Después de aplicar profundamente sus brillantes facultades analíticas, después de mucho orar y meditar, el obispo Timothy Archer concibió en su mente la noción de que no tenía otra opción que dimitir como obispo de la Diócesis Episcopal de California y pasar —según sus propias palabras— al sector privado. Estudió largamente el asunto conmigo y con Kirsten.
—No tengo fe en la realidad de Cristo —nos informó—. Ninguna. No puedo, en conciencia, seguir predicando el kerygma del Nuevo Testamento. Cada vez que me pongo de pie ante mi congregación, siento que la engaño.
—Le has dicho a Bill Lundborg que el retorno de Jeff comprueba la realidad de Cristo —dije.
—No es así —dijo Tim—. No lo consigue. He examinado exhaustivamente la situación, y no lo consigue.
—¿Qué prueba, entonces? —preguntó Kirsten.
—La vida después de la muerte —respondió Tim—. Pero no la realidad de Cristo. Jesús era un maestro cuyas enseñanzas no eran siquiera originales. Tengo aquí el nombre de un médium, un tal doctor Garret, que vive en Santa Bárbara. Volaré hasta allá para consultarlo e intentar hablar con Jeff. Mr. Mason lo recomienda —examinó una tarjeta—. Oh —dijo—, el doctor Garret es una mujer: Rachel Garret. Hmmm… Estaba seguro de que era un hombre —preguntó si nosotras dos queríamos acompañarlo a Santa Bárbara. Explicó que su intención era interrogar a Jeff acerca de Cristo. Jeff podía contestar, a través de la médium, la doctora Garret, si Cristo era o no, verdaderamente, el Hijo de Dios y las demás cosas que enseñan las iglesias. Sería un viaje importante. De él dependía la decisión de Tim de renunciar a su puesto de obispo.
Además, estaba en juego la misma fe de Tim. Había pasado décadas ascendiendo en la Iglesia Episcopal, pero ahora dudaba seriamente de que la cristiandad fuera válida. Esta era la palabra que usaba Tim: «válida». Me parecía una palabra débil y tendenciosa, trágicamente inadecuada para la magnitud de las fuerzas que se confrontaban en la mente y el corazón de Tim.
Sin embargo, era la que Tim empleaba; hablaba de manera tranquila, desprovista de acentos histéricos. Era como si planeara la compra de unas ropas.
—Cristo es un rol —dijo—, no una persona. Es… La palabra es una acepción errónea de la hebrea messiah, que significa literalmente «el Ungido», es decir, «el Elegido». El Mesías, por supuesto, debe llegar al fin del mundo, y guiarnos a la Edad de Oro que sustituirá a la Edad de Hierro en que ahora vivimos. La más hermosa descripción de esto se halla en la Cuarta Égloga de Virgilio. Espera… La tengo aquí —se dirigió, como en todos los momentos graves, hacia sus libros.
—No es necesario que nos leas Virgilio —dijo Kirsten en tono mordaz.
—Aquí está —dijo Tim, sin escucharla.
«Ultima Cumaei venit iam carminis aetas; magnus…»
—Es suficiente —dijo secamente Kirsten, mientras él la miraba sorprendido—. Pienso que es absurdamente tonto y egoísta que renuncies como obispo.
—Deja que te traduzca la égloga, por lo menos —dijo Tim—. Así comprenderás mejor.
—Lo que comprendo es que estás destruyendo tu vida y la mía —replicó Kirsten—. ¿Y yo, qué…?
Tim movió la cabeza.
—Me contratarán en la Fundación para las Instituciones Libres.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Kirsten.
—Un centro de producción de ideas, en Santa Bárbara —dije.
—¿Irás a verlos cuando estés allá? —preguntó Kirsten.
—Sí. Tengo una cita con Pomeroy, el director. Felton Pomeroy. Seré su asesor en asuntos teológicos.
—Se tiene muy alta estima por ese grupo —dije, y Kirsten me dirigió una mirada capaz de marchitar un árbol.
—Aún no hay nada decidido —dijo Tim—. E igual veremos a Rachel Garret… No veo por qué no combinar ambas cosas en un solo viaje. Así tendré que volar sólo una vez.
—Se supone que yo me ocupo de tus citas —dijo Kirsten.
—En realidad —dijo Tim—, será una conversación puramente informal. Comeremos juntos…, conoceré a los demás asesores. Veré los edificios y los jardines. Tienen jardines muy bonitos. Los vi hace muchos años, y aún los recuerdo —se dirigió a mí—. Te encantarán, Angel. Todas las rosas están representadas, en especial las Peace. Todas las de cinco estrellas, o como sea que se califiquen las rosas. ¿Puedo leer la traducción de la égloga de Virgilio?
Ahora llega la edad final
anunciada por el canto de la Sibila de Cumas;
la gran sucesión de las épocas vuelve a nacer.
Ahora la Virgen retorna, el reino de Saturno retorna;
ahora una nueva raza desciende del alto cielo.
Oh, casta Lucina, diosa de los nacimientos,
sonríe al niño que acaba de nacer,
durante cuya vida concluirá la raza de hierro,
y una raza de oro se esparcirá por todo el mundo.
Ahora, tu propio Apolo es rey.
Kirsten y yo nos miramos. Vi que los labios de Kirsten se movían, pero no oí ningún sonido. Sólo el cielo sabe qué decía y pensaba en ese momento, mientras veía cómo Tim arruinaba su carrera y su vida por convicción o, con más propiedad, por falta de convicción y de fe en el Salvador.
Para Kirsten, el problema era simplemente que no podía ver el problema. La angustia de Tim surgía de un dilema fantasmal creado por razones literarias. Según su razonamiento, él tenía la opción de desechar ese problema cuando se le antojara; su análisis era que Tim se había, sencillamente, aburrido de sus tareas de obispo y quería un cambio; afirmar la pérdida de su fe en Cristo era su manera de justificar el movimiento. Como era un movimiento estúpido desde el punto de vista de su carrera, ella no lo aprobaba. Después de todo, había ganado mucho con el prestigio de él; y como ella misma había dicho, Tim no pensaba en ella; pensaba sólo en él.
—La doctora Garret tiene excelentes recomendaciones —dijo Tim, en voz casi implorante, como si pidiese apoyo a una de nosotras.
—Tim —dije—, realmente pienso…
—Tú piensas con tus ovarios —dijo Kirsten.
—¿Cómo?
—Ya me has oído. Ya sé de las conversaciones que tenéis ambos cuando yo me voy a la cama. Cuando estáis solos. Y sé de los encuentros.
—¿Qué encuentros? —pregunté.
—De él contigo.
—Cristo —dije.
—«Cristo», sí —repitió Kirsten—. Siempre Cristo. Siempre se llama al Todopoderoso Hijo de Dios para justificar el egoísmo y las intenciones… Me repugna. Los dos me repugnáis —se dirigió a Tim—. Sé que has estado en su maldita tienda de discos la semana pasada.
—Para comprar un álbum —dijo Tim—. El de Fidelio.
—Podrías haberlo comprado aquí, en el centro —respondió Kirsten—. O yo te lo hubiera traído.
—Quería ver qué tenía…
—Ella no tiene nada que yo no tenga —replicó Kirsten.
—La Missa Solemnis —dijo débilmente Tim; parecía asombrado; apelando a mí, agregó—: ¿Puedes explicarle?
—Me lo explico sola —dijo Kirsten—. Puedo explicarme perfectamente lo que ocurre.
—Mejor harías si dejaras de tomar pastillas, Kirsten —dije.
—Y tú de fumar cinco veces por día —había en su mirada un odio tan feroz que mis sentidos no podían creerlo—. Fumas tanta marihuana… Como la que recoge en un mes la policía de San Francisco —de pronto, su expresión cambió—. Lo siento. No me encuentro bien. Perdón.
Fue al dormitorio; la puerta se cerró silenciosamente. La oímos moverse. Luego entró en el cuarto de baño. El agua empezó a correr. Tomaba una píldora, seguramente un barbitúrico.
Dije a Tim, que estaba inmóvil, sorprendido:
—Los barbitúricos provocan esos cambios de ánimo. Son las pastillas las que hablan, no ella.
—Creo… Realmente quiero ir a Santa Bárbara y ver a la doctora Garret. ¿Se deberá esto a que es mujer?
—¿Kirsten? ¿…Garret?
—Garret. Yo habría jurado que era un hombre; sólo hace un momento vi cómo se llamaba. Tal vez sea eso lo que le preocupa. El doctor Mason me dijo que se trataba de una persona anciana, enferma, casi retirada, de modo que no le creará competencia a Kirsten cuando la vea.
Para cambiar el tema, pregunté:
—¿Has oído la Missa Solemnis que te vendí?
—No —respondió Tim vagamente—. No he tenido tiempo.
—No es la mejor grabación —dije—. Columbia utiliza una distribución especial de micrófonos; los pone diseminados entre la orquesta, para dar relieve a cada uno de los instrumentos. La idea es buena, pero destruye el sonido ambiente.
—Le molesta que me retire —dijo Tim—. Como obispo.
—Deberías pensarlo mejor antes de hacerlo —dije—. ¿Estás seguro de que quieres consultar a esa médium? ¿No hay nadie en la iglesia a quien consultes cuando tienes una crisis espiritual?
—Consultaré a Jeff. Un médium es un agente pasivo, muy parecido a un teléfono —y entonces, explicó lo mal comprendidos que son los médiums.
Me costaba atender…, ni impresionada ni interesada. La hostilidad de Kirsten me había desasosegado, pese a estar acostumbrada a ella; hoy había habido algo más que su malicia crónica. Ya sé cómo son los que se drogan con pastillas, me dije. El cambio de personalidad, la respuesta instantánea. La paranoia. Nos cubre de basura, me dije. Kirsten cae por el desagüe. Y lo peor, no cae sola; tiene las uñas profundamente clavadas en nosotros y no tenemos más remedio que seguirla. Mierda. Es sencillamente horrible; un hombre como Tim Archer no debería soportar esto. Yo no debería…
Kirsten abrió la puerta del dormitorio.
—Ven aquí —dijo a Tim.
—Dentro de un momento.
—Ven ya mismo.
—Me marcho —dije.
—No —dijo Tim—, no te irás. Tengo algo más que hablar contigo. ¿Piensas que no debo renunciar? Tendré que hacerlo cuando salga mi libro sobre Jeff. La iglesia no permitirá que publique una obra polémica de ese carácter. Es demasiado radical para ellos; o dicho de otro modo, son demasiado reaccionarios para aceptarla. Está por delante de su tiempo y ellos están por detrás. No hay diferencias entre mi posición en este asunto y la que tuve durante la Guerra de Vietnam; aquella vez cargué contra el Establishment y ahora, teóricamente, debería volver a hacerlo en el asunto de la vida después de la tumba. Con la guerra tuve el apoyo de la juventud de América. Y en esta cuestión no tengo el apoyo de nadie.
—Tienes mi apoyo —dijo Kirsten—, pero eso no te importa.
—Me refiero al apoyo público. El apoyo de los que están en el poder e infortunadamente, controlan las mentes humanas.
—Mi apoyo no significa nada para ti —repitió Kirsten.
—Lo significa todo —dijo Tim—. Yo no… no me habría atrevido a escribir el libro sin ti; no habría creído sin ti. Eres tú quien me da fuerza…, capacidad de comprender. Y por Jeff, después de que nos comuniquemos con él, sabré de un modo u otro algo sobre Jesucristo. Sabré si los documentos zadokitas indican, en verdad, que Jesús hablaba de oídas acerca de lo que le habían enseñado… O quizá Jeff me diga que Cristo está con él, o él con Cristo, en el otro mundo, el reino superior, adonde todos iremos finalmente, adonde está él ahora, tratando de llegar hasta nosotros como puede, bendito sea.
—Entonces —dije—, ves este asunto con Jeff como una especie de oportunidad. Para aclarar de un modo u otro tus dudas acerca del significado de los Documentos…
—Creo que lo he dicho claramente —interrumpió Tim, irritado—. Por eso es esencial. Hablar con él.
Qué extraño, pensé. Usar a su hijo, hacer un uso calculado de su hijo muerto, para definir un asunto histórico. Pero es más que un asunto histórico; se trata del conjunto íntegro de la fe de Tim Archer, del resumen de sus creencias. Sus creencias, o la pérdida de ellas. Lo que aquí está en juego es la creencia contra el nihilismo… Para Tim, perder a Cristo es perderlo todo. Y ha perdido a Cristo; las afirmaciones que hizo Bill aquella noche bien pudieron ser la última defensa de la fortaleza antes del derrumbe. Se derrumbó entonces…, o tal vez antes; Tim discutía de memoria, como si leyera, como si estuviera ante un discurso escrito. Como cuando, al celebrar la Última Cena, lee el Libro de Oraciones.
El hijo, su hijo, mi marido, subordinado a un problema intelectual. Yo no podría ver nunca las cosas así. Eso significaba la despersonalización de Jeff Archer; lo había convertido en un instrumento, un método de aprendizaje, y más; en un libro parlante. Como todos esos libros que Tim busca siempre, especialmente en momentos críticos. Todo lo que vale la pena conocer está en algún libro; y a la inversa, si Jeff es importante, no es como persona sino como libro. Entonces, se trata de libros por los libros; ni siquiera de conocimiento por el conocimiento. El libro es la realidad. Para que Tim pudiera amar y apreciar a su hijo, debía considerarlo, por imposible que parezca, como una especie de libro. Para Tim Archer, el universo era un gran conjunto de libros de referencia de donde elige y picotea según las inclinaciones de su mente voluble, buscando siempre lo nuevo, alejándose siempre de lo viejo; exactamente al contrario de ese pasaje de Fausto que había leído. Tim no había hallado un instante al que decir «quédate»; ese instante huía aún de él, aún se movía fugaz.
Y yo no soy tan diferente, comprendí; yo, que había estudiado en el Departamento de Inglés de Berkeley. Tim y yo somos de la misma especie. ¿No había sido acaso el canto final de La Divina Comedia del Dante lo que había martillado mi identidad cuando lo leí por vez primera, en la universidad? El Canto XXXIII del Paraíso, la culminación, para mí, donde Dante dice:
Nel suo profondo vidi che s’interna
legato con amore in un volume
ció che per l’universo si squaderna
sustanze e accidenti e lor costume
quasi conflati insieme, per tal modo
che ció chi dico é un semplice lume.
Y luego, el comentario de C.H. Grandgent sobre este pasaje: «Dios es el Libro del Universo.» A lo que responde otro comentarista —no recuerdo cuál—, diciendo: «Esta es una idea platónica.» Platónica o lo que fuera, esa secuencia de palabras me había dado un marco, había hecho de mí lo que soy; ésa era mi fuente, esa visión, esa imagen definitiva. No me considero cristiana, pero no puedo olvidar esa visión, esa maravilla. Recuerdo la noche que leí todo el canto final del Paraíso; lo leí realmente por vez primera; tenía ese diente infectado que dolía horriblemente, y pasé la noche en vela bebiendo whisky bourbon, puro, y leyendo a Dante; y a las nueve de la mañana siguiente fui en mi coche al dentista, sin avisar, sin una cita, y con la cara llena de lágrimas pregunté si el doctor Davidson podía hacer algo por mí, lo que hizo. Así que el canto final está hondamente impreso en mí; se asocia a un terrible dolor que duró horas, de noche, sin nadie con quien hablar; y así logré medir las cosas definitivas a mi propio modo, que no era oficial ni formal, pero de todas maneras el mío.
El que aprende debe sufrir.
Incluso en nuestro sueño,
un dolor que no puede olvidar
cae gota a gota sobre el corazón;
y en medio de nuestra desesperación,
contra nuestra voluntad,
llega a nosotros la sabiduría
por la terrible gracia de Dios.
O como diga… ¿Esquilo? Alguno de los tres tragedistas.
Esto significa que puedo decir, con toda veracidad, que para mí el momento de máxima comprensión, en el que conocí finalmente la realidad espiritual, llegó vinculado a una limpieza urgente de conductos, y a dos horas en el sillón del dentista. Y a doce horas de beber bourbon —malo, por añadidura— y a leer sencillamente a Dante, sin escuchar música ni comer (no podía) y al sufrimiento, y todo eso valía la pena; jamás lo olvidaré. Por lo tanto, no soy diferente de Tim Archer. También para mí los libros son reales y están vivos; las voces de seres humanos brotan de ellos y urgen mi asentimiento, así como Dios exige nuestro asentimiento al mundo, según Tim. Cuando se ha sufrido tal angustia, no se olvida lo que se ha hecho, visto, pensado y leído en una noche como aquella; leí y lo recuerdo; no leí Howard the Duck ni The Fabulous Furry Freak Brothers ni Snatch Comix esa noche; leí La Divina Comedia de Dante, desde el Infierno en adelante, hasta que llegué finalmente a los tres anillos de luz y color…, y eran las nueve de la mañana, y pude meterme en el jodido coche y lanzarme entre el tránsito hasta el consultorio del doctor Davidson, llorando y maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y apestando a sudor y a bourbon, hecha una lástima, para asombro de la recepcionista.
De modo que para mí, de cierto modo inusitado, por ciertas inusitadas razones, los libros se funden con la realidad; están unidos por un incidente en una noche de mi vida; mi vida intelectual y mi vida práctica se unieron —nada es más real que un diente infectado y dolorido— y ya nunca más volvieron a separarse del todo. Si creyera en Dios, diría que esa noche Él me demostró una cosa: la totalidad; el dolor, el dolor físico, gota a gota, y luego su terrible gracia, la comprensión… ¿Qué comprendí? Que todo es real; un diente con un absceso y una limpieza de conductos y, ni más ni menos,
dell 'alto lume parvermi tre giri
di tre colori e d’una contenenza.
Esta era la visión que tenía Dante de Dios como la Trinidad. La mayoría de la gente, cuando intenta leer La Divina Comedía, se atasca en el Infierno y supone que la única visión es la de una cámara de los horrores: personas de pie o cabeza abajo en la mierda, y un lago de hielo (que sugiere influencias arábigas: así es el infierno musulmán); pero éste es sólo el comienzo del viaje. Así empieza. Yo leí La Divina Comedia hasta el final esa noche y luego me lancé a la calle hacia el consultorio del doctor Davidson, y nunca volví a ser la misma. De modo que también para mí son reales los libros; no sólo me vinculan con otras mentes, sino con la visión de otras mentes, con lo que esas mentes comprenden y ven. Veo sus mundos tan claramente como el mío. El dolor y el llanto y la transpiración y el mal olor y el Jim Beam Bourbon fueron mi infierno, y no era imaginario; lo que leí se llamaba Paraíso, y eso mismo era. Éste es el triunfo de la visión de Dante: que todos los reinos son reales, ninguno más ni menos que los otros. Y se combinan por medio de lo que Bill denominaba «incrementos graduales», lo que realmente es la expresión exacta. Hay así armonía, como en los coches de hoy comparados con los de los treinta, pues no hay rupturas bruscas.
Dios me libre de otra noche como aquella. Pero maldita sea; si no hubiese vivido esa noche, bebiendo, leyendo, sufriendo y llorando, jamás habría nacido de verdad. Ese fue el momento de mi nacimiento al mundo real; el mundo real es, para mí, una mezcla de dolor y belleza, y ésta es la visión correcta porque ésos son los elementos que componen la realidad. Y los tenía conmigo más tarde, así como las píldoras contra el dolor que me dio el dentista cuando acabó mi ordalía. Volví a casa, tomé una píldora, bebí un poco de café y me fui a la cama.
Y además, sentí que eso era lo que no había hecho Tim; o no había integrado el libro, o el dolor; y si así había sido, no lo había hecho bien. Él tenía la melodía, pero no las palabras. O más exactamente, tenía las palabras; pero ellas no pertenecían al mundo sino a otras palabras, lo que se llama en los libros y artículos de filosofía y lógica un «círculo vicioso». Esos libros y artículos advierten a veces que «nuevamente nos amenaza un círculo vicioso»; esto significa que el pensador corre grave peligro. Habitualmente no lo sabe. Un comentarista crítico, con mente y vista penetrantes, le avisa. O esto no ocurre. Yo no podía ser ese crítico para Tim Archer. ¿Quién podía? Bill el Chiflado había apuntado bien, pero lo habían enviado de regreso a su apartamento de East Bay a pensarlo mejor.
«Jeff sabe las respuestas a mis preguntas», decía Tim. Sí, debí decirle yo; pero es que Jeff no existe y es muy probable que las preguntas mismas sean igualmente irreales.
Eso dejaba solo a Tim. Y estaba preparando activamente su libro sobre el retorno de Jeff desde el otro mundo, el libro que —como Tim sabía— terminaría con su carrera en la Iglesia Episcopal y además, con su capacidad de influir sobre la opinión pública. Era un precio muy elevado, es decir, un círculo decididamente vicioso y amenazador. Tanto que ya había llegado; era el momento de viajar a Santa Bárbara a visitar a la doctora Rachel Garret, médium.
Santa Bárbara, California, me parece uno de los lugares más conmovedores y hermosos del país. Aunque técnicamente (es decir, geográficamente) es parte de California del Sur, no lo es en sentido espiritual; o bien se trata de que nosotros, en el norte, comprendemos muy mal el sur. Hace pocos años, los estudiantes pacifistas de la Universidad de California en Santa Bárbara incendiaron el Bank of America, para secreto deleite de todo el mundo; por lo tanto, la ciudad no está aislada, separada del tiempo y del mundo, pese a que sus bellos jardines sugieren una persuasión suave y no violenta.
Los tres volamos desde el aeropuerto internacional de San Francisco hasta el pequeño aeropuerto de Santa Bárbara; tuvimos que viajar en un pequeño avión de dos motores a hélice, puesto que las pistas son demasiado cortas para los reactores.
La ley exige que se respete el estilo de la ciudad, es decir el colonial español, y sus adobes. Mientras un taxi nos llevaba a la casa donde pararíamos, observé un diseño acusadamente hispánico en todas partes, incluso en los centros comerciales con arcadas; y me dije: «Este es un lugar donde podría, razonablemente, vivir». Si alguna vez me alejaba de la Zona de la Bahía.
No me interesaron los amigos de Tim en cuya casa estábamos; eran personas amables, ricas, retráctiles, que se mantenían aisladas. Tenían criados. Kirsten y Tim dormían en una habitación; yo tenía otra, muy pequeña, que obviamente se usaba si las otras estaban ocupadas.
La mañana siguiente a nuestra llegada fuimos en taxi a casa de la doctora Rachel Garret, quien, sin duda, nos pondría en contacto con los muertos y el otro mundo, curaría a los enfermos, convertiría agua en vino y haría otras maravillas si era necesario. Tim y Kirsten parecían excitados; yo no sentía nada en particular, excepto quizás una obscura noción de lo que planeábamos y teníamos por delante; ni siquiera curiosidad; apenas lo que podía sentir una estrella de mar en el fondo de una cala.
Descubrimos que la doctora Garret era una pequeña dama anciana irlandesa, muy vivaz, que usaba un jersey rojo sobre la blusa, a pesar del calor que hacía, zapatos de taco bajo y el tipo de falda práctica de la persona que se ocupa de todos sus quehaceres domésticos.
—¿Quiere repetir quién es usted? —preguntó haciendo pantalla con la mano sobre su oído. Ni siquiera podía saber quién estaba ante ella, en su galería. No es un comienzo auspicioso, me dije.
Luego los cuatro nos sentamos en un living en penumbra, a tomar el té mientras oíamos hablar con entusiasmo a la doctora Garret sobre el heroísmo del IRA, al que —nos dijo con orgullo— enviaba todo el dinero que ganaba con sus sesiones.
Sin embargo, nos dijo que «sesión» no era una expresión adecuada, pues sugería algo oculto. Lo que hacía la doctora Garret pertenecía al mundo de las cosas perfectamente naturales, y podía llamarse, con justicia, una ciencia. En un rincón del living vi, entre otros muebles arcaicos, un combinado Magnavox de la década del cuarenta, muy grande, de los que tenían altavoces idénticos de doce pulgadas. A cada lado del Magnavox había pilas de discos de 78; se podía distinguir álbumes de Bing Crosby, Nat Cole, y demás basura de esa época.
Me pregunté si la doctora Garret aún los oiría, y si mediante sus dotes sobrenaturales se habría enterado de la existencia de discos long-play y de artistas de hoy. Probablemente no.
—¿Es usted hija…? —preguntó la doctora Garret.
—No —respondí.
—Es mi nuera —dijo Tim.
—Tiene un maestro hindú —dijo alegremente la doctora.
—Así es —murmuré.
—Está de pie detrás de usted, justamente a su izquierda. Tiene el pelo muy largo. Y a su derecha está su bisabuelo paterno. Están permanentemente a su lado.
—Siempre tuve la sensación de que era así —dije.
Kirsten me dedicó una de sus miradas mezcladas; yo no hablé más. Me acomodé contra los almohadones del diván, reparé en un helecho que crecía en un enorme tiesto de arcilla cerca de las puertas que daban al jardín…, y en varias ilustraciones poco instructivas en las paredes, incluidas algunas fotos de delincuentes famosos de los años veinte.
—¿Es acerca de su hijo? —preguntó la doctora Garret.
—Sí —dijo Tim.
Yo sentí que había entrado en la ópera La médium de Gian Carlo Menotti, que según él mismo afirma en la cubierta del álbum de Columbia, «se sitúa en el fabuloso y decrépito salón de Mme. Flora». Este es el problema de la educación, comprendí; ya has estado antes, vicariamente en todas partes; todo te ha ocurrido ya. Somos M. y Mme. Gobineau visitando a Mme. Flora, una loca y una estafadora. M. y Mme. Gobineau han concurrido todas las semanas, durante dos años, a las sesiones de Mme. Flora, según recuerdo. Qué basura. Y además, el dinero que Tim le pagará servirá para matar soldados británicos; esta mujer reúne fondos para los terroristas. Espléndido.
—¿Cuál es el nombre de su hijo? —preguntó la doctora Garret. Estaba sentada en una vieja silla de mimbre, echada hacia atrás, con las manos entrelazadas y los ojos cada vez más entrecerrados. Había empezado a respirar por la boca, como hacen las personas muy enfermas; su piel parecía la de una gallina, con vello aquí y allá, como plantas mal regadas. La habitación, y todo lo que había en ella, poseía un carácter vegetal, carente por completo de vitalidad. Me sentí vacía, sentí que me vaciaban, que me arrebataban mi energía. Tal vez la luz —la falta de luz— me daba esa impresión. No la encontré placentera.
—Jeff, —dijo Tim. Estaba alerta, con los ojos fijos en la doctora Garret.
Kirsten había sacado un cigarrillo de su bolso, pero no lo había encendido; simplemente lo sostenía. También ella miraba a la doctora Garret con evidente expectativa.
—Jeff ha llegado a la costa más lejana —dijo la médium.
Como han dicho los periódicos, me dije. Yo esperaba un largo preámbulo de la doctora, para preparar la escena. Pero me equivoqué. Empezó inmediatamente.
—Jeff quiere que sepáis… —hizo una pausa como si escuchara—. No debéis sentir culpa. Jeff ha tratado de comunicarse durante algún tiempo. Quería decir que os perdona. Ha intentado atraer vuestra atención de varias formas. Ha clavado alfileres en vuestros dedos; ha roto cosas; ha dejado notas… —la doctora Garret abrió mucho los ojos—. Jeff está muy agitado. Él… —su voz se rompió—. Ha tomado su propia vida.
Has marcado mil, pensé con acritud.
—Sí, así es —dijo Kirsten, como si la afirmación de la doctora Garret fuera una revelación o confirmara de modo sorprendente algo que hasta ese momento sólo se sospechaba.
—Y de manera violenta —agregó la doctora Garret—. Tengo la impresión de que ha usado un arma de fuego.
—Así es —dijo Tim.
—Jeff quiere que sepáis que ya no sufre —dijo la doctora—. Sufría mucho cuando se quitó la vida. Quiere que lo sepáis. Sufría de grandes dudas acerca del valor de la vida.
—Qué me dice a mí —dije interrogativamente.
La doctora Garret abrió los ojos el tiempo suficiente para saber quién había hablado.
—Era mi marido —agregué.
—Jeff la ama y ruega por usted —respondió la doctora—. Quiere que sea feliz.
Con eso y cincuenta céntimos, pensé, le darán una taza de café.
—Hay más —declaró la doctora Garret—. Mucho más. Todo viene como un torbellino. Oh, Dios. ¿Qué quieres decir, Jeff? —escuchó en silencio un momento, mientras la agitación se reflejaba en su rostro—. El hombre del restaurante era… ¿Qué? —nuevamente abrió los ojos—. Dios mío. Un agente soviético.
Jesús, pensé.
—Pero no hay por qué preocuparse —dijo la doctora Garret, con alivio—. Dios hará que sea castigado.
Miré inquisitivamente a Kirsten, tratando de captar las menores señales de su mirada; quería saber qué le había dicho —si es que había dicho algo— a la doctora Garret. Pero Kirsten miraba fijamente a la anciana, aparentemente en el colmo de su asombro. De modo que yo ya tenía mi respuesta.
—Jeff dice —continuó la doctora Garret— que se alegra profundamente de que Kirsten y su padre estén unidos. Esto es un gran consuelo para él. Quiere que lo sepáis. ¿Quién es Kirsten?
—Soy yo —dijo Kirsten.
—Dice Jeff que la ama.
Kirsten no respondió. Pero escuchaba con una intensidad que jamás le había observado antes.
—Piensa que ha hecho mal —dijo la doctora Garret—. Lo lamenta, pero no pudo evitarlo. Se siente culpable por esto y querría vuestro perdón.
—Ya lo tiene —dijo Tim.
—Jeff dice que él no puede perdonarse —continuó la doctora Garret—. Estaba, además, furioso con Kirsten por haberse interpuesto entre su padre y él. Le hacía sentirse alejado de su padre. Tengo la impresión de que su padre y Kirsten partieron en un largo viaje, un viaje a Inglaterra, y lo dejaron aquí. Se sintió mal por eso —la mujer hizo una nueva pausa—. Angel no debería fumar. Fuma demasiada… ¿Qué, Jeff? No entiendo con claridad… Demasiada… María… No sé qué quiere decir.
Me reí. A mi pesar.
—¿Tiene esto sentido para usted? —me preguntó la doctora Garret.
—Un poco —respondí, procurando darle el menor pie posible.
—Jeff dice que se alegra de su trabajo en la casa de discos. Pero… No le pagan bastante —rió—. Le gustaba más que trabajara en la… tienda… una especie de tienda ¿…de vinos?
—De velas. Estudio jurídico y cerería.
—Qué extraño —dijo la doctora Garret, desconcertada—. Estudio jurídico y cerería.
—Era en Berkeley —añadí.
La doctora Garret continuó:
—Jeff tiene que decir algo muy importante a Kirsten y a su padre —su voz se había vuelto muy débil, apenas un murmullo, como si viniera de una inmensa distancia…, viajando por hilos invisibles tendidos entre las estrellas—. Jeff tiene terribles noticias que desea daros a ambos. Por esto se ha esforzado tanto por llegar hasta vosotros. Por eso los alfileres y el pelo quemado y las cosas rotas y el desorden y las manchas. Tiene una razón, una terrible razón.
Luego, silencio.
Inclinándome hacia Tim, dije:
—Esto puede ser la llamada del Día del Juicio… Yo me quiero ir.
—No —dijo Tim. Sacudió la cabeza. Su cara demostraba infelicidad.