Mientras Athelstan y Cranston iban hacia Ratcat Lane, Luke Peslep, escribano de la Cancillería de la Cera Verde, entraba tambaleándose en la taberna Tinta y Tintero, en la esquina de Chancery Lane, donde pensaba desayunar. Peslep, un joven de buena familia y con excelentes perspectivas, no tenía ningún problema. Tres noches atrás, tras una excelente cena, había recibido las atenciones de una prostituta, y esto todavía le mantenía eufórico. Aquella mañana se había levantado, se había lavado y se había puesto ropa limpia, dispuesto a iniciar una nueva jornada en la Cancillería de la Cera Verde. Luego se plantó en la barra de la Tinta y Tintero y miró a su alrededor, exultante. Echó un vistazo a la cocina, pero estaba tan contento y satisfecho que no vio los animales que rondaban por allí, un chucho y un gato sarnoso, ni los restos de comida y la basura acumulados en el suelo. Tampoco percibió el hedor de los excusados que había al fondo del patio, tras unos matorrales. Peslep sólo veía el sol reflejado en los charcos, sólo oía el tableteo de las ocas, y, cerrando los ojos, saboreó los apetitosos aromas procedentes de la despensa. Se sentó en el rincón de siempre, y cuando se le acercó Meg, la criada, pidió su jarra de cerveza y un plato de queso con manzanas y pan. Peslep, como de costumbre, deslizó una mano bajo el escotado corpiño de Meg y le tocó un pecho.
—Cada día las tienes más maduras, ¿eh, Meg? Pronto estarán listas para comer.
Meg se apartó el cabello de la sucia cara y esbozó una sonrisa forzada. No podía quejarse: Peslep siempre pagaba con plata y, si protestaba, el amo le calentaría las orejas. El joven mordisqueaba su manzana y escuchaba los ruidos que llegaban a la taberna: un coro de villancicos en una iglesia cercana, unas mujeres cotilleando en la calle, niños gritando, un gallo perezoso que cantaba saludando al amanecer, un mercachifle que pregonaba sus mercancías… De los talleres descubiertos que había cerca de la prisión del Fleet llegaba el sonido de las herramientas. Peslep cerró los ojos y pensó que le encantaba aquella ciudad.
Un grupo de mendigos entró en la taberna y se sentó a una mesa para contar las monedas que les habían dado los feligreses al salir de la misa de la mañana. El jefe de la banda pidió unas jarras de vino y comida caliente para todos. Peslep sabía que se quedarían allí hasta que se les acabara el dinero y cayeran al suelo, borrachos como cubas, y que después el astuto tabernero los desplumaría. Uno de los mendigos sacó una flauta de su jubón y se puso a tocar, otro cogió el laúd que llevaba en una bolsa y tocó unos cuantos acordes; los demás empezaron a cantar, marcando el compás en la gruesa mesa de madera, haciendo temblar las jarras y los platos. Peslep se arrellanó en el asiento y los observó con los ojos entrecerrados. Se sentía satisfecho de cómo iban las cosas: las amenazadoras nubes ya se habían retirado, y todo iba a salir bien. Quería comprarse una casa, quizás al norte de Clerkenwell. Abrió los ojos y vio entrar a un joven en la taberna, con la capucha puesta, las espuelas tintineando; llevaba un talabarte, con daga y espada, colgado del hombro. Chascó los dedos y le susurró algo a Meg, que fue corriendo a llevarle una jarra de cerveza.
El joven se sentó y Peslep lo miró con desdén; luego miró hacia otra parte. ¡Un presumido! Uno de aquellos jóvenes petimetres a los que Peslep y sus compañeros despreciaban abiertamente, y a los que sin embargo admiraban en secreto, por su riqueza y su porte elegante; Alcest incluso los imitaba. Algún día Peslep deseaba ser como ellos. El estómago empezó a hacerle ruidos, y se terminó rápidamente la jarra.
—¡Maese tabernero! —Se levantó y chascó los dedos.
El tabernero salió de la despensa con unos trapos limpios que le entregó a Peslep. Siempre se repetía la misma rutina: el escribano desayunaba, luego iba a los excusados y, antes de marcharse a trabajar, se tomaba otra jarra de cerveza. Peslep salió al patio, tapándose la nariz al pasar junto al estercolero. Los excusados estaban al fondo, detrás de unos setos; eran una serie de cubículos colocados sobre un albañal. Entró en uno de ellos, se bajó las calzas y se puso cómodo. Con los trapos en la mano, cerró los ojos y se puso a pensar en el dinero que había reunido. De pronto se abrió la puerta; Peslep, asombrado, intentó levantarse; vio al joven al que había visto entrar en la taberna y la espada que le apuntaba el estómago. El escribano no pudo hacer nada; el joven le clavó la espada, la hizo girar y la extrajo con un rápido movimiento. Peslep se retorció de dolor, y entonces el joven volvió a clavarle la espada, esta vez en el cuello.
Sir John Cranston y Athelstan habían regresado a la contaduría de maese Drayton para seguir registrándola, y oyeron que alguien llamaba a la puerta. Subieron ambos a abrir. Athelstan vio a un individuo alto y elegante cuya silueta se destacaba contra la luz del sol. El individuo entró, con la gorra de joyas incrustadas en la mano; las espuelas de sus botas tintinearon al chocar contra los tablones del suelo. No llevaba espada, pero tenía la mano apoyada en el puño de la daga, también adornado con joyas. Vestía una oscura capa de color azafrán elegantemente recogida sobre un hombro. Cranston escrutó su atractivo y moreno rostro y sus risueños ojos verdes, y vio que el joven llevaba la barba y el bigote cortados a la moda francesa. El forense pensó que el joven le recordaba a alguien.
—¿Nos conocemos, señor? —preguntó.
—¿Sois sir John Cranston, forense de la ciudad?
—Así es. Os he hecho una pregunta, señor.
—Soy sir Lionel Havant, miembro de la Casa Real de su alteza el duque de Lancaster.
—Ah, ya veo: uno de los esbirros de Juan de Gante. —Cranston se levantó, con las piernas separadas, mirando al joven de arriba abajo; luego se le acercó con el brazo extendido—. No os ofendáis, muchacho. Conocía a vuestro padre, sir Reginald Havant de Crosby, Northampton.
El joven sonrió, y a continuación se enderezó, como si de pronto hubiera recordado cuál era su misión.
—Me alegro de veros, sir John; pero he venido por orden del regente. Quiere recuperar sus cinco mil libras de plata.
—¡Pues tendrá que esperar! —le espetó Cranston—. Yo soy forense, pero no hago milagros.
Havant miró al hermano Athelstan, que alzó la mirada hacia el techo.
—Sir Lionel —terció Athelstan antes de que Cranston se enfureciera—, puede decirse que acabamos de llegar; todavía nos queda mucho trabajo.
El joven caballero asintió.
—¿Traéis un mensaje para nosotros? —preguntó Athelstan.
—Sí. ¿Cómo lo sabéis?
Athelstan señaló el pequeño rollo de pergamino que el joven llevaba en el talabarte.
—Ah, sí. —Sir Lionel cogió el mensaje y, desenrollándolo, dijo—: Sir John, su alteza el regente también quiere saber lo que le ha ocurrido a uno de sus escribanos, Edwin Chapler, de la Cancillería de la Cera Verde. Anoche hallaron su cadáver en el Támesis, y ahora lo tiene el Pescador de Hombres. No se sabía nada de Chapler desde hacía un par de días. Su alteza quiere que reclaméis el cadáver, que paguéis lo que os pidan y que investiguéis la causa de la muerte del escribano.
—¡Estoy demasiado ocupado para investigar la muerte de un escribano borracho! —protestó Cranston.
—Chapler no estaba borracho, sir John —replicó Havant—. Chapler murió asesinado.
Unos minutos más tarde, Cranston, con Athelstan a su lado, atravesaba el Cheapside y bajaba por Bread Street. El forense quería ir a la Barca de San Pedro; así era como el Pescador de Hombres llamaba a su «capilla» o depósito de cadáveres. Cranston se abría paso a empujones entre la multitud. Las casas, de dos y tres pisos, estrechas y apretadas, no dejaban pasar la luz del sol, y obligaban a los transeúntes a golpearse unos a otros para avanzar por las abarrotadas calles. Los tenderetes y las tiendas estaban abiertos, y se oía gritar a los aprendices, sobre todo a los de los sastres, con sus enormes carretones cubiertos de una amplia variedad de materiales: telas de hilo de Bruselas, de brillantes colores, con lujosos bordados; telas inglesas, de Louvain y de Arras. Más abajo, en las calles de Trinity, los tenderetes estaban llenos de mercancías del Líbano y Venecia: cofres de canela, bolsas de azafrán y jengibre, toneles llenos de higos, naranjas amargas y pieles de limón caramelizadas con aromas exóticos. Allí estaban expuestos cajones llenos de almendras y nuez moscada, sacos de azúcar y pimienta, toneles de vino, pizarras y cajas de tiza, diversos artículos de cuero… y también se exhibían arenques en cajones abiertos, junto a frutas y verduras.
A Athelstan le habría gustado preguntarle alguna cosa a Cranston, pero el ruido era ensordecedor. Además, el forense estaba demasiado ocupado amenazando con el puño a los descarados aprendices que intentaban cogerlo por el brazo. Cranston gruñía y se los sacaba de encima a golpetazos, como un oso acosado por perros de caza, mientras Athelstan lo seguía, abatido, intentando no prestar atención a los gritos, los trueques y los regateos. Los campesinos, los artesanos y los transeúntes lo empujaban y lo golpeaban, y de vez en cuando el fraile tropezaba y tenía que disculparse ante alguna dama que pasaba del brazo de su pretendiente. Mientras bajaban por la Réole hacia Vintry y las zonas menos salubres de la ciudad, Athelstan no quitaba la mano de su bolsa, pues allí habían montado sus puestos los curanderos y las adivinas, que atraían a carteristas y descuideros. Aquella gente siempre se reunía en sitios así, como las abejas alrededor de un panal, o como diría sir John, «como moscas alrededor de un cagarro».
Finalmente Athelstan atisbo jarcias de barcos, y la brisa matutina le trajo el aire fresco y penetrante del río. Cranston, que estaba malhumorado y no paraba de dar sorbos de su odre milagroso, torció por un callejón que conducía a la Barca de San Pedro. Se les acercó un vendedor de reliquias, con una caja que presuntamente contenía las uñas de los pies del faraón que había perseguido a Moisés. Cranston se quitó la capucha.
—¡Que Dios nos ampare! —gritó el individuo, y, corriendo como un galgo, se perdió entre las sombras.
El Pescador de Hombres estaba sentado en un banco delante de su capilla, rodeado de su extraño séquito, compuesto de mendigos y leprosos con la cara y las manos cubiertas de llagas; algunos estaban tan desfigurados que llevaban máscaras. Junto al Pescador de Hombres estaba Icthus; el muchacho no tenía cejas ni pestañas, tenía aspecto de pez, y de hecho nadaba como un pez. Sir John se detuvo y saludó con la cabeza: sentía un profundo respeto por el Pescador de Hombres.
—Buenos días, sir John.
—Buenos días, amigos —respondió Cranston, sonriente, mientras Athelstan hacía la señal de la cruz.
El Pescador de Hombres se levantó e hizo una reverencia.
—Bienvenido a nuestra humilde iglesia, sir John. —Miró a Athelstan y añadió—: Vos también, hermano Athelstan. Una vez más, nos une la muerte.
—¿Tenéis el cadáver de Edwin Chapler? —preguntó Cranston.
El Pescador de Hombres le dio la jarra de cerveza que tenía en la mano a Icthus, abrió la puerta de la capilla e invitó a Cranston y a Athelstan a entrar con él. El interior era un cobertizo largo y estrecho. En la pared del fondo había un rudimentario altar, sobre el que ardían dos velas a ambos lados de un crucifijo. Las paredes que lo flanqueaban estaban decoradas con pinturas, una de las cuales representaba a Jonás en el momento en que se lo tragaba la ballena. En la otra aparecía Cristo con sus apóstoles, que guardaban un gran parecido con el Pescador de Hombres y sus compinches, surcando el mar de Galilea en una gran barcaza. Era un lugar tenebroso, iluminado con lámparas de aceite y antorchas de juncos. Había dos mesas, y en cada una de ellas yacía un cadáver que habían sacado del Támesis, cubiertos ambos con una lona sucia. Pese a los grandes cuencos de hierbas que había debajo de cada una de las mesas, Athelstan percibió el desagradable olor a descomposición; sin embargo, el Pescador de Hombres se sentía allí como en su casa, y mientras los guiaba iba hablando solo. Se paró junto a una de las mesas y retiró la lona, descubriendo el cadáver de un joven empapado de agua del río, con los ojos entreabiertos y el rostro de un blanco amarillento. Athelstan vio que el cadáver tenía sangre seca en las comisuras de la boca.
—No fue un accidente —sentenció el Pescador de Hombres, y le dio la vuelta al cadáver.
Athelstan, intentando controlar las náuseas, examinó la herida que el hombre tenía en la nuca.
—¿Tiene alguna herida más? —preguntó Cranston al tiempo que tomaba un sorbo de su odre.
Esta vez Athelstan aceptó el ofrecimiento del forense y bebió también un gran sorbo.
—Si las tiene, yo no las he visto. —El Pescador de Hombres tendió la mano y añadió—: ¡Tres chelines, sir John! ¡Tres chelines por sacar a una víctima de asesinato del Támesis!
—El ayuntamiento os pagará —repuso Cranston.
El Pescador de Hombres sonrió, pero no retiró la mano.
—Vamos, sir John, no juguéis conmigo. Si vos vais al ayuntamiento a pedir tres chelines, tres chelines es lo que os darán; en cambio, si voy yo, me darán un par de palos en la cabeza y me arrojarán por la escalera.
Cranston suspiró y le entregó el dinero.
—Le golpearon en la nuca —explicó el Pescador de Hombres—. Se trata de Edwin Chapler; lo sabemos porque hemos encontrado las credenciales en su bolsa. Como es un funcionario de la Corona, se las hemos enviado al regente, al Palacio Savoy.
—¿Habéis encontrado algo más? —preguntó Cranston.
—Unas cuantas monedas, pero… —El Pescador de Hombres se encogió de hombros.
Athelstan le dio la vuelta al cadáver, se arrodilló y empezó a susurrar la absolución. El Pescador de Hombres esperó con paciencia mientras Athelstan trazaba la señal de la cruz sobre el rostro del joven muerto y susurraba el réquiem.
—Le golpearon en la nuca —prosiguió el Pescador dé Hombres—, y conociendo el río, yo diría que lo arrojaron desde el Puente de Londres hace tres noches.
—¿No debería presentar el cadáver heridas y magulladuras producidas por los tabiques y los pilares del puente?
—No, sir John. El río baja con fuerza entre los arcos del puente. Estoy convencido de que lo arrojaron desde allí: mientras se revolcaba en el agua, se le enredaron algas en la ropa. Si bajáis a examinar los arcos del puente, comprobaréis que es uno de los pocos sitios del río donde se acumulan las algas. —El Pescador de Hombres se rió y añadió—: Reconozco que estoy fanfarroneando, sir John; uno de mis ayudantes habló con la vieja Harrowtooth, esa bruja que vive en una casucha cerca de uno de los extremos del puente. Hace tres noches entró en la capilla de Santo Tomás Becket, y allí vio a un hombre cuya descripción coincide con la del cadáver.
—Claro —dijo sir John—. Y detrás de la capilla hay una zona desierta, donde mucha gente se suicida. ¿A qué hora lo vio Harrowtooth?
—Después de vísperas ya empezaba a anochecer. El joven se hallaba muy alterado; rezaba junto a la entrada, como si no se encontrara cómodo en la capilla.
—Conozco a la vieja Harrowtooth —terció Athelstan—. Hablaré con ella.
—¿Y el cadáver? —preguntó el Pescador de Hombres.
—Dejadlo aquí veinticuatro horas —respondió Cranston—. Si nadie lo reclama, enviádselo al sacerdote de Santa María le Bow para que lo entierren. En ese cementerio hay un terreno…
—Eso no puedo hacerlo —le interrumpió el Pescador de Hombres—. El último cadáver que les llevé lo rechazaron, y seguirán haciéndolo hasta que limpien el cementerio y construyan un nuevo osario.
Athelstan se quedó mirando al cadáver, lamentando la brutal muerte de aquel hombre tan joven.
—En ese caso, enviadlo a San Erconwaldo —dijo—. Si nadie lo quiere, San Erconwaldo lo acogerá.
Athelstan giró la cabeza al oír que se abría la puerta, y vio que Havant, rodeado del séquito del Pescador de Hombres, que protestaba como una bandada de estorninos, entraba en la capilla.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó sir John—. ¡No me digáis que voy a tener que soportaros tan temprano, sir Lionel!
—Hay una epidemia de muertes, sir John. Han asesinado a otro escribano.
—¿Cerca del río? —preguntó, esperanzado, el Pescador de Hombres.
Sir Lionel ni siquiera se molestó en contestarle, y dirigiéndose a Cranston, prosiguió:
—Han matado a Luke Peslep en el excusado de la taberna Tinta y Tintero. Tenía una puñalada en el vientre y otra en el cuello; el asesino se ha esfumado.
—¿Robo? —preguntó Cranston.
—No le han quitado nada, salvo la vida, aunque hemos encontrado esto.
Havant entregó al forense un trozo de pergamino, y Cranston se lo pasó a Athelstan.
—Esta mañana no tengo la vista muy bien. —Era la explicación que solía dar Cranston cuando había bebido demasiado.
Athelstan leyó el texto a la luz de una lámpara de aceite.
—Dos acertijos —dijo lentamente—. El primero reza: «Hubo un rey que luchó contra un ejército. Consiguió derrotarlo, pero al final vencedor y vencido acabaron en el mismo sitio».
—¿Qué demonios significa eso? —preguntó Cranston.
—Eso sólo Dios lo sabe —repuso Athelstan—. Y el segundo reza: «La primera es el origen del viaje hacia el infierno». ¿Lo llevaba Peslep encima? —preguntó.
—No —contestó Havant—, el asesino debió de dejarlo sobre el cadáver.
Cranston y Athelstan le dieron las gracias al Pescador de Hombres y salieron con Havant a la calle.
Las campanas de la ciudad repicaban llamando a las oraciones del mediodía. Los comerciantes y sus clientes ignoraban esa invitación, pero se habían tomado un descanso para comer y beber, así que las calles no estaban tan abarrotadas, y ahora resultaba más fácil moverse por ellas. Con todo, cuando llegaron a la taberna Unta y Tintero, Athelstan estaba cansado. Havant caminaba a grandes zancadas, como un gigante, y sir John, que no se dejaba impresionar, se esforzaba por demostrar que era un caballero poderoso, capaz de competir con los mejores y más jóvenes. Frente a la taberna Tinta y Tintero se había formado un corro de curiosos, vigilado por los arqueros de la Torre, que llevaban el blasón de Juan de Gante. Havant se abrió paso entre la multitud allí reunida, habló con el capitán de los arqueros y entró en la taberna seguido de Cranston y Athelstan. En el sucio patio encontraron a un arquero mordisqueando un hueso de pollo mientras piropeaba a Meg, la criada, que les indicó el lugar con el pulgar.
—Está ahí dentro —gritó—. El capitán le ha subido las calzas y lo ha adecentado un poco; dice que a ningún hombre deberían encontrarlo así.
Athelstan abrió la puerta del excusado. Peslep estaba sentado en el banco de la letrina, y tenía el jubón manchado de sangre. El fraile vio las dos heridas, una en el cuello y la otra en el vientre.
—Sacadlo de ahí —susurró.
Cranston gritó una orden. El arquero, con la ayuda de Athelstan, sacó el cadáver del excusado y lo dejó sobre los adoquines del patio. Athelstan le dio la absolución y examinó las dos heridas, cogió la bolsa del difunto y vació su contenido en la palma de su mano. No había más que unas pocas monedas, una piedra pómez y una medallita de san Cristóbal.
Athelstan recitó un breve réquiem, bendijo el cadáver y se puso en pie. El tabernero, fingiendo una gran pena, salió al patio frotándose las manos y elevó la vista hacia el cielo.
—¡Que Dios se apiade de nosotros! —se lamentó—. ¡Que Dios se apiade de todos nosotros!
—¡Callaos ya! —gruñó Cranston—. No os preocupéis, maese tabernero: sacaremos el cadáver de aquí. Dentro de muy poco estaréis de nuevo contando monedas. Explicadme qué ha pasado.
—He enviado un mensajero a la Torre —balbuceó el tabernero—, porque ése es Luke Peslep, escribano de la Cancillería de la Cera Verde.
—No enviasteis al chico a la Torre —se burló Meg.
—A ver si os fijáis en lo que decís, por el amor de Dios —terció Havant—. Enviasteis al chico a la Cancillería de Fleet Street: yo estaba allí cuando llegó con vuestro mensaje.
El tabernero agitó los dedos; luego sacó un trapo sucio de su grasiento delantal y se secó la cara.
—¡Señor, ten piedad! ¡Ten piedad de nosotros! ¡Tenéis razón! ¡Tenéis razón! Es que pensaba que habían desembarcado los malditos franceses, y que había que ir a la Torre.
Cranston sujetó al tabernero por el hombro y dijo:
—Amigo mío, acaban de asesinar a un funcionario de la Corona y vos no hacéis otra cosa que gimotear como un chiquillo.
—Yo no he visto nada —alegó el tabernero.
—Estaba demasiado ocupado vigilando a los clientes —intervino Meg.
Athelstan llamó a la muchacha y deslizó un penique en su huesuda mano.
—¿Y vos? ¿Qué habéis visto, muchacha? —preguntó.
La joven se secó la nariz con el dorso de la mano y respondió:
—Peslep ha venido a desayunar, como de costumbre; me ha tocado los pechos, como de costumbre, y se ha sentado a comer como un príncipe. Después ha ido a los retretes, como siempre, a hacer sus necesidades.
—¿Algo más?
—No sé nada más; no he visto salir a nadie detrás de él. Simón, el ferretero, ha salido al patio porque tenía la vejiga rebosante de cerveza, luego le hemos oído gritar y el resto ya lo sabéis.
—¿Habéis visto a alguien en la taberna esta mañana que os haya llamado la atención? ¿Algún forastero, quizá?
La joven cerró los ojos y frunció los labios y el entrecejo.
—Han entrado unos mendigos —contestó—. Ah, sí, y también un joven muy apuesto. —Abrió un ojo y señaló a Havant—. Vestía como vos, con ropa buena; llevaba un talabarte y botas altas de montar, con espuelas.
Havant esbozó una sonrisa y preguntó:
—Pero no era yo, ¿verdad?
—Oh, no, señor —contestó la muchacha tímidamente—. Vos sois mucho más atractivo que él.
—Entonces, ¿le visteis la cara? —preguntó Athelstan.
—Me fijé en que iba recién afeitado —respondió Meg—. Pero no, padre, en realidad no le presté mucha atención; tenía demasiado trabajo.
Cranston, que estaba de pie, balanceándose, con los ojos entrecerrados, chascó la lengua y dijo:
—Maese tabernero, haced que se lleven el cadáver de aquí. —Sacó unas monedas de la bolsa de Peslep, que Athelstan le había dado.
—¿Adónde hay que llevarlo?
—A la iglesia de vuestra parroquia —contestó Cranston, sujetando al tabernero por la muñeca y apretándosela con fuerza—. Decidle al párroco que se lo envía sir John Cranston para que lo entierre.
El tabernero se alejó a grandes zancadas, y Meg lo siguió.
—¿Qué hacíais vos en la Cancillería? —le preguntó Cranston a Havant.
Havant se encogió de hombros.
—Obedecía las órdenes del regente, sir John. Tenía que ir a informar del hallazgo del cadáver de Chapler.
—¿Y?
—Estaban muy tristes y afligidos, y entonces llegó el chico de la taberna. —Havant miró al cielo y añadió—: Tengo que irme, sir John. —Miró a Athelstan, le sonrió, dio media vuelta y entró en la taberna.
Cranston se sentó en un taburete de madera y se quedó contemplando el cadáver mientras Athelstan examinaba el patio.
—No encontraréis nada —se lamentó el forense—. Ese se ha escabullido como un fantasma.
Athelstan fue hasta la parte trasera de los excusados y abrió una portezuela que conducía a un callejón. Miró a uno y otro lado; en un extremo unos niños jugaban con un sapo, bajo la atenta mirada de un gato escuálido; en el otro, entre dos casas, había un espacio por el que se accedía a otra calleja. Athelstan cerró la portezuela, regresó al patio y se sentó junto a sir John.
—Demasiados asesinatos —murmuró el forense. Se frotó la cara y agregó—: Hermano Athelstan, necesito comer algo. —Le dio un codazo a su compañero, que estaba absorto en sus pensamientos—. ¿En qué pensáis, monje?
—Estoy perplejo, sir John, y no sólo por la muerte de Drayton. Además está Chapler, a quien han golpeado en la cabeza y arrojado al río. Y ahora apuñalan a Peslep en un excusado.
—Y eso ¿qué significa? —preguntó Cranston.
—A esos escribanos los ha matado alguien que conocía todos sus hábitos y costumbres. —Athelstan exhaló un suspiro y prosiguió—: Seguro que Chapler tenía por costumbre rezar en la capilla de Santo Tomás Becket, y, como acaba de decirnos Meg, Peslep solía venir aquí cada mañana a desayunar.
—¿Y el asesino?
—Ese joven, es lo más probable —respondió Athelstan—. Ha venido aquí con su talabarte, ha esperado a que Peslep saliera al patio y lo ha seguido. Debe de haber sido fácil: Peslep estaría sentado en el retrete, con las calzas alrededor de los tobillos; de repente la puerta se abre, el asesino le clava la espada en el vientre y luego en el cuello, y desaparece por el callejón sin dejar rastro. Vamos, sir John —dijo Athelstan poniéndose en pie—. Ya comeremos más tarde, ahora tenemos que ir a la Cancillería.
—No —le contradijo sir John.
—¡Sir John!
—Los asesinatos de los escribanos son importantes, hermano, pero el regente no me dejará en paz. Quiero volver a casa de Drayton y registrar a fondo esa contaduría.
—Ahora estamos en la ciudad, sir John —insistió Athelstan—. Chanchery Lane no queda lejos de aquí. El asesinato de Drayton es obra de una mente astuta, y su misterio no se reduce a un pasadizo secreto. Además —añadió sacando el trozo de pergamino de su bolsa—, ¿por qué dejaría el asesino estos acertijos? ¿Qué mensaje pretendía transmitir? Creo, sir John, que a Peslep y a Chapler los mató alguien como ellos, otro escribano. Así que levantaos, sir John; todavía es temprano para pensar en comer.
Cranston cedió de mala gana, disimulando su decepción por no poder comprarse un jugoso pastel de carne en el Cordero de Dios. Salieron de la taberna Tinta y Tintero después de que Cranston le diera órdenes al tabernero respecto a lo que tenía que hacer con el cadáver de Peslep, y echaron a andar hacia el Cheapside, pasando por los Shambles, el ruidoso mercado de carne situado frente a la cárcel de Newgate, hasta llegar a Holborn Street. Allí tuvieron que pararse un rato, porque un grupo de cómicos había atraído a una multitud de curiosos desocupados. Unos cuantos transeúntes que no tenían prisa se habían reunido en un descampado cercano para observar a los artistas y juglares, que hacían acrobacias, sacaban fuego por la boca y danzaban sobre cuerdas. También merodeaban por allí varias prostitutas con vestidos de colores chillones; cuando reconocieron a sir John Cranston, se oyeron algunos silbidos, pero no se le acercó ningún granuja.
Finalmente sir John, gritando y agitando sus monumentales puños, se abrió paso entre el gentío. Pasaron por la posada Obispo de Ely y entraron en el barrio de los abogados, abarrotado de hombres con indumentaria sobria, con casacas bordeadas de piel, escribientes y secretarios ataviados con prendas de color marrón y verde. Torcieron por Chancery Lane, y Cranston se detuvo ante una gran casa de cuatro plantas. Las ventanas estaban cubiertas de polvo, y el yeso y el entramado de madera de la fachada, descoloridos y resquebrajados.
—Está así desde que yo era niño —observó Cranston mientras golpeaba la aldaba de hierro con forma de pluma. Señaló a Athelstan con el dedo índice y añadió—: Esta casa encierra grandes secretos.
Estaba a punto de decir algo más cuando la puerta se abrió de par en par. El hombre que los recibió vestía, pese al calor, una túnica ribeteada de piel que le llegaba hasta los pies; en una mano llevaba un monóculo, en la otra, una pluma, y tenía los dedos manchados de tinta. Era calvo, y el color grisáceo de su cutis hacía que sus ojos brillantes y su nariz puntiaguda sobresalieran aún más. Hizo una mueca de fastidio con los pálidos labios y dijo:
—¿Qué se os ofrece, señores? —Se rascó el delgado cuello.
—Nos envía el rey —contestó Cranston, y lo apartó de un empujón.
—Lo siento mucho, señor —dijo el individuo sujetando a Cranston por el brazo.
—¿Quién sois? —bramó el forense.
—Tibauld Lesures, el señor de los pergaminos. ¿Cómo osáis…?
Cranston lo cogió por la mano y dijo:
—Pues yo soy sir John Cranston, forense de la ciudad, y he venido obedeciendo las órdenes expresas del regente. Este monje es el hermano Athelstan, párroco de San Erconwaldo y mi secretario personal.
—Y ¿por qué no habéis empezado por ahí? —protestó Lesures estirando el largo y delgado cuello como un pollo enojado. Metió los dedos en el cinturón de batista y, sonriendo a Athelstan, dijo—: ¿Habéis venido por los asesinatos? —Chascó la lengua y añadió—: Dos hombres jóvenes asesinados en la flor de la vida. ¡Vivimos tiempos violentos, hermano! Hay más hijos de Caín que de Abel. Está bien, podéis pasar.
Los guió por un oscuro pasillo donde había varias cámaras en las que escribas y escribientes copiaban o preparaban borradores de documentos.
—La Cancillería de la Cera Verde —explicó Lesures al llegar al pie de la escalera— está en la primera galería. En la segunda galería está la Cancillería de la Cera Roja, y en la…
—Gracias —le atajó Cranston—. Yo también trabajé en la Cancillería, maese Tibault.
—Ah, ¿sí? —dijo Lesures en un tono más afable.
Lesures los acompañó al primer piso, y los condujo hasta una gran sala amueblada, más cómoda que las otras que habían visto. Telas de Damasco y tapices colgaban sobre el revestimiento de madera de las paredes, junto a escudos con las armas de Inglaterra, Francia, Escocia y Castilla. El suelo era de madera; y allá estaban situados varios escritorios altos, que ahora se encontraban vacíos. Vieron a cuatro escribanos reunidos en un extremo de la larga mesa colocada en el centro de la sala. Estaban agrupados alrededor de una joven rubia que, sentada en una silla, se tapaba la cara con las manos.
Los jóvenes levantaron la cabeza cuando Cranston se les acercó. Rondaban todos la treintena, vestían jubón y calzas, y por debajo del cuello del jubón sobresalía la gorguera blanca, impecable. Tenían un aspecto limpio y cuidado, y todos llevaban el anillo de la Cancillería en la mano izquierda. Athelstan recordó que la Cancillería siempre reclutaba a los mejores alumnos de Oxford y Cambridge, jóvenes de buena familia. Otros acabarían entrando en la Iglesia, y otros, si obtenían el favor real, se convertirían en representantes de la Corona, funcionarios de los juzgados o comisionados.
Lesures se los presentó: William Ollerton, un joven menudo y enjuto, con una cicatriz que iba desde la nariz hasta la boca; llevaba el cabello, castaño, cuidadosamente aceitado, y lucía un pendiente en una oreja. Un auténtico dandy, pensó Athelstan. Robert Elflain era alto y delgado como el asta de una lanza; la expresión de su rostro denotaba arrogancia y desdén. Thomas Napham también era alto, de espaldas anchas y mejillas regordetas; no iba tan bien peinado como los demás, y parecía nervioso y complaciente. Por último estaba Andrew Alcest, que al parecer era el líder del grupo: un joven ágil, de cutis suave y grandes ojos. Athelstan desconfió de él al instante: le pareció que aquel hombre, pese a su aspecto inocente, era un conspirador nato.
Lesures terminó las presentaciones. Los escribanos estrecharon la mano a sir John y a Athelstan y se quedaron de pie. La mujer seguía en su silla, con la barbilla apoyada en una mano; miró a Cranston con ojos llorosos y esbozó una sonrisa. A Athelstan le impresionó la belleza de su rostro: grandes ojos grises, labios carnosos y una linda expresión, pese a que todavía le corrían lágrimas por las mejillas. La joven parecía cansada. Por debajo del griñón de sarga asomaban unos mechones de cabello rojizo. Athelstan se fijó en que la capa gris de la joven, que estaba colgada en la silla, tenía manchas de barro, y vio que el corpiño y el vestido, cerrado hasta el cuello, estaban arrugados, como si acabara de llegar de un largo viaje. La joven llevaba un anillo, pero ninguna otra joya aparte de una cruz de plata colgada del cuello. El fraile quedó fascinado por sus dedos, largos y muy delgados; se fijó en las mellas que tenía alrededor de las uñas y se preguntó si aquella mujer habría trabajado de bordadora o de modista. Cranston seguía observándola, admirado, hasta tal punto que la joven, desconcertada, pestañeó y se volvió hacia Athelstan, como pidiéndole ayuda.
—Es sir John Cranston, señora —explicó Athelstan—, forense de la ciudad, y hemos venido a investigar los asesinatos de Luke Peslep y Edwin Chapler.
—¡Estupendo! —exclamó la mujer, y la expresión de su rostro se endureció. Se levantó, le cogió la mano a Cranston y, antes de que él pudiera impedirlo, se la besó—. Soy Alison Chapler, la hermana de Edwin. Acabo de enterarme de su muerte, sir John. Exijo venganza, y que se haga justicia con el asesino de mi hermano.