Capítulo I

Sir John Cranston, forense de la ciudad de Londres, se sentó en un banco, se quitó el gorro de piel de castor y se secó el sudoroso rostro. Le habría encantado sacar el milagroso odre que llevaba bajo la capa, pero no estaba seguro de cómo reaccionaría su secretario, el hermano Athelstan, fraile dominico, que estaba sentado en el otro extremo de la habitación. Athelstan estaba muy callado, más de lo habitual. Su alargado y cetrino rostro no denotaba expresión alguna bajo el negro cabello tonsurado, y su mirada, normalmente alegre, parecía ahora sombría. Se encontraba sentado con las manos metidas en las mangas de su túnica blanca, mordisqueándose el labio.

«Preferiría estar en otro sitio —pensó Cranston—. Preferiría estar en la otra orilla del río, en San Erconwaldo, con sus malditos feligreses». Escrutó el rostro de su amigo. Athelstan ni siquiera había tenido tiempo de afeitarse o desayunar; cuando Cranston lo llamó, el fraile acababa de terminar la misa matutina.

—Tenéis que venir conmigo, hermano —insistió el forense. Señaló al enorme gato que no se separaba de Athelstan—. Que Buenaventura se encargue de vigilar San Erconwaldo, y echadle un poco de heno al viejo Philomel. Quiero plantearos un misterio que pondrá a prueba vuestra inteligencia y que a mí me ha desconcertado por completo, os lo aseguro.

Athelstan lo siguió en silencio. Cruzaron el Puente de Londres y se abrieron paso entre la multitud hasta llegar a la casa del prestamista Bartholomew Drayton, en Ratcat Lane.

—Contádnoslo de nuevo —le dijo Cranston a Henry Flaxwith, su más fiel alguacil.

Flaxwith resopló con fuerza.

—Lo sé, lo sé —admitió Cranston—; pero el hermano Athelstan necesita conocer los hechos. Ninguno de nosotros dudaría en marcharse de aquí, si no fuera porque han asesinado a Drayton, y ha desaparecido una gran cantidad de plata.

—Veréis, sir John —empezó Flaxwith—. Esta mañana, mucho antes de que las campanas llamaran a maitines, Sansón y yo…

—¡Al cuerno con él! —exclamó Cranston—. ¡No quiero saber nada de vuestro maldito perro!

—Mi perro y yo —prosiguió Flaxwith, implacable— estábamos haciendo la ronda. Sansón —dijo guiñándole un ojo a Athelstan e ignorando el suspiro de desesperación de Cranston— siempre va despacio; le gusta pararse, olisquear y levantar la pata de vez en cuando. Me había comprado una tarta de anguila, porque no había desayunado…

Cranston cerró los ojos. «Dios mío, dame paciencia», pensó. Flaxwith era un hombre sumamente taciturno, pero honrado y meticuloso, y tenía buena vista para los detalles.

—Acababa de terminarme el pastel —continuó el alguacil— cuando llegamos a Ratcat Lane. Allí vi a dos jóvenes, Philip Stablegate y James Flinstead, los escribientes de Drayton, golpeando la puerta de su patrón.

—¿Esas dos buenas piezas que ahora están arriba?

—En efecto, sir John. Pues bien, les pregunté qué sucedía. —Flaxwith alzó su redondeado rostro y añadió—: Debería ir a ver qué hace Sansón

Sansón está perfectamente —le aseguró Cranston—. He encontrado una salchicha en la despensa y se la he dado; por lo visto estaba muerto de hambre.

—En ese caso… En fin, les pregunté qué sucedía, y ellos me contestaron que llevaban un rato llamando a la puerta, pero que maese Drayton no les abría. Ya habéis visto la puerta de la casa, sir John: es gruesa como la cabeza de un francés. Así que rodeamos la casa; y todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto.

—¿Hay alguna otra entrada? —preguntó Athelstan.

—Sí, la hay, pero la puerta es igual de gruesa que la de la entrada principal, y dura como el roble. Habríamos necesitado una máquina de asedio de la Torre para echarla abajo.

A Cranston se le estaba agotando la paciencia, y, discretamente, dio un sorbo de clarete de su odre. Luego se lo ofreció a Athelstan, que negó con la cabeza.

—Así que decidimos entrar por la ventana. Maese Philip se subió a los hombros de maese James y abrió los postigos con un cuchillo. Detrás de los postigos había una de esas pequeñas cancelas: rompió el cristal y abrió el pestillo.

—¿Estáis seguro de eso? —le interrumpió Athelstan.

—Por supuesto —respondió Flaxwith—; podéis comprobarlo vos mismo. La madera está rota; los barrotes, forzados. De hecho, se diría que no la habían abierto durante años. Maese Stablegate entró en la casa, retiró los pestillos de la puerta principal, descorrió el cerrojo, y maese Flinstead y yo entramos.

—¿Cómo encontrasteis la casa? —preguntó Cranston.

—Oscura como la noche y con un terrible olor a moho; no había velas ni antorchas. —Flaxwith redujo la voz a un susurro y añadió—: Silenciosa como una tumba, sir John; os lo aseguro.

—¡Seguid! —le espetó Cranston.

—Todas las habitaciones estaban vacías; igual que ésta.

Athelstan despertó de su ensueño y miró alrededor. Pensó en el verso de los Evangelios: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si sufre la pérdida de su alma inmortal?». Drayton, que estaba considerado como uno de los principales prestamistas de la ciudad, debía de haber sido también un avaro. La cámara en que se encontraban estaba sucia y dejada, y sólo tenía unos cuantos muebles; hacía mucho tiempo que no cambiaban los juncos del suelo, y las paredes estaban sucias y desconchadas. Athelstan estaba seguro de haber oído ratas por el pasillo.

—¿Voy demasiado deprisa? —preguntó Flaxwith.

Cranston se limitó a sonreír.

—Llegamos a la cámara acorazada —prosiguió el alguacil—, luego llamamos a la puerta varias veces, pero nadie nos contestó; no se oía nada.

—¿Mirasteis en las habitaciones de arriba? —preguntó Athelstan.

—Sí, ya lo creo, pero no había nadie. Maese Drayton debía de estar en su contaduría. Vos mismo habéis visto la puerta, sir John: es de roble macizo, las bisagras son de acero y hay también unos pernos de acero en la parte exterior. Empecé a temer lo peor, salí a la calle y pagué a unos basureros para que entraran en la casa. Encontramos un tajo en el jardín, y con él echamos la puerta abajo.

—¿Cómo lo conseguisteis? —preguntó Athelstan—. ¿No decíais que la puerta era demasiado gruesa?

—Tenéis razón, padre —replicó Flaxwith—. Pero uno de los basureros sirvió en el ejército, y había derribado montones puertas en Francia. Nos dijo que nos concentráramos en las bisagras, y eso fue lo que hicimos. La puerta acabó cediendo, y dentro encontramos a Drayton, tendido en el suelo. No hemos movido el cadáver; tiene una flecha de ballesta clavada en el pecho, y la plata ha desaparecido.

—¿Cuánta plata?

—Según el libro de contabilidad, al menos cinco mil libras esterlinas.

Cranston silbó entre dientes.

—Madre mía. ¿Qué más sabéis?

—Los dos escribientes, Stablegate y Flinstead, se habían marchado la noche anterior, como era su costumbre, poco antes de vísperas. Cuando se fueron, maese Drayton cerró todas las puertas. De eso no cabe duda, sir John: no dejó entrar a nadie, y nadie salió de la casa.

Athelstan se levantó y asió la cruz de madera que llevaba colgada del cuello con un cordón.

—Si os he entendido bien, maese Flaxwith —dijo sonriendo al alguacil—, anoche ese hombre se encerró en su cámara acorazada, y una vez dentro no salió de ella ni dejó entrar a nadie. Esta mañana las puertas y ventanas seguían cerradas a cal y canto. Abajo, la cámara acorazada sigue cerrada e intacta, pero dentro yace el prestamista, muerto, y le han robado la plata.

—Sí, así es.

—Y ¿no hay entradas secretas, túneles ni portillos?

—No, padre, ya habéis visto la casa: es de piedra, una de las pocas que hay por aquí. Por eso la compró Drayton.

—¿Y la cámara acorazada?

—Juzgad vos mismo, padre —repuso Flaxwith—. Es un cuadrado de piedra; el techo es de yeso, pero está intacto, y las paredes y el suelo son de piedra. Cuando necesitaba aire puro, Drayton tenía que abrir la puerta. He conocido a muchos ladrones, padre; se cuelan por las ventanas con la misma facilidad con la que un sacerdote se cuela en un burdel… —Se interrumpió bruscamente y rectificó—: Como un hurón en su madriguera. Para entrar en esa cámara acorazada habría que ser un experto.

—Veámosla.

Flaxwith se levantó, y los tres salieron de la habitación. Cranston asió a Athelstan por el brazo y le dijo:

—¿Estáis bien, hermano?

—Claro, sir John. Un poco adormilado…

—Seguro que os habéis pasado la noche en vela —le reprendió Cranston—. Habéis estado otra vez en esa torre estudiando las estrellas, ¿no es cierto?

Athelstan sonrió tímidamente.

—Sí, sir John, así es.

—¿Seguro que no ha pasado nada más? —preguntó Cranston—. Espero que el padre prior no os haya escrito para comunicaros que os releva de vuestro cargo en San Erconwaldo y os envía a Oxford.

Athelstan asió la gruesa mano de Cranston y le dio un apretón.

—Sir John —dijo—, hace un mes, el padre prior me preguntó si deseaba hacer ese traslado y yo le contesté que no.

Cranston disimuló su alivio; adoraba a su esposa, lady Maude, a sus hijos gemelos, que eran su más preciado tesoro a sus perros Gog y Magog; pero también sentía un profundo aprecio por aquel simpático fraile, inteligente y con un agudo sentido del humor. Cranston había sido soldado antes que fiscal y había conocido a muchos hombres; pero, como le había dicho en más de una ocasión a lady Maude: «Puedo contar a mis amigos con los dedos de una mano, y todavía me quedan dedos libres para hacerle un ademán grosero al regente. Y a Athelstan lo considero un buen amigo».

Cranston miró con tristeza al fraile y dijo:

—No os iréis a Oxford, ¿verdad, hermano?

—No, sir John. Voy a bajar a la cámara acorazada.

Athelstan echó un vistazo al mísero salón.

—Nos encontramos ante un misterioso asesinato, sir John; pero, ¿qué hacéis vos aquí? ¿Qué es lo que tanto os inquieta?

—Drayton solía guardar su dinero en casa de los lombardos —contestó Cranston—: Los hermanos Bardi y los Frescobaldi, de Leadenhall Street. Y acababa de retirarlo casi todo, pues iba a prestarle cinco mil libras de plata a nuestro noble regente, Juan de Gante, duque de Lancaster.

Athelstan suspiró.

—Como podéis imaginar, hermano, a Gante le trae sin cuidado que Drayton esté en el cielo o en el infierno. Lo que quiere es la plata; sobre todo ahora, pues Drayton no tiene herederos, y por lo tanto el regente no tendrá que devolver el préstamo. También quiere que capturemos al ladrón. Como ya sabéis, mi querido monje…

—¡Fraile, sir John!

—Como ya sabéis, mi querido fraile, nadie puede contrariar a nuestro regente y salir indemne. —Cranston oyó a Flaxwith que los llamaba, y dijo—: Será mejor que vayamos, hermano.

Se metieron en el oscuro pasillo, que apestaba a sebo, aceite hirviente y otros olores desagradables.

—Flaxwith ha encontrado el orinal arriba, lleno de excrementos —susurró Cranston—. Drayton, además de tacaño, era un cerdo.

Flaxwith los esperaba en lo alto de la escalera con una antorcha.

—¿Y Sansón, sir John? —dijo el alguacil, suplicante.

—¡Al cuerno con él! —replicó Cranston—. Vuestro perro vivirá una eternidad, Henry, y no puedo decir lo mismo de mí si no recuperamos esa plata.

Flaxwith se encogió de hombros, resignado, y los guió por la estrecha escalera de piedra. Al llegar abajo, vieron la enorme puerta que el alguacil les había descrito. Flaxwith entró el primero en la contaduría y puso la antorcha en un gancho de la pared.

Athelstan miró el cadáver que yacía en el suelo de piedra. Se había formado un charco de sangre del que salían unos riachuelos que corrían por las losas. El fraile se agachó y examinó, compadecido, el escuálido rostro de Drayton: los párpados cerrados, los labios manchados de sangre seca. Le tocó el cuello y comprobó que la piel estaba fría y húmeda. Athelstan cerró los ojos y rogó a Dios que, con su infinita misericordia, se apiadara de aquel hombre, que en vida no había tenido dignidad y que había muerto como un perro. Le dio la vuelta al cadáver y vio que Drayton llevaba unas calzas y un jubón andrajosos. Las gastadas botas daban un aspecto ridículo a sus delgadas piernas; no llevaba ninguna cadena colgada del cuello, ni ningún anillo en los dedos. Athelstan se preguntó si aquel hombre habría encontrado algún placer en la vida.

—¿Era soltero? —preguntó.

—Estuvo casado —contestó Flaxwith—, pero hace muchos años: después de la paz de Bretigny con Francia, su esposa lo abandonó; y no me extraña que lo hiciera. Drayton no tenía más parientes.

Athelstan examinó la herida infligida por la flecha de ballesta en el estrecho y delgado pecho de Drayton. Luego se apartó del cadáver y examinó el charco de sangre, que se extendía por el suelo y llegaba casi hasta la puerta. Se recogió el hábito y caminó de puntillas por las losas.

—¿Qué pasa, hermano?

Athelstan señaló el umbral, y dijo:

—La sangre empieza al menos a un palmo de la puerta; ahí es donde Drayton cayó por primera vez. —Se volvió y señaló la pared del fondo—. Veamos: el hombre se está muriendo, la puerta está cerrada con llave y los cerrojos echados, ¿no?

Flaxwith asintió.

—Allí —dijo Athelstan señalando— está el escritorio de Drayton, donde hacía todas sus cuentas, donde se sentaba y se regodeaba pensando en la fortuna que había amasado.

—Sí, así es —terció Cranston—. Pero no intentó ir hacia la puerta ni hacia el escritorio, sino hacia la pared del fondo. ¿Por qué?

Cranston fue hacia la pared y, sacando su daga, dio unos golpecitos en los ladrillos encalados.

—Parecen sólidos —declaró—. Escuchad, Athelstan.

Cranston volvió a golpear la pared en varios puntos, pero sólo se oyó un ruido sordo.

—No hay ningún pasadizo secreto —sentenció, y enfundó la daga.

—Quizá Drayton deliraba —comentó Flaxwith.

—Eso demuestra una cosa —observó Athelstan—. La puerta debía de seguir cerrada cuando Drayton cayó; de no ser así, ese pobre hombre habría intentado llegar hasta ella. —Se levantó y se secó la mano en el negro manto que llevaba sobre la túnica blanca. Miró alrededor y añadió—: Tenéis razón, maese Flaxwith. Esta cámara es un cuadrado de piedra y yeso.

Athelstan dio unos pasos por la cámara. El escritorio estaba pegado a una de las paredes, y había una butaca con cojines. Sobre el escritorio había una báscula, varias hojas de pergamino, plumas, tinteros y un cofre con el cierre roto. Athelstan examinó el cofre y llegó a la conclusión de que llevaba años así. Dentro sólo encontró unas cuantas tiras de cera y más plumillas. Por lo demás, la habitación estaba vacía.

—Ni siquiera hay un crucifijo —susurró Athelstan—. Drayton debía de ser un hombre reservado y tacaño.

Los tres se quedaron un instante contemplando la desolada cámara.

—Aquí no podría colarse ni una rata —declaró Cranston; se secó la frente y bebió otro sorbo de su odre milagroso.

—Excepto por la puerta —terció Athelstan—. Vamos a examinarla.

Cogieron la antorcha que habían dejado en la pared y examinaron concienzudamente la puerta. La curiosidad de Athelstan iba en aumento. La madera tenía al menos nueve pulgadas de grosor, y las bisagras eran de acero. A juzgar por los tres cerrojos y las dos cerraduras, que todavía tenían las llaves dentro, la puerta debía de estar bien cerrada cuando la derribaron. Examinó los tachones de metal: por la parte exterior eran cónicos y se clavaban en la madera con un pasador que había en el interior; comprobó que todos estuvieran intactos. La única abertura que encontró fue una pequeña rejilla en la parte superior de la puerta, de unos quince centímetros de anchó y otros quince de alto. Tocó la tapa de madera que la cubría.

—¿Y esta rejilla? ¿Estaba abierta o cerrada?

—No estoy seguro —respondió Flaxwith—. Ahora está abierta, pero es posible que se abriera cuando echamos la puerta abajo.

Athelstan se quedó mirando la rejilla. Era lo bastante ancha como para mirar por ella, pero las barras estaban tan juntas que habría sido difícil pasar una daga entre ellas, y más difícil aún una flecha de ballesta. Athelstan volvió a concentrarse en los enormes tachones de acero.

—¿Qué hacéis? —preguntó Cranston, intrigado.

—Quiero ver si hay alguno suelto —explicó Athelstan—. Se sujetan a la puerta mediante unos pasadores.

—Eso ya lo he hecho yo —dijo Flaxwith, triunfante—, pero no hay ninguno suelto.

—Y si lo hubiera —intervino Cranston—, lo más probable es que se hubiera soltado cuando maese Flaxwith y sus colegas golpeaban la puerta, ¿no?

Athelstan le dio la razón y se rascó la cabeza.

—Por lo tanto, el problema sigue siendo el mismo —dijo. Volvió a entrar en la contaduría—. Maese Drayton debía de tener la plata aquí, ¿no?

Cranston asintió.

—Lo que no entiendo —continuó el fraile— es que, si el asesino tuvo que matar al prestamista, coger el dinero y huir, lo normal sería que la puerta hubiera quedado abierta; pero no: Drayton está dentro, y la puerta, perfectamente cerrada. Si los ladrones lo mataron primero y luego se llevaron la plata de la habitación, ¿cómo es que la puerta quedó cerrada?

—Y si quedó cerrada —aportó Cranston—, ¿cómo entraron los ladrones, mataron a Drayton, le robaron la plata y salieron dejando la puerta cerrada por dentro?

—Exacto, sir John. Es como una adivinanza.

—Además —añadió Flaxwith—, no sólo robaron la plata, sino también todas las monedas sueltas que encontraron. Y los escribientes de Drayton afirman que faltan dos candelabros de plata y un colgante de oro.

Athelstan se sentó en el banco y se quedó mirando el cadáver.

—¿Cómo consiguieron entrar? ¿Y qué hicieron para salir? —murmuró.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Cranston dando otro trago de su odre.

—Bueno, entiendo que mataran a Drayton y que robaran la plata; pero ¿cómo consiguieron entrar y salir? Esa puerta es más resistente que un muro de acero. Si alguien se hubiera acercado a ella, Drayton habría bajado la tapa de la rejilla, y así habría estado a salvo; bastaba con que no abriera la puerta. Ahora bien, supongo que Drayton habría dejado entrara un escribiente, o a un amigo suyo. —Miró a Flaxwith y agregó—: ¿Estáis seguro de que la llave seguía en la cerradura y de que los cerrojos estaban echados?

—Eso fue lo primero que comprobé —respondió el alguacil, cambiando el peso de una pierna a otra—. Por favor, sir John, ¿puedo ir ya a ver qué hace mi perro? Sansón me echa mucho de menos cuando no me ve.

—¡Id a ver a vuestro maldito animal! —gritó Cranston—. ¡Y saludadlo de mi parte!

Flaxwith salió a toda prisa de la cámara.

—Hay otro problema —prosiguió Athelstan—. ¿Cómo entró y salió el asesino de la casa sin forzar ninguna puerta ni ventana?

—¡Qué misterio! —Cranston tomó otro sorbo del odre milagroso.

—¿Siguen ahí los escribientes? —preguntó Athelstan.

—Sí, hermano. Nos esperan arriba.

Salieron de la contaduría y fueron a reunirse con ellos. En cuanto los vio, Athelstan desconfió de maese Philip Stablegate y de su colega James Flinstead. Sí, se mostraron muy amables, se pusieron en pie al verlos entrar y su apariencia era afable: llevaban el cabello bien cortado, y la cara lavada y pulcramente afeitada. Vestían ropa sobria: casacas y calzas oscuras. Stablegate era rubio, de rostro agraciado y sonriente, mientras que Flinstead era bastante más moreno. Sin embargo, Athelstan sintió una inmediata aversión hacia ambos. Era evidente que eran hombres inteligentes y socarrones y ninguno de los dos disimuló la gracia que les hacía el comportamiento de sir Cranston. El forense les pidió que se sentaran, y a continuación ayudó a Athelstan a colocar un destartalado banco enfrente de ellos. Athelstan dejó la bolsa en la que llevaba sus utensilios de escritura entre los pies y esperó con paciencia a que sir John diera otro sorbo de su odre milagroso. El forense cerró los ojos y eructó con gusto, cosa que hizo que Stablegate agachara la cabeza y riera por lo bajo. Cranston, que se tambaleaba en el banco, guardó de nuevo el odre; debió de captar la burla.

—¿Sois los escribientes de maese Drayton? —preguntó, sin andarse por las ramas—. ¿Fuisteis los últimos que lo vieron con vida?

—Nos marchamos poco antes de vísperas —respondió Flinstead.

—Contadme lo que ocurrió —dijo Athelstan.

—Lo mismo de siempre —dijo Flinstead con irritación—. Vos sois…

—El hermano Athelstan, sacerdote de San Erconwaldo, de Southwark.

—Y mi secretario —añadió Cranston.

—¿Nos consideráis sospechosos del crimen?

—¿Por qué iba a consideraros sospechosos? —replicó Athelstan.

Flinstead se quedó un poco desconcertado.

—Contestad mi pregunta, os lo ruego —añadió Athelstan—. ¿Qué ocurrió anoche?

—Terminamos nuestra jornada a la hora de siempre —contestó Stablegate—; estábamos trabajando en nuestra cámara, una pequeña buhardilla que hay al fondo del pasillo, y maese Drayton entró, como todos los días, para decirnos que ya podíamos marcharnos. Antes de que me lo preguntéis, hermano, os diré que él no confiaba en nosotros. Ni en nosotros, ni en nadie. Cuando salimos a la calle, maese Drayton nos dio las buenas noches con la misma hosquedad de siempre. Después cerró la puerta, y oímos cómo echaba los cerrojos y las llaves.

—¿Y después?

—Fuimos a beber a la taberna El Cerdo Danzarín, como solemos hacer. Está en San Martín, cerca del matadero.

—¿Y después de eso?

Cuando sonó el toque de queda de Santa María le Bow nos fuimos a casa, en Grubb Street, cerca de Cripplegate; compartimos una habitación allí.

—La señora Aldous, nuestra casera, os confirmará que llegamos a casa en un estado lamentable. Dormimos hasta el amanecer, nos levantamos y vinimos aquí.

—¿Y? —preguntó Athelstan.

—Lo mismo de cada mañana, padre; llamábamos a la puerta y maese Drayton nos abría.

—Pero esta mañana ha sido diferente, ¿no?

—Sí, padre, golpeamos la puerta con todas nuestras fuerzas y tocamos la campanilla. Entonces apareció Flaxwith, y el resto ya lo sabéis.

—¿Qué es lo que sé? —preguntó el fraile.

—Pues que revisamos las ventanas, porque la puerta principal y la puerta trasera estaban cerradas, como de costumbre.

—Y ¿entrasteis por una ventana?

—Sí —contestó Stablegate—. Me subí a los hombros de James, metí mi daga por una rendija y levanté el postigo.

Sir John se estaba quedando dormido; tenía la cabeza caída hacia delante y la boca abierta. Stablegate se tapó la boca para ocultar una sonrisa burlona.

—En ese caso… —dijo Athelstan elevando el tono de voz y poniéndose en pie.

Sir John se sobresaltó y se puso en pie de un brinco. Se quedó plantado, con las piernas separadas, y pestañeó, respirando ruidosamente por la nariz; entonces vio que los dos escribientes se estaban riendo. Athelstan cerró los ojos.

—¿Me encontráis gracioso, caballeros? —Cranston llevó la mano a la daga que tenía en el cinto. Dio un paso al frente; tenía los pelos del bigote y las patillas erizados, y los ojos fuera de las órbitas—. ¿Encontráis gracioso al viejo sir John? ¿Sólo porque mis hijos me han despertado antes del amanecer y ahora tengo sueño? ¿Y porque el viejo sir John ha dado un par de tragos de vino? Pues sabed, caballeros —continuó, echándoles el alienta en las narices—, que el viejo sir John no es tan tonto como parece. —Levantó el dedo índice y dijo—: ¿Así que vivís con la señora Aldous, en Grubb Street, cerca de Cripplegate?

—Sí —afirmó Flinstead, sorprendido de que sir John hubiera oído aquel comentario, pues parecía dormido.

—Conozco a la señora Aldous —prosiguió Cranston—. Cinco veces se ha presentado ante mí acusada de prostitución y de regentar un burdel.

—Ahora vive sola —replicó Stablegate.

—Sola con estos dos muchachitos, ¿no?

—Sí —afirmó el escribiente.

—Sí, sir John —le corrigió Cranston.

—Sí, sir John.

—Os aconsejo —agregó el forense con tono amenazador— que no os burléis del viejo sir John. Se ha cometido un asesinato, y alguien ha robado la plata de la Corona.

—Nosotros no sabemos nada de eso.

—No, amigo mío, claro que no. Esas cinco mil libras eran para los cofres del regente; y ahora han desaparecido. —Cranston posó sus enormes manazas sobre los hombros de los jóvenes escribientes, que no pudieron contener una mueca de dolor—. Bueno, amiguitos; vamos a ver esa maldita ventana.

Athelstan, satisfecho de que Cranston hubiera impuesto su autoridad, se volvió bruscamente hacia la puerta.

—Lo siento —dijo al regresar—. ¿No sabíais que maese Drayton guardaba cinco mil libras de plata en su contaduría?

—Él nunca nos dejaba tocar el dinero —explicó Stablegate—; ésa era la norma en la que más insistía. Sabemos —prosiguió— que unos mensajeros del banco de los Frescobaldi visitaron la casa ayer, aunque maese Drayton nos dijo que nos quedáramos en nuestra cámara, pues él mismo abriría la puerta. Más tarde oímos un murmullo de voces, y luego los mensajeros se marcharon.

Athelstan asintió y preguntó a los escribientes:

—¿Y qué pasó entonces?

—Si los mensajeros trajeron el dinero —contestó Stablegate—, conociendo a maese Drayton, seguro que contó hasta la última moneda, firmó un recibo y guardó el dinero en su cámara acorazada.

—¿Os llevabais bien con maese Drayton? —preguntó Cranston.

—¡No! —contestaron los escribientes al unísono.

—Era un roñoso —declaró Flinstead—; nos hacía trabajar de sol a sol. A la hora del ángelus nos daba un poco de cerveza, pan y queso; y después seguíamos trabajando. —Se tocó la manga de la casaca y añadió—: En Navidad y en Pascua nos daba casacas nuevas, y una moneda de plata el día de San Juan. Casi nunca hablaba con nosotros; sólo venía a vernos de vez en cuando, sigiloso como una sombra, para comprobar que no estábamos malgastando su tiempo ni su dinero.

—¿Mencionó alguna vez a amigos o parientes?

—Nunca —respondió Stablegate—. Un día le pregunté si había estado casado, y se puso hecho un basilisco.

—Y ¿qué pasó?

—Bajó murmurando entre dientes, y nunca volvimos a preguntarle nada.

—No teníamos más remedio que trabajar para él —añadió Flinstead—. Maese Drayton solía recordarnos que Londres estaba lleno de escribientes que buscaban trabajo, y no queríamos vernos convertidos en mendigos, padre.

Athelstan asintió con la cabeza y abrió la puerta.

—Está bien, caballeros; vamos a ver esa ventana.

Los dos escribientes bajaron delante. Flaxwith estaba en el piso de abajo, acariciando a su perro y hablándole en voz baja. Al verlos, el mastín levantó la cabeza y gruñó.

—Tranquilo —le susurró Flaxwith—. Ya sabes que sir John te quiere mucho.

—¡No soporto a ese chucho! —dijo Cranston—. Ha intentado morderme al menos tres veces.

Los escribientes los guiaron hasta una pequeña sala llena de trastos. El revestimiento de madera de las paredes estaba resquebrajado y cubierto de polvo, y la habitación apestaba a juncos podridos; podían verse telarañas por todas partes, y también oyeron chillidos de ratas, molestas por aquella intrusión. La habitación estaba oscura, y la única luz era la que entraba por los postigos rotos de una ventana.

Athelstan cogió un taburete, le dijo a sir John que lo sujetara y se subió a él para examinar la ventana. Le bastó con echar un vistazo para comprobar que habían forzado los postigos. El fraile bajó del taburete.

—Así es —dijo—. La ventana y los postigos han sido forzados recientemente.

—Fui yo —declaró Stablegate, y con voz suplicante añadió—: Sir John, padre, nosotros no tenemos nada que ver con la muerte de Bartholomew Drayton ni el robo de la plata.

—Y ¿no tenéis nada que añadir? —preguntó Athelstan.

—No, padre.

—Decidme: ¿qué pensáis hacer ahora?

Stablegate se encogió de hombros; el polvo que se había levantado en la sala le hizo toser.

—¿Qué queréis que hagamos, padre? —dijo—. Volveremos a San Pablo, a pasearnos por el pasillo central hasta que algún comerciante rico nos contrate.

—¿Habéis solicitado alguna licencia para viajar, por el país o al extranjero? —preguntó Cranston.

Al forense no le impresionó el gesto de sorpresa de los escribientes.

—Sabéis perfectamente a lo que me refiero —agregó—. ¿Habéis solicitado permiso para viajar a la Cancillería de la Cera Verde? ¿Sí o no?

—No, sir John.

Cranston se acercó a los escribientes y dijo:

—Estupendo. Pues no lo hagáis hasta que hayamos solucionado este caso. Quedaos en vuestros alojamientos; no podéis salir de Londres sin mi autorización. Ahora ya podéis marcharos.

Los dos escribientes salieron de la sala, y al cerrarse la puerta se levantaron nubes de polvo.

—¿Qué opináis, hermano? —Cranston sacó su odre—. ¡Qué lugar tan seco, por los cuernos del diablo!

—Para vos todos los lugares son secos, querido sir John.

Cranston le guiñó un ojo al fraile, bebió un sorbo del odre y se dio unas palmaditas en el estómago.

—Ya va siendo hora de que comamos algo, hermano. Pero no habéis contestado mi pregunta.

—Creo que son tan culpables como Herodes y Pilatos —contestó Athelstan—. En mi opinión, sir Johnson un par de criminales y creían haber cometido el asesinato perfecto. —Exhaló un suspiro y agregó—: Y quizá tengan razón.

—¿Creéis que mataron a Drayton?

—Estoy convencido de ello, sir John. Creo que son culpables; lo que no sé es cómo lo hicieron.

—¡Flaxwith! —gritó el forense.

El alguacil entró en la sala; Sansón iba pisándole los talones, con la lengua colgando. Miró la apetitosa pierna de sir John y estuvo a punto de lanzarse sobre ella, pero Flaxwith tuvo el acierto de sujetarlo por el collar, levantarlo y cogerlo en brazos.

Sansón y yo estamos a vuestro servicio, sir John.

—¡Al cuerno! —gruñó Cranston—. Quiero que hagáis tres cosas. Primero, id a ver a los banqueros de Leadenhall Street, los Frescobaldi, y comprobad si ayer le enviaron la plata a Drayton. Segundo, id al Cerdo Danzarín y preguntad si esos dos escribientes pasaron allí parte de la noche. Y por último, quiero que vigiléis a los escribientes y esa casa de Grubb Street donde se alojan. Si intentan salir de Londres, detenedlos.

—¿De qué se los acusa, sir John?

Cranston cerró los ojos y dijo:

—De maltratar a vuestro perro.