¿Creéis que podríais reconocerlo? —preguntó Cranston.
—No, señor; no me fijé mucho en él, sólo lo vi desde lejos cuando se marchó detrás de maese Peslep.
La sirvienta abandonó la habitación y Athelstan y Cranston iniciaron el registro. Alison, que parecía aburrida, se sentó en una butaca y empezó a dar golpecitos con el pie, como si estuviera impaciente por salir de allí. Finalmente, Athelstan encontró la caja de escribir del difunto escribano. Como estaba cerrada, Cranston rompió el cierre con su daga, y vació el contenido sobre la mesa. Lo que más les llamó la atención fue un rollo de pergamino con una lista de acertijos que examinó inmediatamente.
—A estos escribanos les gustan mucho los jeroglíficos —murmuró.
—Es algo más que un juego —explicó Alison—; mi hermano siempre me hablaba de esos acertijos, y me pedía que buscara algunos nuevos.
—Y el asesino lo sabía —comentó Athelstan—. Cogió otro rollo más pequeño, lo desenrolló y soltó un silbido. —Mirad esto, sir John.
Cranston lo cogió y examinó la lista de cifras.
—Es de Orifab, el orfebre de Cheapside —murmuró. Miró el total escrito al final, cerca de la fecha, que correspondía a dos semanas atrás—. Maese Peslep era un hombre rico —observó—, tan rico que no entiendo por qué trabajaba de escribano en la Cancillería.
—Muchos escribanos proceden de familias acomodadas —terció Alison. Se acercó a sir John y miró por encima de su hombro—. Son los hijos menores de los nobles —prosiguió—; sus hermanos mayores heredaban las tierras o tomaban los hábitos.
Cranston dejó el rollo en la caja.
—Diré a mis alguaciles que vengan a sellar la habitación —dijo—. ¿Hay algo más?
Athelstan negó con la cabeza y contestó:
—Efectos personales, pero nada importante.
Salieron de la habitación de Peslep; Cranston cerró la puerta y, tras decirle a la sirvienta que la llave la guardaría él personalmente, salieron a la calle. Alison iba en silencio, un poco rezagada, mientras que Cranston y Athelstan se abrían paso por entre la muchedumbre hacia el albañal de la ciudad. Finalmente llegaron a la casa donde se hospedaba Chapler, un edificio destartalado de dos plantas que parecía metido con cuñas entre la taberna que había a un lado y la bodega que había al otro. El entramado de madera estaba torcido; el yeso, desconchado, y la pintura blanca se desprendía. La portera, una anciana andrajosa, los saludó con una sonrisa sin dejar de mascarse las encías.
La anciana les confirmó que maese Chapler vivía allí. La puerta de su habitación estaba abierta; el amigo de Chapler había pasado por la casa.
—¿Cuándo? —preguntó Cranston.
—Esta mañana, temprano, cuando las campanas tocaban a maitines.
La descripción de la anciana coincidía con la de la sirvienta: un joven con capa y capucha, y con espuelas en las botas de montar. No le había visto la cara, pero aquel desconocido le había dado una moneda.
Subieron por la desvencijada escalera, y Athelstan frunció la nariz, pues la casa apestaba. Los ratones correteaban entre sus pies, y el fraile se imaginó cómo habría disfrutado Buenaventura, su gato, en un sitio como aquél. La puerta del piso superior estaba entreabierta. Athelstan fue el primero en entrar, y se dirigió hacia las ventanas para abrir los postigos. Pese al mal estado de la casa, aquella habitación era bonita, y las paredes estaban recién pintadas de color verde claro. El suelo del salón y de la pequeña cocina estaba limpio, y los muebles, bastos pero sólidos, también estaban impecables. Alison miró alrededor, se tapó la cara con las manos y rompió a llorar. Cranston se le acercó y la rodeó con su enorme brazo.
—¡Tranquila, chiquilla! ¡Tranquila! Mi hermana perdió a su marido; lo mataron cuando luchaba contra los españoles en el Canal. Estas cosas no se olvidan, pero uno aprende a convivir con ellas, y así se supera el sufrimiento.
A Athelstan, que se había sentado en la cama, le sorprendieron las palabras de sir John. Él también había tenido que superar la muerte de su hermano Francis cuando, hacía ya muchos años, ambos se alistaron en el ejército del rey para combatir en Francia. A Francis lo mataron, y Athelstan regresó al noviciado. Pagó un precio muy elevado por el delito de deserción y por haber sido, en parte, responsable de la muerte de su hermano. Sus padres murieron sumidos en la tristeza, y su orden nunca olvidó lo sucedido. Ahora, en lugar de ser becario, era el párroco de San Erconwaldo, en Southwark. Pero ¿seguiría siéndolo mucho tiempo?
—¡Hermano!
Athelstan despertó de su ensueño e inició el registro con Cranston. Tal como habían imaginado, hallaron varios acertijos, cartas y listas de provisiones, pero nada destacable. Lo que no encontraron fueron las señales de lujo y riqueza que habían visto en casa de Peslep. Después sir John abrazó a la llorosa Alison, y Athelstan se reunió con ellos.
—Aquí no hay nada, sir John: absolutamente nada.
Cranston se separó de la joven y le sujetó la mano. Le cogió suavemente la barbilla y le levantó la cabeza.
—Haré que sellen la habitación —le prometió—. Enviaré a un alguacil, un hombre llamado Flaxwith; es de confianza. Él se encargará de empaquetar todas las pertenencias de vuestro hermano y de que las guarden en el ayuntamiento.
La joven le dio las gracias.
—Será mejor que me marche. Como ya he dicho, me hospedo en el Laúd de Plata, en Milk Street; me gustaría que enviaran las pertenencias de mi hermano allí.
—¿Queréis que os acompañemos? —preguntó Athelstan.
—Oh, no. Ya encontraré el camino. —Alison se acercó al fraile y le besó en las mejillas—. Si os parece bien, hermano, más tarde iré a San Erconwaldo para velar el cadáver de mi hermano.
—Por supuesto —replicó Athelstan.
Alison los dejó, y Cranston y Athelstan la oyeron bajar la escalera. Entonces Cranston se frotó la cara.
—Necesito un buen pastel de carne, hermano: con la corteza dorada y blanda, y jugoso por dentro. —Tomó al fraile del brazo y añadió—: Y, por la autoridad que ostento, os pido que me acompañéis al Cordero de Dios.
—No tenéis ninguna autoridad sobre la Santa Madre Iglesia —bromeó Athelstan.
—Entonces, acompañadme como amigo.
Encontraron la taberna favorita de sir John medio vacía; la atmósfera estaba cargada de agradables olores procedentes de la despensa de la parte trasera. Leif, el mendigo cojo, estaba sentado junto a la ventana que daba al jardín, en el sitio de sir John. Al ver entrar al forense, se levantó.
—¡Por los cuernos de Satanás! —bramó Cranston.
El mendigo, que llevaba el grasiento y rojizo cabello peinado hacia atrás, dejando al descubierto el pálido y delgado rostro, se abalanzó sobre ellos como un saltamontes.
—¡Sir John! ¡Sir John! ¡Que Dios os bendiga, hermano! Me envía lady Maude para deciros que tenéis la comida en la mesa. ¡Tres chuletas de cordero asado con romero! Los gemelos se han peleado, y Gog y Magog han robado la carne de buey que pensabais comeros esta noche. Blaskett, vuestro criado, dice que necesita la llave para limpiar vuestra habitación. Maese Flaxwith, el alguacil, os ha estado buscando. Un joven noble, sir Lionel Havant, ha pasado a veros. En el mercado han detenido a dos carteristas. Osbert, vuestro escribiente…
—¡Cállate, Leif! —bramó Cranston—. ¡Cállate, por el amor de Dios!
—Como ordenéis, alteza. —Leif hizo una reverencia—. Iré a ver a lady Maude y le diré que estáis aquí, pero que no tardaréis en ir a casa.
Sir John estiró un robusto brazo y cogió a Leif por el hombro; el mendigo hizo una mueca de dolor.
—Pensándolo bien, sir John, si me pagarais una cerveza, me sentaría en el jardín y…
Leif atrapó el penique que le lanzó sir John, y salió a toda prisa de la cervecería. Se sentó en el jardín, de espaldas a la ventana, pero de vez en cuando giraba la cabeza y miraba al forense con despecho. Sin embargo, Cranston estaba embelesado, y se frotaba las manos mientras la esposa del tabernero, solícita, revoloteaba a su alrededor.
—Una jarra de cerveza —dijo Cranston con su vozarrón—. Y uno de esos pasteles de carne, con la cebolla tierna mezclada con la carne, y una jarra de… —Se quedó mirando a Athelstan.
—Cerveza rebajada —dijo el fraile.
—Un poco de cerveza para mi amigo el monje, y si queréis acercaros, señora, os daré un beso en esas sonrosadas y redondas mejillas.
La esposa del tabernero fue a refugiarse en la cocina.
Athelstan se apoyó en la pared; notaba el frío del yeso en la nuca. Sir John no paraba de hablar, pero él no le prestaba demasiada atención; cerró los ojos y pensó en todo lo que había visto desde aquella mañana: aquellos dos jóvenes a los que la muerte había sorprendido, el llanto de Alison, los engreídos escribanos de la Cancillería de la Cera Verde, los rostros burlones de Stablegate y Flinstead y el cadáver de Drayton tendido en su solitaria contaduría. ¿Cómo habían asesinado al prestamista?
Un criado le llevó el pastel y la cerveza a sir John. Athelstan se tomó su cerveza y dejó disfrutar al forense, que exclamaba de placer, ensalzando el aroma de la carne de buey y la intensa dulzura de la cebolla. El fraile sólo pedía que Cranston no empezara de nuevo con las preguntas de siempre: ¿Iba a mandarlo el padre prior lejos de Southwark? ¿Era cierto que Athelstan pudo haber sido becario en Oxford? Así que, mientras el forense se secaba las manos con un lienzo, Athelstan tomó la iniciativa.
—Tengo que marcharme, sir John. Nos enfrentamos a un verdadero misterio: estoy seguro de que Stablegate y Flinstead son tan culpables como Judas, pero no sé cómo mataron a Drayton. —Exhaló un suspiro y añadió—: En cuanto al asesinato de esos dos escribanos de la Cancillería de la Cera Verde, su muerte es tan desconcertante como su vida.
—¿Qué queréis decir? —Cranston ignoró el juego de palabras.
—Veamos. —Athelstan cogió la jarra de cerveza con ambas manos—. Por una parte tenemos a un escribano al que golpearon en la cabeza y arrojaron al Támesis, y a otro lo han apuñalado cuando estaba sentado en un excusado. En el segundo cadáver el asesino ha dejado unos acertijos. Chapler era pobre, pero Peslep era muy rico. Y ¿quién es ese misterioso joven que al parecer los conocía a ambos?
—Así pues, ¿qué proponéis que hagamos?
—Decidle a Flaxwith —contestó Athelstan vaciando su jarra— que compruebe si Stablegate y Flinstead estaban donde afirman que estaban. Y lo mismo con esos escribanos de la Cera Verde. ¿Pasaron la noche en el Cerdo Danzarín? Y ¿dónde estaba Lesures, el señor de los pergaminos?
—¿Algo más?
—Sí. Haced uso de vuestra autoridad, sir John, para interrogar a Orifab. Descubrid la fuente de la riqueza de Peslep.
Cranston lo miró con gesto lastimero y dijo:
—Supongo que os quedaréis un rato y os tomaréis otra jarra, ¿no?
—No, sir John. Y vos tampoco deberíais seguir bebiendo: lady Maude y los gemelos os esperan.
Athelstan se levantó, hizo la señal de la cruz y salió de la taberna. Se tapó la cabeza con la capucha y, metiendo las manos en las mangas de la túnica, echó a andar, con la vista clavada en el suelo. Cuando subía por el Poultry hacia Walbrooke, se sintió acalorado y sudoroso, y se le ocurrió bajar a la orilla del río; quizá Moleskin, el barquero, lo llevara hasta Southwark. A Athelstan le gustaba la fresca brisa del río, su olor penetrante. Además, siempre le había complacido ver qué barcos entraban en el puerto. A veces, cuando había alguna carabela veneciana, Athelstan buscaba a su oficial de derrota, pues en su orden corría el rumor de que los venecianos tenían mapas secretos y navegaban por mares a los que ningún barco inglés se atrevería a llegar. Se contaban historias legendarias sobre barcos que habían pasado el Estrecho de Gibraltar y, en lugar de virar hacia el norte y entrar en el golfo de Vizcaya, habían seguido navegando hacia el sur bordeando la costa occidental de África.
Athelstan se detuvo ante una pequeña estatua de Nuestra Señora que había en Candlewick Street, cerca de la Piedra de Londres; luego cerró los ojos y rezó una ave maría, pero estaba distraído. Le habría encantado hablar con aquellos marinos: si la tierra era plana, ¿por qué nunca llegaban al borde? Y ¿eran las estrellas del cielo diferentes cuanto más se acercaban al sur?
Se le acercó un chiquillo con la cara tiznada.
—¡Dadme vuestra bendición, padre! —le suplicó dando brincos.
—Por supuesto. —Athelstan se quitó la capucha.
—Una bendición de verdad, padre. —Al niño le brillaban los ojos.
—¿Por qué? —preguntó Athelstan con curiosidad.
—Porque acabo de pellizcar a mi hermana —contestó el chiquillo—, y si no me dais vuestra bendición, mi madre me pegará.
Athelstan posó una mano en la acalorada frente del niño.
—Que el Señor te bendiga y te proteja —dijo—, que te muestre su rostro y se apiade de ti. —Levantó la mano derecha y prosiguió—: Que el Señor te sonría y te conceda la paz, que te bendiga y te guarde todos los días de tu vida. —Metió la mano en su bolsa y extrajo un penique, y sin soltar al chiquillo, dijo—: Cómprale unos dulces a tu hermana. Sé siempre generoso, y el Señor será generoso contigo.
El niño cogió la moneda y se alejó corriendo. Athelstan se sintió mejor. «No, no bajaré al río —pensó—; iré a ver a la vieja Harrowtooth».
Siguió caminando por Candlewick hasta llegar a Bridge Street. Junto a la torre de entrada estaba maese Roben Burdon, el guarda del puente, padre de nueve hijos. El hombre, de reducida estatura, se paseaba ufano por el puente, contemplando los largos palos en los que estaban clavadas las cabezas de varios traidores ejecutados.
—Buenos días, maese Burdon. ¿Tengo permiso para cruzar vuestro puente?
—Tenéis autorización de la Santa Madre Iglesia —replicó Burdon, siguiéndole la corriente—, y del señor forense, ¡que el Señor bendiga sus calzas y todo lo que hay dentro de ellas! ¿Qué es lo que queréis en realidad, padre?
Athelstan respiró hondo, pero sintió náuseas a causa del hedor procedente de un montón de pescado podrido apilado junto a la barandilla del puente. Burdon se dio cuenta y dijo:
—Ya lo sé, padre: tengo que arrojarlo al río, junto con el desgraciado que lo ha dejado ahí.
—¿Dónde vive la vieja Harrowtooth? —preguntó Athelstan.
Burdon chascó los dedos, y Athelstan lo siguió. Tuvo la misma sensación de siempre: el puente era una calle, con casas y tiendas a ambos lados, y sin embargo notaba el agua que corría por debajo, atrapada como un alma aprisionada entre el cielo y el infierno. Burdon se paró junto a la puerta de un sastre y dio unos fuertes golpes. Harrowtooth, la cabeza envuelta en una aureola de cabello gris, abrió la puerta de par en par.
—¡Vete al infierno! —gritó la anciana al ver a Burdon.
—¡Después de ti, zorra inmunda! —le contestó Burdon.
—Ya basta —intervino Athelstan—. Gracias, maese Burdon. Señora Harrowtooth, ¿puedo hablar con vos un momento?
Burdon los dejó, pero mientras se alejaba se volvió e hizo un gesto obsceno con el dedo corazón. Harrowtooth quiso contestarle, pero Athelstan le sujetó la mano.
—Os lo ruego, señora. ¿Me concedéis unos minutos de vuestro tiempo?
La anciana se volvió y entrecerró los ojos para protegerse de la luz.
—¿No sois vos el dominico de Southwark?
—¿Puedo entrar?
—No, no podéis entrar. No dejo entrar a ningún sacerdote aquí: son todos unos ladrones.
—No voy a robaros nada. —Athelstan levantó las manos.
—Hace un bonito día —dijo Harrowtooth. Señaló hacia el otro lado de la calle y añadió—: Podemos dar un paseo por el callejón que da al río.
Athelstan suspiró: no tenía escapatoria. El callejón estaba lleno de basura acumulada, y el hedor era insoportable. El fraile se apoyó en la barandilla del puente; corría una fresca brisa, y desde allí se oían los gritos de los barqueros. Río abajo, dos enormes barcos de guerra de la Corona se preparaban para salir a patrullar por el Canal de la Mancha; varias barcazas y botes de mercaderes se balanceaban a su alrededor, minúsculos a su lado.
—Me encanta este sitio —comentó Harrowtooth—. Mi padre solía traerme aquí.
—¿Vuestro padre?
—Era sacerdote —dijo esbozando una sonrisa—. Cuando murió mi madre, él inició un peregrinaje para reparar sus pecados; el muy vago nunca regresó.
—¿Qué sabéis de Edwin Chapler? —preguntó Athelstan bruscamente.
—Ah, ese joven escribano al que arrojaron al río. —Harrowtooth sorbió por la nariz y añadió—: Yo lo vi. Seguramente fui la última persona que lo vio antes de que se presentara ante Dios.
—Excepto el asesino —le corrigió Athelstan.
—¡Ah, claro!
—Decidme, ¿qué visteis, madre?
—¡Yo no soy vuestra madre! —protestó Harrowtooth; pero luego, apoyándose en la barandilla, le contó a Athelstan que había entrado en la capilla de Santo Tomás Becket, que había encontrado a Chapler rezando allí y que lo había notado nervioso.
—Y ¿no visteis a nadie más?
—A nadie más, padre.
—¿Visitaba a menudo Chapler la capilla de Santo Tomás Becket?
—Sí, ya lo creo. Una vez lo vi… —se apresuró a añadir al ver el penique que Athelstan tenía en la mano—. Lo vi… Por cierto, padre, podéis llamarme madre siempre que queráis. Lo vi con otro joven, muy bien vestido. Aquí, en el puente.
Athelstan le pidió a la anciana que describiera al desconocido, pero ella sacudió la cabeza:
—Ya os he dicho todo lo que sé, padre.
Athelstan le dio el penique. Luego cruzó de nuevo el puente, siguiendo a Harrowtooth con la mirada. La anciana esperó a que se abriera un espacio entre los carros y las mulas, y se escabulló como una araña que huye de la luz. Athelstan se dirigió hacia Southwark. Cerca del priorato de Santa María Overy, Mugwort, el campanero, y Pernell, la anciana flamenca, que entonces llevaba el cabello teñido de naranja, hablaban con Amisias, el sastre. Los tres feligreses se volvieron para saludar a Athelstan. Al fraile le habría gustado pararse y preguntarles de qué hablaban tan animadamente, pero siguió su camino. Pasó por delante de la casa de Simón, el carpintero, y se alegró de ver que a Tabitha, una viuda a cuyo marido habían colgado hacía poco, le iban mejor las cosas. Athelstan se preguntaba si serían ciertos los rumores de que el difunto carpintero tenía muy mal carácter, y que pegaba a menudo a su pobre esposa.
Siguió caminando por las calles llenas de destartalados tenderetes y casuchas. El aire estaba impregnado de los acres olores de los patios de curtido; pero el aroma que salía de la tienda de pasteles de Merryleg era más dulce y atrayente que nunca. El barrio estaba bastante animado: perros y chiquillos correteaban por las calles, y las gallinas picoteaban en los estercoleros. Úrsula, la cerda favorita de la porquera, salió por un callejón, con las orejas ondeando y los flancos temblorosos. El animal se paró, levantó el hocico y miró fijamente a Athelstan. El fraile estaba seguro de que, si los cerdos podían sonreír, aquella acababa de hacerlo.
«Ojalá llevara un bastón», pensó Athelstan, recordando con pesar las suculentas coles que aquella bestia le había robado del jardín. Pero suspiró, hizo la señal de la cruz y prosiguió su camino. En la escalinata de la iglesia no había nadie; sólo Buenaventura, el enorme gato tuerto, que estaba tumbado en un escalón con aire disoluto, como un emperador romano. Cuando Athelstan se le acercó y se agachó a su lado, el gato abrió su ojo bueno.
—Eres el gato más pacífico que he visto —susurró Athelstan acariciándole suavemente las raídas orejas.
El fraile abrió la puerta de la iglesia y entró, aspirando con placer el aire impregnado de incienso. La nave estaba vacía; Athelstan sintió remordimientos, porque aquel día debería haber habido escuela. Comprobó la lámpara del tabernáculo, un pequeño farolillo rojo que relucía en la oscuridad bajo la píxide de plata que colgaba de una cadena sobre el altar mayor. Cuando se disponía a bajar las gradas del altar, olfateó el aire y murmuró:
—Pintura fresca.
Entonces recordó que Huddle, el pintor, y Tab, el calderero, habían terminado un nuevo crucifijo que pensaban colgar en el pequeño nicho situado detrás de la pila bautismal. Athelstan fue a examinarlo, y observó que la pared que había detrás de la pila estaba decorada con una pintura muy llamativa en la que aparecían varias almas con forma de gusanos, a las que un demonio con cuerpo de mono y cabeza de macho cabrío introducía a empujones en un horno encendido.
—Demasiado violento —murmuró Athelstan contemplando las llamas que Huddle había pintado, y que devoraban a los negros diablillos y otras grotescas bestias del infierno. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue el crucifijo. Era muy grande: medía al menos un metro de alto y medio metro de ancho; la cruz era negra, y la figura de Cristo, blanca como el alabastro. El Cristo, que se retorcía de dolor, tenía la cabeza cubierta de espinas, el semblante cansado, y Huddle había pintado la sangre que le brotaba de las heridas de las manos, los pies y el costado. Debajo estaba la aportación de Watkin, el basurero y jefe del consejo parroquial: un nuevo candelabro de hierro forjado, con pequeños pinchos para clavar las velas de devoción.
Athelstan analizó el conjunto con atención. «Demasiado vivido», pensó, pero admiraba la habilidad de Huddle, y sabía que sus feligreses examinarían meticulosamente todos los aspectos de la cruz en la reunión del consejo parroquial que iba a celebrarse aquella noche. Athelstan hizo una genuflexión mirando hacia el tabernáculo, cerró la puerta y fue a la casa parroquial, con Buenaventura enganchado a los talones.
Lo primero que hizo fue ir a ver a Philomel, su viejo caballo. Lo encontró bien, apoyado contra la pared, con los ojos cerrados, mascando la avena que le quedaba. Athelstan entró en la casa; la cocina y el pequeño salón estaban limpios y ordenados, habían cambiado los juncos del suelo y habían esparcido flores y hierbas secas sobre ellos. La mesa de madera que había ante el hogar de la cocina estaba fregada, y en la despensa había pan fresco, queso y un tarrito de dulce de almendras. El fraile cerró los ojos y bendijo a Benedicta, la viuda que le limpiaba la casa. Cogió la comida y regresó al salón, y llenó de leche el cuenco de Buenaventura, quien se sentó en la mesa y se puso a beber, levantando de vez en cuando la cabeza para mirar a su amo. Pero Athelstan pensaba en otras cosas; mientras masticaba, despacio, con los ojos entrecerrados, recordaba los problemas a que se había enfrentado aquella mañana, sin entender cómo habían podido asesinar al prestamista.
«Piensa, Athelstan. Tiene que haber una solución, por el amor de Dios».
Dejó el trozo de queso que tenía en la mano, cerró los ojos y recordó la contaduría de Drayton. Era un cuadrado de piedra: cuatro paredes, un techo y un suelo sellados por una única puerta de roble con tachones de hierro, cerradura y cerrojos. ¿Cómo había entrado el asesino, y cómo había salido con la plata? Cabía la posibilidad de que hubiera llamado a la puerta y Drayton hubiera abierto, pero ¿quién habría podido cerrar la puerta con llave y echar los cerrojos después? Athelstan recordó la casa: ¿cómo salió el asesino, asegurándose de que dejaba todas las puertas y las ventanas cerradas? Athelstan abrió los ojos y sacudió la cabeza; vio que el pedazo de queso había desaparecido, y amenazó al gato con el dedo índice.
—No codiciarás el queso de tu prójimo, Buenaventura.
El gato se relamió con su lengüecita rosada y Athelstan se puso a pensar en los asesinatos de los dos escribanos de la Cancillería de la Cera Verde. A Chapler lo habían matado de forma brutal: golpeándolo en la cabeza y arrojándolo al Támesis desde el Puente de Londres. Pero ¿por qué motivo? ¿A quién podía interesarle matar a un escribano? Y ¿quién era aquel misterioso joven con el que Chapler se había reunido, y que seguramente era el responsable de la muerte de Peslep? ¿Y la fortuna de Peslep? ¿La había conseguido por medios legítimos? ¿Y sus colegas? ¿Por qué había tenido Athelstan, en su presencia, aquella sensación de…? Reflexionó un instante: sí, de maldad, una sensación de maldad. ¿Y los acertijos? ¿Qué sentido tenían? Un rey que vence a su enemigo, pero al final, vencedores y vencidos acaban en el mismo sitio. ¿Y el otro, el que habían dejado sobre el cadáver de Peslep?
«La primera es el origen del viaje hacia el infierno».
Athelstan sacudió la cabeza y dijo:
—Los problemas hay que solucionarlos de uno en uno.
Al menos, afortunadamente, Cranston no lo había sometido a uno de sus interrogatorios. Lo que el forense no sabía —tampoco lo sabían sus feligreses de Southwark— era que el padre prior parecía decidido a trasladarlo a Oxford. Athelstan había protestado, y al hacerlo se había dado cuenta de que se había encariñado mucho con aquella pequeña y pobre parroquia de la orilla sur del Támesis. Además, pese a los sangrientos asesinatos que estaban investigando, Cranston era su amigo.
Athelstan suspiró: no iba a conseguir nada dándole tantas vueltas al asunto. Dejó que Buenaventura se acabara el resto del queso y subió al pequeño desván donde tenía su dormitorio. Se sentó en la cama y cogió el libro que sus hermanos de Blackfriars habían tenido la amabilidad de prestarle: las obras del abad Richard de Wallingford, el eminente estudioso y fabricante de instrumentos que cien años atrás había construido un gran reloj en San Albans.
«Me encantaría ir a verlo», pensó Athelstan. Pasó las páginas del volumen y contempló el dibujo del Albión, un complicado astrolabio; pero no lograba concentrarse. Su pensamiento saltaba de un lado a otro constantemente, como una pulga. El cadáver de Drayton encerrado en una cámara acorazada, Peslep apuñalado mientras hacía sus necesidades en un excusado, el cadáver de Chapler, los acertijos… Y algo más que había visto u oído ese día, pero que su cansado cerebro no había sido capaz de retener. Dejó el libro y se tumbó en la cama. Buenaventura subió y se acurrucó junto a su amo.
—Según las leyes de mi orden, Buenaventura —murmuró el fraile—, los dominicos tienen que dormir solos. ¿Qué pensará el padre prior?
Athelstan cerró los ojos y soñó que, con la ayuda de sir John Cranston, construía un maravilloso reloj en lo alto de la torre de San Erconwaldo.
Unas horas más tarde, en la Cancillería de la Cera Verde, los escribanos acababan sus tareas. Maese Lesures pensó que habían estado muy callados; pero no era un silencio respetuoso debido a la muerte de sus colegas, sino algo diferente: daba la impresión de que tenían miedo. Fue hacia el centro de la habitación y tocó su campanilla.
—Ya hemos acabado por hoy —anunció—. Ya va siendo hora de que bebamos algo y descansemos de nuestros deberes, y quizá de que brindemos en memoria de nuestros compañeros.
Los escribanos bajaron de sus altos taburetes, dejaron las plumas sobre los escritorios o las metieron en las bolsas que llevaban atadas a los cinturones, formaron un círculo y se pusieron a hablar en voz baja, dejando a un lado a Lesures, que se encogió de hombros y fue hacia la mesa donde guardaban las copas. Cogió la jarra de malvasía, retiró el lienzo de lino que la cubría y llenó las copas. Luego fue pasando la bandeja; cada escribano cogió la copa que llevaba la inicial de su apellido, y todos bebieron agradecidos, paladeando la sabrosa y dulce bebida. Aquella noche, sin embargo, Lesures se sentía como un intruso entre ellos. Los escribanos lo miraban de soslayo, y Lesures era consciente de que les habría gustado que él no estuviera allí.
—¿Tendremos que asistir a los funerales? —preguntó.
—Chapler era un conocido —replicó Alcest—, pero no era amigo nuestro. No me gusta Southwark, y no quiero acercarme al hermano Athelstan ni a ese forense borracho.
—¿Y Peslep? —preguntó Lesures.
—Supongo que lo enterrarán en Santa María le Bow —respondió Napham—. Pagaremos a un sacerdote para que cante una misa y lo acompañe cuando lo metan en la tumba.
—Qué duros sois —balbuceó Lesures.
—Es lo que habría querido Peslep —respondió Elflain—. Él no creía en Dios, así que ¿qué sentido tiene que nosotros montemos una farsa alrededor de aquello de lo que él se burlaba en vida?
Lesures iba a contestar algo, pero en ese momento Ollerton se tambaleó. Soltó la copa de peltre que tenía en las manos e hizo una mueca de intenso dolor; en ese momento se llevó una mano al cuello y la otra al estómago.
—¡Dios mío! —susurró—. ¡Cielo Santo! —Cayó de rodillas.
Sus compañeros corrieron a ayudarlo, pero Ollerton los apartó con un ademán y cayó de bruces al suelo, donde permaneció, sacudido por fuertes convulsiones. Alcest consiguió sujetarlo, asiéndolo por los brazos. Lo único que podía hacer, mientras los demás gritaban a su alrededor, era intentar controlar los violentos espasmos que sacudían el cuerpo de su amigo. Ollerton estaba empezando a perder el conocimiento: tenía los ojos en blanco, la boca abierta, la mandíbula tensa y una larga línea de saliva le colgaba por la barbilla. Cerró los ojos, tosió, y su cuerpo volvió a estremecerse. De pronto se puso rígido, y luego fláccido, con la cabeza hacia atrás, los ojos y la boca entreabiertos. Alcest lo dejó suavemente en el suelo. Los otros lo miraron fijamente, horrorizados.
—¡No bebáis! —susurró Elflain, al tiempo que dejaba su copa sobre la mesa.
—¿Apoplejía? —preguntó Lesures.
—¡Apoplejía! —dijo Alcest con sarcasmo. Le giró la cabeza a Ollerton, que ahora tenía el rostro pálido y unas oscuras manchas debajo de los ojos—. Esto no es ningún ataque: a Ollerton lo han envenenado.
Fue a recoger la copa que se había caído al suelo, y cuyo contenido se había derramado en las tablas de madera. Alcest olió la copa, pero el dulce aroma del vino podía disimular el olor de cualquier veneno. Luego fue a coger la jarra.
—¿Habéis servido vos la copa, Lesures?
—Yo… —El señor de los pergaminos levantó una mano, asustado—. Deberíamos ir a buscar a un médico —dijo con tono lastimero.
—A menos —dijo Alcest con sarcasmo— que conozcáis a uno capaz de devolver la vida a los muertos, maese Lesures, será mejor que vayamos a buscar a un sacerdote. Un hermano de San Bartolomé, os lo agradecería mucho.
Lesures captó la indirecta y salió de la cámara a toda prisa. En cuanto la puerta se cerró tras él, los escribanos se agruparon alrededor del cadáver.
—¡Ya son tres! —susurró Napham—. ¡Tres escribanos muertos!
Alcest ya había empezado a registrarle la cartera y la bolsa a Ollerton.
—¿Es imprescindible que hagáis eso?
—Sí, lo es —respondió Alcest—. Y esta noche, antes de que llegue ese forense tan curioso, hemos de visitar sus aposentos.
Oyó pasos en la escalera y se calló de inmediato. Lesures entró corriendo en la sala, con un trozo de pergamino en la mano; le lanzó el pergamino a Alcest, que leyó en voz alta el acertijo:
—«La segunda es el centro del desasosiego y la base del horror». —Miró a sus compañeros—. Nos persiguen —dijo—. ¡La muerte de Ollerton no será la última!