvió a llamar.

—¡Elflain!

El escribano se volvió y vio al personaje encapuchado que, como un fantasma, había aparecido detrás de él.

—Pero ¿qué…? —Elflain dio un paso hacia delante, pero era demasiado tarde.

El individuo accionó el gatillo de la pequeña ballesta, y la flecha se clavó en el pecho de Elflain. El escribano se tambaleó y se apoyó en la puerta, retorciéndose de dolor. Vio cómo el asesino soltaba un pequeño rollo de pergamino, y entonces murió, en el preciso instante en que se abría la puerta.