Capítulo VI

Sir John Cranston, forense de la ciudad, estaba furioso. Lo habían tirado por la escalera, pero más que los huesos, lo que tenía herido era el orgullo. El Vicario del Infierno, ágil como una ardilla, había escapado por una ventana, y sir John sabía que de nada servía perseguirlo.

Ahora estaba en la taberna; los clientes se habían marchado, asustados por la ira del forense, que imponía mucho respeto con el rostro enrojecido, los bigotes erizados y la daga en la mano. Flaxwith había entrado a toda prisa en la taberna, seguido por Sansón, que iba gruñendo y mordiendo todos los tobillos que encontraba en su camino.

Sir John fulminó con la mirada a la señora Broadsheet, que pese a su altivez y su aplomo, ahora temblaba de pies a cabeza.

—¿Entendéis lo que os digo? —bramó Cranston, con los brazos en jarras.

La señora Broadsheet pestañeó.

—Os lo explicaré mejor —continuó Cranston—: Os meterán en un calabozo, a vos y a vuestras muchachas; cerrarán y tapiarán esta casa, y todos los muebles y accesorios serán transportados a un sótano del ayuntamiento.

La señora Broadsheet miró los penetrantes ojos de Cranston; sabía que no podía sobornar a aquel hombre tan íntegro, ni con dinero ni en especie. Sin embargo, conocía su punto débil, y dejó que dos gruesas lágrimas rodaran por sus mejillas. Cranston tragó saliva: era la señal que la señora Broadsheet estaba esperando para taparse la cara con las manos y romper a llorar a lágrima viva. Como el coro de una obra de teatro sus muchachas, que se encontraban en diferentes grados de desnudez, también rompieron a llorar, y lo mismo hicieron los mozos, las cocineras, las criadas y los pinches. Algunas mujeres incluso se arrodillaron, y juntaron las manos con gesto de súplica. Cranston miró a su alrededor: hasta Sansón agachó la cabeza y se puso a aullar desconsoladamente.

—¡Oh, sir John! ¡Pobres de nosotras! —La señora Broadsheet se quitó las manos de la cara—. ¡Cuánto lo lamento, sir John!

Cranston contempló sus hermosos ojos, llenos de lágrimas, y su rabia empezó a desvanecerse. Los llantos eran cada vez más fuertes, y Sansón levantó la cabeza, estiró el cuello y se unió a ellos sin disimulo. Flaxwith no sabía dónde meterse. Cranston se sentó en un banco.

—¡Callaos! —gritó—. ¡Por lo que más queráis, callaos!

Los llantos cesaron, la señora Broadsheet miró llorosa a sir John, sin levantar del todo los párpados.

—Sois muy picara —dijo Cranston.

—Qué valiente sois, sir John —susurró ella—. Cómo habéis subido por la escalera, dispuesto a luchar.

—Captó la mirada de advertencia de Cranston y añadió: —Como un auténtico caballero; lady Maude debe de ser una mujer muy afortunada—. Levantó una mano y chascó los dedos. —Traedle algo a sir John. ¿Un pastelito de carne, señor forense?

La ira de Cranston se esfumó por completo. El forense se sentó con la señora Broadsheet junto a la ventana, y la mujer apoyó los codos en la mesa. Se le habían desabrochado algunos botones del vestido, y si Cranston hubiera querido, habría podido verle los suaves y abundantes pechos. Sir John tosió e hizo un gesto con los dedos, y la señora Broadsheet se abrochó rápidamente el vestido, como una monja gazmoña. Luego Cranston se puso a comer el pastel de carne, acompañándolo con vino.

—Yo no sabía que él estaba arriba —alegó la señora Broadsheet cuando sir John apartó el plato.

—Claro que lo sabíais —replicó Cranston—. Ya sabéis quién es el Vicario del Infierno: un cura apartado del sacerdocio, un tunante, responsable de más delitos y maldades que todo un regimiento de granujas. ¡Roba, falsifica, comercia con mercancías robadas y hace contrabando!

—Pero tiene un gran corazón —dijo la señora Broadsheet, parpadeando—. Tiene un gran corazón, sir John; si hubiera querido, habría podido mataros con esa ballesta.

—Bueno, pues el Vicario del Infierno tendrá que esperar, ¿no os parece? —Cranston cogió su copa de vino y apoyó la espalda en la pared—. Pero me alegro de saber que ha regresado a la ciudad, porque si está en Londres podemos atraparlo. La última vez que oí hablar de él estaba organizando peregrinajes al manantial de San Eadric, que presuntamente se encuentra en el corazón del bosque de Ashdown. Pues bien, San Eadric no existe, ni tampoco ese manantial.

La señora Broadsheet agachó la cabeza para ocultar una sonrisa.

—Pero no he venido por el Vicario del Infierno —prosiguió Cranston—. Y mis amenazas siguen en pie: si no cooperáis conmigo, señora, volveré por la mañana con los alguaciles.

—¿Qué tipo de cooperación esperáis de mí? —preguntó ella con ironía.

—Hace tres noches —contestó Cranston—, fuisteis, junto con algunas de vuestras muchachas, al Cerdo Danzarín a acompañar a unos escribanos de la Cancillería de la Cera Verde.

—Así es; estuvimos allí desde el anochecer hasta el alba. Eso no es ningún delito: nos invitaron a una fiesta privada.

—Sois rameras —replicó Cranston—. ¿Decís que estuvisteis en esa taberna desde el anochecer hasta el alba?

La mujer asintió.

—¡Qué más! —le espetó Cranston.

—Llegamos antes de que se pusiera el sol —prosiguió la señora Broadsheet—. Cuatro de mis muchachas (Roesia, Melgotta, Hilda y Clarice) y yo. Los escribanos habían reservado una gran sala. Y como la mesa estaba preparada, cenamos con ellos. Luego —añadió— llegaron dos jóvenes con un violín y un tambor, tocaron para nosotros, y todos bailamos. Eso fue cuando todavía no había oscurecido.

—¿Y después?

—Cada una se fue con su acompañante. Yo estuve con un joven llamado… —cerró los ojos y dijo—: Ollerton.

—Ollerton ha muerto —dijo Cranston.

La señora Broadsheet abrió mucho los ojos, asombrada.

—¿Que ha muerto?

—Sí, lo han envenenado. Y a otro, Peslep, lo han apuñalado esta mañana mientras hacía sus necesidades en un excusado.

—¡Que Dios nos proteja, sir John!

La señora Broadsheet se llevó los dedos a los labios. Sin embargo, Cranston captó una pizca de malicia en su mirada. Le cogió las manos y se las apretó con fuerza.

—Ya lo sabíais, ¿verdad? No os hagáis la inocente.

—¡Sir John!

—¡Ya lo creo! —Cranston le apretó más fuerte la mano—. Decidme, ¿cómo es que la señora Broadsheet está al corriente de la muerte de dos escribanos recientemente asesinados?

—Me lo ha contado el Vicario del Infierno.

—¿El Vicario del Infierno? Y ¿qué tiene él que ver con unos importantes escribanos de la Cancillería de la Cera Verde?

La señora Broadsheet retiró las manos y compuso una expresión de inocencia.

—Os diré la verdad, sir John: yo no sé nada. El Vicario vino a mi casa; nos tomamos una copa de vino y después él se retiró con la joven Clarice. Me preguntó si estaba enterada de la muerte de los escribanos, y yo le contesté que no. —Se encogió de hombros y agregó—: Eso es todo.

Cranston bebió un sorbo de vino.

—¿Y la noche de la fiesta? —preguntó.

—Como ya os he dicho, sir John, bebimos y bailamos, y después cada una se retiró a otra habitación o buhardilla con su acompañante. Los escribanos estaban muy animados. ¡Era una combinación perfecta!

—¿Qué pasó a la mañana siguiente?

—Me desperté poco antes del amanecer. Ollerton estaba profundamente dormido a mi lado. Me vestí, recogí a las muchachas y vinimos aquí, a descansar. Después —añadió rápidamente— iniciamos nuestra jornada.

—Traed a las muchachas —ordenó Cranston.

La señora Broadsheet obedeció, y en un minuto llegaron las jóvenes ataviadas con vestidos largos, y con el cabello recogido bajo unos griñones de un blanco inmaculado. De no ser por sus risueñas miradas y por su aspecto descarado, podrían haberlas confundido con un grupo de devotas novicias de un convento. Se quedaron de pie alrededor de la mesa, con las manos cogidas y la cabeza agachada.

—Unas muchachas encantadoras —susurró sir John—. ¿Quién era el jefe? —le preguntó a la señora Broadsheet.

—¿Qué jefe, sir John?

—El jefe de los escribanos. ¿Quién organizó la fiesta?

—Alcest, por supuesto.

—Y ¿quién pasó la noche con él?

—Yo —contestó una joven rubia.

Cranston se le acercó y dijo:

—Levantad la cabeza. ¿Cómo os llamáis?

—Clarice, sir John. Clarice Clutterbuckle.

Sir John no prestó atención a las risitas de sus compañeras; sabía perfectamente que aquél no era el verdadero nombre de la joven.

—¿Estuvisteis con Alcest toda la noche, Clarice?

—Sí —afirmó la muchacha con un hilo de voz—. Nos retiramos a una cámara privada, señor forense; era muy pequeña: en ella sólo cabía la cama.

—¿Y?

—Estuvimos retozando y bebiendo vino. —Sonrió—. Me quedé dormida, y cuando desperté ya era de día, y la señora Broadsheet había venido a buscarme.

—¿Alcest seguía allí con vos?

—Sí, sir John, roncando como un animal.

—Y ¿no abandonó la habitación en ningún momento?

—A mí nadie me abandona en el lecho, sir John.

—¡Basta de tonterías! —gritó Cranston.

—Yo estaba dormida, sir John; pero si él hubiera salido de la habitación, yo le habría oído. Su ropa estaba donde yo la había dejado la noche anterior —agregó con una sonrisa.

—Y ¿lo mismo hicieron las demás?

Las otras jóvenes asintieron al unísono.

—¿No visteis nada sospechoso? —preguntó Cranston.

—No, sir John, nada.

Cranston las despachó; luego miró a la señora Broadsheet y dijo:

—Debieron de pagaros bien.

—Eso le comenté yo a Alcest —se apresuró a decir ella—: Lo cara que le iba a salir la noche. Me contestó que había ido a visitar a maese Drayton.

—¿A quién? —preguntó Cranston, sorprendido.

—A maese Drayton, el prestamista. Alcest le había pedido un préstamo. Los escribanos de la Cera Verde ganan mucho dinero, pero la fiesta les salió muy cara, desde luego.

Cranston, boquiabierto, se arrellanó en el asiento. De modo que Alcest había visitado a un prestamista y le había pedido dinero para financiar una noche de jolgorio. ¿Por qué motivo lo haría? Peslep tenía mucho dinero, y los cinco escribanos debieron de contribuir a pagar los gastos. ¿Qué necesidad había de pedir un préstamo? Y ¿por qué pedírselo a Drayton? ¿Por qué no pedírselo a los banqueros italianos?

—¿Qué ocurre, sir John?

Cranston miró a la señora Broadsheet.

—¿Os pasa algo? —insistió la mujer. Y con un deje irónico añadió—: ¿Queréis descansar un poco?

—No, señora, gracias. —Cranston se puso en pie—. De momento hemos terminado.

—Entonces, ¿no enviaréis a los alguaciles?

—No, señora. No será necesario.

Cranston cruzó la habitación y llamó a Flaxwith, que estaba sentado junto a la puerta con una jarra de cerveza en las manos.

—¿Qué hacemos ahora, sir John? —preguntó.

—Id al Cerdo Danzarín. Preguntadle al tabernero si alguno de los escribanos salió de su establecimiento durante el transcurso de la fiesta.

—¿Algo más, sir John?

—Sí, no os olvidéis de Stablegate y Flinstead.

—Hay algo más, ¿verdad?

—Sí, Henry, en efecto. —Cranston rodeó a Flaxwith con el brazo y se acercó a él para susurrarle al oído—: Buscad a vuestros mejores hombres y que vigilen esta casa. ¡Me apuesto una jarra de cerveza a que el Vicario del Infierno regresará!

Cranston retrocedió al abrirse la puerta de la taberna. Sir Lionel Havant entró con la mano en el puño de la espada, e hizo una reverencia.

—Sir John Cranston, os traigo una invitación personal de su alteza el regente. Quiere que os reunáis con él en sus aposentos del Palacio Savoy.

—Estoy cansado, sir Lionel, me duelen los pies de tanto andar, y por si fuera poco me he caído por una escalera.

Sir Lionel sonrió.

—Sir John, es una de esas invitaciones que no os aconsejaría rechazar. Nos han pedido que os escoltemos hasta el Palacio Savoy, tanto si os gusta como si no —añadió.

Cranston exhaló un suspiro y se volvió hacia Flaxwith.

—Haced lo que os he ordenado, y decidle a lady Maude que he recibido una invitación de su alteza y que no sé cuándo podré acostarme en mi cama.

Cranston salió a la calle; oyó un ladrido a su espalda, y sonrió con malicia. No le había advertido a sir Lionel Havant que no se acercara a Sansón. «Ojalá —pensó el forense—, pudiera llevármelo al Savoy, donde ese maldito perro podría mearse y morder tobillos a su antojo».

A la mañana siguiente, se celebró en San Erconwaldo el solemne funeral por Edwin Chapler. El ataúd se encontraba en la entrada de la mampara del coro, rodeado de velas rojas que encendieron cuando Athelstan inició la misa de réquiem. La señora Alison, acompañada de Benedicta, observó un respetuoso silencio mientras sacaban el ataúd, en el que había colocado sólo una rosa blanca, de la iglesia, y lo llevaban a la tumba que Pike, el excavador, había cavado antes del amanecer. Metieron el ataúd en la tumba; Athelstan lo roció con agua bendita y lo incensó con el turíbulo, cuyo aroma se extendió por todo el camposanto. Echaron la tierra y colocaron una cruz de madera sobre el túmulo, a la espera de que Tab, el calderero, hiciera otra mejor. Athelstan y Alison estaban hablando de ese asunto cuando Simplicatas, un feligrés, salió corriendo de la iglesia, gritando que se había producido un milagro.

—¡El crucifijo! —gritaba—. ¡El crucifijo de Huddle! ¡Está sangrando!

Athelstan, seguido de los demás, subió a toda prisa la escalinata de la iglesia. Un grupo de gente rodeaba el pequeño nicho donde estaba colgado el crucifijo. Al principio Athelstan no daba crédito a lo que veían sus ojos: las heridas de las manos, los pies, el costado y la cabeza de Cristo estaban teñidas de un rojo reluciente. En efecto, una gota de sangre, como un pequeño rubí, estaba a punto de caer. Huddle se encontraba arrodillado ante la cruz, con las manos unidas; a su lado estaban Watkin y Pike; al verlos, Athelstan pensó en los tres reyes magos ante el pesebre.

—¡Huddle! —gritó el fraile—. ¿Se trata de otro de tus trucos? —Estuvo a punto de añadir que en un sitio como San Erconwaldo no podían obrarse milagros, pero se mordió la lengua.

El pintor lo miró fijamente y tragó saliva.

—¿Cómo podéis decir eso, padre?

Alison se adelantó y tocó la gota reluciente, se llevó el dedo a los labios y lo lamió.

—Es sangre —declaró, pálida como la cera—. No es sangre de mentira, padre. —Hizo una pausa y añadió—: No es como la que usan los cómicos.

Athelstan se acercó y probó también la sangre; tuvo la misma sensación que la semana anterior, cuando se cortó el labio: un sabor salado y ácido. Retrocedió, intentando ocultar los temblores que sacudían su cuerpo.

La noticia empezaba a extenderse, y la iglesia se estaba llenando de feligreses.

—¡Fuera de aquí! —ordenó Athelstan levantando los brazos—. ¡Volved a vuestras casas! ¡Por el amor de Dios! —No sabía qué pensar; aquélla no era la primera vez que se obraba un milagro en San Erconwaldo. Miró con desconfianza a Watkin y a Pike, pero estaban enfrascados en sus oraciones.

Athelstan se quitó rápidamente la casulla y la sobrepelliza, se las lanzó a Crim y, cogiendo el lienzo de lino que utilizaba para secarse las manos después de tocar los Sacramentos, fue hacia la cruz. Tocó las manchas rojas con la tela y comprobó que el líquido parecía sangre.

—¿Qué hacéis, padre? —susurró Benedicta, que había seguido al fraile.

—Podría tratarse de un truco —explicó Athelstan—. El crucifijo es nuevo; podría ser un pigmento…

—Sólo he utilizado pintura normal —intervino Huddle.

Athelstan se quedó plantado delante de la cruz. Había limpiado el líquido rojo y reluciente; le dio un vuelco el corazón al ver que empezaba a aparecer de nuevo.

—¡Bajad el crucifijo! —ordenó a Watkin.

—No, padre. —El basurero se puso en pie y, apretando fuertemente los puños, dijo—: Este crucifijo es nuestro, padre; está en la nave, y la nave pertenece al pueblo.

—¡He dicho que lo bajéis! —insistió Athelstan.

—El cementerio es nuestro —terció Pike—; también el camposanto pertenece al pueblo. Vos mismo lo habéis dicho en más de una ocasión, padre.

Athelstan lo fulminó con la mirada. Quería coger el crucifijo y llevarlo al presbiterio, pero Watkin se le adelantó. Descolgó el crucifijo de la pared y, levantándolo como si fuera un estandarte, salió con él solemnemente por la puerta de la iglesia y bajó por la escalinata. El resto de feligreses lo siguieron.

—Dejad que hagan lo que quieran, padre —dijo Benedicta—; no os precipitéis.

—Lo siento, tengo que irme. —Alison extendió la mano, ofreciéndole al fraile una moneda de plata.

Athelstan sacudió la cabeza.

—El entierro de vuestro hermano ha sido una obra de caridad —dijo.

La joven se puso de puntillas y besó a Athelstan en las mejillas.

—Me quedaré en el Laúd de Plata hasta que se haya aclarado este misterio. —Miró a Benedicta y añadió—: Voy a recoger mis cosas.

—¿No deberíais acompañarla? —preguntó Athelstan a Benedicta al marcharse Alison.

—Hay una costurera trabajando en mi casa —contestó la mujer—: Ella le abrirá la puerta. ¿Qué pensáis hacer respecto al crucifijo, padre?

—¿Qué puedo hacer, Benedicta? Vos conocéis mejor que yo a estas gentes: para ellos lo sobrenatural es tan real como el sol, el viento y la lluvia. Los demonios rondan a los enfermos y matan a los recién nacidos; se esconden en los rincones y detrás de los árboles. —Athelstan se frotó la cara y prosiguió—: Según Watkin, por la noche, unos espíritus malignos acechan su casa, golpean el tejado y hacen crujir las vigas. Los demonios gimen con el viento, matan el ganado en los prados y hacen que se desborden los ríos. Un hermano me contó que en Blackfriars un feligrés extrajo un clavo de un ataúd medio podrido y lo clavó, sin que nadie lo viera, en un banco. El primero que se sentó en ese banco contrajo la misma enfermedad que le había provocado la muerte al hombre que yacía en aquel ataúd. —Esbozó una sonrisa y agregó—: Yo creo que si mis feligreses ven demonios y espíritus malignos por todas partes, también es natural que vean milagros y obras divinas: ángeles que descienden del cielo, reliquias que curan las más espantosas enfermedades y crucifijos que sangran.

De pronto la puerta se abrió de par en par.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Cranston al entrar en la iglesia—. Hermano Athelstan, ¿se han vuelto todos locos? ¡Están montando un santuario en el cementerio! —Cranston se quitó el gorro de castor y se golpeó la pierna con él—. Esos chalados —continuó— dicen que hay un crucifijo que sangra, están construyendo un altar y cobran un penique por rezar ante él. Han encendido velas, ¡y pretendían hacerme pagar a mí! Les he dicho que lo único que les va a dar el forense de la ciudad es una patada en el trasero. —Cranston miró a Benedicta, la abrazó y la besó con dulzura en las mejillas.

—¿Estáis bien, sir John? —preguntó ella, casi sin aliento.

—No, estoy muy mal. —El forense dio un golpe en el suelo con el pie—. Venid, Athelstan, os necesito; dejad a vuestros feligreses. ¡Están como cencerros!

—Tendría que quedarme… —repuso Athelstan.

—¡Tonterías! —bramó Cranston—. Vamos, hermano, dejadles hacer lo que se les antoje.

—Sir John tiene razón, hermano —añadió Benedicta con tono cariñoso—. Id con él: yo arreglaré la iglesia y la casa, y después iré al cementerio y los vigilaré.

Athelstan cerró los ojos y pidió a Dios que lo guiara. Sabía que sir John y Benedicta tenían razón: si se quedaba allí, sólo conseguiría preocuparse o interferir, y Watkin, además se ser un hombre muy corpulento, era tozudo como un buey.

Athelstan abrió los ojos y preguntó:

—¿Me llevo a Philomel?

—No, olvidaos del caballo —respondió Cranston—. He venido por el río. Moleskin nos espera en el embarcadero que hay cerca de Pissing Alley.

Athelstan salió de la iglesia con sir John y contempló, boquiabierto, el cementerio. Watkin se había dado prisa: había montado un Calvario amontonando tierra y piedras; en lo alto estaba el crucifijo, con velas encendidas debajo. Además había corrido la noticia: la gente entraba en tropel en el cementerio, y los curiosos pagaban a Pike y a Tab, mientras las esposas de Watkin y del excavador se paseaban arriba y abajo. Ambas iban armadas con unos garrotes de fresno, y fulminaban con la mirada a todo el que se atrevía a acercarse a su santuario sin haber realizado el pago de rigor.

—Si el padre prior se entera de esto —murmuró Athelstan—, hará que me corten la cabeza.

Cranston se detuvo y dijo:

—En ese caso, será mejor que no se lo contéis, ¿no os parece? —Le tiró de la manga y añadió—: Vamos, Athelstan; Moleskin nos espera, y tengo hambre.

Athelstan fue a la casa parroquial a buscar sus utensilios de escribir, y después sir John y él tomaron el estrecho callejón que conducía a la orilla del río. Se pararon en la casa de comidas de Merrylegs, donde sir John compró un pastel que se comió por el camino, relamiéndose y murmurando que Merrylegs merecía que lo nombraran caballero por los servicios prestados a los estómagos del reino.

—¿Estáis de buen humor, sir John? —le preguntó el fraile—. ¿Habéis dormido bien?

—Como un cochinillo —respondió Cranston—. Pero no por haber pasado una agradable velada, hermano. —Le describió la muerte de Ollerton y su encuentro con el Vicario del Infierno.

—Ya he oído hablar de él —dijo Athelstan—. Dicen que viste de negro y que tiene la cara llena de cicatrices.

—¡Tonterías! —exclamó Cranston—. Es un canalla, capaz de convencer a cualquier abogado, embaucar al más astuto embaucador y engañar al diablo. Ha cometido más delitos de los que él mismo podría recordar. Las autoridades han ofrecido una recompensa de cien libras esterlinas a quien lo capture, vivo o muerto. Al Vicario del Infierno le gustan las mujeres, y viceversa. Si alguien se atreviera a delatarlo a las autoridades, no viviría para contarlo.

—Y ¿decís que sabía lo de los escribanos de la Cera Verde?

—Eso y más. —Cranston se terminó el pastel—. La señora Broadsheet me dijo que Alcest había hecho negocios con Drayton.

—Qué jaleo —comentó Athelstan.

El fraile se detuvo y miró a un mendigo agazapado al fondo del callejón. El hombre tarareaba una melodía y se mecía suavemente. Delante de él había un saco con una barba de ballena.

—¡Una costilla del Leviatán! —pregonaba el individuo—. ¡Del monstruo marino! ¡Podéis tocarla por un penique!

Athelstan se le acercó y lanzó una moneda en el saco.

—Gracias, hermano, muchas gracias. ¡Tengo más barbas de ballena! —gritó el mendigo.

Athelstan sacudió la cabeza y se volvió hacia el forense.

—Así que la señora Broadsheet ha confesado que Alcest hizo negocios con Drayton; y por otra parte, el Vicario del Infierno está al corriente de la muerte de los escribanos de la Cera Verde.

—También sabemos —agregó Cranston— que, según la señora Broadsheet y sus muchachas, ninguno de los escribanos salió del Cerdo Danzarín la noche que asesinaron a Chapler. Además, está el asunto de esa aparente riqueza. ¿Cómo pudo financiar Alcest un banquete tan suntuoso? Por último tenemos la muerte de Ollerton: el asesino debía de estar en la habitación cuando el escribano se bebió la malvasía.

—¿Y el acertijo?

—La segunda es el centro del desasosiego y la base del horror.

Athelstan sacudió la cabeza, desconcertado.

—No tiene sentido, nada tiene sentido, sir John. ¿Por qué han matado a esos escribanos? ¿A qué vienen los acertijos? ¿Quién es ese misterioso joven, con capa y espuelas, al que han visto por la ciudad?

Bajaron al embarcadero.

—¿A dónde vamos ahora, sir John?

—Volvemos a casa de Drayton —dijo Cranston—. Ayer por la noche el regente me hizo ir al Palacio Savoy —Cranston se detuvo y aspiró la brisa del río—. Me dio de beber y de comer, me dio unas palmadas en el hombro y me dijo que era el hombre más honrado que conocía. Pero quiere recuperar su dinero, Athelstan, la plata que robaron de casa de maese Drayton. Gante la necesita urgentemente, por eso me interesa volver a casa de Drayton.

Bajaron los resbaladizos escalones hasta donde Moleskin los esperaba con su bote. El barquero los recibió con suma elegancia, como si fuera el capitán de un barco de guerra de la Corona. Los sentó en la popa, soltó el cabo y empezó a remar con fuerza, surcando el río, en cuyas aguas se reflejaba la luz del sol. Moleskin sabía que Cranston guardaría silencio; y el hermano Athelstan nunca le hablaba de los asuntos de que se ocupaban. Aun así, el fraile comprendió, por el brillo de los ojos de Moleskin, que ya le había llegado la noticia del gran milagro de San Erconwaldo.

—Antes de que me lo preguntéis —dijo Athelstan—, ya sé lo del milagro, Moleskin, o mejor dicho, lo del presunto milagro. Y sí, estoy enfadado. También estoy intrigado, pero eso puede esperar, ¡y no pienso decir ni una palabra más!

Moleskin lo miró con resignación y siguió remando, hasta que la barca llegó a Dowgate, junto al Steelyard, donde Cranston y Athelstan desembarcaron. El fraile se dio cuenta de lo acertado que había estado sir John diciéndole que no cogiera el caballo, pues las calles estaban abarrotadas: los comerciantes y vendedores ambulantes, aprovechando el buen tiempo, pregonaban sus mercancías a gritos mientras la gente iba de tenderete en tenderete. Subieron hasta el Cheapside, donde una multitud se agolpaba alrededor de un avispado cocinero que había montado su puesto en el centro del mercado para vender queso y vino. Los niños correteaban entre la gente; los mendigos, charlatanes, fulleros y descuideros merodeaban en busca de presas; los cómicos y los curanderos esperaban atentos a que apareciera alguien a quien despojar de su dinero.

En la escalinata de Santa María le Bow, un monje de aspecto andrajoso predicaba a voz en grito, enarbolando el puño; profetizaba el inminente fin del mundo y la llegada del anticristo. Athelstan y Cranston no tuvieron más remedio que escuchar su discurso, pues la gente les impedía circular. El monje explicaba que una malvada mujer había dado a luz recientemente al anticristo en cierta provincia de Babilonia, y que ese niño tenía dientes de gato y era monstruosamente peludo; el día de su nacimiento, unas horribles serpientes y otros monstruos habían caído del cielo, y a los ocho días el niño ya sabía hablar.

—¡Cielo Santo! —susurró Cranston—. ¡Cuando uno ve canallas como ése, el Vicario del Infierno parece un ángel!

Cruzaron el Cheapside y siguieron por un laberinto de callejas hasta la casa de Drayton. Un alguacil que montaba guardia ante la puerta rompió los sellos y les dejó entrar en la casa. Cranston y Athelstan bajaron a la contaduría; la enorme puerta con tachones de hierro seguía apoyada contra la pared. Se pusieron a registrar los rollos y los libros de contabilidad del prestamista muerto, revisando las transacciones que había realizado en los últimos días de su vida. De pronto Cranston dio un grito de triunfo, y llamó a Athelstan, quien fue hacia él esquivando la mancha de sangre que había en el suelo.

—¡Mirad! —exclamó Cranston.

Señaló con el dedo la página que estaba leyendo, y Athelstan leyó la entrada.

—Alcest estuvo aquí —exclamó el fraile—. Dos días antes del gran banquete en el Cerdo Danzarín, pero no pidió ningún préstamo, sino que vino a cambiar oro por monedas de plata. ¿Por qué lo haría?

Athelstan se quedó mirando la puerta y dijo:

—¿Creéis que a maese Drayton lo mataron nuestros escribanos, sir John? ¿Podría ser ésa la fuente de su reciente riqueza?

—Es posible —conjeturó Cranston—, pero eso tampoco explicaría la muerte de los escribanos.

—¿Y si todos ellos hubieran cometido el robo juntos y después se hubieran peleado —especuló Athelstan—, y lo que estamos presenciando ahora son las consecuencias de sus desacuerdos?

Cranston se rascó la barbilla y dijo:

—Me gustaría echarle el guante al Vicario del Infierno: en Londres no se mueve ni un ratón sin su permiso, y él podría arrojar algo de luz sobre este enigma. De todos modos, vamos a ver a nuestros nobles escribanos, a ver qué tiene que decirnos maese Alcest.