10

Qué curiosa combinación de misterio y disparate, pensé, mientras esperábamos que la anciana doctora Garret continuara. La mención de Fred Hill, el agente de la KGB… Que Jeff desaprobara mi hábito de fumar marihuana… Cosas obviamente leídas en los periódicos: cómo había muerto Jeff y sus probables motivaciones. Lumpen, psicoanálisis y basura de prensa amarilla y, sin embargo, aquí y allá, algunos fragmentos como diminutas astillas que no tenían explicación posible.

Sin duda, la doctora Garret había tenido fácil acceso a la mayor parte del conocimiento que exponía; pero quedaba un inquietante residuo, que se define como «lo que resta cuando se han hecho determinadas deducciones», de modo que ése es el término correcto; y he tenido largo tiempo, muchos años, para meditar sobre esto. Y he meditado, pero no puedo explicármelo. ¿Cómo podía conocer la doctora Garret el restaurante Mala Suerte? Y aunque supiera que Tim y Kirsten se habían encontrado por primera vez allí, ¿cómo podía saber algo acerca de Fred Hill o de lo que nosotros suponíamos de él?

Que el dueño del Mala Suerte había sido un agente de la KGB era una broma que cruzábamos incesantemente Jeff y yo. Pero eso jamás se había escrito, salvo quizás en los ordenadores del FBI y del cuartel general de la KGB en Moscú, y en todo caso era una pura fantasía. El asunto de la marihuana podía ser una suposición inteligente, puesto que yo vivía y trabajaba en Berkeley y, como todo el mundo sabe, la gente de Berkeley se droga regularmente y, en verdad, en exceso. Un médium es una persona que se inspira, tradicionalmente, en una multitud de intuiciones, conocimientos comunes, claves involuntariamente aportadas por el auditorio mismo y devueltas luego… Y, por supuesto, las banalidades obvias, como «Jeff la ama» y «Jeff ya no sufre» y «Jeff sentía graves dudas», generalizaciones que cualquiera puede hacer en cualquier momento, a partir de hechos conocidos.

Sin embargo, yo tenía una sensación de inmensa extrañeza, pese a saber que esa vieja dama irlandesa que daba dinero al IRA (o decía que lo daba), era un fraude, y que nos estaba timando colectivamente a los tres no sólo en el sentido del dinero; también en el de nuestra credulidad, aprovechada y manipulada por alguien experto en hacerlo, un profesional. Sin duda, el doctor Mason, el médium primario —así como los médicos hablan de un cáncer primario— le había transmitido todo lo que él había descubierto; así trabajan los médiums y todos lo sabemos.

El momento de marcharse era antes de que llegara la revelación; en ese momento una inescrupulosa anciana con el signo $, en los ojos y gran inteligencia para estimar los puntos débiles de las mentes humanas estaba a punto de descargarla sobre nosotros. Y como no nos marchamos, tan implacablemente como la noche sigue al día tuvimos que oír de la doctora qué había sido lo que agitó tanto a Jeff, haciéndole volver a Tim y a Kirsten en la forma de esos «fenómenos» que ellos anotaban de día en día para el próximo libro de Tim.

Tuve la impresión de que Rachel Garret había envejecido mucho mientras estaba allí, sentada en la silla de mimbre; recordé a la anciana sibila, no recordaba si era la de Delfos o la de Cumas, que pidió la inmortalidad pero olvidando estipular también la juventud, por lo cual vivió eternamente, aunque tan vieja que sus amigos terminaron por meterla en un saco y colgarla de la pared. Rachel Garret parecía también allí un lío andrajoso de piel y huesos frágiles que susurraba desde su saco clavado en la pared. No sé de qué pared en qué ciudad del Imperio sería; quizá la sibila estuviera allí todavía; quizás el ser que teníamos a la vista en forma de Rachel Garret fuera la misma sibila; como quiera que fuera, yo no quería oír lo que tenía que decir; quería marcharme.

—Siéntate —dijo Kirsten.

Advertí entonces que me había puesto de pie sin pensarlo.

Reacción de fuga, me dije. Instintiva. Provocada por la experiencia de la proximidad del adversario. La parte del cerebro que es como una lagartija.

Rachel Garret susurró:

—Kirsten —pero esta vez lo había pronunciado correctamente: Shishen, como no solíamos hacerlo Tim ni yo ni Jeff. Pero así lo hacía la misma Kirsten, aunque ya había abandonado la idea de hacer que los demás lo hicieran, al menos en los Estados Unidos.

Ante eso, Kirsten dejó escapar una exclamación ahogada:

La anciana de la silla de mimbre dijo:

Ultima Cumaei venit iam carminis aetas;

magnus ab integro saeclorum narcitur ordo.

Iam redit et Virgo, redeunt Satumia regna;

iam nova…

—Dios mío —dijo Tim—. Es la Cuarta Égloga de Virgilio.

—Basta —dijo débilmente Kirsten.

Yo pensé: la vieja está leyendo mi mente. Sabe que yo estaba pensando en la sibila.

Dirigiéndose a mí, Rachel Garret dijo:

Dies irae, dies illa

Solvet saeclum in favilla:

Teste David cum Sibylla.

Sí, está leyendo mi mente, me dije. Sabe incluso que lo sé; mientras pienso me lee los pensamientos.

—Mors Kirsten nunc carpit —susurró Rachel Garret, al tiempo que se erguía en su silla de mimbre—. Hodie. Calamitas timeo

—¿Qué ha dicho? —preguntó Kirsten a Tim.

—Morirá usted muy pronto —le dijo Rachel Garret, con voz tranquila—. Pensé que hoy, pero no será hoy. Lo he visto. Todavía no. Jeff lo dice. Por eso ha vuelto. Para avisar.

—¿…que morirá cómo? —preguntó Tim.

—Él no sabe con seguridad cómo —dijo Rachel Garret.

—¿Violentamente? —preguntó Tim.

—No lo sabe —respondió la anciana—. Pero está preparando un lugar para usted, Kirsten —su agitación había desaparecido: estaba totalmente en paz—. Es una tremenda noticia —agregó—. Lo siento, Kirsten. No es extraño que Jeff haya causado tantos trastornos. Por lo general hay una razón… Regresan por alguna buena razón.

—¿Se puede hacer algo? —preguntó Tim.

—Jeff piensa que es inevitable —replicó la mujer, después de una pausa.

—Entonces, ¿qué sentido tiene que haya vuelto? —preguntó brutalmente Kirsten; su rostro estaba blanco.

—Quería advertir también a su padre —dijo la médium.

—¿De qué? —pregunté yo.

Rachel Garret dijo:

—Él tiene alguna posibilidad de vivir… No, dice Jeff. Su padre morirá poco después de Kirsten. Los dos moriréis. No tardará mucho. Hay alguna incertidumbre respecto del padre, pero ninguna con la mujer. Si pudiera daros más información lo haría. Jeff está aún conmigo, pero no sabe nada más —cerró los ojos y suspiró.

Parecía que toda su vitalidad la hubiese abandonado mientras estaba sentada en la vieja silla, con las manos entrelazadas; luego, bruscamente, se inclinó hacia adelante y tomó su taza de té.

—Jeff estaba ansioso por que lo supiérais —dijo en tono vivaz—. Ahora se siente mucho mejor —sonrió.

Todavía cenicienta, Kirsten murmuró:

—¿Podría fumar?

—Oh, preferiría que no lo hiciera. Pero si lo necesita…

—Gracias —con mano temblorosa, Kirsten encendió un cigarrillo. Miraba sin cesar a la mujer, con furia y disgusto, me pareció. Pensé: mata a los mensajeros de Esparta; hazlos responsables.

—Le agradecemos mucho —dijo Tim a la doctora Garret, en voz calma y controlada; empezaba, gradualmente, a hacerse cargo de la situación—. Entonces, Jeff, fuera de toda duda, ¿está vivo en el otro mundo? ¿Y ha sido él quien ha venido a nosotros con lo que llamamos «fenómenos»?

—Naturalmente —dijo la doctora Garret—. Pero Leonard, Leonard Mason, ya se lo había dicho… Ya lo sabía usted.

Yo pregunté:

—¿No podía ser un espíritu maligno que fingía ser Jeff, en lugar de Jeff?

Con los ojos brillantes, la doctora Garret respondió:

—Es usted extraordinariamente perceptiva. Sí, ciertamente eso es posible. Pero no ha ocurrido. Se aprende a reconocer la diferencia. No he encontrado malicia en él; sólo noté preocupación y amor. Angel… Su nombre es Angel, ¿verdad? Su marido le pide perdón por su afecto hacia Kirsten. Sabe que eso era injusto para usted. Pero piensa que usted comprende…

No dije nada.

—¿He oído bien su nombre? —me preguntó Rachel Garret en tono tímido e inseguro.

—Sí —contesté, y dije a Kirsten—: Déjame aspirar tu cigarrillo, por favor.

—Aquí tienes —me lo dio—. Quédatelo. Yo no debo fumar —y a Tim— Y bien… ¿Nos vamos? No veo razón para que estemos aquí más tiempo —recogió su bolso y su abrigo.

Tim pagó a la doctora Garret; no vi gran cosa, pero era dinero y no un cheque; luego llamó un taxi por teléfono. Diez minutos más tarde, los tres regresábamos por el sinuoso camino entre las colinas hacia la casa donde estábamos instalados.

Pasó el tiempo; luego, Tim, a medias para sí mismo, dijo:

—Es la misma égloga de Virgilio que leí aquel día.

—Lo recuerdo —dije.

—Parece una notable coincidencia —dijo Tim—. Ella no podía saber de ningún modo que es mi égloga favorita. Desde luego, es la más famosa… Pero eso no cuenta. Jamás he oído a nadie que la citara. Cuando la doctora Garret empezó a hablar en latín, fue como si yo escuchara mis propios pensamientos en voz alta.

También yo había experimentado eso. Tim lo había expresado perfectamente. Perfectamente y con toda precisión.

—Tim —dije—, ¿le habías hablado al doctor Mason del restaurante Mala Suerte?

Mirándome de soslayo, Tim preguntó:

—¿Qué restaurante es ése?

—El lugar donde nos conocimos —dijo Kirsten.

—No —respondió Tim—. Ni siquiera recordaba su nombre. Recuerdo lo que comimos… Yo pedí mariscos.

—¿Le has hablado a alguien, a cualquiera, en algún momento, en algún lugar, de Fred Hill?

—No conozco a nadie llamado así —respondió Tim—. Lo siento —se frotó los ojos, fatigado.

—Leen en la mente de uno —dijo Kirsten—. De allí lo sacan.

—Ella sabía que estoy enferma. Sabía que estoy preocupada por la mancha del pulmón.

—¿Qué mancha? —pregunté; era la primera noticia que tenía—. ¿Te has hecho nuevos análisis?

Kirsten no respondió. Tim dijo:

—Tiene una mancha. Una radiografía de rutina. Hace varias semanas. No le dan mayor significación.

—Significa que voy a morir —dijo Kirsten con perceptible veneno—. Ya has oído a esa vieja puta.

—Mata a los mensajeros de Esparta —dije.

Kirsten, llena de furia, se volvió hacia mí.

—¿Es uno de tus cultos comentarios de Berkeley?

—Por favor —dijo Tim débilmente.

—No es culpa de ella —dije yo.

—Pagamos cien dólares para que nos digan que vamos a morir —empezó Kirsten—, y todavía piensas que debemos agradecerle… Y tú —me miró con lo que me pareció una maldad psicótica, peor de lo que había visto antes en ella o en nadie—. Tú estás perfectamente; nadie ha dicho que te ocurrirá nada. Debes estar feliz, coñito de Berkeley… Yo me voy a morir y tú te quedarás con Tim todo para ti, ahora que Jeff ha muerto y pronto también moriré yo. Ahora veo que tú lo has arreglado todo; ¡tú tienes la culpa, maldita! —se lanzó contra mí; allí, en el asiento trasero del taxi, trató de golpearme. Me eché atrás, horrorizada.

Tim la aferró con ambas manos y la retuvo contra la puerta.

—Si vuelves a decir esas palabras quedarás fuera de mi vida para siempre.

—Suéltame —dijo Kirsten.

Después seguimos en silencio. El único ruido era el de la centralita de la compañía de taxis.

—Bajemos a tomar una copa —dijo Kirsten, cuando nos acercábamos a casa—. No quiero ver a esa gente horrible y estirada. Simplemente no puedo. Vamos de tiendas —a Tim le dijo—: Te dejamos. Angel y yo nos vamos de compras. Verdaderamente no aguanto más.

—No me apetece ir de compras —dije.

—Por favor —dijo Kirsten, tensa.

Tim me pidió con voz amable:

—Hazlo como un favor para los dos —abrió la puerta.

—Está bien —respondí.

Después de dar dinero a Kirsten, todo el que llevaba, al parecer, Tim bajó del taxi; cerramos la puerta y llegamos al distrito comercial de Santa Bárbara, atestado de hermosas tiendecillas de artesanía. Pronto Kirsten y yo estuvimos sentadas en un bar, tranquilo y agradable, con música a poco volumen. Por las puertas abiertas veíamos a la gente que paseaba bajo el sol brillante del mediodía.

—Mierda —dijo Kirsten mientras bebía a sorbitos su vodka collins—. Una hermosura enterarse de una cosa así. Que una va a morir.

—La doctora Garret iba hacia atrás a partir del retorno de Jeff —dije.

—¿Qué quieres decir? —revolvió su trago.

—Jeff ha regresado. Ese es el dato que ella sabía. Luego buscó la razón para explicarlo, la más dramática que pudiera ocurrírsele. Es lo que hacen siempre… Como el fantasma de Hamlet —hice un gesto.

Mirándome con humor, Kirsten dijo:

—En Berkeley tenéis una razón intelectual para todo.

—El fantasma advierte a Hamlet que Claudio es un asesino, y que él es quien lo mató… Al padre de Hamlet.

—¿Cómo se llama el padre de Hamlet?

—Simplemente «el padre de Hamlet, el rey muerto».

Kirsten, con expresión de búho, declaró:

—No; su padre también se llama Hamlet.

—Te apuesto diez dólares.

Ella extendió su mano, y la apreté.

—La obra debería llamarse Hamlet el joven, y no simplemente Hamlet —dijo Kirsten; ambas reímos—. Quiero decir que esto es una locura. Fue una locura ir a ver a esa médium. Y venir hasta aquí… Por supuesto, Tim va a reunirse con los cráneos de doble fondo de ese grupo de producción de ideas. ¿Sabes donde quiere trabajar realmente? No se lo digas a nadie; en el Centro para el estudio de las Instituciones Democráticas. Todo ese asunto del retorno de Jeff —sorbió su bebida— le está costando muy caro.

—No es necesario que publique ese libro. Podría dejar de lado el proyecto.

Como si estuviera pensando en voz alta, Kirsten dijo:

—¿Cómo lo hará? Debe ser percepción extrasensorial; pueden advertir tus ansiedades. De algún modo, esa vieja loca sabía que tengo problemas de salud. Desde esa maldita peritonitis…, todo el mundo sabía. Hay un archivo centralizado, ¿lo sabéis médiums del mundo? ¿O el plural será media? Y el cáncer. Saben que tengo un cuerpo de ocasión, como un coche usado. Dios me vendió un buzón y no un cuerpo.

—Debiste haberme dicho lo de la mancha en el pulmón.

—No es tu problema.

—Me preocupas.

—Lesbiana —dijo Kirsten—. Por eso se mató Jeff; porque tú y yo nos amamos —las dos nos reímos; nuestras cabezas chocaron; la rodee con el brazo—. Tengo un chiste para ti. No debemos llamar más «grasas» a los mexicanos —bajó la voz—. Debemos llamarles…

—Lubricanos —dije.

Me miró.

—Joder.

—Si quieres buscamos a alguien.

—Busca tú a alguien. Yo me voy de compras —en tono más sombrío agregó—: Es una hermosa ciudad. Tal vez tengamos que vivir aquí, ¿sabes? ¿Te quedarías en Berkeley si Tim y yo viniéramos a Santa Bárbara?

—No sé —dije.

—Tú y tus amigos de Berkeley. La Compañía Co-sexual de Amor Libre Comunal y Cambio de Parejas de East Bay, Ilimitada. ¿Qué te ocurre con Berkeley, Angel? ¿Por qué estás allí?

—La casa —respondí; y pensé: el recuerdo de Jeff. En relación con la casa. El supermercado de la Avenida de la Universidad, donde solíamos hacer las compras— Me gustan los cafés de la avenida —dije—. Especialmente el de Larry Blake. Una vez Larry Blake vino a visitarnos, allá, en el Ratskeller; era muy amable con nosotros. Y me gusta el Tilden Park —y el campus, me dije. No me puedo librar de eso. El bosque de eucaliptos, cerca de Oxford. La biblioteca—. Es mi casa —dije.

—Te acostumbrarías a Santa Bárbara.

—No deberías llamarme coñito delante de Tim. Podrías darle ideas.

—Si me muero, ¿te acostarías con él? Hablo en serio.

—No te morirás.

—La doctora Monstruo dice que sí.

—La doctora Monstruo es una estafadora.

—¿Te parece? Por Dios, era terrible —Kirsten se estremeció—. Sentí que leía en mi mente, que la absorbía. Leía en voz alta mis propios miedos. ¿Te acostarías con Tim? Dime la verdad. Necesito saberlo.

—Sería incesto.

—¿Por qué? Ah, sí. Pero igual, para él ya es pecado; ¿qué más daría agregar el incesto? Si Jeff está en el cielo y me prepara un lugar, será que yo también iré al cielo… Es un alivio. No sé hasta dónde tomar en serio lo que dijo la doctora Garret.

—Tómalo con toda la producción de sal de las minas de Polonia durante un año calendario.

—Pero Jeff ha vuelto a nosotros —respondió Kirsten—. Ahora tenemos la confirmación. Y si creo eso, ¿no tengo que creer también en la profecía?

Mientras la oía, entraron en mi mente unas líneas de Dido y Eneas, junto con la música:

El príncipe troyano, lo sabéis,

está obligado por el destino a buscar cielo italiano;

ahora él y la reina están cazando.

¿Por qué había acudido eso a mi mente? La hechicera… Jeff la había citado, o lo había hecho yo; la música era parte de nuestras vidas, y yo pensaba ahora en Jeff y en las cosas que nos habían unido. El destino, pensé. La predestinación, una teoría de la iglesia, fundada en Pablo y Agustín. Tim me había dicho una vez que el cristianismo, como religión del misterio, había nacido para abolir la tiranía del destino, reintroduciéndola como predestinación; doble predestinación, en realidad: algunos estaban predestinados al infierno, otros al cielo. La doctrina de Calvino.

—Ya no tenemos destino —dije—. Eso se acabó con la astrología y con el mundo antiguo. Tim me lo explicó.

—También a mí —dijo Kirsten—, pero los muertos poseen conocimiento anticipado; están fuera del tiempo. Por eso se llama a los espíritus de los muertos…, para recibir su consejo acerca del futuro. Conocen el futuro. Para ellos, ya ha ocurrido. Son como Dios. Ven todo. Necromancia. Somos como el doctor Dee en la Inglaterra isabelina. Tenemos acceso a ese maravilloso poder sobrenatural. Es mejor que el Espíritu Santo, que también concede la capacidad de predecir el futuro, la de profetizar. Por medio de esa vieja bruja hemos recibido el conocimiento absoluto de Jeff de que yo voy a reventar en el futuro inmediato. ¿Cómo lo puedes poner en duda?

—Con toda facilidad.

—Pero sin embargo, sabía acerca del Mala Suerte. Ya ves, Angel; o lo rechazamos todo o lo aceptamos, no podemos elegir una parte. Y si lo rechazamos, entonces Jeff no ha vuelto y estamos chiflados. Y si lo aceptamos, entonces él ha vuelto, lo que es una maravilla, pero hay que enfrentar el hecho de que me voy a morir.

Yo pensé: y Tim también. Lo has olvidado, preocupada por ti misma. Como es típico en ti.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kirsten.

—Ella dijo también que Tim moriría.

—Tim tiene a Cristo a su lado, es inmortal. ¿No lo sabías? Los obispos viven eternamente. El primer obispo, Pedro, está vivo todavía en alguna parte, supongo, cobrando un salario. Los obispos viven eternamente y les pagan muy bien. Yo me moriré y no me pagarán casi nada.

—Es mejor que trabajar en una tienda de discos —dije.

—No creas. Todo en tu vida está a la vista, por lo menos. No tienes que esconderte como un ladrón. El libro de Tim… Será claro como el día para quienes lo lean que Tim y yo vivimos juntos. Juntos estábamos en Inglaterra, y juntos vimos los fenómenos. Quizás ésta sea la venganza de Dios por nuestros pecados, la profecía de la vieja. Duerme con un obispo y muere; es como «ver Roma y morir». No puedo decir que haya sido un buen negocio, de veras no puedo. Preferiría ser vendedora de una tienda en Berkeley, como tú… Aunque también tendría que ser joven como tú para recibir todo el beneficio.

—Mi marido está muerto —dije—. Tampoco tengo todas las ventajas.

—Pero no sientes culpas.

—Un huevo —dije—. Estoy llena de culpas.

—¿Por qué? Jeff… Bueno, como haya sido, no fue por tu culpa.

—Todos nosotros compartimos la culpa.

—¿…por la muerte de alguien que estaba programado para morir? Sólo te matas si la banda de la muerte de tu DNA te lo dice; está en el DNA… ¿No lo sabías? ¿O es lo que se llama un mensaje, como decía Eric Berne? Ha muerto, ¿sabes? Su banda de la muerte, o su mensaje, llegó a destino y demostró que tenía razón. Su padre y él murieron exactamente a la misma edad. Como Chardin, que deseaba morir el Viernes Santo… Su deseo se cumplió.

—Esto es morboso —dije.

—Es verdad —dijo Kirsten—. Hace un rato oí que estaba condenada a morir; me siento morbosa, y también tú debes sentirte así…, sólo que por alguna razón a ti no te toca. Quizá no tengas una mancha en el pulmón ni hayas tenido nunca un cáncer. ¿Por qué no se muere esa anciana? ¿Por qué Tim y yo? Pienso que Jeff ha sido malicioso con nosotros; debe ser una de esas profecías que provocan el cumplimiento de lo profetizado. Le dice a la doctora Monstruo que me moriré, y a causa de eso me muero; y Jeff se divierte porque me odia desde que me acuesto con su padre. Al diablo con los dos. Es como los alfileres clavados debajo de las uñas; Jeff me odia, me odia. Reconozco el odio cuando lo veo. Espero que Tim lo diga en su libro… Bueno, lo hará porque yo estoy escribiendo la mayor parte; él no tiene tiempo y, si quieres saber la verdad, tampoco talento para hacerlo. Todas sus frases son a la carrera. Tiene logorrea, si quieres saber la verdad, por las anfetaminas que toma.

—No la quiero saber —respondí.

—¿Te has acostado con Tim?

—¡No! —exclamé sorprendida.

—Mentira.

—Dios mío —dije—. Estás loca.

—Dime que es por los barbitúricos.

La miré; ella me devolvió la mirada…, sin parpadear, con el rostro tenso.

—Estás loca —repetí.

Kirsten dijo:

—Tú has vuelto a Tim contra mí.

—… que yo ¿qué?

—Tim piensa que Jeff estaría vivo si no fuera por mí; pero fue idea suya que tuviéramos relaciones.

—Tú… —no encontré qué decir—. Tus cambios de ánimo son cada vez más grandes —dije por fin.

Kirsten respondió en voz áspera:

—Ahora veo todo más claro. Vamos —terminó su bebida, se deslizó del banco, vaciló y me sonrió—. Vamos a las tiendas. Compraremos un montón de joyas de plata importadas de México; aquí las venden. Tú me consideras adicta a los barbitúricos, vieja y enferma, ¿verdad? Tim y yo hemos hablado de tu opinión acerca de mí. A él le parece dañina y difamatoria. Algún día te hablará de eso. Prepárate; citará el derecho canónico. Dar falso testimonio es un delito para el derecho canónico. No te considera una buena cristiana, y en verdad, ni siquiera cristiana. Realmente, no le gustas. ¿Lo sabías?

No contesté.

—Los cristianos creen en el pecado, y los obispos todavía más. Yo he tenido que acostumbrarme a que Tim confiese cada semana el pecado de acostarse conmigo; ¿sabes cómo se siente eso? A mí me duele. Y ahora me ha convencido; tomo la comunión y me confieso. Es una cosa enferma. El cristianismo está enfermo. Quiero que deje de ser obispo y pase al sector privado.

—Oh —dije; y entonces comprendí. Así, Tim podría poner de manifiesto su relación con ella, sacarla de la clandestinidad.

Era extraño, pensé, que jamás antes se me hubiera ocurrido.

—Cuando empiece a trabajar con ese grupo de ideas —dijo Kirsten—, se acabará la ocultación, porque a ellos no les importa. No son cristianos; son seglares y no condenan a los demás. No tienen que salvarse. Te diré una cosa, Angel. Por mi causa Tim se ha alejado de Dios. Esto es terrible para él y para mí; todos los domingos predica sabiendo que por mí, Dios y él se han separado, como en la Caída original. Por mí el obispo Timothy Archer ha reeditado la Caída consigo mismo. Y lo ha hecho voluntariamente. Lo eligió. Nadie hizo que cayera o se lo pidió. Es por mi culpa. Yo debí haber dicho «no» cuando me pidió que me acostara con él por primera vez. Habría sido mucho mejor, pero yo no sabía nada acerca del cristianismo; no comprendí lo que significaba para él ni tampoco lo que terminaría de significar para mí cuando esa maldita costra me cubrió por completo, la doctrina del pecado de Pablo, el Pecado Original. Qué teoría demente, que el hombre nace maligno, y qué cruel. No se encuentra en el judaísmo; Pablo la creó para explicar la Crucifixión, para dar sentido a la muerte de Cristo, que en realidad no tiene sentido. Una muerte para nada, salvo que creas en el Pecado Original.

—¿Crees ahora en él? —pregunté.

—Creo que he pecado; no sé si nací así. Pero ahora es verdad.

—Necesitas una terapia.

—Toda la iglesia necesita terapia. La vieja bruja supo que yo y Tim dormíamos juntos con una sola mirada; ya lo saben todas las cadenas de televisión; y cuando aparezca el libro, Tim tendrá que dimitir. No tiene nada que ver con su fe o su falta de fe en Cristo; tiene que ver conmigo. Soy yo quien rompe su carrera, no su falta de fe. Es mi obra. Esa vieja loca no hizo más que leer lo que yo ya sabía; que no puedo hacer lo que estoy haciendo; puedo, pero debo pagar. Tanto me da morir, de verdad. Esto no es vida. Cada vez que vamos a alguna parte, tenemos que pedir dos habitaciones de hotel; una para cada uno, y luego me deslizo por el pasillo… La vieja bruja no tenía necesidad de poderes psíquicos para verlo; estaba escrito en nuestras caras con letra bien legible… Vamos, quiero ocuparme de mis compras.

—Tendrás que prestarme un poco de dinero —dije—. No he traído bastante.

—Es dinero de la Iglesia Episcopal —abrió su bolso—. Sírvete lo que quieras.

—Te odias a ti misma —dije; pensaba agregar «injustamente», pero Kirsten me interrumpió.

—Odio la posición en que estoy. Odio lo que Tim me ha hecho; ha conseguido que me avergüence de mí misma, de mi cuerpo, de ser mujer. ¿Para eso fundamos el MEF? Nunca creí posible llegar a esta situación, a ser como una puta de cuarenta dólares. Tú y yo deberíamos hablar alguna vez, como hacíamos antes de que yo estuviera ocupada todo el tiempo, escribiendo sus discursos y organizando sus citas… Antes de que fuera la secretaria preocupada de que el obispo no revele públicamente lo tonto y niño que es… Yo soy la que tiene toda la responsabilidad, y me tratan como basura.

Me dio un poco de dinero de su bolso, tomado al azar; lo acepté y sentí una gran culpabilidad, pero igual lo acepté. Como había dicho Kirsten, pertenecía a la Iglesia Episcopal.

—He aprendido una cosa —dijo mientras salíamos del bar y emergíamos a la luz del día—. A leer lo que está escrito en letra pequeña.

—Algo hay que reconocer —dije—. Ciertamente, esa anciana te ha soltado la lengua.

—No… Es porque no estoy en San Francisco. Nunca me habías visto fuera de la Zona de la Bahía o de la Grace Cathedral. No me gusta ser una puta barata ni me gustas tú ni me gusta mi vida en general. Ni siquiera estoy segura de que me guste Tim. No estoy segura de que quiera seguir así. Ese apartamento… Yo tenía uno mucho mejor antes de conocer a Tim, aunque no creo que eso tenga mucha importancia. No hay por qué suponer que la tiene. Pero yo vivía muy bien. Como estaba programada por mi DNA para que me metiera con Tim, ahora una vieja bruja me grita que voy a morir. ¿Sabes qué siento, qué siento de verdad? Ya no me importa. Lo sabía de antemano. Simplemente, ella leyó en voz alta mis pensamientos, y tú lo sabes. Eso es lo único que me queda de la sesión o como se llame; oí cómo alguien expresaba mis ideas acerca de mí misma, de mi vida y de lo que sería de mí… Me da valor para afrontar lo que tengo que afrontar y hacer lo que debo hacer.

—¿Qué es?

—Ya lo verás a su tiempo. He tomado una decisión importante. Esto de hoy ha ayudado a aclarar mi mente. Creo que he comprendido.

No continuó. Era costumbre de Kirsten dejar caer un velo sobre sus asuntos; suponía que de ese modo les añadía atractivo. Pero en realidad no era así, y solamente tornaba obscura la situación… Especialmente para ella.

Dejé que el tema se esfumara. Caminamos juntas, buscando formas de gastar el dinero de la iglesia.

Regresamos a San Francisco el fin de semana, cargados de compras y fatiga. El obispo había conseguido un cargo en el centro de producción de ideas de Santa Bárbara, lo que no se debía publicar. Se anunciaría pronto que se proponía renunciar a su puesto de obispo de la Diócesis de California… Este anuncio era ineluctable. Ya había tomado su decisión y obtenido un nuevo cargo; todo estaba fijado.

Mientras tanto, Kirsten se había internado en el hospital Mount Zion para nuevos análisis. Sus aprensiones la tomaban morosa y taciturna. La visité en el hospital y casi no habló. No hizo más que quejarse y ocuparse de su pelo. Salí insatisfecha, sobre todo de mí misma; había perdido la capacidad de comunicarme con ella —mi mejor amiga, en realidad— y nuestra relación declinaba, como su ánimo.

En esos días, el obispo recibió las galeradas de su libro sobre el retorno de Jeff desde el otro mundo; Tim había elegido un título: Aquí, muerte tirana, que yo le había sugerido. La cita es de Belshazzar, de Händel, y el verso completo dice:

«Here, thyrant Death, thy terrors end.»

Aquí, muerte tirana, concluyen tus terrores.

La cita aparecía íntegra en el contexto del libro.

Ocupado como siempre, disperso, atareado con ciento y una cuestiones de importancia, había decidido llevarle las galeradas a Kirsten al hospital; le encargó la corrección de las pruebas y partió de inmediato. La encontré reclinada, con un cigarrillo en una mano y un lápiz en la otra, con las largas galeradas apoyadas en sus rodillas. Era evidente que estaba furiosa.

—¿Puedes creerlo? —dijo, a manera de saludo.

—Yo lo puedo hacer —respondí, sentándome en el borde de la cama.

—No, si vomito sobre ellas.

—Tendrás más trabajo todavía.

—No —dijo Kirsten—. Es que no voy a trabajar. Esa es la cosa. Mientras leo, me pregunto todo el tiempo: ¿Quién va a leer esta basura? Porque es una basura. Hay que reconocerlo. Mira —señaló una parte del texto y la leí. Mi reacción fue similar a la de ella: la prosa era vaga, hinchada, desastrosamente pomposa. Era evidente que Tim la había dictado a su velocidad «terminemos-de-una-vez», con su máxima aceleración. E igualmente evidente que no había releído el texto. El título, pensé, debía ser Léelo de nuevo, idiota.

—Hazlo desde la página final hasta la primera —sugerí—. Así no tendrás que leerlo.

—Las dejo caer… ¡Oh! —simuló que dejaba caer las pruebas, y las recogió en el último instante—. ¿El orden importa? Mezclémoslas.

—Agrega cosas —dije—. Pon «Esto realmente apesta» o «Tu madre usa botas del ejército».

Simulando escribir, Kirsten dijo:

—«Jeff se nos apareció desnudo, con el pito en la mano. Cantaba Bandas y Estrellas por siempre» —ambas nos echamos a reír; caí sobre ella y nos abrazamos.

—Te daré cien dólares si agregas eso —le dije, casi sin poder hablar.

—Las enviaré al IRA.

—No, al IRS. (IRS: Internal Revenue Service, entidad recaudadora de impuestos)

—Nunca hago declaraciones —dijo Kirsten—. Las prostitutas estamos exentas…

Luego, su ánimo cambió; era perceptible la retirada de su espíritu. Con dulzura, me acarició el brazo y me besó. Me sentí conmovida, inquieta.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Creen que la mancha significa un tumor.

—Oh, no —dije.

—Sí. Bueno, eso es todo —después, me apartó con una furia mal disimulada.

—¿Y pueden hacer algo? Quiero decir…

—Pueden operar. Extirpar el pulmón.

—Y sigues fumando…

—Es un poco tarde para dejar el cigarrillo. Qué diablos. Esto suscita una pregunta interesante… No soy la primera que lo pregunta. Cuando resucitas, ¿vuelves siendo perfecta o resucitas con todos los defectos, heridas y cicatrices que tenías en vida? Jesús mostró a Tomás sus heridas; hizo que Tomás metiera la mano en su costado. ¿Sabías que la iglesia nació de esa herida? Eso creen los católicos romanos. Mientras Cristo estaba en la cruz, de esa herida, la herida de la lanza, manaron sangre y agua. Era una vagina…, la vagina de Jesús —no parecía estar bromeando; su tono era solemne, se la veía reflexiva—. La noción mística de un segundo nacimiento espiritual. Cristo nos dio a luz a todos.

No dije nada. Me había sentado en la silla, junto a la cama. La noticia, el informe de los médicos, me asombraba y aterraba; no podía responder. Sin embargo, Kirsten estaba compuesta.

Le han dado tranquilizantes, pensé. Como suelen hacer cuando dan noticias de esa clase.

—¿Te consideras cristiana ahora? —pregunté finalmente, incapaz de pensar en algo más apropiado.

—La historia de la cueva del zorro —dijo Kirsten—. ¿Qué te parece el título? Aquí, muerte tirana.

—Yo lo elegí —dije.

Me miró con intensidad.

—¿Por qué me miras así?

—Tim dice que lo eligió él.

—Es cierto. Yo le dije la cita. Entre otras. Le propuse varias.

—¿Cuándo fue?

—No sé. Hace tiempo. No recuerdo. ¿Por qué?

—Es un título terrible. Me pareció abominable cuando lo vi. Fue cuando me tiró estas pruebas sobre las rodillas, apenas. Como literalmente hizo… Ni siquiera preguntó —se calló y apagó con fuerza el cigarrillo—. Es como una suposición acerca de cómo debería ser un título. Una parodia de título. Obra de alguien que jamás tituló antes un libro. Me sorprende que el editor no protestara.

—¿Me lo dices a mí?

—No sé. Piénsalo tú misma —empezó entonces a examinar las pruebas, ignorándome.

—¿Quieres que me vaya? —pregunté torpemente, un rato más tarde.

Kirsten respondió:

—Realmente no me importa que lo hagas —continuó con su tarea. De pronto, se detuvo un instante para encender otro cigarrillo. Pude ver que el cenicero estaba repleto de colillas de cigarrillos fumados a medias.