12

Durante el servicio, el obispo Timothy Archer leyó el poema de D.H. Lawrence sobre la serpiente; lo hizo magníficamente, pude ver cuán conmovido quedó el público, que no era mucho.

No era grande la cantidad de gente que conoció a Kirsten Lundborg.

No logré localizar a su hijo Bill en la catedral. Cuando lo llamé para darle la noticia, apenas respondió. Creo que lo esperaba. En ese momento, estaba libre del hospital y la cárcel; había conquistado su libertad de caminar por las calles, pintar coches o lo que fuere. Se entretenía, por lo tanto, con su habitual gravedad.

Cuando Kirsten se mató, las telarañas abandonaron la mente del obispo Archer, de modo que, al parecer, esta muerte había servido a un propósito útil, aunque desproporcionado a nuestra pérdida. Me asombra el poder de convicción de la muerte humana. Supera todas las palabras y todos los argumentos; es la fuerza definitiva. Exige tu tiempo y tu atención, y te deja cambiado.

Me desconcertaba que Tim pudiera derivar fuerza de la muerte, y más aún, de la muerte de una persona que amaba. Yo no podía entender cómo, pero ésa era una de las cualidades que lo hacían bueno; bueno como ser humano y eficaz en su profesión. Cuanto peor iban las cosas, más fuerte se tornaba; no le gustaba la muerte, pero no la temía. La comprendía, ahora que se le habían ido las telarañas. Había intentado la solución errónea —las sesiones, la superstición— y no había dado buenos resultados; al contrario, había provocado más muerte. Entonces cambió las marchas con la intención de ser racional. Tenía un motivo profundo: su propia vida estaba en juego, como un cebo… Un cebo para tentar lo que los antiguos llamaban «un siniestro destino», es decir, una muerte prematura, antes de tiempo.

Los pensadores de la antigüedad no consideraban un mal la muerte en sí, puesto que a todos nos sucede; lo que percibían correctamente como un mal era la muerte prematura, que ocurre antes de que la persona concluya su tarea. Algo arrancado antes de la madurez, una manzana verde y dura que la muerte cogía y arrojaba luego a lo lejos, por su escaso interés, incluso para la muerte misma.

El obispo Archer no había terminado su tarea y de ningún modo se proponía ser arrancado y separado de la vida. Ahora percibía con claridad cómo él mismo había caído gradualmente en el destino de Wallenstein; primero la superstición y la credulidad, y luego la herida de la alabarda de un capitán inglés llamado Walter Devereux, que por ningún otro motivo se destacó en la historia (Wallenstein pidió cuartel en vano; normalmente, cuando la alabarda está en la mano del enemigo, es tarde para rendirse). En ese momento Wallenstein, despierto de su sueño, probablemente había despertado también de su estupor mental. Yo supongo que, cuando los soldados enemigos irrumpieron en su dormitorio, debió haber comprendido de inmediato que todas las cartas astrológicas y todos los horóscopos fueron inútiles para él, puesto que no habían previsto eso. Sin embargo, la diferencia entre Wallenstein y Tim era muy grande. En primer lugar, Tim tenía la ventaja del ejemplo de Wallenstein; Tim podía ver adónde llevaba a los grandes hombres la locura. En segundo lugar, Tim era fundamentalmente un realista, a pesar de toda su culta y educada charla. Tim había llegado al mundo con una mirada alerta y un agudo sentido de aquello que lo beneficiaba y aquello que podía perjudicarlo. En el momento mismo de la muerte de Kirsten, había destruido inteligentemente una parte de su carta de despedida; no había sido ningún tonto. Había logrado también —era sorprendente— ocultar su relación con Kirsten de la prensa y de la Iglesia Episcopal (salió más tarde a luz, por supuesto; pero Tim ya había muerto y no le importaría).

Es asombroso, desde luego, que un hombre esencialmente pragmático, y hasta podría decirse oportunista, se hubiera entregado a tan adversos dislates; pero incluso lo disparatado tenía una especie de utilidad en la economía total de la vida de Tim. Él no deseaba verse refrenado por la constrictura formal de su rol; en realidad, no se definía como obispo, así como antes se había negado a definirse como abogado. Era un hombre, y así pensaba de sí mismo; no un hombre en el sentido de «persona masculina», sino en el de un ser humano que residía en muchas regiones y se movía en una variedad amplia de vectores. En sus días de universidad, había aprendido mucho al estudiar el Renacimiento; en una oportunidad me dijo que el Renacimiento de ningún modo había derrocado o abolido el mundo medieval: el Renacimiento lo había llevado a su total desarrollo, aunque T.S. Eliot imaginara lo contrario.

Un ejemplo (me dijo Tim esa vez) era La Divina Comedia del Dante. Era evidente, en términos de fechas, que la Comedia procedía de la Edad Media; resumía absolutamente la visión del mundo del medioevo; era su mayor coronación. Y sin embargo (aunque muchos críticos no estarán de acuerdo), La Divina Comedia tenía una amplitud de visión que no podía reducirse a la de Miguel Angel, quien, de hecho, se había inspirado manifiestamente en la obra del Dante para el cielorraso de la Capilla Sixtina. Tim pensaba que el cristianismo había llegado a su culminación en el Renacimiento; no creía que ése fuera el momento de la historia en que el mundo antiguo había revivido y dominado a la Era Cristiana, a la Edad Media; el Renacimiento no significaba el triunfo del viejo mundo pagano sobre la fe, sino, más bien, el más completo y definitivo florecimiento de la fe, y en especial la fe cristiana. Por la tanto, pensaba Tim, el hombre culto del Renacimiento (que sabía algo sobre todas las cosas, y poseía, para usar el término correcto, la polimathia) era el cristiano ideal, en su casa en este mundo y en el siguiente; una perfecta combinación de materia y espíritu, un ser, en realidad, de materia divinizada. Materia transformada pero, con todo, materia. Los dos reinos, éste y el siguiente, unidos, así como habían estado unidos antes de la Caída.

Este era el ideal que Tim intentaba capturar para él, hacerlo propio. La persona completa, razonaba él, no se encierra en su tarea, por alta que sea. Un zapatero que se considere medianamente un hombre que remienda zapatos se limita erróneamente; por la misma razón, un obispo debe penetrar en todos los campos ocupados por el hombre completo. Uno de esos campos era el de la sexualidad. Aunque la opinión general se oponía, a Tim no le importaba, y no cedió. Sabía que era apto para el ideal renacentista, y sabía que él era ese hombre del Renacimiento en toda su autenticidad.

Es indudable que su actitud de intentar todas las ideas posibles para ver si funcionaban destruyó finalmente a Tim Archer. Probó demasiadas ideas; las elegía, las examinaba, las aplicaba el durante un tiempo y luego las descartaba… Pero sin embargo, algunas de esas ideas, como si poseyeran vida propia, volvían por la puerta trasera y caían sobre él. Esta es la historia; se trata de hechos históricos. Tim ha muerto. Las ideas no sirvieron. Lo elevaron del suelo y luego lo traicionaron y lo atacaron; en cierto modo, lo dejaron caer antes de que él pudiera arrojarlas a un lado. Hay otra cosa que conviene destacar: Tim Archer sabía cuándo afrontaba una lucha a muerte y, cuando lo advertía, adoptaba la postura de la enérgica defensa. Como me dijo el día de la muerte de Kirsten, no se rindió. Para destruir a Tim Archer, el destino tenía que atropellarlo; él no se destruiría a sí mismo. No se convirtió en un cómplice de un destino retributivo, cuando vio su proximidad y su significado. Había discernido que el destino retributivo lo buscaba. Él no huyó ni cooperó. Se mantuvo firme y luchó, y en esa posición murió. Pero murió sin ceder, es decir, devolviendo los golpes. El destino tuvo que asesinarlo.

Y mientras el destino planeaba cómo realizar esto, el ágil cerebro de Tim estaba totalmente entregado a esquivar, con todos los movimientos de la gimnasia mental posibles, eso que probablemente contenía la fuerza de lo inevitable. Esto es sin duda lo que queremos expresar con la palabra «destino»; si no fuera inevitable, no emplearíamos el término; hablaríamos, en cambio, de mala suerte. Hablaríamos de accidentes. En el destino no hay accidentes; hay deliberación. Una deliberación despiadada, que avanza desde todas las direcciones a la vez, como si el universo de la víctima se encogiera. Finalmente, ese universo contiene solamente a la víctima y a su siniestro destino. Está programado para sucumbir a pesar de su voluntad; y en sus esfuerzos por liberarse sucumbe aún antes, de fatiga y desesperación. Y entonces el destino triunfa a pesar de todos los esfuerzos.

Tim me dijo muchas de estas cosas. Había estudiado el tema como parte de su educación cristiana. El mundo antiguo había visto nacer las religiones grecorromanas del misterio, que pretendían vencer al destino convirtiendo a sus adeptos en dioses situados más allá de las esferas planetarias y capaces de eludir las influencias astrales, como se llamaban en aquellos días. Nosotros, hoy, hablamos de la banda de la muerte del DNA y de un texto psicológico aprendido de otras personas previas, amigos y parientes, y modelado sobre ellas. Es lo mismo: el determinismo te mata hagas lo que hagas. Algún poder, fuera de ti, actúa y altera la situación; no lo puedes hacer por ti mismo, porque la programación exige que cumplas el acto que te destruye; tú lo realizas con la idea de que te salvará, cuando en realidad te entrega al destino mismo que deseas eludir.

Tim sabía todo esto. No le ayudó. Pero hizo lo mejor que le fue posible: intentarlo.

Los hombres prácticos no hacen lo que hicieron Jeff y Kirsten; los hombres prácticos rechazan esa tendencia porque es romántica, porque es débil. Es pasividad aprendida; es una cesión aprendida. Tim pudo ignorar la muerte de su hijo mientras era la única, estimando que no había peligro de contagio; pero cuando Kirsten se marchó del mismo modo, Tim tuvo que cambiar de idea, retornar hasta la muerte de Jeff y reevaluarla. Así pudo haber visto en ella los orígenes de los desastres posteriores, y del desastre que lo amenazaba. Esto hizo que rechazara de inmediato todas las falsas nociones que había adoptado a partir de la muerte de Jeff, todas esas ideas decrépitas y fabulosas asociadas con lo oculto, para emplear la precisa frase de Menotti. Tim comprendió de pronto que se había sentado a la mesa del salón de Mme. Flora con el objeto de hablar con los espíritus y, realmente, de entregarse a la locura. Entonces había empezado a hacer lo que había sido característico en él durante toda su vida; abandonar esa ruta y seguir otra; desprenderse de esa maligna carga y buscar algo más estable, durable y sólido que pudiera reemplazarla. A veces, para salvar el barco, es preciso echar la carga por la borda; cuando se hace esto, se arroja la carga cuidadosamente, de modo que se aleje flotando y deje el barco intacto.

Este momento sólo llega cuando el barco está en dificultades, como estaba ahora Tim. La doctora Garret había pronosticado la muerte de Kirsten y la de Tim, comenzando con ella.

La primera profecía había resultado verídica. Él podía esperar, por lo tanto, ser el siguiente. Arrojar la carga es un procedimiento de emergencia. Lo emplean los desesperados y las personas inteligentes. Tim era las dos cosas. Y por necesidad. Él conocía la diferencia entre el barco (algo que es indispensable) y la carga (que no lo es). Se veía a sí mismo como el barco. Consideraba «carga» su fe en los espíritus, en el retorno de su hijo desde el otro mundo. Esta clara distinción era su ventaja, mientras no la perdiera de vista. Arrojar lejos sus creencias no lo comprometía ni lo pervertía. Y le daba una pequeña probabilidad de salvarse.

Me alegró la reciente lucidez de Tim. Pero me sentía profundamente pesimista. Yo veía esa lucidez como la presencia en la superficie de una determinación básica de sobrevivir. Era una cosa buena. No se puede engañar al impulso de sobrevivir. La pregunta que me asustaba era: ¿Había llegado a tiempo? El futuro lo diría.

Cuando el barco se salva —si se salva— el abandono necesario de la carga concede derechos sobre todo lo que se pueda salvar al propietario o propietarios de la carga. Esta es una ley internacional del mar. Es una idea básica de los seres humanos de todo origen y procedencia. Tim, consciente o inconscientemente, lo comprendía. Al hacer lo que estaba haciendo, participaba de algo venerable y universalmente aceptado. Yo lo comprendía; pienso que todos podían hacerlo. No era el momento de quejarse por las batallas perdidas acerca del retorno o el no retorno de su hijo del otro mundo; para Tim era el momento de pelear por su vida. Lo hizo, y lo mejor que pudo. Yo aguardaba, y cuando era posible ayudaba. Finalmente fracasó, pero no por falta de esfuerzos ni porque flaqueara en su voluntad de intentar o su ánimo.

Y no por egoísmo. Se disponía a la defensa definitiva. Ver a Tim en sus últimos días como un hombre de poco valer decidido a toda costa a una supervivencia animal, como un hombre que abandonara sus convicciones morales, sería un error total.

Cuando la vida está en juego, si uno es inteligente actúa de cierto modo, y eso era lo que hizo Tim: arrojó a un lado todo lo que podía o debía arrojar; desnudó los dientes y amenazó morder, eso es lo que hace un hombre, una criatura determinada a sobrevivir, y al diablo con la carga. Después de la muerte de Kirsten, Tim estaba en inminente peligro de morir a su vez, y lo sabía; y para comprenderlo en ese período final es preciso comprender también que su percepción era correcta. Estaba, como dicen los psicólogos, en contacto con la situación de realidad (como si hubiera alguna especie de diferencia entre «situación» y «situación de realidad»). Deseaba vivir. También yo. Seguramente, también usted. Entonces, usted debería imaginar qué tenía en la mente el obispo Archer durante el período que siguió a la muerte de Kirsten y precedió a su propia muerte; la primera concreta, la segunda una ominosa pero no indudable posibilidad. No era una realidad, al menos entonces, aunque desde nuestro punto de vista actual, retrospectivo, podamos pensar que era inevitable. Pero tal es el carácter de la retrospección; para ella, todo es inevitable, puesto que ya ha ocurrido.

Aunque Tim considerara su propia muerte inevitable, impuesta por la profecía, impuesta por la sibila —o por Apolo, hablando por la boca de la sibila— estaba decidido a enfrentar su destino y oponer el mejor combate posible. Creo que esto es extraordinario y digno de elogio. Que hubiera arrojado por la borda un montón de palabras vacías que antes creía y predicaba no tenía importancia; ¿acaso debía abrazar esa carga y morir en posición fetal, con los ojos cerrados y sin mostrar los dientes? Estoy segura de esto; lo vi, lo medí. Vi caer la carga. La vi desaparecer sobre la borda en el instante en que se cumplió la primera profecía de la doctora Garret. Y me dije: Gracias a Dios.

Sin embargo, creo que debería haber evitado la publicación de ese maldito libro, Aquí, muerte tirana, al que yo misma había puesto título. Pero había treinta mil dólares en juego, y tal vez su determinación de no evitarla era simplemente una nueva prueba de su carácter práctico. No sé. Algunos aspectos de Tim Archer siguen siendo, hasta hoy, misterios para mí.

No era el estilo de Tim abortar un error antes de que su gestación se completara; lo dejaba ocurrir y luego, como decía, publicaba una enmienda. Excepto cuando estaba en tela de juicio su supervivencia física; en ese caso, calculaba anticipadamente sus actos. Miraba hacia adelante. El hombre que había corrido durante toda su vida más rápido que él mismo, distanciándose de sí mismo, como urgido por las anfetaminas que tomaba diariamente, ese hombre dejó de correr de inmediato, se volvió, miró hacia el destino, y dijo, como se supone que hizo Lutero aunque no fue así, «Aquí me quedo; no puedo hacer otra cosa (Hier steh’Ich; Ich kann nicht anders)» El ontólogo alemán Martin Heidegger tiene una expresión para esto: transmutación del Ser inauténtico en el Ser auténtico o Sein. Yo lo había estudiado en la universidad. Nunca pensé que lo vería en la realidad, pero lo vi, y me pareció hermoso aunque muy triste, porque falló.

Imaginé, en mi mente, que el espíritu de mi marido muerto penetraba en mis pensamientos y se divertía mucho. Jeff habría señalado que consideraba al obispo un barco de carga que muestra los dientes, una metáfora combinada capaz de mantenerlo en éxtasis durante días; y yo habría oído incesantemente su risa. A causa del suicidio de Kirsten, mi mente resbalaba. Mientras trabajaba, comparando el contenido de los envíos con las facturas, apenas notaba lo que hacía. Me había abstraído. Mis compañeros y mi jefe lo advirtieron. Comía poco; pasaba la hora de la comida leyendo a Delmore Schwartz, quien, según me habían dicho, murió con la cabeza apoyada en la bolsa de basura que estaba bajando por la escalera cuando sufrió un ataque al corazón. ¡Hermosa forma de morir para un poeta!

El problema de la introspección es que no cesa; como el sueño de Bottom en El sueño de una noche de verano, no tiene fondo. («It has no bottom»)

En mis años en el Departamento de Inglés de la universidad había aprendido a hacer metáforas, a jugar con ellas, a combinarlas, a lanzarlas como pelotas; soy una adicta a las metáforas, demasiado ávida y educada. Pienso demasiado, leo demasiado, me preocupo demasiado por los que quiero. Los que yo quería habían empezado a morir, Ya no quedaban muchos; la mayoría se había ido.

¡Todos se han ido al mundo de la luz!

Y yo, solo, me demoro aquí.

Su pura memoria es lejana y brillante,

y aclara mis tristes pensamientos.

Como escribiera Henry Vaughan en 1655, El poema concluye así:

Que se dispersen esas nieblas

que cubren y manchan (todavía)

mi perspectiva mientras pasan,

o que me lleven de aquí a esa colina

donde no necesitaré un largavista.

Vaughan se refería a una lente, un telescopio. Lo consulté. Los metafísicos poetas menores del siglo diecisiete habían sido mi especialidad durante los años de universidad. Ahora, después de la muerte de Kirsten, volví a ellos; porque mis pensamientos se dirigían, como los de esos poetas, al otro mundo. Allá estaba mi marido; también mi mejor amiga; esperaba que pronto fuera Tim, como ocurrió.

Infortunadamente empecé a ver poco a Tim. Ese fue el peor de los golpes, Verdaderamente lo quería, pero los lazos estaban cortados. Quedaron cortados a su lado. Renunció a la diócesis de California y se trasladó a Santa Bárbara, a trabajar con el grupo de producción de ideas; su libro, que en mi opinión invariable jamás debió publicar, lo mostraba como un tonto; y esto se combinó con el escándalo acerca de Kirsten; la prensa, a pesar de la manipulación de las pruebas que había hecho Tim, rescató su relación clandestina. Su carrera en la Iglesia Episcopal cesó bruscamente; empacó y dejó San Francisco, reapareciendo (como había dicho) en el sector privado. Allí podía descansar y ser feliz; allí podía vivir su vida sin la estrechez represiva de la moral y la ley canónica cristiana.

Yo lo extrañaba.

Un tercer elemento había contribuido a liquidar su relación con la Iglesia Episcopal; se trataba, por supuesto, de los malditos Documentos Zadokitas, que Tim sencillamente no podía olvidar. Separado de Kirsten por la muerte, desligado del ocultismo, al que finalmente daba su verdadero valor, había concentrado toda su credulidad en los escritos de aquella antigua secta hebrea, declarando en conferencias, artículos y entrevistas, que en ellos se encontraba el origen verdadero de las enseñanzas de Jesús. Tim no podía separarse de las dificultades. Él y ellas estaban destinados a acompañarse hasta el fin.

Me mantenía informada de los acontecimientos relacionados con Tim leyendo revistas y periódicos. Mi contacto era de segunda mano; ya no tenía un conocimiento personal y directo. Para mí esto era una tragedia, aún peor que la pérdida de Jeff y de Kirsten, aunque jamás dije esto a nadie, ni siquiera a mi psicólogo. También perdí el rastro de Bill Lundborg; se alejó de mi vida hacia un hospital mental, y eso fue todo. Traté de encontrarlo, pero fracasé y renuncié. Realmente, diez puntos. O cero, según cómo se cuente.

De todos modos, los resultados fueron éstos: perdí a todos los que conocía, por lo tanto, había llegado el momento de buscar nuevos amigos. Llegué a la conclusión de que la venta de discos era más que una ocupación para mí; era casi una vocación. En un año llegué a ser directora de la Musik Shop. Tenía ilimitados poderes de compra; los propietarios no me ponían ningún tope, ninguno. Sólo mi juicio determinaba lo que compraba o no compraba, y todos los vendedores —los representantes de las distintas marcas— lo sabían. Esto había significado muchas invitaciones a comer y algunos encuentros interesantes. Empecé a salir de mi caparazón y a ver más gente; adquirí un amigo, si no os molesta un término tan anticuado (que jamás sería empleado en Berkeley). Supongo que «amante» sería la palabra correcta. Accedí a que Hampton viniera a vivir conmigo a la casa que habíamos comprado con Jeff, e inicié lo que, según esperaba, sería una nueva vida en común.

El libro de Tim, Aquí, muerte tirana, no se vendió tan bien como se había esperado; vi ejemplares sobrantes en varias librerías cerca de Sather Cate. Era demasiado caro y largo; habría hecho bien en acortarlo —si, en efecto, hubiera sido él quien lo había escrito—. Cuando finalmente me decidí a leerlo, pensé que era en su mayoría obra de Kirsten; ella, por lo menos, debió hacer la redacción final, basándose sin duda en el dictado a la disparada de Tim. Eso era lo que Kirsten me había dicho, y probablemente fue así. Por otra parte, Tim nunca publicó una enmienda, como me había prometido.

Un domingo por la mañana, mientras Hampton y yo estábamos en el living fumando un canuto de marihuana fresca, sin semillas, y mirando los dibujos animados para niños en TV, recibí inesperadamente la llamada telefónica de Tim.

—Hola, Angel —dijo en su voz cálida y cordial—. Espero no llamarte en mal momento.

—Un momento ideal —logré decir, preguntándome si estaría oyendo la voz de Tim o si se trataba de una alucinación debida a la hierba—. ¿Cómo estás? Yo…

—Te llamo porque estaré en Berkeley la semana próxima —interrumpió Tim, como si yo no hubiera respondido, como si no me oyera—. Debo asistir a una reunión en el Claremont Hotel y me gustaría encontrarme contigo.

—Magnífico —dije, infinitamente complacida.

—¿Podríamos cenar juntos? Tú conoces mejor que yo los restaurantes de Berkeley; elegirás el que quieras —rió—. Será una maravilla verte. Como en los viejos tiempos.

Le pregunté, balbuceando, cómo le iba.

—Aquí todo marcha bien. —dijo Tim—. Estoy muy ocupado. El mes próximo iré a Israel; quiero hablarte de esto.

—Oh —dije—. Me parece interesantísimo.

—Visitaré el wadi —siguió Tim—, donde se encontraron los Documentos Zadokitas. Ya están todos traducidos. Algunos de los últimos fragmentos son de gran importancia. Pero te lo contaré cuando te vea.

—Sí —respondí, excitada por el tema; como siempre, el entusiasmo de Tim me contagiaba—. He leído un largo artículo en Scientific American, algunos de los últimos fragmentos…

—El miércoles por la noche pasaré a buscarte por tu casa —dijo Tim—. Vístete formalmente, si no te importa.

—Recuerdas…

—Sí, por supuesto; recuerdo dónde es.

Me pareció que él hablaba rapidísimo. ¿O era la marihuana? No; la hierba haría todo más lento. Dije, con pánico:

—El miércoles trabajo en la tienda.

Como si no me hubiese oído, Tim agregó:

—A eso de las ocho. Te veré entonces. Adiós, querida —clik.

Había colgado.

Mierda, me dije. El miércoles tengo trabajo hasta las nueve. Tendré que hacer que me reemplace alguien. No pienso dejar de cenar con Tim antes de que se marche a Israel. Me pregunté, entonces, cuánto tiempo se quedaría allá. Probablemente un tiempo considerable. Había estado antes una vez, y plantado un cedro; lo recordaba, la prensa había hablado mucho de eso.

—¿Quién era? —preguntó Hampton, sentado ante el televisor en tejanos y T-shirt; mi amigo era alto, delgado, mordaz, y tenía gafas y pelo como alambre negro.

—Mi suegro —dije—. Mi antiguo suegro.

—El padre de Jeff —dijo Hampton; y en su cara apareció una sonrisa torcida—. Se me ocurre una idea acerca de qué hacer con la gente que se suicida. Debería haber una ley: cuando se encuentra a alguien que se ha suicidado, habría que vestirlo de payaso. Fotografiarlo, y publicar la foto en el periódico, con el traje de payaso. Como Sylvia Plath. Ella sería ideal —luego Hampton contó cómo Sylvia y sus amigas, según su imaginación, jugaban a cuál podía meter la cabeza en el horno de la cocina por más tiempo, sin dejar de decir «Ji, ji», de reír y alborotar.

—Eso no es divertido —dije, y me fui del living a la cocina.

—No meterás la cabeza en el horno, ¿verdad? —preguntó Hampton.

—Vete al diablo.

—Con una gran pelota de goma, roja, en la nariz —murmuraba Hampton, sobre todo para sí mismo; su voz y el ruido de los dibujos animados de la TV me atormentaban; me llevé las manos a los oídos para suprimir el ruido—. ¡Saca la cabeza del horno! —chilló Hampton.

Regresé al living y apagué el televisor; volviéndome hacia Hampton, dije:

—Esas dos personas sufrían mucho. No es posible burlarse de alguien que sufre así.

Sonriendo, sentado en el suelo, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, respondió:

—Y unas grandes manos flojas. Manos de payaso.

Abrí la puerta del frente.

—Te veré luego. Salgo a pasear —cerré la puerta.

Hampton abrió la puerta con fuerza, salió a la galería, se llevó las manos a la boca y gritó:

—Ji, ji. Voy a meter la cabeza en el horno. Ahora veremos si la niñera llega a tiempo. ¿Crees que llegará? ¿Alguien apuesta algo?

No miré hacia atrás; seguí andando.

Mientras caminaba, pensé en Tim y en Israel y cómo sería eso, el clima cálido y el desierto y las rocas, y los kibbutzim. Trabajar la tierra, la vieja tierra que había sido labrada durante miles de años, por los judíos, desde mucho antes de los tiempos de Cristo. Quizá llevaran la atención de Tim a la tierra, pensé. Y lejos del otro mundo. A la realidad, adonde pertenecía.

Quizá me equivocaba, pero lo dudaba. Sentí entonces el deseo de ir con Tim, dejar mi trabajo en la tienda de discos, dejarlo, simplemente, y partir. Tal vez para no volver. Quedarme para siempre en Israel. Pedir la ciudadanía. Convertirme al judaísmo. Si me aceptaban. Tim podría ayudarme. Tal vez en Israel dejaría de recordar poemas y combinar metáforas. Tal vez mi mente dejaría de resolver problemas en términos de palabras recicladas. Frases usadas, trocitos arrancados de aquí y de allá; fragmentos de los días de universidad, memorizados pero no comprendidos, comprendidos, pero no aplicados, aplicados, pero sin éxito. La espectadora de la destrucción de mis amigos, me dije; la que registra en una agenda los nombres de los que mueren, sin poder salvar a nadie, ni siquiera a uno solo.

Le preguntaré a Tim si puedo ir con él… Dirá que no —tiene que decir que no—, pero de todos modos se lo pediré.

Para arraigar a Tim en la realidad, pensé, primero tendrán que conquistar su atención; y si él sigue tomando dexedrina eso no será posible; su mente seguirá viajando con ruedas libres, girando eternamente en el vacío, imaginando el gran modelo del cielo… Lo intentarán y, como yo, fracasarán. Tal vez, si fuera con él, podría ayudar, pensé; quizá junto con los israelíes podría hacer lo que sola no podía; quizás ellos logren orientar su atención hacia el suelo que hay debajo de sus pies.

Cristo, pensé; tengo que ir con él. Es esencial. Porque ellos no tendrán tiempo de advertir el problema. Él flotará por encima del país, primero aquí, luego allí, sin detenerse lo suficiente, sin dejarles nunca…

Un coche dio un bocinazo; yo había errado hasta la calle, y estaba cruzando inconscientemente, sin mirar.

—Perdón —dije al conductor, que me lanzó una mirada de furia.

No soy mejor que Tim, comprendí. No le serviría de nada en Israel. Pero aún así, pensé, querría ir.