Después de un momento de silencio, pregunté:
—¿Se lo has dicho a Barefoot?
—Sí.
—¿A quién más?
—Casi a nadie más.
—¿Cuándo ocurrió eso? —pregunté, y luego agregué—: Estás loco de atar. Esto no va a acabar nunca…, sigue y sigue y sigue. Uno por uno, se vuelven locos y mueren. Lo único que quiero es atender mi tienda y volar un poco y acostarme con alguien de vez en cuando y leer unos cuantos libros. Pero esto… Nunca he querido esto —los neumáticos chillaron cuando giré para pasar a un vehículo lento. Casi habíamos llegado al extremo de Richmond del puente Richardson.
—Angel —dijo Bill; puso su mano en mi hombro con ternura.
—Quita tu maldita mano —dije.
La retiró.
—He vuelto —dijo.
—Te has vuelto loco de nuevo y deberías ir al hospital, chiflado hebefrénico. ¿No comprendes lo que me hace tener que oír esto? ¿Sabes qué pensaba yo de ti? Pensaba: en un sentido muy real, éste es el único cuerdo de todos nosotros. Le han puesto el rótulo de loco, pero es cuerdo. Nosotros tenemos rótulos de cuerdos y estamos locos, y ahora tú. Eres el único de quien no hubiera esperado esto, pero… Mierda, este proceso de locura está rompiendo todos los diques —me estaba alterando—. Yo me decía siempre: Bill Lundborg no pierde el contacto con la realidad; piensas en coches. Habrías podido explicar a Tim por qué una persona no debe meterse en el desierto con un Datsun, dos coca-colas y un mapa de gasolineras. Y ahora estás tan loco como ellos. Peor —extendí la mano y aumenté el volumen de la radio; los Beatles llenaron el coche. Bill apagó la radio de inmediato. Del todo.
—Por favor, no vayas tan deprisa —dijo Bill.
—Por favor —pedí—, cuando lleguemos al peaje, baja y búscate otro que te lleve. Y le puedes decir a Edgar Barefoot que se meta su…
—No le eches la culpa a él —dijo vivamente Bill—. Él no me dijo nada; yo le dije. ¡Y ve más despacio! —extendió la mano hacia la llave de ignición.
—Está bien —dije, pisando el freno.
—Harás que esta lata de sardinas vuelque y nos mate. Y no llevas puesto el cinturón de seguridad.
—Hoy, entre todos los días —dije—. El día en que matan a John Lennon. Y tengo que oír esto.
—No encontré el hongo anokhi —dijo Bill.
No dije nada; me limité a conducir. Lo mejor que podía.
—Me caí —dijo Bill—. De un risco.
—Sí —respondí—. También yo lo leí en el Chronicle. ¿Dolió mucho?
—En ese momento estaba inconsciente por el calor y el sol.
—Me parece que no eras una persona tan inteligente —dije—, si fuiste así al desierto —y entonces, repentinamente, sentí compasión. Y vergüenza; una vergüenza abrumadora por lo que estaba haciendo—. Bill —dije—. Perdóname.
—Por supuesto —respondió, sencillamente.
Pensé las palabras y luego dije:
—¿Cuándo…? ¿Cómo debo llamarte? ¿Bill o Tim? ¿Eres los dos?
—Soy los dos. Se ha formado una nueva personalidad con las dos. Cualquier nombre sirve. Probablemente deberías llamarme Bill para que la gente no se entere.
—¿Por qué no quieres que se enteren? Yo pensaría que algo tan único e importante, tan fundamental, debería saberse.
Bill respondió:
—Me meterían de nuevo en el hospital.
—Entonces te llamaré Bill.
—Más o menos un mes después de su muerte, Tim volvió. Yo no comprendí lo que ocurría, no podía entender. Luces y colores y luego una presencia extraña en mi mente. Otra personalidad, mucho más inteligente que la mía, pensando toda clase de cosas que yo no pensaba. Sabía griego y latín y hebreo, y todo sobre teología. Pensaba claramente en ti. Había querido llevarte a Israel.
Me quedé helada y lo miré vivamente.
—Esa noche, en el restaurante chino —dijo Bill—, trató de convencerte. Pero tú le dijiste que tenías tu vida planificada. No podías irte de Berkeley.
Retiré el pie del acelerador; el coche se movió cada vez más lentamente, hasta que se detuvo.
—No está permitido detenerse en el puente —dijo Bill—. Salvo si tienes problemas con el motor o si te quedas sin gasolina, o algo similar. Sigue.
Tim se lo habrá contado, me dije. Actuando como autómata, puse la primera y arranqué nuevamente.
—A Tim le gustabas —dijo Bill.
—¿Sí?
—Esa era una de las razones por las que quería llevarte a Israel.
—Hablas de Tim en tercera persona. Entonces, en realidad, no te identificas con Tim ni como Tim; eres Bill Lundborg hablando de Tim.
—Soy Bill Lundborg —aceptó—. Pero soy también Tim Archer.
—Tim no me habría dicho eso. Que estaba sexualmente interesado en mí.
—Lo sé —respondió Bill—, pero yo puedo decírtelo.
—¿Qué fue lo que cenamos aquella noche en el restaurante chino?
—No tengo idea.
—¿Dónde está el restaurante?
—En Berkeley.
—¿En qué lugar?
—No recuerdo.
—Dime qué significa hysteron proteron.
—¿Cómo puedo saber eso? Es latín. Tim sabe latín, yo no.
—Es griego.
—No sé nada de griego. Yo recibo los pensamientos de Tim; de vez en cuando piensa en griego, pero yo no sé qué quiere decir.
—¿Y si te creyera? ¿Qué ocurriría?
—Que estarías feliz porque tu amigo no ha muerto.
—Y eso es lo principal.
—Sí —asintió.
—Yo pienso que hay otra cosa más importante —dije cuidadosamente—. Eso sería un milagro de importancia sensacional para todo el mundo. Es una cosa que los hombres de ciencia deberían investigar. Demostraría que existe vida eterna, que hay otro mundo; todo lo que creían Tim y Kirsten sería verdad. Aquí, muerte tirana sería verdad. ¿No te parece?
—Supongo que sí. Eso es lo que piensa Tim. Piensa mucho en eso. Quiere que escriba un libro, pero yo no puedo escribir un libro. No tengo ningún talento literario.
—Puedes ser el secretario de Tim. Como lo era tu madre. Tim te puede dictar y tú escribes.
—Habla y habla a una milla por minuto. He tratado de anotarlo, pero… Tiene la mente jodida. Si me perdonas la expresión. Está desorganizada; va a todas partes y a ninguna. Y no entiendo la mitad de las palabras. En verdad, una buena parte no es de palabras, es sólo de impresiones.
—¿Puedes oírlo ahora?
—No. En este momento no. Por lo común es cuando estoy solo y nadie más habla. Entonces puedo sintonizar con él, por así decir.
—Hysteron proteron —murmuré—. Cuando lo que se quiere demostrar está incluido en la premisa. Así que todo razonamiento es vano, Bill —dije—. Tengo que darte crédito por esto; has hecho de mí un nudo, de verdad. ¿Recuerdas que una vez Tim embistió, al retroceder, un surtidor de gasolina? No importa; al diablo con el surtidor.
—Es una presencia mental —dijo Bill—. Tim estaba en esa zona, tú sabes; la palabra «presencia» me lo ha recordado, él la usa mucho. La Presencia, como él dice, estaba allí en el desierto.
—La parusía —dije.
—Así es —asintió enérgicamente Bill.
—Eso debía ser el anokhi —dije.
—Sí… ¿Es lo que él buscaba?
—Al parecer, lo encontró. ¿Qué dice Barefoot de todo esto?
—Él me dijo, o comprendió, que yo era un bodhisattva. Yo volví. Tim volvió, quiero decir, por compasión. Por los que ama. Como tú.
—¿Qué hará Barefoot con esta noticia?
—Nada.
—«Nada» —repetí como un eco.
—No hay forma de probarlo —dijo Bill—. Para las mentes escépticas. Edgar me lo indicó.
—¿Por qué no lo puedes probar? No sería difícil. Tienes acceso a todo lo que Tim sabía; como has dicho, la teología, y los detalles de su vida personal. Hechos. Sería la cosa más fácil de probar del mundo.
—¿Te lo puedo probar a ti? —preguntó Tim—. Ni siquiera a ti. Es como creer en Dios; puedes conocer a Dios, saber que existe; puedes experimentarlo, y sin embargo no puedes probárselo a nadie.
—¿Crees en Dios ahora? —pregunté.
—Por supuesto —afirmó.
—Supongo que ahora crees en muchas cosas…
—Por la presencia de Tim en mí, sé una cantidad de cosas; no se trata solamente de creer. Es como… —hizo un gesto—. Como si me hubiera tragado la memoria de una computadora o toda la Enciclopedia Británica, o una biblioteca entera. Los hechos, las ideas, van y vienen y apenas zumban en mi cabeza; van demasiado rápido, ése es el problema. Yo no las entiendo, no las recuerdo, no las puedo escribir o explicar. Es como si tuvieras la KPFA encendida en tu cabeza las veinticuatro horas del día, sin cesar. En muchos sentidos, es un espanto. Pero es interesante.
Diviértete con tus pensamientos, me dije. Eso es lo que hacen los esquizofrénicos, como dice Harry Stack Sullivan; se divierten infinitamente con sus pensamientos, y olvidan el mundo.
No se puede decir gran cosa cuando alguien trae una noticia como la de Bill Lundborg, suponiendo que alguien haya contado algo semejante alguna vez. Por supuesto, se parecía a lo que me habían revelado —no es la palabra adecuada— Tim y Kirsten a su regreso de Inglaterra, después de la muerte de Jeff. Pero eso era poco en comparación con esto. Era… el último peldaño, el monumento final. La otra historia era sólo el cartel indicador de la proximidad del monumento.
La locura, como los peces pequeños, se desarrolla en cardúmenes, en un vasto número de casos. No es solitaria. La locura nunca está satisfecha; se despliega sobre todo un valle, o sobre el mar.
Sí, pensé; es como si estuviéramos debajo del agua; no en un sueño, como dice Barefoot, sino en un tanque, donde se observan nuestras creencias, aun las más extrañas, y nuestra conducta. Yo soy una drogadicta de las metáforas; Bill Lundborg es un drogadicto de la locura, incapaz de tener bastante; posee un ilimitado apetito de locura y la obtendrá por todos los medios a su alcance. Y justamente cuando parecía que la locura se había marchado del mundo. Primero la muerte de John Lennon, y ahora esto. Y en el mismo día…
No podía decirlo, y sin embargo era digno de atención. No por Bill, como un caso, no… Probablemente, hasta Edgar Barefoot podría reconocer, o como fuera que lo diga un sufí cuando tiene un moksha, que alguien está enfermo y necesita ayuda, pero es también conmovedor y atrayente, y carece de mala intención y no hará ningún mal. Esa locura surgía del dolor, de la pérdida de una madre y de lo que casi ciertamente era un padre en el verdadero sentido del término. Yo lo sentía, lo sentí entonces, y lo sentiré siempre, mientras viva. Pero la solución de Bill no podía ser la mía.
Así como la mía —dirigir una tienda de discos— no podía ser la de él. Cada uno debía encontrar su propia solución y, en particular, resolver el tipo de problema que crea la muerte para los demás; pero no sólo la muerte…, también la locura, la locura que lleva por último a la muerte, puesto que ésta es su meta lógica y su estado final.
Cuando mi furia original por la psicosis de Bill Lundborg se aplacó —porque se aplacó—, la cosa empezó aparecerme divertida. La utilidad de Bill Lundborg no sólo para sí mismo sino para todos nosotros, había sido su adhesión a lo concreto. Esto era precisamente lo que había perdido. Su presencia en el seminario de Edgar Barefoot revelaba el cambio; el muchacho que yo había conocido antes jamás habría puesto el pie en ese lugar. Bill había seguido el mismo camino que el resto de nosotros, pero no el de toda carne sino el de todo intelecto; hacia el disparate y la tontería, para languidecer allí sin la menor posibilidad de redención.
Pero, por supuesto, Bill estaba ahora en condiciones de enfrentar emocionalmente la serie de muertes que nos había acongojado. ¿Era mejor mi solución? Yo trabajaba, leía, escuchaba música; compraba música en forma de discos; vivía una vida profesional y soñaba con un cargo en la Capitol Records, en California del Sur. Allá estaba mi futuro, allá estaba esa cosa tangible que los discos habían llegado a ser para mí, aparte de que fueran objetos de diversión eran elementos de sustento; representaban el servicio que yo podía prestar.
Por razones obvias, era imposible que el obispo hubiese retornado del otro mundo y habitara ahora la mente o el cerebro de Bill Lundborg. Esto es algo que uno sabe instintivamente, e indiscutiblemente. La imposibilidad es un hecho absoluto. Yo podía poner a prueba incesantemente a Tim, tratando de establecer su conocimiento de hechos conocidos solamente por mí y por él; pero eso no llevaría a ninguna parte. Como la cena del restaurante chino en la University Avenue de Berkeley, todos los datos serían sospechosos pues hay infinidad de caminos para que un dato llegue a una mente humana, datos más fácilmente aceptables que la suposición de que un hombre muere en Israel y su psique flota a la ancho de medio mundo hasta que encuentra a Bill Lundborg, entre otras personas de Estados Unidos, y se zambulle en esa persona, en ese cerebro que lo espera, y se instala allí para barbotar ideas, pensamientos, recuerdos y nociones adquiridas a medias, y sea nuevamente el obispo mismo, tal como la habíamos conocido, pero en una especie de estado de plasma. Esto no pertenece al dominio de lo real. Está en otra parte; es una invención de la locura de un chico acongojado por el suicidio de su madre y la muerte súbita de una figura paternal, que había sufrido y tratado de comprender, hasta que un día en su mente aparece, no el obispo Timothy Archer, sino el concepto de Timothy Archer, la noción de que Timothy Archer está en él espiritualmente, como un fantasma. Hay una diferencia entre algo y la noción de ese algo.
Cuando mi furia inicial se desvaneció, sentí simpatía hacia Bill porque comprendí por qué había seguido ese camino; no lo había elegido por perversidad; no era, por así decirlo, una locura optativa; era una compulsión que se le había impuesto a la fuerza, quieras que no. Simplemente, había ocurrido.
Bill Lundborg, el primero de nosotros que tenía contacto con la locura, se había convertido en el último de nosotros que se volvía loco; el único problema real se podía plantear así: ¿se podía hacer algo al respecto? Y eso suscitaba otro problema más profundo: ¿se debía hacer algo?
Lo pensé durante las dos semanas siguientes. Bill (según me dijo) no tenía amigos importantes; vivía solo en una habitación alquilada en East Oakland, y comía en un café mexicano. ¡Quizá, me dije, debo a Jeff, a Kirsten y a Tim —especialmente a Tim— curar a Bill. De ese modo habría un superviviente!.
Quiero decir, aparte de mí.
Era indudable que yo había sobrevivido. Pero, lo sabía desde hacía algún tiempo, como una máquina; con todo, era una forma de supervivencia. Al menos mi mente no había sido invadida por una mente extraña que pensara en griego, latín y hebreo y usara términos que yo no podía comprender. Además, me gustaba Bill; no sería para mí una carga verlo de nuevo ni estar con él. Juntos, podíamos evocar a las personas que habíamos amado; eran las mismas personas, y nuestras memorias sumadas darían una cosecha mayor de detalles circunstanciales, de esos añicos que dan al recuerdo el aspecto de la realidad…, lo que de una manera adornada es decir que, viendo a Bill Lundborg, yo podría recuperar a Tim, a Kirsten y a Jeff porque Bill, como yo, los había conocido y comprendería lo que yo sintiera.
De todos modos, ambos íbamos al seminario de Edgar Barefoot, de manera que Bill y yo nos veíamos para bien o para mal. Mi respeto por Barefoot había aumentado debido, por supuesto, al interés personal que había demostrado por mí. Yo había respondido a eso; lo necesitaba. Y Barefoot lo había percibido.
Yo interpretaba la afirmación de Bill de que el obispo tenía interés sexual en mí como una forma oblicua de decir que él mismo estaba sexualmente interesado en mí. Lo pensé y llegué a la conclusión de que Bill era demasiado joven para mí. Y además, ¿por qué comprometerse con alguien reconocido como esquizofrénico? Hampton, que tenía huellas —bastante más que huellas— de paranoia e hipomanía me había causado suficientes dificultades, y me había costado librarme de él. En realidad, no era tan seguro que me hubiera librado de él; aún me telefoneaba para quejarse agresivamente de que, cuando lo había echado a patadas de mi casa, yo me había quedado con algunos discos, libros y grabados que en verdad le pertenecían.
Lo que me preocupaba de una posible relación con Bill era mi idea de la ferocidad de la locura. La locura que puede consumir a su dueño, dejarlo y buscar más alimento. Si yo era una temblorosa máquina, estaba en peligro; no estaba tan sana psicológicamente. Ya bastante gente había enloquecido y muerto; ¿por qué enrolarme en esa lista?
Y, lo que quizás fuera peor, podía imaginar el tipo de futuro que aguardaba a Bill. No tenía futuro. Una persona enferma de hebefrenia se sustrae al juego del proceso, el crecimiento y el tiempo; simplemente recicla sus propios pensamientos locos incesantemente, gozando de ellos hasta que, como la información transmitida, degeneran y se convierten finalmente en ruido. La señal del intelecto desaparece. Bill debía saberlo, pues en un momento llegó a pensar en ser programador de ordenadores; debía estar familiarizado con las teorías de la información de Shannon. Nadie querría comprometerse con una situación así.
Con Harvey, mi hermano menor, fui a buscar a Bill mi día libre y conduje hasta el Tilden Park, junto al lago Anza, al club y a las barbacoas; allí asamos hamburguesas, jugamos con un disco Frisbee y lo pasamos espléndido. Habíamos llevado un Ghetto, una de esas combinaciones supersofisticadas de radio y pasacassettes con dos altavoces que hacen en Japón, escuchamos al grupo Queen de rock y bebimos cerveza —Harvey no— y paseamos y luego, cuando nos pareció que nadie miraba ni se preocupaba, Bill y yo compartimos un joint mientras Harvey probaba todos los botones del Ghetto sensibles al calor. Por último se concentró en sintonizar Radio Moscú por onda corta.
—Puedes ir a la cárcel por eso —dijo Bill—. Escuchar al enemigo…
—Tonteras —dijo Harvey.
—Me pregunto qué dirían Tim y Kirsten —le dije a Bill—, si nos vieran ahora.
—Te puedo decir qué dice Tim —respondió Bill.
—¿Qué dice? —pregunté, relajada por la marihuana.
—Dice… Piensa… que aquí hay paz y que finalmente ha encontrado la paz.
—Espléndido —dije—. Nunca pude conseguir que fumara marihuana.
—Fumaba —dijo Bill—. Él y Kirsten, cuando no estábamos. A él no le gustaba. Pero ahora sí le gusta.
—Esta hierba es excelente —dije—. Probablemente ellos fumaban hierba local. No debían conocer la diferencia —medité en lo que había dicho Bill—. ¿De veras fumaban? ¿Es verdad?
—Sí —respondió Bill—. Está pensando en eso ahora; lo recuerda.
Lo miré.
—En cierto sentido, eres afortunado —dije—. Has encontrado tu solución. No me disgustaría nada tener a Tim dentro de mí. Quiero decir, en mi cerebro —reí; era ese tipo de marihuana—. No estaría tan sola —y agregué—: ¿Por qué no vino a mí? ¿Por qué a ti? Yo lo conocía mejor.
Después de un momento de reflexión, Bill dijo:
—Porque te habría hecho daño, ¿sabes? Yo estoy acostumbrado a tener en la mente voces y pensamientos que no son míos; puedo tolerarlos.
—Tim es el bodhisattva, no tú —dije—. Fue Tim quien volvió por compasión —y luego pensé con un sobresalto: Dios mío, ¿es que lo creo? Cuando uno fuma buena marihuana puede creer cualquier cosa, por eso es tan cara.
—Así es —respondió Bill—. Puedo sentir su compasión. Él buscaba la sabiduría, la Santa Sabiduría Divina, que Tim llama Hagia Sophia; la equipara con anokhi, la pura conciencia de Dios. Entonces, cuando fue allá y la Presencia entró en él, comprendió que lo que deseaba no era la sabiduría sino la compasión… Ya tenía la sabiduría, pero no le había hecho ningún bien, ni a él ni a nadie.
—Sí —dije—. Me habló de Hagia Sophia.
—Es una de esas cosas que piensa en latín.
—Griego.
—Lo que sea. Tim pensaba que la sabiduría absoluta de Cristo podía leer el Libro de las Hilanderas y explicarle su futuro, para que Tim pudiera encontrar un medio de evadir su destino. Por eso fue a Israel.
—Lo sé.
—Cristo puede leer el Libro de las Hilanderas —continuó Bill—. Ahí está escrito el destino de todo ser humano. Ningún ser humano lo ha leído jamás.
—¿Dónde está ese libro?
—Nos rodea por todas partes —respondió Bill—. Me parece, de todos modos. Espera un segundo; Tim está pensando algo. Muy claramente —permaneció abstraído y silencioso un momento—. Tim está pensando. El último canto. El canto XXXIII del Paraíso. Piensa: «Dios es el libro del universo»; y tú lo has leído, lo has leído esa noche que tenías dolor de muelas. ¿Es así?
—Es cierto —dije—. Toda la parte final de La Divina Comedia me hizo profunda impresión.
—Edgar dice que La Divina Comedia se funda en fuentes sufíes —dijo Bill.
—Tal vez sea así —dije, interrogándome sobre lo que había oído acerca de La Divina Comedia del Dante—. Es extraño. Las cosas que uno recuerda, y por qué las recuerda —dije—. Porque yo tenía un dolor de muelas…
—Tim dice que Cristo dispuso ese dolor —continuó Bill—, para que La Divina Comedia quedara impresa en ti y no se borrara nunca. «Una simple llama…» Oh, mierda; de nuevo está pensando en una lengua extranjera.
—Dilo en voz alta —pedí—. Tal como él lo piensa.
Bill, vacilando, dijo:
Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
che la dritta via era smarrita.
Sonreí.
—Es el comienzo de La Divina Comedia.
—Hay más —dijo Bill.
Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate.
—Abandonad toda esperanza, vosotros que entráis —dije.
—Quiere que te diga una cosa más —dijo Bill—. Pero me es difícil oír bien. Oh, no, ahora la tengo; la pensó claramente para mí:
La sua voluntate é nostra pace.
—No lo reconozco —dije.
—Tim dice que ése es el mensaje esencial de La Divina Comedia. Quiere decir: «Su voluntad es nuestra paz». Supongo que se refiere a Dios.
—Supongo que sí.
—Debe haber aprendido eso en el otro mundo —dijo Bill—. Seguramente, aquí no lo aprendió.
Harvey se acercó y dijo:
—Estoy cansado de oír a Queen. ¿Qué más trajimos?
—¿No has logrado captar Radio Moscú? —pregunté.
—Sí, pero la Voice of America la interfiere. Los rusos pasaron a otra frecuencia, seguramente la banda de treinta metros; pero me cansé de buscarla. La Voice interfiere todo el tiempo.
—Volveremos a casa —dije, y pasé el resto del joint a Bill.