Capítulo V

Athelstan estaba en lo alto de la torre de San Erconwaldo, mirando por un enorme telescopio. Buenaventura le estaba diciendo algo, y Cranston lo llamaba desde abajo. Athelstan abrió los ojos y miró a su alrededor, sobresaltado; el gato había desaparecido. Entraba poca luz por la pequeña ventana que había encima de su cama. Athelstan bajó las piernas de la cama y se dio cuenta de que lo que lo había despertado eran los golpes que se oían en la puerta de la casa parroquial.

—¿Estáis bien, padre? ¡Padre!

Benedicta había entrado en la cocina.

—Estoy aquí arriba, Benedicta —dijo Athelstan frotándose la cara—. He subido a echar una cabezadita.

—¿Estáis bien, hermano Athelstan?

El fraile se levantó y se asomó por la escalera. Benedicta llevaba un vestido de verano de color verde claro, y una cadenilla de plata adornaba su cuello. Alguien, seguramente algún chiquillo, le había hecho una guirnalda de margaritas, y Benedicta todavía la llevaba en la cabeza, contrastando con su negro cabello. La mujer tenía tal expresión de congoja en los oscuros y hermosos ojos, que a Athelstan le dio un vuelco el corazón, pues en el fondo él amaba a aquella viuda, aunque jamás habría osado confesárselo. «Os amo apasionadamente», pensó, y, arrepentido, recordó el consejo que le había dado su maestro en el noviciado: «El que está hambriento, Athelstan, no es el cuerpo, sino el alma. El deseo físico es como una llama. A veces salta y chispea; otras arde suavemente. En cambio, el amor del alma es un fuego abrasador que no hay forma de sofocar».

—¡Athelstan! —exclamó Benedicta, golpeando el suelo con el pie—. ¿Habéis perdido la razón? ¡Os habéis quedado embobado mirándome!

—Estaba pensando —dijo Athelstan, sonriente—. Ya sé cómo va a ser la vida en el cielo.

Benedicta suspiró, exasperada.

—Athelstan, el consejo no tardará en reunirse. Ya sabéis cómo es Watkin. Si no estáis allí a la hora acordada, empezará la reunión sin vos. Además, hoy tenemos visita, una joven llamada Alison Chapler. ¡Y no sabía que había un cadáver en la capilla!

Athelstan se tocó los labios con las yemas de los dedos y exclamó:

—¡Que Dios nos ampare! Lo había olvidado, Benedicta: he estado con Cranston, y ya sabéis lo que eso significa.

Athelstan bajó la escalera a toda prisa, sujetó a Benedicta por los hombros y la besó en las mejillas.

—¿A qué viene esto, padre?

—Algún día os lo explicaré. ¡Esa pobre mujer!

Athelstan se apresuró a coger su estola y la ampolla de los óleos sagrados que guardaba en uno de los armarios de la cocina, se ató el cinturón alrededor de la túnica y salió corriendo. Hacía una tarde espléndida: el sol ya no calentaba excesivamente, y una refrescante brisa inclinaba la hierba y las flores del cementerio. Crim, el monaguillo, estaba orinando junto a la verja.

—¡Hola, padre! —dijo el muchacho por encima del hombro.

—¡Súbete las calzas ahora mismo! —le reprendió Athelstan—. Te tengo dicho que no hagas eso en el camposanto.

—Lo siento, padre, es que me han invitado a una bebida, dulce y refrescante. ¿A dónde vais, padre? He echado a la cerda de vuestro jardín. Suerte que no habéis llegado antes. —Crim corría junto a Athelstan sin parar de hablar un instante. Se volvió para ver si Benedicta los seguía y dijo—: ¡Ha venido Cecily, la cortesana!

—¿Qué? —Athelstan se paró—. Y ¿con quién iba?

—No lo sé —contestó el chiquillo, alicaído.

Athelstan le acarició el cabello y dijo:

—Ve y trae una vela encendida.

—Ah, en la capilla hay una mujer —añadió Crim—. ¿Hay un cadáver dentro? ¿Puedo verlo?

—Ve a buscar una vela, como te he pedido.

Athelstan siguió andando por el estrecho sendero que serpeaba entre las tumbas, las cruces y las losas. La pequeña capilla mortuoria se alzaba a la sombra de un tejo, en la parte más alejada del cementerio. La puerta estaba abierta. Dentro vio a Alison, arrodillada junto al cadáver de Chapler, metido en un ataúd de madera. Alison ya había encendido una vela y la había colocado en un nicho de la pared. Olía bien, y Athelstan no notó el olor a humedad. Alison se levantó al ver entrar al fraile; tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Lo siento —se disculpó Athelstan—: Me olvidé por completo.

—No pasa nada, padre —repuso Alison—. Le he comprado un ataúd a un enterrador que vive cerca de Crutched Friars, y me lo ha traído hasta aquí.

Alison fue a levantar la tapa del ataúd, y Athelstan la ayudó. Ahora el cadáver de Chapler ya no ofrecía un aspecto tan espantoso. Hasta le habían peinado el cabello, y Alison había llenado de romero los huecos que el cadáver dejaba en el ataúd. Alison se quedó de pie; Benedicta estaba detrás de ella, con las manos cogidas, y Athelstan inició la misa de difuntos. Ungió el cadáver: la frente, los ojos, la nariz, la boca, las manos y el pecho. Crim entró con una vela encendida en la mano. Cuando Athelstan hubo terminado, recitó la oración de los difuntos, y terminó con el réquiem.

—Concédele el descanso eterno, Señor.

Benedicta y Alison replicaron:

—Y que la luz eterna brille siempre sobre él.

Una vez recitada la oración, Athelstan ordenó que taparan el ataúd y lo cerraran.

—Ahora ya podemos llevarlo a la iglesia —declaró.

—No, padre: dejadlo aquí esta noche —dijo Alison esbozando una sonrisa que iluminó su delicado rostro—. A Edwin le gustaban la hierba, la soledad, las flores. Éste es un lugar muy agradable.

—¿Estáis segura de que queréis que lo enterremos en San Erconwaldo? —preguntó Athelstan.

—Sí, padre.

—En ese caso, mañana por la mañana, después del amanecer, celebraré una misa de réquiem. —Se volvió y dijo—: Os presento a Benedicta.

Las mujeres se sonrieron.

—Podéis quedaros con ella. Haré que Pike prepare una tumba. —Athelstan salió y señaló un rincón del cementerio—. ¿Qué os parece aquel rincón? En verano le da el sol.

Alison, llorosa, dio su aprobación. Athelstan se quitó la estola y se la dio, junto con los óleos, a Crim, pidiéndole que lo llevara todo a la casa parroquial.

—Entonces, señora Alison, ¿aceptáis mi invitación y os quedáis con nosotros?

—Sí, padre.

Benedicta la cogió del brazo y le preguntó:

—¿Os hace falta dinero?

—No —contestó Alison—, Edwin era un buen hermano: todo lo que ganaba me lo enviaba a mí.

—Ahora tenemos una reunión del consejo parroquial —explicó Athelstan—. Podéis esperar aquí, pero si lo preferís podéis acompañarnos.

Alison le apretó la mano a Benedicta y dijo:

—Me gustaría acompañaros, padre.

Athelstan se disponía a regresar con ellas por el sendero cuando Alison, muy erguida, dijo:

—Hermano Athelstan…

Al fraile le sorprendió la severa expresión del rostro de la joven; aquella mujer tenía algo misterioso, como si ocultara acero debajo de una capa de terciopelo.

—¿Qué ocurre, señora?

—Los asesinos de mi hermano… ¿Los apresaréis? ¿Creéis que los colgarán?

—¿Los asesinos? —dijo Athelstan—. Señora Alison, ¿qué os hace pensar que pueda haber más de uno?

—Oh —exclamó Alison—. Edwin era un hombre muy robusto; no debió de ser fácil acabar con él.

—¿Sospecháis de alguien? —preguntó Athelstan.

—De los escribanos —contestó ella—. Sobre todo de Alcest, que es el más arrogante de todos ellos. Edwin solía hablarme de él; no le caía nada bien, y a Alcest tampoco le gustaba Edwin.

—Sí, pero de ahí a cometer un asesinato… —dijo Athelstan—. Señora Alison, a veces a mí no me gusta alguno de mis feligreses, y sin embargo eso no es excusa para el peor de los crímenes.

—No era más que una corazonada, padre —repuso la joven, y se pasó un dedo por el labio inferior.

Athelstan sabía que Alison tenía razón: los escribanos de la Cera Verde ocultaban algo; pero ¿qué? ¿Un asesinato? Y ¿cómo podían haber matado a Chapler si esa noche la habían pasado de juerga en una taberna? Athelstan echó a andar por el sendero del cementerio; detrás de él, Benedicta consolaba a Alison, escuchando los detalles del asesinato de su hermano y asegurándole que sir John Cranston, pese a ser un gran aficionado al clarete, era astuto como un zorro, y un gran defensor de la justicia.

Llegaron a la entrada de la iglesia, donde Athelstan saludó al consejo parroquial.

—Os estábamos esperando, padre. ¡Llegáis tarde! —bramó Hig, el porquero, frunciendo el entrecejo.

—He tenido que ungir un cadáver —se disculpó Athelstan, y a continuación les presentó a Alison.

—¿Cómo os atrevéis a sermonear a vuestro párroco? —Watkin, el basurero, bajó por la escalinata, y estuvo a punto de derribar a Hig, el porquero, de un empujón. Watkin tenía un rostro carnoso y sonrosado y los ojos saltones, y, desde donde estaba, Athelstan percibió el fuerte olor a cerveza de su aliento—. Yo soy el jefe del consejo parroquial —añadió Watkin—, y soy el que habla con el párroco.

—¡No por mucho tiempo! —exclamó desde el fondo la esposa de Pike, el excavador.

Athelstan dio unas palmadas y, antes de que estallara una pelea, dijo:

—Calmaos, hermanos.

Ranulfo, el cazador de ratas, que pese al calor que hacía llevaba puestos el jubón negro y la capucha, abrió la puerta de la iglesia y los invitó a entrar. Athelstan le tiró de la manga a Cecily, la cortesana, que subía la escalinata lentamente, cogiéndose el vestido y balanceando provocativamente el trasero delante de Pike.

—Cecily —susurró Athelstan.

—¿Sí, padre? —La mujer, con sus ojos azul lavanda y su agraciado rostro rodeado de rizos dorados, parecía más angelical que nunca.

—¿Cuándo aprenderéis, Cecily —susurró el fraile—, fue sólo a los muertos les corresponde yacer en el cementerio?

—Pero padre —dijo Cecily abriendo mucho los ojos—, si sólo fui a coger unas flores.

—¿Es eso cierto?

—No, padre, pero es lo único que pienso deciros. —Y dicho eso, la descarada se escabulló.

Los miembros del consejo parroquial se reunieron cerca del baptisterio, sentándose en bancos dispuestos formando un cuadrado. Watkin ocupó el asiento de honor, a la derecha de Athelstan; Pike se sentó a su izquierda, y el resto se peleó, como de costumbre, por los otros asientos. Benedicta y Alison encontraron sitio en el banco opuesto al de Athelstan, y el fraile inició la reunión con una oración. Los temas a tratar eran los habituales: había que cortar la hierba del cementerio, y había que preparar el entierro del día siguiente. Todos miraban a Alison con compasión; Pike se ofreció para cavar la tumba, y Hig y Watkin, para transportar el ataúd de su hermano. Athelstan preguntó quién era el que se había emborrachado, dos noches atrás, delante de la iglesia. Nadie contestó, pero Bladdersniff, el alguacil, Pike y Watkin se pusieron a mirar el suelo como si no lo hubieran visto nunca antes.

—Y ahora —continuó Athelstan—, los preparativos del día de la Santa Cruz. Dentro de un mes, el catorce de septiembre, celebramos la festividad de la Exaltación de la Santa Cruz.

Aquella era la señal para que todo el mundo se levantara a contemplar el nuevo crucifijo de Huddle. El pintor, que no podía disimular su satisfacción, describió cómo había logrado su obra maestra. Todos expresaron su admiración y coincidieron en afirmar que esta vez Huddle se había superado a sí mismo.

—El día de la Santa Cruz es festivo —prosiguió Athelstan cuando todos se hubieron sentado de nuevo—. Celebraremos una misa y después bendeciremos el crucifijo.

—Yo lo llevaré —gritó Watkin.

—¡Ni hablar! —protestó Pike—. ¡Queréis hacerlo todo, Watkin!

—Yo no me acuesto con nadie en el cementerio —susurró el basurero con desprecio.

—¿Cómo decís? —La varonil esposa de Pike se inclinó hacia delante.

—Callaos. —Tab, el calderero, que se sentaba a su lado, le cogió la mano—. Ya sabéis que Pike tiene que cavar las tumbas y ocuparse de ellas.

Pike sonrió al calderero, y Athelstan comprendió que se estaban estableciendo nuevas alianzas en el consejo parroquial.

—Después de la bendición —continuó el párroco—, beberemos cerveza y haremos algunos juegos, y por la noche celebraremos el banquete parroquial.

—¿Y la procesión? —Pernell, la flamenca, se apartó el cabello de la cara.

Athelstan contuvo un gruñido: confiaba en que lo hubieran olvidado.

—Ya sabéis, padre —continuó Pernell—, que hay que dar una vuelta al cementerio con la cruz. ¿Quién hará de Cristo este año?

A continuación tuvo lugar una acalorada discusión sobre quién haría qué. Athelstan miró a Alison, que, como Benedicta, intentaba contener la risa. Al final se restableció el orden, pero sólo después de que Athelstan se levantara, diera unas palmadas y mirara con gesto amenazador a los miembros del consejo parroquial. Decidió que Ranulfo, el cazador de ratas, llevaría la cruz; Watkin y Pike harían de soldados romanos; los demás se repartieron el resto de los papeles. Sólo quedó una persona sin papel: la esposa de Pike, el excavador, que pagaba así por su carácter rencoroso y sus comentarios, cargados de malicia. Athelstan intentó cambiar el reparto o introducir algún personaje nuevo, pero la mujer se negaba a aceptar remiendos. Furiosa, miraba con odio a Cecily, la cortesana, quien le sonreía impasible.

—Padre —dijo Alison Chapler poniéndose en pie—, quisiera haceros una sugerencia. Mi familia procedía de Norfolk, y en mi casa siempre celebrábamos el día de la Santa Cruz. Me he fijado en que os falta un personaje: la Bruja Buena.

—¿La Bruja Buena? —preguntó Athelstan.

—Según la leyenda —explicó Alison—, la Bruja Buena era una mujer que vivía en el Valle de la Muerte, cerca de Jerusalén, y a la que todo el mundo odiaba.

Athelstan rezó para que nadie hiciera ningún comentario.

—Pues bien —continuó Alison—, cuando Cristo fue crucificado, ella se mantuvo a cierta distancia, y gracias a su fe, se transformó y se convirtió en santa.

Todos aplaudieron, y volvió a reinar la calma.

En una pequeña cámara de la planta baja de la Cancillería de la Cera Verde, sir John Cranston examinaba el cadáver de William Ollerton, el escribano muerto.

—Ese veneno debía de ser mortal. —Cranston le dio un puntapié al escribano en la bota, y añadió—: Muy pernicioso.

El forense tamborileó con los dedos sobre su barriga. Estaba sentado en su jardín, mirando cómo los gemelos jugaban con Gog y Magog, y reflexionando sobre su sabio tratado, Sobre el gobierno de Londres, cuando Flaxwith, el alguacil, llegó con la noticia. Cranston se marchó maldiciendo por lo bajo; la noticia de la muerte de Ollerton no tardaría en llegar al Palacio Savoy, y el regente empezaría a hacer preguntas. También Cranston tenía unas cuantas preguntas sin respuesta. Maese Tibault Lesures, que estaba a su lado, parecía a punto de desmayarse; estaba pálido y sudoroso, y no paraba de parpadear. El señor de los pergaminos se humedeció los labios y empezó a hacer movimientos nerviosos con los dedos. Los tres escribanos —Elflain, Napham y Alcest— parecían más serenos.

—Empecemos de nuevo —dijo Cranston—. ¿Tenéis una copa…?

—Sí, sir John —afirmó Lesures—. Cada uno tiene una copa con su inicial. A última hora de la tarde, terminadas nuestras tareas, tenemos por costumbre tomar una copa de malvasía; así nos quitamos el sabor a polvo de la boca y nos la endulzamos un poco.

—Y esas copas ¿estaban en una bandeja?

Cranston se apartó del cadáver y se acercó a una mesita donde estaban las copas, todavía medio llenas, en una bandeja de peltre. Cogió la de Ollerton, la olisqueó y percibió el dulce olor del vino, y otro olor acre. Sir John recordó lo que Athelstan había dicho sobre el arsénico y la belladona: «Ambos tienen un efecto mortal —le había explicado—, pero son fáciles de disimular».

Cranston cogió todas las copas y las olfateó.

—Y ¿quién lavaba las copas cada mañana?

—Lo hacíamos por turnos, sir John.

—¿A quién le tocaba hacerlo esta mañana?

Napham levantó una mano y dijo:

—Pero estaban todas limpias, sir John.

—De acuerdo. —Sir John se apoyó en la pared, y lamentó que Athelstan no se encontrara allí con él—. Necesito una lista de todas las personas que hoy han entrado en la Cancillería.

Lesures empezó a contar con los dedos.

—Veamos —dijo—. Los escribanos y yo, sir Lionel Havant, vos, sir John, el hermano Athelstan y la señora Chapler.

—¿Nadie más?

—Algún criado; suelen entrar a traernos mensajes, o pergaminos y plumas nuevas.

—Y sin embargo —continuó el forense—, el veneno lo pusieron en el mismo momento en que llegaba este críptico mensaje: «La segunda es el centro del desasosiego y la base del horror». —Cranston miró a los escribanos—. Tengo entendido que os gustan los acertijos y los jeroglíficos. ¿Sabe alguno de vosotros qué significa éste?

Los escribanos negaron con la cabeza.

—Dejadme continuar —dijo Cranston—. El que puso el veneno en la copa sabía a qué hora ibais a beberos la malvasía, y se encargó de que os entregaran el mensaje en ese preciso momento. Con lo cual se reduce el número de sospechosos, ¿no? —Se inclinó hacia delante.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Alcest.

—Lo que quiero decir es esto, joven: cuando Ollerton murió, yo estaba en mi jardín, Athelstan y la señora Chapler estaban en Southwark, y Havant, seguramente, en el Palacio Savoy; eso por lo que respecta a las visitas. En mi opinión, el asesino de Ollerton trabaja en la Cancillería de la Cera Verde, y podría estar ahora en esta habitación.

Sus palabras provocaron un coro de negativas enardecidas. Cranston dio unas palmadas y pidió silencio.

—Soy un hombre de ley, y mi trabajo consiste en descubrir pruebas. Ahora podría ordenar que os registraran: no todo el mundo lleva encima una bolsa de veneno.

—¡Bah! —Napham hizo un gesto de desprecio con la mano y se dirigió hacia la puerta, como si tuviera intención de marcharse.

—¡Si lo hacéis, ordenaré que os arresten, señor! —gritó Cranston—. Mi alguacil espera en la calle.

Napham volvió a su sitio.

—¡Cualquiera pudo entrar aquí! —protestó Alcest.

—¿Cualquiera? —preguntó Cranston—. Vosotros estabais aquí cuando murió Ollerton, y cualquiera de vosotros pudo ir a aquella taberna y matar a Peslep.

—Pero ¿qué nos decís de Chapler? —dijo Alcest en tono desafiante—. Podemos demostrar, sir John, que estábamos celebrando una fiesta en una cámara del Cerdo Danzarín cuando murió nuestro compañero.

—¿Teníais buena relación con él? —preguntó Cranston de pronto.

—¿Con quién?

—Con Chapler. ¿Os caía bien? Lo habéis llamado compañero.

—Chapler no era como los demás —respondió Alcest—; podéis preguntárselo a maese Tibault: Chapler era muy reservado. El sábado por la mañana, cuando se cerraba la Cancillería, antes del ángelus, él se iba a Epping a ver a su querida hermana.

—¿Sabéis si Peslep era rico? —preguntó Cranston.

—Era de buena familia.

Cranston cerró los ojos; estaba agotado. Le habría encantado interrogar a aquellos jóvenes, pero en realidad no podía decir nada más. No había ningún indicio real sobre el que trabajar. El forense se dirigió hacia la puerta.

—Que envuelvan el cadáver con una sábana —ordenó. Pensó en el Cordero de Dios, y entonces se acordó de lo que Alcest había dicho sobre el Cerdo Danzarín. Se volvió, con la mano en el picaporte, y dijo—: Maese Alcest, la noche que murió Chapler, ¿salisteis de la Cancillería y os dirigisteis directamente al Cerdo Danzarín?

—Así es.

—Y ¿estuvisteis solos en esa cámara reservada?

—Sí. Bueno, con otras personas.

—¿Había mujeres? ¿De dónde eran?

Alcest se frotó la boca.

—¡Vamos, maese Alcest! —bramó sir John—. Pagasteis a unas cuantas prostitutas, ¿no? Jóvenes cortesanas. ¿Quién era la jefa del grupo?

—Nell Broadsheet.

Cranston sonrió.

—Veo que no vais escasos de dinero —comentó—: Las muchachas de la señora Broadsheet son las más lindas y las más caras de Londres. ¿No es cierto que tienen una casa cerca de Greyfriars, un poco más allá de Newgate?

El joven asintió con la cabeza.

—Bien. En ese caso —dijo Cranston—, creo que iré a visitarla.

Cranston salió a la calle, donde Flaxwith lo esperaba apoyado en una pared. Sansón estaba sentado a su lado.

—¡Apartad esa bestia asquerosa de mí! —dijo Cranston—. Bueno, Henry, hoy voy a haceros un regalo. Tendréis que visitar el establecimiento de la señora Broadsheet. ¿Lo conocéis?

El alguacil se sonrojó y empezó a arrastrar los pies; incluso Sansón parecía más alicaído.

—¡Henry! —Cranston le sujetó la barbilla al alguacil—. ¡No me digáis que habéis estado mojando la pluma en el tintero de la señora Broadsheet!

—A veces me siento solo, sir John —murmuró Flaxwith.

—Pero si tenéis esposa —replicó Cranston—. La dulce Úrsula.

La expresión de confusión de Flaxwith se transformó de pronto en expresión de puro terror. Cranston recordó a Úrsula, una mujer fornida como una torre del homenaje, con la mirada penetrante y una lengua mordaz.

—Oh, sir John. Que quede entre nosotros, os lo ruego. A lady Úrsula… —Flaxwith se inclinó y dio unas palmadas a Sansón, que parecía aún más acobardado después de oír el nombre de la esposa de Flaxwith.

—¿Qué? —preguntó Cranston.

—A lady Úrsula… —Flaxwith tragó saliva— no le atraen los placeres de la carne.

Cranston pensó en los alegres revolcones que se daba con su esposa y, compasivo, le dio unas palmadas en el hombro al alguacil.

—Bueno, vamos a visitar a la señora Broadsheet, a ver qué puede contarnos ella de nuestros escribanos.

—Eso tenía que hacerlo yo —murmuró Flaxwith.

—Veréis, Henry —dijo Cranston, risueño, y le dio un codazo a su alguacil—, quiero asegurarme de que no os quedáis en esa casa más tiempo del imprescindible. Ah, por cierto, quiero que os enteréis de dónde pasaron la noche Stablegate y Flinstead, los dos escribientes de maese Drayton, el día que asesinaron a su patrón. Os lo pasaréis bien visitando las tabernas de la ciudad —añadió el forense—, y Sansón también.

El mastín giró la cabeza, con los labios ligeramente torcidos, a punto de gruñir. Cranston, precavido, sonrió, y siguieron atravesando el Holborn; pasaron por Cock Lane, que seguía cerrado y vigilado por los arqueros reales, y atravesaron la antigua muralla de la ciudad hasta llegar a Newgate. Los carniceros ya habían desmontado sus puestos, pero el olor a sangre y a despojos excitó a Sansón, quien brincaba de un lado para otro, recogiendo algún que otro bocado. Cranston atrapó a un carterista que iba siguiendo a dos ancianas que se dirigían a Santa María le Bow, cuyas campanas llamaban a misa; el farolillo del campanario ya estaba encendido. Cranston agarró al truhán por el cuello y le pegó un bofetón en la oreja con el que lo envió al otro lado de la calle.

—¿Sabéis una cosa, Henry? —Cranston se detuvo ante la oscura e imponente prisión de Newgate, donde se amontonaba la gente que esperaba para entrar a visitar a sus amigos o parientes—. Si el regente aceptara mi tratado sobre el gobierno de esta ciudad, haría que encendieran antorchas en todas las calles importantes.

Cranston señaló el patíbulo, donde estaban cubriendo de brea los cadáveres de cuatro criminales a los que habían colgado aquella mañana; después los colocarían en unas jaulas de hierro y los colgarían en las encrucijadas de las afueras de Londres, como advertencia. Los dos verdugos silbaban, felices con su tarea. De vez en cuando la brea salpicaba a las prostitutas que se apiñaban alrededor de la horca; los verdugos no se preocupaban por los amigos y familiares de los condenados, que esperaban pacientemente para enterarse de dónde iban a colgar a sus seres queridos.

—¿Qué ibais a decir, sir John? —preguntó Flaxwith.

—Eso lo eliminaría —masculló Cranston—. ¡Vamos!

El establecimiento de la señora Broadsheet estaba situado en un pequeño y tranquilo callejón. Era una mansión de tres plantas rodeada de jardín; la planta baja era una taberna con un arbusto colgado sobre la puerta. Los pisos de arriba eran lo que la señora Broadsheet llamaba su «capilla de reposo», donde sus clientes se citaban con las más hermosas meretrices de Londres. Flaxwith ató a Sansón fuera y le dijo que se portara bien. Éste, con las mandíbulas llenas de despojos que había ido recogiendo por la calle, contestó con un gemido.

La taberna era un lugar tranquilo y agradable: el techo era alto, y los juncos del suelo estaban limpios; las mesas estaban rodeadas de taburetes en buen estado, y no de barriles volcados. En la pared del fondo, ordenadamente colocados, había cubas y barriles de cerveza; de las vigas del techo colgaban jamones y sacos de cebollas, y había cestos de flores en los alféizares. De la despensa salían dulces aromas: la cocinera francesa de la señora Broadsheet estaba trabajando. Cranston chascó los labios, y se dio unas palmaditas en la barriga, pero permaneció en el umbral, deleitándose con aquellas imágenes y aquellos sonidos. Flaxwith, detrás del forense, tenía la mano encima de la daga. La casa de la señora Broadsheet tenía fama de ser el escondite de los bandidos de la ciudad, y sir John no iba a ser bien recibido allí.

Cranston dudaba entre hacer una entrada triunfal o entrar deprisa y subir por la escalera que había al fondo, y decidió lo segundo. Miró a su alrededor y reconoció muchas caras: ladrones, falsificadores, charlatanes, matones y algún que otro joven inocente que había salido a divertirse, dispuesto a alargar la fiesta hasta el amanecer. Entre esos personajes estaban las meretrices de la ciudad; no eran rameras normales y corrientes, sino, como afirmaba la señora Broadsheet, «damas refinadas que sabían complacer a un caballero». El forense acababa de decidir echar una carrera hasta la escalera cuando, de pronto, una voz gritó:

—¡Por los cuernos de Satanás! ¡Pero si es Cranston!

Los chiquillos que tocaban el violín, la flauta y la pandereta interrumpieron su suave música, al tiempo que todos callaban. Cranston se situó en el centro de la sala, se quitó el sombrero de castor e hizo una exagerada reverencia.

—Damas y caballeros, buenas noches. Sir John Cranston os presenta sus respetos.

—¡Que se vaya al cuerno! —gritó alguien.

Cranston ni siquiera se molestó en volverse.

—Ése ha sido Ned, ¿verdad? Ned el Retratista. Os aconsejo que midáis vuestras palabras, porque si no, querido amigo Ned, mañana mismo ordenaré que os arresten, acusado de contumacia contra un funcionario real. —Cranston separó las piernas y metió los pulgares en su ancho talabarte—. No seáis crueles con el viejo sir John. Aquí tengo a Henry Flaxwith, y fuera hay unos cuantos alguaciles más, por no mencionar a Sansón, el perro. Ya conocéis a Sansón, ¿verdad? No hay nada que le guste más que pegarle un mordisco a un jugoso tobillo.

—¿A qué viene ese tono, sir John? Es del todo innecesario.

Una mujer bajaba la escalera, con el rubio cabello recogido bajo un velo de lino con reborde plateado. Lucía un vestido granate oscuro, y una cadena de oro alrededor de la delgada cintura. Se movía despacio, lánguidamente, y caminaba con la cabeza muy alta, como si fuera una dama de la nobleza y no la dueña de una casa de dudosa reputación. Tenía el cutis aterciopelado, los ojos grandes y chispeantes. Lo único que le delataba era la boca, de labios delgados y ligeramente socarrones.

Cranston hizo otra reverencia y dijo:

—Señora Broadsheet, cuánto me alegro de veros.

—Me encantaría poder decir lo mismo, sir John.

Cranston se fijó en que la mujer había elevado el tono de voz. Se había quedado agarrada a la barandilla, como si no pensara acabar de bajar la escalera.

—Entonces, ¿soy bienvenido aquí? —preguntó sir John, intrigado.

—Por supuesto, sir John Cranston. Sois el forense de esta ciudad: mi casa es vuestra casa.

Sin pensárselo dos veces, Cranston subió la escalera con un par de zancadas. Oyó pasos amortiguados en el piso de arriba. Pese al cansancio, y pese a su corpulencia, sir John subió el siguiente tramo con gran agilidad, y tan deprisa que casi tropezó con el hombre que había en el rellano; llevaba una pequeña ballesta, con la que le apuntaba en el pecho. Cranston se quedó mirando el rostro sonriente del joven. Aquel individuo, con unos bonitos ojos, tez cetrina y cabello oscuro, le recordó a Athelstan.

—¡El Vicario del Infierno! —Cranston miró al joven de arriba abajo; iba vestido de negro, como de costumbre. Detrás de él, una muchacha envuelta en una sábana miraba, nerviosa, al forense—. ¡Vuelve a tu habitación! —le ordenó Cranston, y puso la mano en el puño de su daga.

El joven se le acercó un poco más y dijo:

—No cometáis ninguna estupidez, sir John.

—Vais a venir conmigo —gruñó Cranston.

—Uno no siempre consigue lo que quiere, sir John.

El Vicario del Infierno levantó la ballesta. Sir John se encogió, pero en lugar de disparar, el Vicario del Infierno le dio un empujón a Cranston, que cayó rodando por la escalera.