Fue necesario volver a hospitalizar a Bill antes de lo que yo esperaba. Entró voluntariamente, aceptando esto como un hecho de la vida…, al menos, un hecho perpetuo en su vida.
Después de su ingreso, vi a su psiquiatra, un hombre fornido, de edad mediana, con bigotes y gafas sin montura, una figura autoritaria pero amable que de inmediato enumeró mis errores en orden de importancia decreciente.
—No debería alentarlo a tomar drogas —dijo el doctor Greeby, con la carpeta de antecedentes de Bill abierta sobre la superficie del escritorio.
—¿Llama usted «droga» a la marihuana?
—Para cualquier persona con el precario equilibrio mental de Bill, todo tóxico es peligroso, aunque sea suave. Bill entra en el viaje, pero la verdad es que no sale nunca. Le estamos dando Haldol ahora; parece que puede tolerar los efectos colaterales.
—Si hubiese sabido que le hacía daño —respondí—, no lo habría hecho.
Me miró de reojo.
—Aprendemos equivocándonos —concluí.
—Señorita Archer…
—Señora Archer —corregí.
—La prognosis de Bill no es buena, señora Archer. Pienso que debe usted saberlo, puesto que es al parecer la persona más cercana —el doctor Greeby frunció el ceño—. «Archer…» ¿Está usted emparentada con el fallecido obispo episcopal Timothy Archer?
—Era mi suegro —dije.
—Bill cree que es él.
—Se le ha subido algo a la cabeza.
—Tiene la ilusión de que se ha convertido en su suegro debido a una experiencia mística. No se limita a oír y ver al obispo Archer; es el obispo Archer. Entonces, supongo que Bill ha conocido realmente al obispo Archer…
—Cambiaban neumáticos juntos —dije.
—Usted lo sabe todo —dijo el doctor Greeby.
No respondí.
—Ha ayudado a traer de nuevo a Bill al hospital.
—Y hemos pasado un par de buenos ratos juntos. También hemos pasado juntos malos momentos, relacionados con la muerte de amigos. Pienso que esas muertes han contribuido a la declinación de Bill, más que fumar un poco de marihuana en Tilden Park.
—Por favor, no vuelva a verlo —dijo el doctor Greeby.
—¿Cómo? —dije, sorprendida y consternada; una ola de miedo me abrumó; sentí un intenso dolor—. Un momento. Es mi amigo.
—Usted tiene, en general, una actitud de superioridad hacia mí y hacia el mundo en todos sus aspectos. Es, evidentemente, una persona muy cultivada, un producto del sistema universitario del Estado; supongo que se habrá recibido en la Universidad de California en Berkeley, y probablemente en el departamento de Inglés; siente que sabe todo; está haciendo mucho daño a Bill, que no es una persona sofisticada y mundana… También se está haciendo daño a usted misma, pero eso no es mi problema. Es una persona dura y poco consistente que…
—Todos ellos eran mis amigos —dije.
—Búsquese a alguien de la comunidad de Berkeley —continuó el doctor—. Y apártese de Bill. Por ser la nuera del obispo Archer, usted refuerza su ilusión; probablemente su ilusión sea una introyección, un vínculo sexual desplazado que opera fuera del control consciente de Bill.
—Y usted —respondí— está lleno de mierda recóndita.
—He visto docenas como usted en mi vida profesional —dijo el doctor Greeby—. No me perturba ni me interesa. Berkeley está lleno de mujeres idénticas.
—Cambiaré —dije, aterrorizada.
—Lo dudo mucho —dijo el doctor, y cerró la carpeta de Bill.
Después de salir de su despacho, virtualmente expulsada, vagué por el hospital, asombrada, temerosa y enojada, sobre todo conmigo misma por haber hablado de más. Lo había hecho porque estaba nerviosa, pero el daño ya estaba hecho. Mierda, me dije. Ahora he perdido al último de ellos.
Iré a la tienda, pensé; cotejaré los pedidos con las existencias para ver qué ha llegado y qué no. Habrá una docena de clientes ante la caja, y sonarán los teléfonos. Se venderán muchos álbumes de Fleetwood Mac, y pocos de Helen Reddy. Nada habrá cambiado.
Yo puedo cambiar, me dije. Ese trasero gordo se equivoca; no es demasiado tarde.
Tim, ¿Por qué no fui a Israel contigo?
Mientras salía del hospital hacia el parking —podía ver desde lejos mi Civic rojo— vi un grupo de pacientes que seguía a un asistente de psiquiatría; acababan de descender de un autobús amarillo y regresaban al hospital. Con las manos en los bolsillos de mi abrigo, caminé hacia ellos. Me preguntaba si estaría también Bill.
Pero no vi a Bill en el grupo, y seguí andando, más allá de unos bancos y de una fuente. Había un bosquecillo de cedros del otro lado del hospital, y varias personas estaban sentadas aquí y allá sobre la hierba; eran indudablemente pacientes, los que tenían pases, los que estaban suficientemente bien para estar un rato fuera de un estricto control.
Entre ellos se encontraba Bill Lundborg, con sus habituales pantalones deformados y su camisa, sentado al pie de un árbol, mirando fijamente algo que tenía en la mano.
—Hola, Bill —dije.
—Angel —dijo Bill—, mira lo que he encontrado.
Me arrodillé a ver. Había encontrado un grupo de hongos en la base del árbol; eran blancos y, como descubrí cuando arranqué uno, rosados en la parte inferior. Inofensivos; los hongos que tienen la parte inferior rosada o castaña no son, en general, tóxicos. Los que se deben evitar son los que tienen la parte inferior blanca, entre los cuales se encuentran las amanitas, como el Ángel Destructor.
—¿Qué es eso? —dije.
—Crece aquí —dijo Bill, con asombro—. Lo que buscaba en Israel. Lo que fui a buscar tan lejos… Son los hongos que menciona Plinio el Mayor en su Historia Naturalis. No recuerdo en qué libro —sonrió con buen humor, de ese modo familiar que bien conocía yo—. Probablemente el Libro Octavo. Estos se ajustan exactamente a su descripción.
—A mí me parece un hongo comestible corriente —dije—, como los que crecen en todas partes en esta época del año.
—Esto es el anokhi —dijo Bill.
—Bill…
—Tim —respondió él, de un modo reflejo.
—Me voy, Bill. El doctor Greeby dice que he dañado tu mente. Lo siento —me puse de pie.
—No es verdad —dijo Bill—. Pero hubiese querido que vinieras a Israel conmigo. Has cometido un grave error, Angel, y te lo dije aquella noche en el restaurante chino. Ahora te quedarás encerrada para siempre en tu marco mental de siempre.
—¿No hay manera de cambiar? —pregunté.
Sonriendo con su calidez habitual, Bill respondió:
—No me importa. Yo tengo lo que quiero: esto —me alcanzó cuidadosamente el hongo que había recogido, ese hongo corriente, no tóxico—. Éste es mi cuerpo —dijo—, ésta es mi sangre. Comed, bebed, y tendréis la vida eterna.
Me incliné y dije, hablando con mis labios junto a su oído para que sólo él pudiera oírme:
—Voy a pelear para hacer que vuelvas a estar bien, Bill Lundborg. A reparar coches, y a pintarlos y otras cosas reales. Te veré como eras, no cederé. Volverás a recordar el suelo que pisas. ¿Me oyes? ¿Me comprendes?
Sin mirarme, Bill murmuró:
—Soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Él corta de mí toda rama que no da fruto, y toda…
—No —dije—. Eres un hombre que pinta coches y ajusta la transmisión y haré que lo recuerdes. Llegará el día en que dejes este hospital. Te esperaré, Bill Lundborg —le besé la frente; él se llevó la mano a la sien, como los niños cuando tratan de borrar un beso, ausente, lejano, sin deliberación ni comprensión.
—Soy la Resurrección y la vida —dijo Bill.
—Te volveré a ver, Bill —dije, y me marché.
La siguiente vez que estuve en el seminario de Edgar Barefoot, éste advirtió la ausencia de Bill y, cuando terminó de hablar, me preguntó por él.
—Está adentro de nuevo, mirando hacia afuera —dije.
—Venga conmigo —Barefoot me llevó de la sala de conferencias a su propio living; yo no lo había visto antes y comprobé con sorpresa que prefería el roble al estilo oriental. Puso un disco de koto que reconocí (es mi trabajo) como un disco muy raro de Kimio Eto para el sello World-Pacific. El disco, editado a fines de los años cincuenta, tiene cierto valor para los coleccionistas. Barefoot eligió Midori na Asa, un tema original de Eto. Es muy hermoso, y no parece japonés.
—Le daré quince dólares por ese disco —dije.
—Se lo copiaré en una cassette —dijo Barefoot.
—Quiero el disco. El disco mismo. De vez en cuando alguien me lo pide —pensé para mis adentros: «Y no me hables de la belleza de la música. El valor, para los coleccionistas, está en el disco mismo; no es necesario abrir un debate al respecto. Yo entiendo de discos; éste es mi negocio».
—¿Café? —preguntó Barefoot.
Acepté una taza, y Barefoot y yo escuchamos al más grande ejecutante vivo de koto.
—Siempre estará dentro y fuera del hospital, ¿comprende? —dije, cuando Barefoot dio vuelta el disco.
—¿También de eso se siente usted responsable?
—Me han dicho que lo soy —dije—. Pero no es así.
—Es muy bueno que lo comprenda.
—Si alguien cree que Tim Archer ha entrado en él —dije—, irá al hospital.
—Y le administrarán Thorazina.
—Ahora es Haldol —respondí—. Un refinamiento; las nuevas drogas contra la psicosis son más precisas.
—Uno de los primeros padres de la iglesia creía en la Resurrección «porque era imposible» —dijo Barefoot—. No «a pesar de que fuera imposible», sino «porque era imposible». Creo que era Tertuliano. Tim me habló de esto una vez.
—Y eso, ¿es una actitud inteligente?
—No mucho. No creo que Tertuliano se lo propusiera.
—No puedo imaginar a una persona que pasa de ese modo por la vida —dije—. Para mí esto resume todo este estúpido asunto: creer una cosa porque es imposible. Lo que veo es gente que enloquece y luego muere; primero la locura, luego la muerte.
—De modo que usted ve la muerte de Bill… —dijo Barefoot.
—No —respondí—. Porque lo estaré esperando cuando salga del hospital. En vez de la muerte, me tendrá a mí. ¿Qué le parece?
—Mucho mejor que la muerte.
—Entonces, usted me aprueba… No como el médico de Bill —dije—; él piensa que yo ayudé a meterlo en el hospital.
—¿Está usted viviendo con alguien ahora?
—La verdad es que vivo sola.
—Me gustaría que Bill fuera a vivir con usted cuando salga del hospital. No creo que haya vivido nunca con una mujer, salvo con su madre, Kirsten.
—Tendré que pensarlo bastante —dije.
—¿Porqué?
—Porque así hago yo esas cosas.
—Yo no me refería a él.
—¿Cómo? —dije, sorprendida.
—Yo quería decir, por usted misma. De ese modo, sabrá si realmente es Tim. Su interrogante hallara respuesta.
—Ya tengo la respuesta.
—Llévese a Bill a su casa. Cuídelo. Y quizá descubra que está cuidando a Tim, en cierto sentido concreto. Se me ocurre que usted siempre lo ha hecho, o ha querido hacerlo. Y si no lo hizo, debió haberlo hecho. Está muy indefenso.
—¿Bill o Tim?
—El hombre del hospital. El que usted quiere cuidar. Su último vínculo con otras personas.
—Tengo amigos. Tengo a mi hermano menor. Tengo a mis compañeros de la tienda, a mis clientes…
—Y a mí —dijo Barefoot.
Después de una pausa, dije:
—Sí. También a usted.
—¿Y si yo le dijera que pienso que podría ser Tim, realmente Tim, de regreso?
—Entonces —contesté—, dejaría de asistir a sus seminarios.
Me miró intensamente.
—Estoy decidida —dije.
—No es fácil apartarla de su camino —dijo Barefoot.
—No —respondí—. He cometido varios errores graves; no hice nada cuando Kirsten y Tim me dijeron que Jeff había vuelto. No hice nada, y el resultado es que ahora están muertos. No volveré a cometer ese error.
—Entonces, usted prevé realmente la muerte de Bill.
—Sí —dije.
—Quédese con él —dijo Barefoot—, y le diré una cosa; le regalo el disco de Kimio Eto que estamos escuchando —sonrió—. Esta canción se llama Kibo No Hikari, «La luz de la esperanza». Me parece apropiada.
—¿Dijo realmente Tertuliano que creía en la Resurrección porque era imposible? Entonces, esto ha comenzado hace largo tiempo. No empezó con Kirsten y Tim…
—Y tendrá que dejar de asistir a mis seminarios —dijo Barefoot.
—¿Piensa que es Tim?
—Sí. Porque Bill habla en lenguas que no conoce. En el italiano de Dante, por ejemplo. Y en latín y en…
—Xenoglosia —dije; la señal de la presencia del Espíritu Santo, pensé, como Tim había señalado el día que nos encontramos en el Mala Suerte. Precisamente, eso que Tim dudaba que existiera; incluso es probable que dudara de que hubiese existido alguna vez. Según lo que él estimaba, al límite de su capacidad. Y ahora eso ocurría en Bill Lundborg cuando sostenía que era Tim…
—Puedo tener a Bill conmigo —dijo Barefoot—. Puede vivir aquí, en mi casa flotante.
—No —respondí—. Si usted cree en eso, no. Lo llevaré a mi casa de Berkeley —y en ese momento comprendí que Barefoot me estaba manipulando, y lo miré; él sonrió y yo pensé: controla a las personas, como hacía Tim. En cierto sentido, el obispo Tim Archer está más vivo en usted que en Bill.
—Está bien —dijo Barefoot, extendiendo la mano—. Sellaremos el trato con un apretón de manos.
—¿Tendré el disco de Kimio Eto? —pregunté.
—Apenas lo haya copiado.
—Pero yo me quedaré con el disco mismo…
—Sí —dijo Barefoot, sosteniendo aún mi mano; su apretón era vigoroso; también eso me recordaba a Tim. Así que quizá sigamos teniendo a Tim con nosotros, pensé. De un modo o de otro. Todo depende de cómo se defina «Tim Archer»; como la capacidad de hacer citas en latín, griego e italiano medieval, o la de salvar vidas humanas. De cualquier forma, Tim parece estar aquí todavía. Mejor dicho, aquí de nuevo.
—Seguiré asistiendo a sus seminarios —dije.
—No por mí.
—No. Por mí.
Barefoot dijo:
—Quizás, algún día vendrá por el sándwich. Pero lo dudo. Creo que necesitará siempre el pretexto de las palabras.
No sea usted tan pesimista, pensé. Podría darle una sorpresa.
Escuchamos el final del disco de koto. La última canción de la segunda cara se llama Haru No Sugata, que significa «El modo del principio de la primavera». La escuchamos, y luego Edgar Barefoot puso el disco en su sobre y me lo dio.
—Gracias —dije.
Terminé mi café y me fui. Me pareció que hacía buen tiempo. Me sentía mucho mejor. Y probablemente podría sacar treinta dólares por el disco. Hacía años que no veía un ejemplar; estaba agotado desde mucho tiempo atrás.
Es preciso recordar estas cosas cuando una dirige una tienda de discos. Y conseguir ese disco era una especie de premio, por hacer algo que iba a hacer de todos modos. Había sido más despierta que Edgar Barefoot, y me sentía feliz. Tim se habría divertido. En caso de que hubiese estado vivo.
FIN