14

Ante nosotros, con una sonrisa ancha como la luna, Edgar Barefoot decía:

—¿Qué ocurriría si una orquesta sinfónica sólo pensara en llegar a la coda final? ¿Qué ocurriría con la música? Un gran estallido de sonido, y un rápido final. La música está en el proceso, en el desarrollo; si la apresuráis la destruís. Y la música se acaba. Quiero que penséis en esto.

Está bien, me dije. Pensaré en eso. Hoy prefería no pensar en ninguna otra cosa. Algo ha ocurrido, algo importante, pero no quiero recordarlo. Nadie lo hace. Puedo ver la misma reacción alrededor. Mi reacción está también en los demás, aquí, en esta lujosa casa flotante de la Puerta Cinco. Donde se pagan cien dólares, la misma suma, creo, que pagaron Tim y Kirsten a esa falsa psíquica y médium de Santa Bárbara que nos ha destruido a todos.

Cien dólares es aparentemente una suma mágica; abre la puerta a la iluminación. Por eso estoy aquí. Dedico mi vida a buscar la iluminación, como quienes me rodean. Este es el ruido de la Zona de la Bahía, el tumulto y el estruendo del significado; para esto existimos, para aprender.

Enséñanos, Barefoot, me dije. Enséñame algo que no sepa. Yo, por ser de comprensión deficiente, anhelo saber. Puedes empezar conmigo; soy el más atento de tus discípulos. Creo profundamente en ti. Soy una perfecta tonta que ha venido a recibir. Dame. Sigue con los sonidos; me arrullan y olvido.

—Señorita —dijo Barefoot.

Comprendí, sobresaltada, que me hablaba.

—Sí —dije, mientras despertaba.

—¿Cómo se llama? —preguntó Barefoot.

—Angel Archer.

—¿Para qué está aquí?

—Para escapar —dije.

—¿De qué?

—De todo.

—¿Por qué?

—Porque duele.

—¿…John Lennon, quiere decir?

—Sí. Y otras cosas.

—La estaba observando —dijo Barefoot—, porque estaba dormida. Quizá no lo supiera. ¿Lo sabía?

—Sí —dije.

—¿Así quiere que yo la perciba? ¿Dormida?

—Déjeme en paz.

—¿…que la deje dormir?

—Sí.

—«El sonido de una mano que aplaude» —citó Barefoot.

No dije nada.

—¿Quiere que le pegue… una bofetada… que la despierte?

—No me importa —dije—. En absoluto.

—¿Qué sería preciso para despertarla?

No respondí.

—Mi tarea es despertar a las personas.

—Es otro pescador.

—Sí, pesco peces. No almas. No sé nada de las «almas». Sé de peces. Un pescador pesca peces; si cree que pesca otras cosas es un tonto, se engaña y también a quien pesca.

—Pésqueme, entonces —dije.

—¿Qué desea usted?

—No despertar nunca.

—Entonces, venga aquí —dijo Barefoot—. Venga y póngase aquí. Le enseñaré a dormir. Dormir es tan difícil como despertar. Usted duerme mal, sin habilidad. Puedo enseñarle a dormir tan fácilmente como a despertar. Lo que elija. ¿Está segura de que sabe lo que quiere? Tal vez, secretamente, desee despertar. Tal vez se equivoque acerca de usted misma. Venga —extendió la mano.

—No me toque —dije mientras avanzaba hacia él—. No quiero que me toquen.

—Entonces, eso lo sabe.

—Estoy segura.

—Quizá lo que le ocurre es que nadie la ha tocado nunca —dijo Barefoot.

—Dígamelo usted —respondí—. Yo no tengo nada que decir. Todo lo que tenía…

—Nunca ha dicho nada —dijo Barefoot—. Usted ha estado en silencio toda su vida. Sólo su boca ha hablado.

—Si usted lo dice…

—Dígame de nuevo su nombre.

—Angel Archer.

—¿Tiene un nombre secreto? ¿Un nombre que nadie conoce?

—No tengo un nombre secreto —dije, y luego agregué—: Soy una traidora.

—¿A quién ha traicionado?

—A mis amigos.

—Bien, traidora —dijo Barefoot—. Dígame cómo llevó a sus amigos a la ruina. ¿Cómo lo hizo?

—Con palabras. Como ahora.

—Entonces, usted es hábil con las palabras…

—Muy hábil —respondí—. Soy una enfermedad, una enfermedad verbal. Aprendí con profesionales.

—Yo no tengo palabras —dijo Barefoot.

—Muy bien —respondí—. Escucharé, entonces.

—Ahora empieza a saber.

Asentí.

—¿Tiene algún animal en su casa? ¿Perros o gatos? ¿Algún otro animal?

—Dos gatos —respondí.

—¿Los cuida usted y los alimenta? ¿Lo hace responsablemente? ¿Los lleva al veterinario si se enferman?

—Por supuesto —dije.

—¿Quién se ocupa de su casa y de usted?

—¿De mí? Nadie.

—¿Y puede usted hacer todo eso por sí sola?

—Sí que puedo.

—Entonces, Angel Archer, usted está viva.

—No intencionalmente —dije.

—Pero lo está. No lo cree, pero así es. Por debajo de las palabras, la enfermedad de las palabras, está viva. Quisiera decirle esto sin palabras, pero es imposible. Lo único que tenemos son las palabras. Vuelva a sentarse y escuche. Todo lo que diré de ahora en adelante estará dirigido a usted; le estoy hablando, pero sin palabras. ¿Tiene esto sentido para usted?

—No —dije.

—Entonces, siéntese.

Me senté.

—Angel Archer —dijo Barefoot—, usted está equivocada acerca de usted misma. No está enferma; tiene hambre. Lo que la mata es el hambre. Las palabras no tienen nada que ver. Ha tenido hambre toda su vida. Las cosas espirituales no sirven. No las necesita. Hay muchas cosas espirituales en el mundo; demasiadas. Usted es una tonta, Angel Archer, pero su tontería no es de buena calidad.

No contesté.

—Necesita verdadero alimento y verdadera bebida —dijo Barefoot—; no alimento ni bebida espiritual. No tiene usted idea de qué ha venido a hacer aquí. Mi tarea consiste en decírselo. Cuando la gente viene aquí a oírme hablar, les ofrezco un sándwich. Los tontos escuchan lo que digo; los sabios comen el sándwich. Esto que digo no es absurdo; es la verdad. Esto es algo que ninguno de ustedes imagina, pero yo doy alimento real, y ese alimento es un sándwich; las palabras, la charla, es sólo viento…, nada. Yo cobro cien dólares, pero ustedes aprenden algo inapreciable. Cuando sus perros o gatos tienen hambre, ¿les hablan? No; les dan comida. Yo también, aunque no se dan cuenta. Usted tiene todo al revés porque se lo ha enseñado la universidad; le ha enseñado mal. Le ha mentido. Y se dice mentiras; ha aprendido cómo hacerlo y lo hace con mucha habilidad. Tome el sándwich y coma; olvide las palabras. La única finalidad de las palabras ha sido traerla hasta aquí.

Qué extraño, pensé. Lo cree. Parte de mi infelicidad empezó, entonces, a disminuir. Sentí cierta paz, cierto alivio del sufrimiento.

Alguien, detrás de mí, se inclinó y me tocó el hombro.

—Hola, Angel.

Me volví para ver quién era. Un joven de cara regordeta y pelo rubio me sonreía; sus ojos eran cándidos. Bill Lundborg, con un suéter de cuello volcado, pantalones grises, y calzado, para mi sorpresa, con Hush Puppies.

—¿Te acuerdas de mí? —dijo suavemente—. Siento no haber contestado a ninguna de tus cartas… Me preguntaba cómo te iba.

—Bien —dije—. Bien.

—Deberíamos estar en silencio, me parece —se echó hacia atrás y cruzó los brazos dispuesto a escuchar lo que decía Edgar Barefoot.

Al final de su conferencia, Barefoot se acercó; yo seguía sentada, inmóvil. Inclinándose, me pregunto:

—¿Es usted algo del obispo Archer?

—Sí —dije—. Su nuera.

—Nos conocíamos —dijo Barefoot—. Tim y yo. De años. Fue un golpe su muerte. Solíamos hablar de teología.

Bill Lundborg se acercó y escuchó sin decir nada; aún tenía la sonrisa que yo recordaba.

—Y luego, hoy, la muerte de John Lennon —continuó Barefoot—. Espero que no haya sido embarazoso para usted venir al frente: Pero era evidente que algo marchaba mal. Ahora se la ve mejor.

—Me siento mejor —dije.

—¿Quiere un sándwich? —Barefoot señaló hacia la gente reunida en torno a la mesa, en la parte posterior de la habitación.

—No —respondí.

—Entonces no ha escuchado —dijo Barefoot—. Lo que yo le dije. No estaba bromeando, Angel; no puede vivir de palabras, las palabras no alimentan. Jesús dijo: «No sólo de pan vive el hombre»; yo digo: «No sólo de palabras vive el hombre». Coma un sándwich.

—Come algo, Angel —dijo Bill Lundborg.

—No tengo ganas de comer —dije—. Lo siento —y pensé: preferiría que me dejaran en paz.

Bill se inclinó y dijo:

—Estás tan delgada…

—Mi trabajo —dijo remotamente.

—Angel, le presento a Bill Lundborg —dijo Edgar Barefoot.

—Nos conocemos —respondió Bill—. Somos viejos amigos.

—Entonces —me dijo Barefoot—, sabrá usted que Bill es un bodhisattva

—No lo sabía.

—¿Sabe qué es un bodhisattva, Angel? —preguntó Barefoot.

—Tiene algo que ver con Buda —respondí.

—Un bodhisattva es alguien que renuncia a su oportunidad de alcanzar el Nirvana para ayudar a otros —explicó Barefoot—. Para el bodhisattva la compasión es una finalidad tan importante como la sabiduría. Esta es la idea esencial del bodhisattva.

—Está bien —dije.

—Aprendo mucho de lo que Edgar me enseña —me dijo Bill—. Ven —me tomó de la mano—. Me ocuparé de que comas algo.

—¿Te consideras un bodhisattva? —pregunté.

—No —respondió Bill.

—A veces el bodhisattva no lo sabe —dijo Barefoot—. Es posible estar iluminado sin saberlo, y también es posible creerse iluminado erróneamente. El Buda se llama «el que está despierto», porque «despierto» significa lo mismo que «iluminado». Todos dormimos sin saberlo. Vivimos en un sueño; caminamos, nos movemos, pasamos nuestra vida en sueños; la mayoría de nosotros habla en sueños; nuestras palabras son las palabras irreales de los que sueñan.

Como éstas, pensé. Las que estoy oyendo.

Bill desapareció; lo busqué con la mirada.

—Ha ido a buscar algo de comer —dijo Barefoot.

—Todo esto es muy raro —dije—. Todo este día ha sido irreal. Es como un sueño. Usted tiene razón. Están tocando todas las viejas canciones de los Beatles en todas las emisoras.

—Le contaré una cosa que me ocurrió una vez —dijo Barefoot; se sentó en una silla, a mi lado, y se inclinó hacia adelante, con las manos unidas—. Yo era muy joven, estaba todavía en la universidad. Era Stanford, pero no me recibí. Seguí infinidad de cursos de filosofía.

—Yo también —dije.

—Un día salí de casa para enviar una carta. Estaba escribiendo un trabajo, no un trabajo por encargo sino mío propio; ideas filosóficas profundas, muy importantes para mí. Estaba metido en un problema desentrañable; tenía que ver con Kant y las categorías ontológicas con que la mente humana estructura la experiencia…

—Tiempo, espacio y causalidad —dije—. Lo sé. He estudiado eso.

—Lo que comprendí mientras caminaba —continuó Barefoot—, era que en un sentido muy real, yo mismo creaba el mundo que experimentaba; hacía ese mundo y a la vez lo percibía. Mientras caminaba, la formulación correcta del problema se me presentó de pronto en medio del aire. En un instante, no la tenía; el siguiente, sí. Era la solución. Había estado buscándola durante años… Había leído a Hume, y había hallado una respuesta a la crítica de la causalidad de Hume en la obra de Kant… Y en ese momento, repentinamente, tuve la respuesta a Kant, correctamente elaborada. Me eché acorrer.

Bill Lundborg reapareció; traía un sándwich y un vaso de zumo de frutas, que me ofreció. Acepté por reflejo.

—Volví a mi casa tan deprisa como pude —continuó Barefoot—. Tenía que poner sobre el papel ese satori antes de que lo olvidara. Lo que había adquirido allí, en la calle, fuera de mi casa, donde no tenía lápiz ni papel, era la comprensión de un mundo conceptualmente ordenado, no por el tiempo, el espacio y la causalidad, sino un mundo como una idea concebida por una gran mente, del mismo modo que nuestras mentes atesoran memorias. Había recibido una vislumbre de un mundo que no respondía a mi propio ordenamiento por el tiempo, el espacio y la causalidad, sino ordenado en sí mismo, «la cosa en sí» de Kant.

—Que, según dice Kant, no se puede conocer —respondí.

—Que normalmente no se puede conocer. Pero que de algún modo yo había percibido, como una gran estructura reticulada, arbórea, de interrelaciones, en la que todo estaba organizado según cierto significado, y en la que cada nuevo hecho se integraba como un crecimiento —hizo una pausa.

—Entonces, fue a su casa y la escribió —dije.

—No —dijo Barefoot—. Nunca lo escribí. Mientras volvía, vi a dos niños pequeños, uno con biberón. Corrían de una acera a otra, atravesando la calle. Pasaban muchos coches, velozmente.

No vi cerca ningún adulto. Les pedí que me llevaran adonde estaba su madre. No hablaban inglés; era un barrio de habla hispana, muy pobre… En esos días yo no tenía dinero. Vi a la madre. Me dijo «No hablo inglés», y cerró la puerta en mis narices. Sonreía. Lo recuerdo; una sonrisa beatífica. Pensaba que yo era un vendedor a domicilio. Quería decirle que sus chicos corrían peligro de muerte y ella me cerró la puerta sonriendo angélicamente.

—¿Qué hizo luego? —preguntó Bill.

—Me senté en el bordillo de la acera y miré a los dos niños —dijo Barefoot—. Toda la tarde. Hasta que llegó su padre. Hablaba un poco de inglés. Pude conseguir que me comprendiera.

Me dio las gracias.

—Hizo usted bien —dije.

—Y nunca anoté sobre el papel mi modelo del universo —continuó Barefoot—. Sólo tengo algún obscuro recuerdo de él. Esas cosas se desvanecen. Era un satori de los que se tienen una sola vez en la vida. Moksha, se llama esto en la India; un brusco relámpago de comprensión absoluta, venido de ninguna parte. Lo que James Joyce llama una «epifanía»; surge de la trivialidad o sin ninguna causa, simplemente ocurre. Comprensión total del mundo —calló.

—¿Dice usted que la vida de un niño mexicano era…? —empecé a preguntar.

—¿Qué habría hecho usted? —preguntó Barefoot—. ¿Habría ido a su casa a escribir su idea filosófica, su moksha? ¿O se habría quedado con los niños?

—Habría llamado a la policía —dije.

—Para hacer eso es necesario un teléfono —dijo Barefoot—. Habría tenido que abandonar a los niños.

—Es una bonita historia —respondí—. Pero conocí otra persona que contaba historias bonitas. Está muerto.

—Tal vez haya encontrado lo que buscaba en Israel —dijo Barefoot—. Antes de morir.

—Lo dudo mucho —dije.

—También yo lo dudo —repuso Barefoot—. Por otra parte, quizá encontró algo mejor. Algo que debía buscar, pero no buscó. Estoy tratando de decir que todos nosotros somos bodhisattvas sin saberlo, sin quererlo incluso; de modo involuntario. Es algo impuesto por circunstancias casuales. Ese día, yo no quería más que llegar a casa y escribir esa gran revelación antes de que se me olvidara. Era realmente una gran revelación, no lo dudo. No quería ser un bodhisattva. No pedía eso. No lo esperaba. En esos días, apenas si había oído la palabra. Cualquiera habría hecho lo mismo que yo hice.

—Cualquiera no —respondí—. Pero supongo que la mayoría.

—¿Qué habría hecho usted si hubiera tenido que elegir? —preguntó Barefoot.

—Pienso que habría hecho lo mismo que usted, esperando recordar la revelación.

—Pero yo no la recordé —dijo—. Ese es el punto.

Bill me dijo entonces:

—¿Puedes llevarme hasta East Bay? A mi coche se le rompió una biela y tuvieron que remolcarlo, y yo…

—Por supuesto —dije; me puse de pie, envarada. Me dolían los huesos—. Señor Barefoot: lo he oído muchas veces por la KPFA. Al principio me parecía aburrido, pero ahora no estoy muy segura…

—Antes de irse —dijo Barefoot—, cuénteme cómo traicionó a sus amigos.

—No lo ha hecho —intervino Bill—. Todo está en su mente.

Barefoot se inclinó hacia mí; me rodeó con el brazo y me llevó nuevamente a la silla.

—Bueno —dije—, dejé que murieran. En particular, Tim.

—Tim no podía evitar la muerte —dijo Barefoot—. Fue a Israel a morir. Es lo que él quería. Estaba buscando la muerte. Por eso he dicho que quizás haya encontrado lo que fue a buscar, o algo todavía mejor.

Desconcertada, respondí:

—Tim no estaba buscando la muerte. Peleó contra el destino el combate más valiente que he visto nunca.

—La muerte y el destino no son la misma cosa —dijo Barefoot—. Murió para evitar su destino, porque el destino que veía acercarse era peor que la muerte en el desierto. Por eso la buscaba y por eso la encontró; pero pienso que encontró también algo mejor. ¿Qué piensas tú, Bill?

—Preferiría no decir nada —dijo Bill.

—Pero lo sabes —le dijo Barefoot.

—¿De qué destino habla usted? —pregunté a Barefoot.

—Del mismo que usted tiene. El destino que la amenaza. Y del que tiene conciencia.

—¿Cuál es?

—Perderse entre las palabras sin sentido —dijo Barefoot—. Ser como un mercader de palabras. Sin contacto con la vida. Tim había ido muy lejos en esto. He leído Aquí, muerte tirana varias veces. No dice nada, nada en absoluto. Sólo palabras. Flatus vocis, un ruido vacío.

Después de un momento, respondí:

—Tiene razón. También yo lo leí —qué cierto era, qué terrible y tristemente cierto.

—Y Tim lo sabía —continuó Barefoot—. Me lo dijo. Estuvo conmigo unos pocos meses antes de su viaje a Israel y me lo dijo. Quería que yo le hablara de los sufíes. Quería cambiar todo el significado, todo el significado que había reunido en su vida, por otra cosa. Por belleza. Me habló de un álbum de discos que le había vendido usted y que jamás había podido escuchar. Fidelio, de Beethoven. Siempre estaba demasiado ocupado.

—Entonces, usted sabía quién era yo —dije—. Antes de que se lo dijera.

—Por eso le pedí que se acercara. La reconocí. Tim me había mostrado una foto de Jeff y usted. Al principio no estaba seguro. Está mucho más delgada ahora.

—Es que tengo un trabajo muy exigente —dije.

Bill Lundborg y yo fuimos juntos a East Bay, por el puente Richardson. Oíamos la radio, la infinita serie de canciones de los Beatles.

—Yo sabía que me estabas buscando —dijo Bill—, pero no me iba muy bien. Finalmente me han diagnosticado hebefrenia.

—Espero que la música no te deprima. Podemos apagar.

—Me gustan los Beatles —dijo Bill.

—¿Sabes que ha muerto John Lennon?

—Por supuesto —dijo Bill—. Todo el mundo lo sabe. Así que ahora diriges la Musik Shop…

—Sí —dije—. Tengo cinco empleados a mis órdenes y libertad para comprar lo que se me ocurra. Capitol Records me ofrece que vaya a trabajar con ellos en la zona de Los Angeles, creo que en Burbank. He llegado a la cúspide en la venta de discos al por menor; dirigir una tienda es todo lo que se puede hacer. O ser su dueño. Pero no tengo el dinero…

—¿Sabes qué quiere decir hebefrénico?

—Sí —contesté; y pensé: hasta sé de dónde viene la palabra—. Hebe es la diosa griega de la juventud.

—Yo no he crecido —dijo Bill—. La hebefrenia se caracteriza por la tontería.

—Supongo que sí.

—Cuando uno es hebefrénico —dijo Bill—, las cosas parecen divertidas. La muerte de Kirsten me pareció divertida.

Entonces sin duda eres hebefrénico, me dije mientras conducía. Porque no tenía nada de divertido.

—¿Y la muerte de Tim?

—Algunas cosas fueron divertidas. Ese cochecillo absurdo, el Datsun, y las dos coca-colas. Tim probablemente usaba zapatos como los míos —levantó los pies para mostrarme sus Hush Puppies.

—Por lo menos —dije.

—Pero, en general, no fue divertida. Lo que buscaba Tim no era divertido. Barefoot se equivocaba; Tim no estaba buscando la muerte.

—Conscientemente, no —dije—, pero inconscientemente tal vez sí.

—Es un disparate —dijo Bill—. Todo eso de las motivaciones inconscientes. Si razonas así, puedes postular cualquier cosa. Puedes atribuir el motivo que elijas, porque no hay forma de probarlo. Tim estaba buscando ese hongo, y eligió un lugar muy divertido para buscar hongos: un desierto. Los hongos crecen donde hay fresco, humedad y sombra.

—En las cavernas —dije—. Allí hay cavernas.

—Sí, bueno —dijo Bill—, pero es que tampoco se trataba de un hongo. Eso era una suposición, nada más. Una suposición sin base. Tim había tomado la idea de un estudioso llamado John Allegro. El problema de Tim era que no podía pensar por sí mismo; tomaba ideas de otras personas y creía que surgían de su mente cuando en realidad las robaba.

—Pero las ideas tenían valor —dije—, y era Tim quien las sintetizaba. Tim reunía muchas ideas.

—No muy buenas.

Mirando de reojo a Bill, le pregunté:

—¿Y quién eres tú para juzgar?

—Yo sé que lo querías —dijo Bill—. No tienes por qué defenderlo todo el tiempo. No lo estoy atacando.

—Eso parece, sin embargo.

—También yo lo quería. Mucha gente quería al obispo Archer. Era un gran hombre, el más grande que nunca conoceremos. Pero era un tonto y tú lo sabes.

No dije nada; conducía escuchando a medias la radio. Se oía Yesterday.

—Edgar tiene razón acerca de ti —dijo Bill—. Deberías haberte ido de la universidad sin terminar. Has aprendido demasiado.

Con amargura, respondí:

—«… Aprendido demasiado». Por Dios. La vox populi. Desconfianza de la educación. Me enferma oír esa mierda; me alegro de lo que he aprendido.

—Te ha hecho daño —dijo Bill.

—Puedes irte un poco a la…

Bill respondió con calma:

—Eres muy infeliz y sientes gran amargura. Eres una buena persona que quería a Kirsten, a Tim y a Jeff, y no te has repuesto de lo que les ha ocurrido. Y tu educación no te ha ayudado a resolver eso.

—¡No hay forma de resolverlo! —dije con furia—. ¡Todos eran buenas personas y ahora están muertos!

—«Vuestros padres han comido el maná en el desierto y ahora están todos muertos.»

—¿Qué es eso?

—Lo dice Jesús. Creo que está en la misa. Fui a misa unas cuantas veces con Kirsten, a la Grace Cathedral. Una vez, mientras Tim pasaba el cáliz, y Kirsten estaba arrodillada junto a la baranda, él le puso discretamente un anillo en el dedo. Nadie lo vio, pero ella me lo contó. Era un anillo de boda simbólico. Tim llevaba sus ropas de sacerdote completas.

—Cuéntame —dije.

—Te estoy contando. ¿Sabías…?

—Sabía lo del anillo —dije—. Ella me lo dijo. Me lo mostró.

—Ellos se consideraban espiritualmente casados. A los ojos de Dios. Aunque no se ajustara a las leyes civiles. «Vuestros padres han comido el maná del desierto y ahora están todos muertos.» Eso se refiere al Viejo Testamento. Jesús trae…

—Oh, Dios —dije—. Creía que ya no tendría que oír más esas cosas… No quiero volver a oírlas. No hizo ningún bien antes, ni hará ningún bien ahora. Barefoot habla de palabras inútiles; ésas lo son. ¿Por qué Barefoot te llama bodhisattva? ¿Qué son esa compasión y esa sabiduría que tienes? Has alcanzado el Nirvana y has vuelto para ayudar a otros, ¿no es así?

—Habría podido alcanzar el Nirvana —dijo Bill—. Pero no quise. Para volver.

—Perdóname —dije, fatigada—. No sé de qué hablas. ¿Comprendes?

Bill dijo:

—He vuelto a este mundo. Desde el otro. Por compasión. Esto es lo que he aprendido en el desierto, en el desierto del Mar Muerto —su voz era tranquila; su rostro mostraba profundo sosiego—. Esto es lo que he encontrado.

Lo miré fijamente.

—Soy Tim Archer —dijo Bill—. He vuelto del otro lado. Para estar con los que quiero —sonreía, con una sonrisa inmensa y secreta.