El miércoles a la noche, Tim pasó a buscarme en un Pontiac alquilado. Yo llevaba un vestido negro sin tirantes y un pequeño bolso de cuentas; tenía una flor en el pelo y Tim, contemplándome mientras mantenía abierta la puerta del coche, observó que estaba encantadora.
—Gracias —dije, con timidez.
Fuimos hasta un restaurante en la University Avenue, inmediatamente después de Shattuck; era un restaurante chino abierto hacía poco. Yo no había estado nunca, pero los clientes de la Musik Shop decían que era el mejor lugar nuevo de la ciudad.
—¿Siempre has llevado el pelo así? —preguntó Tim mientras una camarera nos llevaba a nuestra mesa.
—Me lo he arreglado así para esta noche —expliqué; le mostré mis pendientes—. Jeff me los regaló hace años. No me los pongo habitualmente; tengo miedo de perder uno…
—Has perdido un poco de peso —acomodó la silla para mí y me senté con nerviosidad.
—Es por mi trabajo. Me quedo en la tienda hasta muy tarde por la noche.
—¿Cómo va el estudio jurídico?
—Dirijo una tienda de discos.
—Sí —dijo Tim—. Me habías conseguido ese álbum de Fidelio. No he tenido muchas oportunidades de oírlo…
Luego abrió el menú. Abstraído, apartó de mí su atención. Qué fácilmente se distrae la atención, pensé. O mejor dicho, altera su foco. No es la atención lo que cambia; es el objeto de la atención. Tim debe vivir en un mundo que cambia incesantemente. El mundo fluyente de Heráclito en persona.
Me agradó ver que Tim vestía aún ropas de religioso. Me pregunté si sería legal. Bueno, no es asunto mío. Tomé mi menú. Era comida de estilo mandarín, y no cantonés; no sería dulce, y sí especiosa y picante, con abundancia de nueces. Y jengibre, me dije; tenía hambre y me sentía feliz, y muy contenta de estar nuevamente con mi amigo.
—Angel —dijo Tim—, ven conmigo a Israel.
Mirándolo fijamente, dije:
—¿Cómo?
—Como mi secretaria. —Sin dejar de mirarlo, agregué:
—¿…que tome el lugar de Kirsten, quieres decir? —empecé a temblar. Un camarero se acercó; hice un gesto para que se retirara.
—¿No quieren ustedes beber algo? —preguntó el camarero, ignorando mi gesto.
—Váyase —le dije, en voz amenazante—. Maldito camarero —dije a Tim—. ¿Qué decías? Quiero decir, qué clase de…
—Simplemente como secretaria. Nada personal, de ningún modo. ¿Acaso piensas que te pedía que fueras mi amante? Necesito alguien que haga lo que hacía Kirsten; no puedo arreglarme solo.
—Por Dios —dije—. Pensé que…
—Nada de eso —respondió Tim en tono firme y severo, indicando que no estaba de broma. Y que desaprobaba—. Sigo viéndote como mi nuera.
—Estoy a cargo de la tienda —dije.
—Mi presupuesto me permite gastos considerables; probablemente pueda pagarte tan bien como tu estudio jurídico —rectificó—. Como tu casa de discos.
—Déjame pensar —llamé al camarero—. Un martini —pedí—. Bien seco. Nada para el obispo.
Tim me dedicó una sonrisa torcida.
—Ya no soy obispo.
—No puedo ir a Israel —dije—. Tengo demasiados lazos aquí.
Con voz tranquila, Tim respondió:
—Si no vienes conmigo, nunca… Vi nuevamente a la doctora Garret. Hace poco. Jeff ha vuelto desde el otro mundo. Dice que si no te llevo conmigo a Israel, moriré allá.
—Eso es un disparate, una locura —dije—. Creí que habías abandonado eso.
—Ha habido nuevos fenómenos —no aclaró, su rostro estaba tenso y pálido.
Le tomé la mano.
—No hables con la Garret. Habla conmigo. Yo te digo: ve a Israel y al diablo con esa vieja. No es Jeff, es ella misma. Y lo sabes.
—Los relojes —dijo Tim—. Se han detenido a la hora de la muerte de Kirsten.
—Aún así —insistí.
—Creo que pueden ser los dos —dijo Tim.
—Ve a Israel —dije—. Habla con la gente de allí, con el pueblo de Israel; un pueblo que, como ninguno, se asienta en la realidad.
—No tendré mucho tiempo. Debo ir directamente al desierto del Mar Muerto y encontrar el wadi. Y regresar a tiempo para una reunión con Buckminster Fuller. Creo que es con él que debo reunirme —se tocó el bolsillo—. Lo tengo anotado.
—Me parece que Buckminster Fuller ha muerto —dije.
—No, debes estar equivocada —me miró, le devolví la mirada, y poco a poco, ambos nos echamos a reír.
—¿Ves? —dije, sosteniéndole aún la mano—. No te serviría de nada.
—Ellos dicen que sí —respondió Tim—. Jeff y Kirsten.
—Tim —dije—, piensa en Wallenstein.
—Tengo la opción —dijo Tim en voz grave pero clara, una voz de brusca autoridad— de creer lo imposible y estúpido, por una parte, o… —dejó de hablar.
—O no creer —terminé.
—Wallenstein fue asesinado —dijo Tim.
—A ti nadie te asesinará.
—Tengo miedo.
—Tim —dije—, lo peor es esa basura ocultista. Lo sé. Créeme. Eso es lo que mató a Kirsten. Tú lo comprendiste cuando murió, ¿recuerdas? No puedes volver a eso. Perderás todo el terreno que…
—Más vale un perro vivo que un león muerto —dijo Tim—. Quiero decir, mejor es creer en un disparate que ser escéptico, científico, racional y realista y morir en Israel.
—Entonces no vayas.
—Lo que necesito saber se encuentra allá, en el wadi. El anokhi, Angel; el hongo. Está allá, en alguna parte, y ese hongo es Cristo. El verdadero Cristo, en cuyo nombre hablaba Jesús. Jesús era el mensajero del anokhi, que es el verdadero poder sagrado, la fuente verdadera. Quiero verlo, quiero encontrarlo. Crece en las cavernas. Sé que es así.
—Antes era así.
—Está allí ahora, y Cristo también. Cristo tiene el poder de romper el apretón del destino. Podré sobrevivir únicamente si alguien lo rompe y me libera; de otro modo, seguiré a Jeff y a Kirsten. Eso es lo que hace Cristo; invalidar los viejos poderes planetarios. Pablo lo menciona en sus Cartas del Cautiverio… Cristo se eleva de una esfera a otra —su voz volvió a perderse.
—Hablas de magia.
—Hablo de Dios.
—Dios está en todas partes.
—Dios está en el wadi. La parusía, la Presencia Divina. Allí estaba con los zadokitas; allí está ahora. El poder del destino es, en su esencia, el poder del mundo; y sólo Dios, expresado como Cristo, puede romper el poder del mundo. Está escrito en el Libro de las Hilanderas que moriré, si no me salvan el cuerpo y la sangre de Cristo. El Libro de las Hilanderas es algo así como la Torah. Las hilanderas son el destino personificado, como las Nornas en la mitología germánica. Tejen los destinos de las personas. Nadie más que Cristo, actuando aquí en la Tierra en nombre de Dios, puede tomar el Libro de las Hilanderas, leerlo, informar a las personas de su destino y luego, con su absoluta sabiduría, enseñarles cómo evitar su destino. Ése es el camino de la salida —calló—. Deberíamos pedir la cena. Hay gente esperando…
—Prometeo roba el fuego para el hombre, el secreto del fuego —dije—. Cristo coge el Libro de las Hilanderas, lo lee e informa a los hombres para salvarlos.
—Sí —asintió Tim—. Es aproximadamente el mismo mito. Excepto que el último no es un mito. Cristo existe realmente. Como un espíritu, en el wadi.
—No puedo ir contigo —dije—, y lo siento. Tendrás que ir solo, pero verás que la doctora Garret está alimentando tus temores, como alimentó y explotó de modo siniestro los de Kirsten.
—Tú podrías conducir.
—En Israel debe haber conductores expertos en el desierto.
Yo no sé nada del desierto del Mar Muerto.
—Tienes un excelente sentido de la orientación.
—Me pierdo. Estoy perdida. Ahora mismo estoy perdida. Querría ir contigo, pero tengo mi trabajo y mi vida y mis amigos; no quiero salir de Berkeley, es mi casa. Lo lamento pero esa es la pura verdad. He vivido siempre en Berkeley. No estoy preparada para irme en este momento. Quizá después —llegó mi martini; lo bebí de una vez, con un trago espasmódico que me dejó jadeando.
Tim dijo:
—El anokhi es la conciencia de Dios. Es, por lo tanto, la hagia sophia, la Sabiduría de Dios. Solamente esa sabiduría, que es absoluta, puede leer el Libro de las Hilanderas. No puede cambiar lo que está escrito, pero sí discernir un camino para escapar del Libro. Lo escrito está fijo y no cambiará jamás —parecía derrotado; había empezado a ceder—. Necesito esa sabiduría, Angel. Ninguna otra cosa puede servir.
—Eres como Satán —dije; y entonces comprendí que el alcohol me había cogido de pronto; no había querido decir eso.
—No —respondió Tim, y luego asintió—. Sí, lo soy. Tienes razón.
—Lamento haber dicho eso.
—No quiero que me maten como a un animal. Si es posible leer ese escrito, entonces es posible hallar una salida; Cristo puede hacerlo; hagia sophia, Cristo. Son homólogos desde la hipóstasis del Viejo y el Nuevo Testamento —pero yo podía ver que había cedido; no podía convencerme y lo sabía—. ¿Por qué no, Angel? ¿Por qué no vienes?
—Porque no quiero morir en el Mar Muerto.
—Está bien. Iré solo.
—Alguien debe sobrevivir a todo esto —dije.
Tim asintió.
—Yo quiero que sobrevivas, Angel. Quédate. Te pido excusas…
—Perdóname —dije.
Sonrió desmayadamente.
—Podrías montar en camello.
—Huelen mal —dije—. Dicen.
—Si encuentro el anokhi tendré acceso a la sabiduría de Dios…, que ha estado ausente del mundo durante más de dos mil años. De eso hablan los Documentos Zadokitas, de esa sabiduría que antes se nos ofrecía abiertamente. Piensa en lo que significa.
El camarero se acercó a la mesa y preguntó si estábamos dispuestos a pedir la cena. Yo dije que sí; Tim miró a su alrededor desconcertado, como si en ese momento advirtiera dónde estaba. Ver su decepción me dolía en el corazón. Pero yo había tomado mi decisión. Mi vida, tal como era, significaba mucho para mí; y tenía, sobre todo, miedo de comprometerme con ese hombre. Eso le había costado la vida a Kirsten y, de un modo más sutil, a mi marido. Yo quería dejar todo eso atrás; había empezado de nuevo, ya no miraba hacia el pasado.
De modo desvaído, sin entusiasmo, Tim dijo al camarero qué deseaba; parecía olvidado de mí, como si yo me hubiera confundido con el lugar. Me volví a mi menú, y hallé lo que deseaba. Lo que deseaba era algo inmediato, estable, real, tangible; estaba en este mundo que se podía tocar y agarrar; tenía que ver con mi casa y mi trabajo, y con el destierro definitivo de ciertas ideas, ideas acerca de otras ideas, girando eternamente en espirales, en un regreso infinito.
La comida tenía exquisito sabor. Tim y yo comimos con placer. Mis clientes estaban en lo cierto.
—¿…enfadado conmigo? —pregunté cuando terminamos.
—No. Estoy feliz porque sobrevivirás a todo esto. Y seguirás siendo como eres —entonces me señaló con expresión de autoridad—. Pero si yo encuentro lo que busco, cambiaré. No seré como soy ahora. He leído todos los documentos, y en ellos no está la solución; los documentos indican la respuesta y la ubicación de la respuesta, pero no la contienen. Está en el wadi. Corro un riesgo que vale la pena. Quiero correrlo porque podría encontrar el anokhi. Saber esto es suficiente para que valga la pena.
De pronto tuve una inspiración.
—No hubo nuevos fenómenos…
—Es verdad.
—Y no has vuelto a ver a la doctora Garret.
—Cierto —no parecía confundido ni contrito.
—Me lo dijiste para que te acompañara…
—Quiero que vengas. Y me guíes. De otra manera…, temo que no encontraré lo que busco —sonrió.
—Mierda —dije—. Te había creído.
—He tenido malos sueños —dijo Tim—. Sueños perturbadores. Pero no alfileres debajo de las uñas. Ni pelo quemado. Ni relojes parados.
Dije, vacilante:
—… tanto quieres que vaya contigo —por un instante sentí el impulso, la necesidad de ir—. Y crees que sería bueno para mí.
—Sí. Pero no vendrás… Está claro —sonrió con esa sonrisa sabia y familiar—. Bueno, he hecho lo posible.
—¿Piensas que vivo en la rutina, aquí en Berkeley?
—Estudiante profesional —dijo Tim.
—Dirijo una tienda de discos.
—Tus clientes son estudiantes y profesores. Sigues atada a la universidad, no has roto el cordón umbilical. Mientras no lo hagas, no serás del todo adulta.
—Nací la noche que bebí bourbon mientras leía La Divina Comedia. La noche del dolor de muelas.
—Empezaste a nacer. Pero si no vienes a Israel… Allá es donde podrías nacer; en el desierto del Mar Muerto. La vida espiritual del hombre empezó allí, en el Monte Sinaí, con Moisés. Ehyeh habló… La teofanía. El momento más grande de la historia del hombre.
—Casi iría.
—Ven, entonces —abrió las manos.
—Tengo miedo —dije, sencillamente.
—Ése es el problema —respondió Tim—. Es la herencia del pasado; la muerte de Jeff y la de Kirsten… Te han hecho un daño permanente. Te han dejado con miedo a vivir.
—Más vale perro vivo…
—Pero es que no estás auténticamente viva —dijo Tim—. Aún no has nacido. Eso es lo que quería decir Jesús cuando hablaba del Segundo Nacimiento, el nacimiento en o del espíritu, el nacimiento superior. Eso es lo que hay en el desierto. Eso es lo que iré a buscar.
—Búscalo, pero sin mí —respondí.
—Aquel que pierda su vida…
—No me digas citas de la Biblia, ¿quieres? —pedí—. Ya he oído muchas y dicho demasiadas, ¿no te parece?
Tim extendió la mano y apretó solemnemente la mía. Sonrió, y después de un momento me soltó la mano y sacó su reloj de bolsillo de oro.
—Tendré que llevarte a tu casa. Todavía tengo una reunión esta noche. Comprendes, ¿verdad? Me conoces…
—Sí —dije—. Está bien. Tim —agregué—, eres un gran estratega. Te observé el día que conociste a Kirsten. Y ahora has hecho que todo eso pesara sobre mí —y casi me has convencido, me dije; unos minutos más… y habría aceptado. Si hubieras insistido apenas un poco más…
—Mi profesión es salvar almas —dijo Tim, enigmáticamente. No supe si hablaba en serio o irónicamente; simplemente, era incapaz de determinarlo—. Lamento la prisa, pero tenemos que marchamos.
Siempre tienes prisa, me dije, mientras me ponía de pie.
—Ha sido una cena magnífica —dije.
—¿De veras? No me di cuenta. Debo estar preocupado. Tengo que hacer tantas cosas antes de partir a Israel… Ahora que no tengo a Kirsten, para ocuparse de todo… Ella trabajaba muy bien.
—Ya encontrarás alguien.
—Pensé que te había encontrado a ti. Pero esta noche el pescador no te pescó.
—Quizás alguna otra vez.
—No —dijo Tim—. No habrá otra vez.
No lo explicó. No era necesario; yo sabía que, por una u otra razón, era así. Lo sentía. Tim estaba en lo cierto.
Cuando Timothy Archer partió a Israel, la NBC dio escuetamente la noticia, como hubiera dado la de una migración de aves, migración demasiado regular para tener algún interés, y sin embargo digna de la información; al parecer, para recordar a los espectadores que el obispo de la Iglesia Episcopal Timothy Archer aún existía y seguía activo en los asuntos del mundo. Nada supo luego el público americano durante más o menos una semana.
Recibí una tarjeta postal; pero llegó después de la historia sensacional de despedida del obispo Archer y su Datsun abandonado, con la parte posterior fuera del sinuoso camino de montaña, sobre una protuberancia rocosa, y el mapa de las gasolineras en el asiento delantero derecho, donde él lo había dejado.
El gobierno de Israel hizo todo lo posible y con gran celeridad. Tenía tropas y… Mierda; emplearon todos los recursos, pero los periodistas sabían que Tim Archer había muerto en el desierto del Mar Muerto porque allí no es posible vivir, subiendo los riscos y bajando las hondonadas; la supervivencia no era posible, y finalmente encontraron su cuerpo; parecía, dijo uno de los periodistas en el lugar, arrodillado en actitud de orar. Pero en verdad Tim había caído a un precipicio. Y yo fui, como de costumbre, a la tienda de discos, la abrí y puse el dinero en la caja y esa vez no lloré.
Los periodistas se preguntaban por qué no habría contratado un conductor profesional. ¿Cómo se había aventurado en el desierto con un mapa de gasolineras y dos coca-colas? Yo sabía la respuesta. Porque tenía prisa. Sin duda, buscar un conductor, a su juicio, habría llevado demasiado tiempo. Como la noche del restaurante chino, Tim necesitaba moverse; no podía permanecer en un lugar, era un hombre ocupado, y por eso se lanzó al desierto en un cochecito de cuatro cilindros que no habría sido seguro en las carreteras de California. Como decía Bill Lundborg, los coches pequeños son peligrosos.
De todos ellos, era el que yo más amaba. Lo supe cuando oí la noticia, distinto que antes; antes había sido un sentimiento, una emoción. Pero cuando comprendí que había muerto, ese conocimiento me convirtió en una persona enferma que cojeaba y se encogía, pero iba a su trabajo y atendía el teléfono y preguntaba a los clientes si podía ayudarles en algo; no estaba enferma como una persona o un animal; estaba enferma como una máquina. Aún me movía pero mi alma agonizaba, mi alma que, como Tim había dicho, nunca había nacido del todo; esa alma que había empezado a nacer y quería nacer más, murió por fin y mi cuerpo siguió viviendo mecánicamente.
El alma que perdí esa semana no retornó jamás; ahora, años después, soy una máquina; una máquina oyó la noticia de la muerte de John Lennon y una máquina sintió dolor y meditó y fue hasta Sausalito, al seminario de Edgar Barefoot, porque eso es lo que hacen las máquinas; ésa es la forma en que las máquinas reciben el horror. Una máquina no sabe otra cosa; simplemente gira y quizá zumba. Es todo lo que puede hacer. No se puede esperar otra cosa de una máquina. Por eso decimos que es una máquina: comprende, intelectualmente, pero no hay comprensión en su corazón porque su corazón es mecánico, diseñado para funcionar como una bomba.
Así que bombea, y la máquina arrastra los pies y se mueve. Y sabe, pero no sabe y mantiene la rutina. Vive lo que se supone que debe ser la vida; sigue un plan y obedece la ley. No conduce su coche por encima del límite de velocidad en el puente Richardson y se dice: Nunca me gustaron los Beatles. Jeff llevó a casa Rubber Soul y si escucho…, se repite a sí misma lo que ha pensado y oído, simulando la vida; una vida que antes poseía y ahora ha perdido, una vida ausente. Sabe que no sabe qué, como dicen los libros de filosofía acerca de un filósofo confuso; no recuerdo cuál. Tal vez Locke. «Locke cree que no sabe qué.» Eso me impresionaba, ese giro. Busco esas cosas; me atraen las frases inteligentes, que suponen un buen estilo en prosa.
Soy una estudiante profesional y seguiré así; no cambiaré. Me ofrecieron la oportunidad de cambiar y la rechacé; ahora, estoy inmovilizada y, como he dicho, sé pero no sé qué.