Sir John soltó la mano de la joven.
—Sentaos, señora —dijo con voz queda, y se retiró de su lado.
Athelstan cerró los ojos al oír las risitas disimuladas de los escribanos. Cranston, que estaba bajo los efectos del vino, los miró con benevolencia.
—Sentaos a la mesa, caballeros —dijo. Se sentó a la cabecera y chascó los dedos indicando a Athelstan que se sentara a su lado—. Y ahora… —empezó Cranston cuando los escribanos se hubieron sentado—. Qué desastre, dos funcionarios de la Corona asesinados. —Sacudió el dedo índice y añadió—: Ya sabéis lo que van a decir, ¿no?
—¿Acaso sois profeta además de forense? —le preguntó Elflain, sonriendo a sus compañeros.
—No, señor, sólo soy un humilde servidor del rey —respondió Cranston, y la fatiga desapareció por completo de su rostro y de su voz—. El asesinato de un funcionario de la Corona se considera traición; y la ley dice que a los traidores se les castiga colgándolos, sacándoles las entrañas y descuartizándolos.
Los escribanos adoptaron una expresión más atenta.
—Bien —prosiguió Cranston—. Ahora que me escucháis, podemos empezar. ¿Vivís en Londres, señora Alison?
—No, sir John; he llegado esta mañana de Epping, un pueblo de la antigua carretera romana de Essex.
—Lo conozco —respondió Cranston—. Señora Alison, os ruego que me perdonéis, pero he ordenado que lleven el cadáver de vuestro hermano a San Erconwaldo. El hermano Athelstan ha accedido a enterrarlo en el cementerio de su iglesia.
Alison sonrió a Athelstan, y al fraile le dio un vuelco el corazón. Hacía mucho tiempo que ninguna joven hermosa le sonreía de aquel modo. Se ruborizó y bajó la cabeza.
—¿Queréis recuperarlo, señora? —preguntó Cranston; miró de reojo a Athelstan, deleitándose con el bochorno de su secretario.
—No, sir John. Hermano Athelstan, sois muy amable. San Erconwaldo está en Southwark, ¿verdad?
—Así es, señora —afirmó Athelstan sin apenas levantar la cabeza.
—Os lo agradezco de todo corazón, hermano.
—¿A qué habéis venido a Londres? —preguntó Cranston.
—Vine a ver a mi hermano —contestó Alison—. Hace diez días, un oficial me entregó una carta; era una nota breve en la que Edwin me anunciaba que no se encontraba bien. Enseguida comprendí que había algo que le preocupaba. Aquí la tengo.
Cogió la gastada alforja de cuero que había dejado en el suelo, la abrió y rebuscó en su interior. Le pasó la carta a Athelstan, que la cogió y la desdobló. «De Edwin Chapler a su dulce y amada hermana Alison», leyó el fraile. En la carta, Chapler explicaba a su hermana que no se encontraba bien, y que tenía ciertos problemas; decía que si pudiera iría a visitarla, pero ya que no era así, le proponía que fuera ella la que se desplazara.
Athelstan vio que la carta tenía fecha de diez días atrás, sonrió y le devolvió la carta a Alison.
—He llegado esta mañana —continuó Alison—. Mi hermano se alojaba en San Martín, cerca de Aldersgate, en una sencilla buhardilla que da al albañal de la ciudad. Es un lugar repugnante, sobre todo en verano.
—Desde luego —coincidió Cranston—. Así que habéis llegado aquí y os habéis enterado de que han asesinado a vuestro hermano.
—Así es —intervino Alcest—. Nosotros le hemos explicado lo que nos ha contado Havant, señor: que habían encontrado el cadáver de su hermano en el Támesis.
—Y ahora resulta que también han asesinado al pobre Peslep —añadió Napham.
—Dos muertes —dijo Cranston—. Dos funcionarios de la Corona asesinados en muy poco tiempo. —Tamborileó con los dedos en la mesa—. No es una casualidad, señores: tenemos entendido que a Chapler lo mataron mientras rezaba en la capilla de Santo Tomás Becket, en el Puente de Londres, y que arrojaron su cadáver al Támesis. A Peslep lo apuñalaron en la taberna Tinta y Tintero. Resumiendo, señores: el asesino sabía adonde tenía que ir. Nos han hablado de un joven forastero que entró en la taberna Tinta y Tintero con capa, talabarte y botas con espuelas. ¿Cuántos de vosotros encajáis con esa descripción?
Los escribanos se miraron, sorprendidos.
—El forense os ha formulado una pregunta —terció Athelstan—. ¿Cuántos de vosotros encajáis con esa descripción? ¿Podéis contestar?
Lentamente, los escribanos levantaron la mano.
—Pero en Londres hay infinidad de jóvenes de los que podría decirse lo mismo —se quejó Elflain.
—Y ¿cuántos de esos jóvenes —preguntó el fraile— sabían que Chapler rezaba en Santo Tomás Becket, o que Peslep frecuentaba la taberna Tinta y Tintero?
—¿Insinuáis que uno de nosotros es el asesino? —preguntó Alcest, que había sido el primero en levantar la mano.
—Así es, señor —contestó Athelstan—. Y os ruego que no os sintáis ofendidos ni intentéis demostrar vuestra inocencia. Estamos aquí por orden de su alteza el regente, Juan de Gante, duque de Lancaster. —Le encantó ver cómo la suficiencia y la arrogancia de los jóvenes se desvanecían—. Ya sé que podría medir mis palabras. En este momento, mis sospechas recaen sobre todos vosotros; ahora bien, si os guía la honradez y respondéis con sinceridad a nuestras preguntas, quizá mis sospechas recaigan en otro.
—¿Qué preguntas? —preguntó Ollerton.
Athelstan miró a Lesures, que se había quedado boquiabierto. El fraile ya había deducido que el señor de los pergaminos, pese a su título, no ejercía ningún control sobre aquellos jóvenes gallos de pelea. Aquellos escribanos ganaban mucho dinero, y los apadrinaban personajes poderosos.
—¡Preguntas! —bramó Cranston—. ¡Preguntas, señor! Sí, señores; voy a formularos unas cuantas preguntas. La primera es: ¿dónde estabais esta mañana cuando asesinaron a Peslep?
—Por el amor de Dios, sir John —replicó Alcest, dibujando una mueca de desdén—. Todos nosotros vivimos en diferentes partes de la ciudad. Llegamos aquí poco después de los maitines. Unos vamos a misa, otros pasean por los campos de Clerkenwell. A Peslep le gustaba comer, beber y tocarle los pechos a una joven sirvienta.
—Y ¿qué hacía Chapler? —preguntó Athelstan.
—Era un escribano muy consciente de sus deberes. —Ahora era Lesures quien hablaba, como si quisiera ensalzar las virtudes del difunto—. Siempre iba a misa en Santa María le Bow y rezaba el ángelus a mediodía; era famoso por su generosidad con los mendigos del Cheapside.
—Desde luego —dijo Athelstan, imitando a Cranston—. Pero ¿puede alguno de vosotros explicar dónde estaba y qué hacía esta mañana cuando mataron a Peslep?
Los escribanos lo miraron y negaron con la cabeza.
—¿No tenéis ningún testigo —continuó Athelstan— que pueda confirmar qué hacíais a una hora determinada?
—¿Hay alguien en Londres que los tenga? —dijo Napham rascándose la cabeza—. Hermano Athelstan, nosotros nos levantamos, nos aseamos, nos vestimos y realizamos nuestras tareas diarias. No nos fijamos en lo que ocurre a cada minuto que pasa.
—Entonces, hablemos de lo que hicisteis hace tres noches…
Athelstan oyó un ronquido y miró alrededor. Cranston se había recostado en la silla y tenía los ojos cerrados. El forense eructó y el fraile, avergonzado, miró a los demás. La joven observaba, fascinada, a sir John. En otras circunstancias, los escribanos habrían tenido que taparse la boca para disimular la risa; pero ahora estaban muy alerta. Quizá consideraran que Cranston era un payaso y un borracho; pero aquel fraile mordaz, aunque de aspecto inocente, no les inspiraba demasiada confianza. «Esto es una farsa», pensó Athelstan, quien tenía una intensa y agobiante sensación de pecado, de arrogancia y de secretismo. Aquellos hombres escondían algo; Athelstan estaba convencido de que el asesino se encontraba en aquella habitación.
—¿Duerme mucho sir John? —Alcest ladeó la cabeza y miró a Athelstan con los ojos muy abiertos, como un niño.
Athelstan captó el tono de burla de aquel comentario.
—Una vez vi un león en la Torre —contestó Athelstan—. Solía tumbarse a dormir en la arena, pero sólo un necio se habría atrevido a despertarlo. Vos no sois necio, ¿verdad, maese Alcest?
El escribano hizo una mueca y miró hacia otro lado.
—Bien, volvamos a lo ocurrido hace tres noches, la noche que mataron a Chapler —prosiguió Athelstan. Miró a Alcest y vio que el escribano no tenía ninguna prisa por contestar aquella pregunta.
—¿Hace tres noches? —dijo Alcest con descaro—. ¿A qué hora, hermano?
—¿A qué hora termináis aquí?
—En verano, tan pronto como oscurece. Pero ese día era diferente: era la festividad de San Edmundo, nuestro patrón, y nos marchamos poco antes de vísperas.
—Y ¿salió Chapler con vosotros?
—No, no. Él se marchó por su cuenta, como siempre.
—¿Y vosotros?
—Preguntádselo al dueño del Cerdo Danzarín. Estuvimos en esa taberna hasta más allá del amanecer; alquilamos una habitación para celebrar una fiesta y ciertas damas de la ciudad nos honraron con su compañía.
—Y ¿ninguno de vosotros salió de la taberna?
—¡No! —respondió Ollerton, rascándose la cicatriz de la cara—. Ninguno de nosotros salió de allí, y cada uno puede ser fiador de los demás. Además, el tabernero del Cerdo Danzarín os dirá que no teníamos motivo para marcharnos.
—¿Pasasteis toda la noche en la taberna?
—Desde antes del anochecer hasta poco después del amanecer.
—¡Ay, mis niñitos! ¡Qué lindos son! —murmuró Cranston—. ¡Una copa de vino!
Los escribanos rieron por lo bajo, y Athelstan se ruborizó de vergüenza.
—Hubo un rey que luchó contra un ejército —se apresuró a decir el fraile—. Consiguió derrotarlo, pero al final, vencedor y vencido acabaron en el mismo sitio.
Las risitas se interrumpieron.
—¿Qué significa eso? —preguntó Alcest.
—La primera —añadió Athelstan, recordando el segundo acertijo— es el origen del viaje hacia el infierno.
—¿Ahora os da por hablar en clave, padre?
—El hermano Athelstan —Cranston abrió los ojos y se inclinó hacia delante, frotándose la cara— está citando la nota que hemos encontrado esta mañana junto al cadáver de vuestro amigo Peslep. Se trata de dos acertijos, señores. ¿Podéis decirme qué significan?
Cranston se desperezó y se pasó la lengua por los labios; le habría gustado dar un sorbo de su odre milagroso, pero Athelstan le dio una patada en la espinilla por debajo de la mesa.
—¡Una adivinanza! —exclamó Lesures. Echó un vistazo a la mesa, deseoso de participar en aquella misteriosa conversación—. Vosotros os ponéis acertijos continuamente, señores.
—¿Es eso cierto? —preguntó Athelstan.
—Sí, es cierto —contestó Alcest—. Sir John, vos también habéis sido escribano. Y vos, hermano Athelstan, habéis realizado estudios, ¿no es así? —Alcest extendió las manos, y añadió—: A veces la vida resulta aburrida, incluso cuando uno es escribano de la Cancillería de la Cera Verde. Pues bien, sí, nosotros hemos acabado dominando el arte de los acertijos. Nos ponemos acertijos unos a otros y, al finalizar la semana, el que ha resuelto más tiene la cena pagada.
—Ofrecedme un ejemplo —dijo Athelstan.
Alcest se rascó la barbilla y dijo:
—Decidme, hermano, ¿en qué lugar el cielo no tiene más de tres metros de ancho?
Athelstan miró a sir John, que hizo una mueca.
—Pensad, hermano —añadió Alcest, confiado—. ¿En qué lugar el cielo no mide más de tres metros?
Athelstan cerró los ojos. Recordó la noche pasada: había estado en lo alto de, la torre de San Erconwaldo, contemplando el firmamento. A veces lo miraba tanto rato que tenía la impresión de que el cielo iba a bajar y lo iba a envolver, y que las estrellas, danzando a su alrededor, esperaban a que las arrancara con la mano. Entonces pensó en la escalera que conducía a la torre, tortuosa y estrecha; a veces Athelstan dejaba la trampilla abierta… Athelstan abrió los ojos.
—¿En qué lugar el cielo no tiene más de tres metros de ancho? —repitió.
Alcest asintió con la cabeza.
—En el fondo de un pozo —respondió el fraile.
Alcest aplaudió y dijo:
—Muy bien, hermano.
—He resuelto el enigma —dijo Athelstan.
—Repetid el vuestro —le pidió Elflain.
Athelstan lo repitió; los escribanos estuvieron un rato murmurando y susurrando, sin prestar atención a la joven, que permanecía sentada a la cabecera de la mesa.
—Son nuevos —declaró Napham—. Hermano Athelstan, tendréis que darnos tiempo.
—Lo tendréis —terció Cranston—. Pero antes decidme, señores, ¿conocéis a alguien que, por algún motivo, quisiera ver muertos a Chapler y a Peslep?
Todos contestaron negativamente.
—¿Estáis seguros? —insistió el forense.
—Somos escribanos, sir John —repuso Elflain—. Procedemos de diferentes regiones del país. Aquí no tenemos familia; los compañeros que tenemos en la Cancillería son nuestra familia. Si a alguno de nosotros lo amenazara algún peligro, el resto lo sabría.
Cranston silbó y, poniéndose en pie, dijo:
—En ese caso, señores, no podéis salir de Londres.
—Aquí hay mucho trabajo —declaró Lesures remilgadamente—. De todos modos, nadie podría marcharse.
Athelstan echó un vistazo a la Cancillería: todos los escritorios estaban cubiertos de hojas de pergamino. En un rincón había siete copas de cerámica rojas, con una letra cada una. Alcest se percató de que Athelstan se había fijado en ellas.
—Ésas son nuestras copas, hermano. —Su semblante se entristeció—. Siete, incluyendo la de maese Tibault. Ahora que Peslep y Chapler han muerto, esta noche beberemos por sus almas.
—Es nuestra costumbre —intervino Lesures—. Después de trabajar todo el día, siempre acabamos la jornada con una copa de malvasía. Esta noche brindaremos por nuestros malogrados amigos.
—¿Qué es lo que hacéis aquí? —preguntó Athelstan poniéndose en pie, con la bolsa donde guardaba sus utensilios de escritura entre las manos.
—Esto es la Cancillería de la Cera Verde —dijo Lesures en voz baja, con tono reverente.
—Sí, eso ya lo sé.
—Si alguien quiere renovar un fuero —explicó Cranston—, obtener una licencia para viajar al extranjero, pedir autorización para entrar en la propiedad de su padre o conseguir un mandato contra un enemigo, lo solicita al canciller. El canciller y sus escribanos aprueban o rechazan la solicitud; si la aprueban, redactan y sellan el mandato, el fuero o el documento que sea.
—Y eso ¿lo hacéis, en esta sala? —preguntó el fraile.
—Sí —respondió Napham—. Y por cierto, hermano —agregó señalando la vela que marcaba la hora, clavada en un gran pincho de hierro, cerca de la puerta—, tenemos trabajo.
—¿Dónde vivía Peslep? —preguntó Athelstan, ignorando las insinuaciones del escribano.
—En Little Britain, cerca del priorato de San Bartolomé —respondió Alcest.
—¿Y Edwin Chapler?
—Cerca del albañal de la ciudad.
—Creo que visitaremos sus aposentos —comentó Athelstan. Echó un rápido vistazo y alcanzó a ver un leve gesto de fastidio en el rostro de Ollerton; también se fijó en que Elflain, nervioso, se pasaba la lengua por los labios.
—¿Seguro que podéis hacerlo? —preguntó Alcest.
—Soy el forense del rey —respondió Cranston, tambaleándose levemente—, y sé perfectamente lo que puedo hacer, señor, y lo que no puedo hacer; visitaré sus aposentos. —Tamborileó con los dedos en la mesa y añadió—: No lo olvidéis, señores: sois escribanos de la Cera Verde, un cargo importante. Sólo Dios sabe por qué han matado a vuestros compañeros, pero a su alteza el regente le interesa muchísimo averiguarlo. —Sacudió el dedo índice, apuntando a los escribanos, y agregó—: Todo predicador termina con un buen texto, y eso mismo voy a hacer yo. Han muerto dos de vuestros colegas. Quizá todo acabe ahí, pero sospecho que al asesino podría interesarle que muriera alguien más, o incluso todos vosotros, de modo que os ruego que seáis prudentes. —Miró alrededor y se alegró de comprobar que aquellos jóvenes arrogantes habían perdido parte de su petulancia—. También os ruego que penséis, que reflexionéis. ¿Tenéis algún enemigo? ¿Han ofendido a alguien los escribanos de esta Cancillería? ¿Quién podría estar resentido con vosotros? Hermano Athelstan, no perdamos más tiempo.
—¿Puedo acompañaros? —Alison cogió su capa y se la echó sobre los hombros—. He alquilado una habitación en el Laúd de Plata, en la esquina de Milk Street.
—Por supuesto —respondió Athelstan—. Será un honor, señora. ¿Dónde está vuestro equipaje?
—En la posada —contestó Alison.
La joven cogió las alforjas de cuero, pero Cranston, galante, se las quitó de las manos. Se despidieron y salieron de la Cancillería. Una vez fuera, en la calle, Athelstan se detuvo.
—¿Soñáis despierto, monje?
—No, sir John —Athelstan miró a Alison y sonrió—; sólo estaba pensando. Esos jóvenes no me han gustado nada. —Se frotó las manos y añadió—: No sabría deciros por qué, pero no me han gustado.
—¿A qué os referís, hermano? —preguntó Alison.
Cranston le puso una mano en el hombro a Athelstan y dijo:
—Este fraile es astuto como un zorro, señora: siempre anda buscando la solución a algún misterio, menos cuando se dedica a escuchar a esos angustiados feligreses suyos, o a contemplar las estrellas desde lo alto de su torre.
—¿Estudiáis los astros, padre?
Athelstan miró el dulce rostro de la joven, y respondió:
—Pues sí, y si lo deseáis, por el camino puedo hablaros de un libro que estoy leyendo, escrito por un monje llamado Richard de Wallingford. Era abad de San Albans…
Athelstan siguió hablando, contento de tener a alguien que demostrara tanto interés por las obras de astrología y astronomía. Cranston, un tanto malhumorado, los seguía a corta distancia, y de vez en cuando murmuraba algo sobre los malditos monjes y sus estrellas, o bebía un sorbo de su odre milagroso.
Siguieron andando por Holborn. Las calles ya no estaban tan concurridas; sólo había algún carro solitario que había llegado tarde al mercado, o los clásicos viajeros, oficiales y vendedores ambulantes que llegaban ahora a la ciudad. Athelstan comprobó que Alison era una interlocutora atenta, muy interesada en la astrología y la astronomía, y sobre todo en el efecto que ejercía Saturno sobre los seres humanos. Athelstan sólo se detuvo en una ocasión, al pasar por Cock Lane, donde solían reunirse las prostitutas. Generalmente, la entrada del callejón estaba abarrotada de busconas con espectaculares pelucas y estrafalarios vestidos, en busca de clientes. Cuando veían a sir John, se ponían a silbar y a hacer morbosas descripciones de lo que les gustaría hacerle. Sin embargo, aquella mañana la calle estaba tranquila, y no había por allí ni una sola ramera. Dos enormes troncos cerraban la entrada del callejón, vigilada por una hilera de arqueros. Iban todos vestidos de negro y encapuchados, y armados con espada y daga, y llevaban el carcaj en la espalda; tenían los arcos preparados en la mano, con una flecha tensada. Sobre la barrera de troncos alguien había colocado un trozo de tela blanca con una gran cruz roja y las palabras: JESU MISERERE.
—¡Que Dios se apiade de nosotros! —susurró Cranston—. ¡Ha llegado la peste!
Athelstan notó que se le erizaba el vello de la nuca; había vuelto una de las grandes pesadillas de Londres. De vez en cuando, con relativa frecuencia, la mortal enfermedad se filtraba en su interior. A veces afectaba a toda la ciudad; otras, en cambio, como entonces, sólo entraba en un callejón, una calle o un barrio. Cuando eso ocurría, todos los habitantes eran encerrados en sus casas, y morían juntos en sus camas. Los niños lloraban junto a los cadáveres de sus padres; los sacerdotes se negaban a administrar los sacramentos, los médicos se negaban a visitar a los enfermos; hasta los enterradores se negaban a tocar a los muertos.
—¡Virgen de la Peste! —susurró Alison.
—¿Cómo decís? —preguntó Cranston, contemplando la barrera.
—Es una leyenda de Norfolk —explicó la mujer—. La Virgen de la Peste es un espectro que vuela por el aire, con forma de llama azulada, y se detiene donde se le antoja. Después adopta forma humana y va de casa en casa ungiendo puertas y ventanas con su febril veneno. A veces hasta podéis ver su pañuelo rojo, agitado por el viento. El que la ve o la toca, muere ese mismo día.
—¿Qué opina vuestro Richard de Wallingford de eso? —preguntó Cranston con sorna.
—Algo parecido —respondió Athelstan.
El monje se acercó a la barrera, y uno de los arqueros levantó su arco. Athelstan alzó una mano y retrocedió; exhaló un suspiro y siguió su camino.
—Richard de Wallingford dice algo parecido —repitió—; habla de unos perros negros que rondan por la noche, con ojos llameantes y el pelaje raído. Cada época —continuó— tiene sus propios signos, y se hace preguntas sobre la peste.
—Lo sé —replicó Cranston, que también se alegraba de la compañía de la hermosa Alison—. Cuando era niño, mi abuelo me decía que la peste cabalgaba a lomos de un caballo negro por el Puente de Londres, o bajaba por el Támesis en una siniestra barcaza.
—En Epping —le interrumpió Alison— los campesinos creen que la peste es un personaje que excava la tierra con su guadaña y desentierra serpientes, sangre negra y gusanos. El año pasado, cuando la peste visitó la ciudad, se oyó un inquietante lamento procedente del cementerio. Hubo gente que vio fantasmas bailando en los prados y un tabernero dijo haber visto treinta ataúdes dispuestos en hilera, cubiertos con paños negros. Encima de cada uno había una figura oscura, con una reluciente cruz blanca en la mano.
Athelstan se paró y se volvió para mirar de frente a la joven.
—Sois una mujer muy instruida, señora. Conocéis a Richard de Wallingford, tenéis nociones de astrología y astronomía y habéis oído hablar de la Virgen de la Peste.
—Mi padre nos educó a mí y a mi hermano Edwin —repuso ella, ruborizándose ligeramente.
Athelstan le cogió los dedos y dijo:
—Pero ahora no estudiáis vuestro manual, ¿verdad?
Alison sonrió, coqueta, y miró al fraile.
—No, hermano. Soy modista, y muy buena, por cierto. —Se acercó más a Athelstan y le besó dulcemente en las mejillas—. Os agradezco vuestra bondad y vuestra generosidad, hermano; cuando hayamos enterrado a Edwin, y todo esto haya terminado, confeccionaré ropas nuevas para el altar de vuestra iglesia.
Athelstan vio que, detrás de él, Cranston sonreía con disimulo, deleitándose con la turbación del religioso.
—Gracias —murmuró, y tosió, un tanto abochornado—, pero ahora deberíamos continuar, sir John. Señora Alison, no es necesario que nos acompañéis.
—Oh, Peslep no me importa —replicó ella—. Pero quiero estar presente cuando visitéis la vivienda de Edwin.
Siguieron su camino por la gran extensión de Smithfield. Un aguador borracho pasó por su lado tambaleándose, derramando el agua que llevaba en los cubos para gran regocijo de un grupo de golfillos andrajosos.
Athelstan se dirigió al enorme edificio del asilo de San Bartolomé. Al principio creyó que la multitud que había allí reunida esperaba para rezar ante la tumba del beato Rahere, en un priorato cercano, o que quizás había ido al asilo a buscar provisiones; pero de pronto sintió una punzada de dolor en el estómago.
—¡Oh, no! —susurró Cranston—. ¡Hoy es día de marcar!
Athelstan aceleró el paso.
—No miréis —le susurró a Alison—; cuando pasemos por delante de la puerta del asilo, girad la cabeza.
Athelstan se puso la capucha, entrecerró los ojos y recitó una oración. Cranston, que iba un poco rezagado, se asomó por encima de las cabezas de la multitud, y vio una pequeña plataforma instalada junto a la puerta del asilo. Junto a la plataforma había una fila de criminales de las cárceles de Fleet y Newgate esperando a que los marcaran: una F para el falsificador, una B para el blasfemo, una L para el ladrón reincidente. A los carteristas les cortaban las orejas; a las prostitutas a las que habían sorprendido por cuarta vez vendiéndose en los límites de la ciudad les cortaban la nariz. Algunos soportaban el castigo con valor; otros chillaban y protestaban, y sacudían las cadenas mientras los corpulentos alguaciles los sujetaban.
—¡Deprisa, sir John! —dijo Athelstan por encima del hombro—. Éste no es lugar para una dama.
—No es lugar para nadie —gruñó Cranston—. En mi tratado sobre el gobierno de esta ciudad… —Se interrumpió y cerró los ojos—. Sí, en el capítulo décimo, «Sobre la aplicación de pequeños castigos», propongo que marquen a los delincuentes en el patio de las prisiones.
Cranston abrió los ojos, pero Athelstan y la joven ya se habían alejado de aquel horrible espectáculo, y bajaban por Little Britain, por lo que Cranston tuvo que acelerar el paso para alcanzarlos. Athelstan se detuvo y le preguntó el camino a un puestero, y luego continuó hasta detenerse ante una mansión de cuatro plantas, bien conservada, con un callejón a cada lado de la fachada. El fraile llamó a la puerta con la aldaba. Les abrió una joven sirvienta, pálida y delgada, que llevaba una pequeña cofia. La joven se asustó al ver al hermano Athelstan y al corpulento sir John.
—¿Vivía aquí Luke Peslep? —preguntó el forense.
—Sí, señor. —La joven sirvienta hizo una reverencia—. Tiene dos habitaciones en el segundo piso.
—¿Dos? —murmuró Cranston—. Al parecer, a nuestro escribano le sobraba el dinero. ¿Tenéis la llave?
—El amo ha salido —contestó la sirvienta—, pero sí —se apresuró a añadir al ver que sir John fruncía el entrecejo—, tengo una llave.
Los guió por un pasillo y por una cuidada escalera de roble, hasta la entrada de una habitación. Introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de par en par. Sir John entró en la habitación de Peslep, seguido de Alison y Athelstan.
La estancia estaba oscura, y la sirvienta abrió algunos postigos; Cranston silbó y Athelstan exclamó sorprendido. Los aposentos de Peslep no eran una modesta cámara, sino dos habitaciones, un pequeño salón y un dormitorio. La sirvienta encendió unas velas y abrió más ventanas, y Athelstan comprobó que Peslep había llevado una vida de grandes lujos. Cortinas de damasco colgaban en las paredes; un cubrecama de terciopelo, mesas, sillas, taburetes y baúles completaban el mobiliario. De una de las paredes colgaban dos estantes: uno con cazos de plata y peltre y el otro con tres libros y una colección de manuscritos enrollados. En la pared que quedaba frente a la cama, vieron un pequeño tapiz que representaba una escena del Antiguo Testamento, en la que aparecía Dalila seduciendo a Sansón. Dalila iba prácticamente desnuda, y estaba en una postura provocativa.
—Hasta el diablo sabe citar las escrituras —le susurró Cranston al oído a Athelstan.
La sirvienta se escabulló de la habitación.
—¡Volved! —le gritó Athelstan.
La joven obedeció. Athelstan señaló la llave y dijo:
—¿Sabéis que maese Peslep ha muerto?
La sirvienta lo miró fijamente, pero no contestó.
—No hemos encontrado ninguna llave en el cadáver —explicó Athelstan.
—Oh —dijo la joven—. Él siempre me dejaba la llave, señor, para que yo pudiera limpiar sus habitaciones.
—¿Os la ha dejado esta mañana?
—Sí, señor.
—Y ¿nadie ha entrado aquí desde que maese Peslep se marchó?
—No, señor; nadie —contestó la sirvienta—. Pero he visto marcharse a maese Peslep. Yo estaba barriendo la entrada, y mientras lo hacía me he fijado en otra persona, un joven con capa y capucha, con espuelas en las botas. Ha seguido a maese Peslep calle abajo, como si hubiera estado esperándolo.