Las autoridades no mantuvieron mucho tiempo en la cárcel a Bill Lundborg. El obispo Archer obtuvo su liberación, fundada en la historia clínica de enfermo mental crónico de Bill, y un día el chico apareció en el apartamento del Tenderloin, con un suéter de lana que le había tejido Kirsten, los pantalones deformados y la cara tierna y regordeta.
A mí, personalmente, me alegró verlo. Había pensado en él varias veces, preguntándome cómo le iría. No parecía que la cárcel le hubiera hecho mal. Quizá no se distinguía, para él, de los confinamientos periódicos en el hospital. Por lo que sabía —yo no había estado en ninguno de ambos— la diferencia era muy poca.
—Hola, Angel —me dijo cuando entré en el apartamento; había salido a cambiar de lugar mi nuevo Honda para evitar una multa—. ¿Qué coche tienes?
—Un Honda Civic —dije.
—Buen motor —dijo Bill—. No se pasa de revoluciones, como la mayoría. Y tiene buena suspensión. ¿Cuál es? ¿El de cuatro o el de cinco velocidades?
—El de cuatro —me quité el abrigo y lo colgué en el armario de la entrada.
—A pesar de su pequeña base, marcha muy bien. Pero si chocas…, si te choca un coche americano, desapareces —dijo Bill—. Probablemente volcarías.
Me habló entonces de las estadísticas de accidentes con coches pequeños. Me presentó un cuadro sombrío; mis posibilidades no podían compararse, por ejemplo, con las de un Mustang. Bill habló con entusiasmo del nuevo Oldsmobile de tracción delantera, al que pintó como un gran adelanto de ingeniería en términos de tracción y de comportamiento en la carretera. Era evidente que consideraba necesario que yo tuviera un coche grande; demostraba preocupación por mi seguridad. Yo encontré conmovedor esto; además, él sabía de qué hablaba. Yo había perdido dos amigos en un accidente con un Volkswagen cuyas ruedas traseras se habían plegado hacia adentro (como las de los aviones), lo que provocó el vuelco.
Bill explicó que ese diseño había sido modificado con éxito a partir de 1965, año en que la VW había adoptado el eje fijo, que limitaba el «toe-in».
Creo que uso correctamente estos términos. Para informaciones de este tipo acerca de coches dependo de Bill. Kirsten escuchaba con apatía; el obispo Archer demostraba, al menos, una atención simulada, aunque mi impresión era de que se trataba de una pose. Me parecía imposible que se preocupara o comprendiera; para el obispo, cosas como el «toe-in» eran lo que es la metafísica para el resto de nosotros; meras especulaciones, y por añadidura, frívolas.
Cuando Bill desapareció en la cocina tras una lata de Coors, los labios de Kirsten formaron una palabra.
—¿Qué…? —pregunté, haciendo pantalla con mi mano.
—Obsesión —asintió solemnemente, con disgusto.
Al regresar con la cerveza, Bill dijo:
—La vida depende de la suspensión del coche. Una barra de torsión transversal proporciona…
—Si oigo hablar más de coches —interrumpió Kirsten—, empezaré a chillar.
—Lo siento —dijo Bill.
—Bill —dijo el obispo Archer—, si quisiera comprar un coche nuevo, ¿cuál me convendría?
—¿Cuánto dinero?
—Tengo el dinero —dijo el obispo.
—Un BMW —dijo Bill—. O un Mercedes Benz. La ventaja del Mercedes Benz es que nadie puede robarlo —explicó entonces cómo eran los cierres sorprendentemente sofisticados del Mercedes Benz—. Incluso los nuevos propietarios tienen dificultades —agregó—. Un ladrón puede abrir seis Caddies y tres Porsches en el tiempo que lleva entrar en un Mercedes. Por eso tienden a no tocarlos, y por eso se puede dejar una radio en el coche; con cualquier otro, es preciso llevársela consigo —luego nos dijo que Carl Benz había diseñado y construido el primer automóvil práctico impulsado por un motor de combustión interna. En 1926 Benz unificó su compañía con la Daimler Motoren Gesellschaft para formar la Daimler-Benz, que había producido los coches Mercedes. Ese nombre era el de una niñita vinculada con Carl Benz; Bill no pudo recordar si era la hija, la nieta, o qué.
—De modo que «Mercedes» no es el nombre de un ingeniero o un diseñador, sino el de una niña… Y ahora el nombre de esa niña se asocia al de uno de los mejores coches del mundo —comentó Tim.
—Así es —respondió Bill; contó luego otra historia que poca gente sabe. El doctor Porsche, que diseñó él Volkswagen y, por supuesto, el Porsche, no fue el inventor del motor trasero enfriado por aire; lo había encontrado en una fábrica de coches de Checoslovaquia cuando los alemanes ocuparon ese país, en 1938; no recordó la marca del coche checoslovaco, pero era un automóvil de ocho cilindros, no de cuatro, tan rápido y de tal potencia que se prohibió a los oficiales alemanes que lo condujeran. El doctor Porsche modificó el diseño de ocho cilindros y alto rendimiento por orden personal de Hitler, que quería un motor enfriado por aire, porque esperaba utilizar los Volkswagen en las autobahn de la Unión Soviética después de la ocupación alemana; allí, a causa de la temperatura, del frío…
—Creo que deberías comprar un Jaguar —interrumpió Kirsten, dirigiéndose a Tim.
—Oh, no —respondió Bill—. El Jaguar es uno de los coches más inestables y propensos a problemas del mundo; es demasiado complicado y hay que tenerlo en el taller todo el tiempo. Sin embargo, ese tremendo motor de doble árbol de levas es quizás el mejor motor de alto rendimiento que jamás se haya construido, si se exceptúan los coches de turismo de dieciséis cilindros de la década del treinta.
—¿Dieciséis cilindros? —pregunté, sorprendida.
—Tenían una marcha muy suave —dijo Bill—. Había un abismo entre los coches pequeños de la década del treinta y los automóviles caros de turismo; ahora no existe ese abismo… Hay toda una gama entre… digamos, tu Honda Civic, que es el transporte básico, y el Rolls. El precio y la calidad aumentan por incrementos graduales, lo que es bueno. Eso mide el cambio en la sociedad desde entonces hasta ahora —luego empezó a hablar de los coches de vapor, y del por qué del fracaso de ese diseño.
Kirsten se puso de pie y lo miró severamente.
—Creo que me iré a la cama —dijo.
—¿A qué hora hablo mañana en el Lion’s Club? —preguntó el obispo Archer.
—Oh, Dios, aún no he terminado ese discurso —dijo Kirsten.
—Puedo improvisar.
—Está grabado. Lo único que tengo que hacer es transcribirlo.
—Puedes hacerlo por la mañana.
Kirsten miró a Tim.
—Como te decía, puedo improvisar —dijo Tim.
Kirsten dijo, dirigiéndose a mí y a Bill:
—«Puede improvisar» —miró al obispo, que cambió de posición, incómodo—. Dios mío.
—¿Qué tiene de malo?
—Nada —Kirsten caminó hacia el escritorio—. Terminaré de transcribirlo. No sería bueno que…, no sé por qué siempre tenemos que discutir por eso. Prométeme que no harás una de esas largas tiradas sobre los zoroastrianos.
Suave pero firmemente, Tim respondió:
—Para investigar el origen del pensamiento patrístico…
—No creo que los leones quieran oír hablar de los padres del desierto y la vida monástica en el siglo segundo.
—Pero de eso, exactamente, debo hablar —dijo Tim, y agregó, dirigiéndose a mí y a Bill—: Se envió a un monje a cierta ciudad llevando medicinas para un santo enfermo…, los nombres no son necesarios. Pero debe comprenderse que el santo enfermo era un gran santo, uno de los más amados y respetados en el norte de África. Cuando el monje llegó a la ciudad, después de un largo viaje por el desierto, él…
—Buenas noches —dijo Kirsten, y desapareció en el dormitorio.
—Buenas noches —dijimos todos. —Después de una pausa, Tim continuó, en voz baja:
—Cuando entró en la ciudad, el monje no sabía adónde ir. Trastabillando en la obscuridad, era de noche, encontró a un mendigo echado en la alcantarilla, muy enfermo. El monje, después de meditar sobre los aspectos espirituales de la cuestión, atendió al mendigo, y le aplicó los medicamentos que llevaba; y el hombre pronto dio muestras de mejoría. Pero el monje ya no tenía nada que llevar al gran santo enfermo. Por lo cual regresó al monasterio del que había venido, muy temeroso de lo que fuera a decir su abad. Cuando le contó lo que había hecho, el abad dijo: «Has obrado bien».
Tim calló. Los tres permanecimos en silencio.
—¿Eso es todo? —preguntó luego Bill.
—En la cristiandad no se distingue entre grandes y humildes, pobres y menos pobres —respondió Tim—. El sacerdote, al dar el medicamento al primer enfermo que vio, en lugar de reservarlo para el gran santo famoso, había mirado el corazón de su Salvador. En los tiempos de Jesús se empleaba un término despectivo para las personas ordinarias. Las llamaban am ha-aretz, palabra hebrea que significa sencillamente «gente de tierra», e implica personas sin importancia. Era a estas personas, los am ha-aretz, a quienes hablaba Jesús; con ellos pasaba el tiempo, comía y dormía, es decir, dormía en sus casas, aunque ocasionalmente dormía en las casas de los ricos, porque ni siquiera los ricos debían ser excluidos —observé que Tim parecía un poco abatido.
—«El obi» —dijo Bill, sonriendo—. Así te llama Kirsten cuando no estás.
Tim no dijo nada. Podíamos oír a Kirsten moviéndose en la otra habitación; algo cayó y ella maldijo.
—¿Qué te hace pensar que hay un Dios? —preguntó Bill al obispo.
Durante un rato Tim nada dijo. Parecía muy cansado, y sin embargo yo sentía que trataba de articular una respuesta. Se frotó los ojos con fatiga. Empezó a murmurar:
—Está la prueba ontológica…, el argumento ontológico de San Anselmo; si es posible imaginar un Ser… —abandonó inesperadamente la exposición, alzó la cabeza, parpadeó.
—Puedo pasar a máquina tu discurso —le dije—. Ese era mi trabajo en el estudio jurídico. Lo hago bien —me puse de pie—. Le diré a Kirsten.
—No es un problema —dijo Tim.
—¿No sería mejor que hablaras con una trascripción a la vista? —pregunté.
—Quiero hablarles de… ¿Sabes, Angel? La quiero de veras. Ha hecho mucho por mí y si no hubiera estado conmigo después de la muerte de Jeff…, no sé qué habría hecho… Estoy seguro de que lo comprendes —a Bill le dijo—: Siento gran cariño por tu madre. No tengo en el mundo una persona más cerca.
—¿Hay pruebas de la existencia de Dios? —preguntó Bill.
Después de una pausa, Tim respondió:
—Se han propuesto infinidad de argumentos. Quizás el mejor sea el de Teilhard de Chardin, que procede de la biología… La existencia de la evolución parece exigir un diseñador. Y también tenemos el argumento de Morrison; nuestro planeta parece demostrar una notable hospitalidad hacia las formas de vida complejas. Las probabilidades de que esto ocurra al azar son muy pequeñas. Lo siento —sacudió la cabeza—. No me encuentro bien. Lo trataremos en algún otro momento. Yo diría, sin embargo, que el argumento teleológico, el que procede de una intención, un propósito, en la naturaleza, es el más poderoso.
—Bill —dije—, el obispo está cansado.
Abriendo la puerta del dormitorio, Kirsten, ya en bata y chinelas, dijo;
—El obispo está cansado. El obispo está siempre cansado. El obispo está demasiado cansado para contestar a la pregunta «¿Hay alguna prueba de la existencia de Dios?» No, no hay ninguna prueba. ¿Dónde está el Alka Seltzer?
—Tomé el último —dijo Tim, distante.
—Tengo algunos en el bolso —dije.
Kirsten cerró la puerta del dormitorio. Con fuerza.
—Hay pruebas —dijo Tim.
—Pero Dios no le habla a nadie —dijo Bill.
—No —respondió Tim; en ese momento se recobró, vi cómo reunía sus fuerzas— Sin embargo, el Viejo Testamento da muchos ejemplos de Yahvé dirigiéndose a su pueblo por medio de los profetas. Hasta que, por último, esa fuente se secó. Dios ya no habla con el hombre. Se llama a esto «el largo silencio». Ha durado dos mil años.
—Ya sé que Dios habla con la gente en la Biblia —dijo Bill—, en los viejos tiempos, pero, ¿por qué no lo hace ahora? ¿Por qué dejó de hacerlo?
—No lo sé —respondió Tim, y no dijo nada más; allí se detuvo. Yo pensé: No deberías quedarte allí. No es el lugar de poner el punto final.
—Sigue, por favor —dije.
—¿Qué hora es? —preguntó Tim; miró a su alrededor—. No tengo mi reloj.
Bill preguntó:
—¿Qué es esa locura de Jeff volviendo del otro mundo?
Oh, Dios, me dije; cerré los ojos.
—De veras querría que me lo explicaras —dijo Bill a Tim—, porque es imposible. No sólo improbable; es imposible —esperó—. Kirsten me ha contado. Es la cosa más estúpida que he oído nunca.
—Jeff se ha comunicado con nosotros dos —respondió Tim—. Por fenómenos intermediarios. Muchas veces, de muchas maneras —de pronto enrojeció; se irguió, la autoridad que llevaba en lo más hondo afloró; el hombre de edad mediana, con problemas, se convirtió en la fuerza misma; la fuerza de la convicción generó palabras, se condensó en palabras—. Dios mismo trabaja en nosotros y a través de nosotros para traer un día más luminoso. Mi hijo está ahora con nosotros; está en esta habitación. Nunca nos ha dejado. Lo que ha muerto es un cuerpo material. Todas las cosas materiales perecen. Planetas íntegros perecen. El mismo universo físico ha de perecer. ¿Dirás entonces que nada existe? Porque a eso te llevará tu lógica. No es posible demostrar, ahora mismo, que la realidad externa existe. Descartes lo descubrió; es la base de la filosofía moderna. Todo lo que sabemos con seguridad es que nuestra propia mente, nuestra propia conciencia, existe. Puedes decir «Yo soy» y eso es todo. Y eso sugiere Yahvé a Moisés que diga cuando la gente le pregunte con quién ha hablado. «Yo soy» dice Yahvé. Ehyeh, en hebreo. Puedes decir eso, y es todo lo que puedes decir; con eso se agota. Lo que ves no es el mundo, sino una representación formada por tu mente y dentro de ella. Todo lo que experimentas lo conoces por la fe. Y además, podrías estar soñando. ¿No lo habías pensado? Platón cuenta que un sabio anciano, probablemente un órfico, le dijo: «Ahora estamos muertos y en una especie de prisión.» A Platón esto no le parecía una afirmación absurda; decía que era importante y que valía la pena pensar en ella. «Ahora estamos muertos.» Puede que no tengamos ningún mundo. He tenido tantas pruebas… Tu madre y yo hemos tenido tantas pruebas del retorno de Jeff como las que tenemos de que el mundo existe. No es que supongamos que él ha regresado; lo hemos experimentado. Hemos vivido y vivimos la experiencia. Por lo tanto, no es nuestra opinión. Es real.
—Real para ti —dijo Bill.
—¿Qué más puede dar la realidad?
—Bueno, quiero decir… que yo no lo creo —agregó Bill.
—El problema no está en nuestra experiencia, en este asunto —respondió Tim—. Está en el sistema de creencias. Dentro de los límites de tus creencias, una cosa así es imposible. Pero, ¿quién puede decir verdaderamente qué es posible? No sabemos qué es posible y qué no lo es; no somos nosotros los que ponemos los límites; es Dios —Tim señaló a Bill con un dedo firme—. Lo que uno cree y sabe, depende en última instancia de Dios; no hay opción en esto, de dar nuestro consentimiento o negarnos a consentir; ambas cosas son atributos de Dios, y ejemplos de nuestra dependencia. Dios nos concede un mundo y exige nuestro asentimiento a ese mundo; Él lo hace real para nosotros; y éste es uno de sus poderes. ¿Crees que Jesús era el Hijo de Dios, Dios mismo? Tampoco eso crees. Entonces, ¿cómo te puedo probar que Jeff ha regresado a nosotros desde el otro mundo? Ni siquiera puedo demostrar que el Hijo del Hombre ha caminado por esta Tierra hace dos mil años, que ha vivido y muerto por nosotros, por nuestros pecados, para elevarse gloriosamente el tercer día. ¿No tengo razón? ¿No niegas también eso? ¿En qué crees, entonces? En objetos dentro de los cuales te metes y das vuelta a la esquina. Pero es posible que no haya objetos ni esquinas… Alguien señaló a Descartes que algún malicioso demonio pudiera estar determinando nuestro asentimiento a un mundo que no existe, imprimiéndonos una falsedad como una representación evidente del mundo. Si eso ocurriera, no lo sabríamos. Debemos confiar, debemos confiar en Dios. Yo confío en que Dios no me engañará; considero que el Señor es fiel y veraz, e incapaz de engañar. Para ti esta cuestión no existe siquiera, porque niegas desde el comienzo que Él exista. Pides pruebas. Si te dijera ahora mismo que he oído la voz de Dios hablándome, ¿lo creerías? Por supuesto que no. Llamamos piadosas a las personas que hablan a Dios, y locas a aquellas a quienes Dios habla. Esta es una época en que hay poca fe. No es Dios quien ha muerto; es nuestra fe.
Bill hizo un gesto.
—Pero… No tiene sentido. ¿Por qué había de volver?
—Dime primero por qué había de vivir —respondió Tim—. Tal vez entonces te podría decir por qué ha vuelto. ¿Por qué vives? ¿Para qué fin has sido creado? No conoces a quien te ha creado, suponiendo que alguien lo haya hecho, ni sabes por qué, suponiendo que haya razón. Tal vez nadie te ha creado y tu vida no tiene una finalidad. No hay mundo, ni finalidad, ni Creador; y Jeff no ha vuelto. ¿Es ésta tu lógica? ¿Eso es lo que el Ser, en el sentido de Heidegger, es para ti? Es una clase empobrecida y poco auténtica de Ser. Me parece débil, desolada, y finalmente, fútil. Debe haber algo en que puedas creer, Bill. ¿Crees en ti mismo? ¿Aceptas que tú, Bill Lundborg, existes? Lo aceptas; espléndido. Está bien. Ya es un comienzo. Examina tu cuerpo. ¿Tienes órganos de los sentidos? Ojos, oídos, gusto, tacto y olfato… Entonces, probablemente, este sistema de percepción ha sido diseñado para recibir información. Si es así, es razonable suponer que la información existe. Si existe información, probablemente pertenece a algo. Probablemente hay un mundo, y estás vinculado con ese mundo por medio de los órganos de los sentidos… no cierta, sino probablemente. ¿Creas tu propia comida? ¿Extraes de ti mismo, de tu propio cuerpo, la comida que necesitas para vivir? No es así. Por lo tanto, es lógico suponer que dependes de ese mundo exterior, de cuya existencia sólo posees un conocimiento probable, y no necesario; un mundo que es para nosotros una verdad contingente, y no ineluctable. ¿En qué consiste ese mundo? ¿Qué hay allí fuera? ¿Mienten tus sentidos? Si mienten, ¿por qué se ha hecho que existan? ¿Los has creado tú mismo? No, no es así. Alguien o algo, aparte. ¿Quién es ese alguien que no eres tú? Aparentemente, no estás solo, no eres la única realidad existente; aparentemente, existen otros, y uno o varios de ellos; te han diseñado y construido a ti y a tu cuerpo como Carl Benz diseñó y construyó el primer automóvil. ¿Cómo sé yo que ha existido Carl Benz? Porque tú me lo has dicho, ¿no? Y yo te he dicho que mi hijo Jeff ha regresado…
—Me lo ha dicho Kirsten —rectificó Bill.
—¿Te miente habitualmente Kirsten?
—No.
—¿Qué ganaríamos ella o yo diciendo que Jeff ha regresado a nosotros del otro mundo? Mucha gente no nos creerá. Tú mismo no nos crees. Lo decimos porque creemos que es verdad. Los dos hemos visto cosas, hemos sido testigos de cosas. No veo a Carl Benz en esta habitación pero creo que ha existido. Creo que Mercedes-Benz es un nombre formado con el de un hombre y el de una niñita. Soy un abogado, una persona familiarizada con los criterios con que se analizan los datos. Nosotros, Kirsten y yo, tenemos pruebas de Jeff, de fenómenos…
—Sí, pero esos fenómenos, todos ellos…, no prueban nada. Que Jeff los haya causado es sólo una suposición. No un conocimiento.
Tim respondió:
—Te daré un ejemplo. Miras debajo de tu coche y ves un poco de agua. Ahora bien, tú no sabes que el agua proviene del motor; eso es algo que tienes que suponer. Tienes una prueba. Como abogado, sé que es una prueba. Tú, como mecánico de coches…
—¿El coche está en tu cochera? —preguntó Bill—. ¿O está en un parking público, como el de un supermercado?
Algo sorprendido, Tim hizo una pausa.
—No comprendo.
—Si está en tu propia cochera, o en tu garaje, donde sólo tú dejas tu coche —prosiguió Bill—, probablemente proviene de tu coche. De todos modos, no es del motor; ha salido del radiador, o de la bomba de agua, o de alguno de los tubos.
—Pero eso es algo que supones —dijo Tim—. A partir de las pruebas.
—Podría ser líquido de la dirección de potencia. Se parece mucho al agua. Es rosado, y la transmisión, si tiene transmisión automática, tiene el mismo tipo de líquido. ¿Tienes dirección de potencia?
—¿Dónde? —preguntó Tim.
—En tu coche.
—No sé. Hablaba de un coche hipotético.
—Y podría ser aceite del motor —continuó Bill—; en ese caso, no sería rosado. Tienes que distinguir si es agua o aceite, y también si es líquido de la dirección de potencia o de la transmisión; podría ser cualquiera de esas cosas. Si estás en un lugar público y ves un charco debajo de tu coche, probablemente no significa nada, pues mucha gente deja allí su coche; podría ser de alguno que estaba antes. Lo mejor es…
—Pero sólo puedes hacer suposiciones —dijo Tim—. No puedes saber si es de tu coche.
—En el momento, no. Pero sí, puedes averiguarlo. Está bien, digamos que es tu cochera y que allí no hay nunca otro coche. Lo primero es establecer qué clase de líquido es. Entonces, te metes debajo del coche (a veces es necesario moverlo antes) y pones el dedo en el líquido. ¿Es rosado? ¿Es castaño? ¿Es aceite? ¿Es agua? Digamos que es agua. Entonces podría ser una cosa normal; simplemente, ha caído del sistema de desagüe del radiador. A veces, cuando se apaga el motor, el agua se calienta un poco más y sale por el tubo de desagüe.
—Aunque puedas determinar que es agua —respondió Tim, obstinado—, no puedes estar seguro de que ha salido de tu coche.
—¿Y de dónde, entonces?
—Ese es el factor desconocido. Tus pruebas son indirectas; no has visto a tu coche perdiendo agua.
—Está bien. Entonces, enciendes el motor, lo dejas correr, y miras. Así ves si gotea.
—¿No llevará eso largo tiempo? —preguntó Tim.
—Quizá… Pero hay que saber qué ocurre. Debes controlar el nivel del sistema de dirección de potencia; el nivel de la transmisión, y examinar el radiador y el aceite del motor. Hay que examinar rutinariamente todo esto. Mientras estás allí, puedes controlar todo. En algunos casos, como el del líquido de la transmisión, hay que poner el motor en marcha. Mientras tanto puedes controlar también la presión de los neumáticos. ¿Qué presión tienes?
—¿Dónde? —preguntó Tim.
—En los neumáticos —dijo Bill, sonriendo—. Hay cinco. Uno está en el baúl, es el de repuesto. Probablemente no lo recuerdes cuando controlas los demás. No sabes que le falta aire hasta que un día pinchas y lo descubres. El gato que llevas, ¿se aplica al eje o a las barras del chasis? ¿Qué coche tienes?
—Creo que es un Buick —dijo Tim.
—Es un Chrysler —dije despacio.
—Ah —dijo Tim.
Después que Bill partió de regreso a East Bay, Tim y yo nos sentamos en el living del apartamento de Tenderloin. Él me habló abierta y cándidamente.
—Kirsten y yo hemos tenido algunas dificultades —dijo; estaba sentado a mi lado en el diván; hablaba en voz baja para que Kirsten no oyera desde el dormitorio.
—¿Cuántas pastillas toma? —pregunté.
—¿…quieres decir barbitúricos?
—Sí, eso mismo.
—Realmente no lo sé. Tiene un médico que le da todos los que quiere…, cien por vez. Seconal. Y también toma Amytal. Creo que el Amytal se lo da otro médico.
—Harías bien en saber cuántos toma.
Tim dijo:
—¿Por qué se resiste Bill a comprender que Jeff ha vuelto a nosotros?
—Sólo Dios lo sabe —respondí.
—La finalidad de mi libro es dar consuelo a la gente dolorida que ha perdido a sus seres queridos. ¿Qué consuelo puede superar al de saber que hay vida más allá del trauma de la muerte, así como la hay más allá del trauma del nacimiento? Jesús nos asegura que una vida posterior nos aguarda; de esto depende toda la promesa de la salvación. «Yo soy la Resurrección. Quien crea en mí, aunque muera vivirá; y quienquiera que viva y crea en mí no morirá.» Y luego Jesús dice a Marta: «¿Crees esto?» y ella responde: «Sí, Señor. Creo que eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que debía venir a este mundo.» Más tarde, Jesús dijo: «Pues lo que he dicho no viene de mí, no; el Padre que me ha enviado dispuso que yo lo dijera, y sé que su orden significa la vida eterna.» Quiero mi Biblia —Tim tomó su Biblia de la mesilla del extremo—. Corintios, primera, quince, doce. «Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe. Y somos convictos de falsos testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana, estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron.» —Tim cerró la Biblia—. Esto lo dice clara y evidentemente. No puede haber ninguna duda.
—Así supongo —dije.
—Y ésta es la prueba que apareció en el wadi zadokita. Y que arroja luz sobre todo el kerygma de la cristiandad primitiva. Ahora lo sabemos. Pablo de ningún modo hablaba metafóricamente; los hombres se elevaban efectivamente de entre los muertos. Era una ciencia. Hoy la llamaríamos medicina. Tenían el anokhi, en el wadi.
—El hongo —dije.
Me miró.
—Sí, el hongo anokhi.
—Pan y caldo —dije.
—Sí.
—Pero no lo tenemos ahora.
—Tenemos la Eucaristía.
—Pero tú sabes y yo sé que la substancia no está allí, en la Eucaristía —dije—. Es como esos cultos primitivos en que los nativos construyen aviones de mentira.
—No es así.
—¿En qué se diferencia?
—El Espíritu Santo…
—Eso es lo que yo quería decir.
Tim agregó:
—Siento que el Espíritu Santo es responsable por el retorno de Jeff.
—Entonces piensas que el Espíritu Santo existe y siempre ha existido y es Dios, una de las formas de Dios.
—Ahora sí —respondió Tim—. Ahora que he visto la prueba. No lo creí hasta que tuve las pruebas: los relojes parados a la hora de la muerte de Jeff, el pelo quemado de Kirsten, los espejos rotos, los alfileres clavados debajo de sus uñas… Hace poco has visto las ropas de ella tiradas por todas partes; te llamamos para que lo vieras con tus propios ojos. Nosotros no lo habíamos hecho. Ninguna persona viviente lo hizo; no estamos fabricando pruebas. ¿Crees que nosotros podríamos organizar un fraude?
—No —dije.
—Y el día en que los libros saltaron del estante y cayeron al suelo… No había nadie. Tú lo viste.
—¿Crees que el hongo anokhi existe todavía? —pregunté.
—No lo sé. La Historia Naturalis de Plinio el Mayor, Libro Ocho, menciona un hongo llamado vita verna. Plinio vivía en el siglo uno…, el momento adecuado. Y la cita no deriva de Teofrasto; era un hongo que había visto personalmente, merced a su conocimiento directo de los jardines romanos. Podía ser el anokhi. Pero sólo es una suposición. Querría que pudiéramos estar seguros —cambió de tema, como era su costumbre; la mente de Tim Archer nunca se detenía mucho tiempo en un solo asunto—. Lo que tiene Bill es esquizofrenia, ¿verdad?
—Sí —dije.
—Pero puede ganarse la vida.
—Cuando no está en el hospital —respondí—. O volando en espirales dentro de sí mismo y en camino al hospital.
—Parece estar muy bien ahora. Pero observo… cierta incapacidad para teorizar.
—Para él es difícil abstraer —dije.
—Me pregunto cómo se desenvolverá —dijo Tim—. Las probabilidades no son buenas, según Kirsten.
—¿…de recuperación? Cero. No tiene ninguna probabilidad. Pero es bastante inteligente para mantenerse alejado de las drogas.
—No tiene la ventaja de una buena educación.
—No estoy segura de que la educación sea una ventaja. Lo único que hago es trabajar en una tienda de discos. Y no me tomaron por nada que haya aprendido en el Departamento de Inglés de la Universidad de California.
—Quería preguntarte qué grabación de Fidelio, de Beethoven, deberíamos comprar.
—La de KIemperer —contesté—. Discos Angel. Con Christa Ludwig como Leonora.
—Me gusta mucho esa aria…
—«Abscheulicher! Wo Eilst Du Hin?» La canta muy bien. Pero nadie puede igualar la grabación que hizo Frieda Leider años atrás. Es un disco para coleccionistas… Quizá lo hayan metido en un LP; si fuera así, nunca lo he visto. Una vez la oí por la KPFA, hace muchos años. Nunca la olvidé.
Tim dijo:
—Beethoven era el mayor genio, el artista más creativo que ha conocido el mundo. Ha transformado la concepción que el hombre tiene de sí mismo.
—Sí —dije—. Cuando los presos de Fidelio salen a la luz… Es uno de los pasajes más hermosos de toda la música.
—Está más allá de la belleza —dijo Tim—. Contiene el descubrimiento de la naturaleza de la libertad. ¿Cómo puede ser que una música puramente abstracta, como los últimos cuartetos, puedan cambiar, sin palabras, a los seres humanos, en lo concerniente a su propia conciencia de sí mismos, a su naturaleza ontológica? Schopenhauer creía que el arte, en particular la música, tenía… tiene la virtud de hacer que la voluntad, la voluntad de lucha irracional, se vuelva sobre sí misma y deje de luchar. Consideraba que ésa era una experiencia religiosa, aunque temporaria. De algún modo el arte, y en especial la música, tiene el poder de transformar al hombre de cosa irracional en una entidad racional que no es gobernada por sus impulsos biológicos, los que, por definición, nunca pueden ser satisfechos. Recuerdo la primera ocasión en que oí el movimiento final del décimo tercer cuarteto…, no la Grosse Fuge, sino el allegro que añadió más tarde, en reemplazo de la Grosse Fuge. Es un trozo tan extraño ese allegro…, tan vivaz y luminoso, tan soleado…
—He leído que es lo último que compuso —dije—. Ese pequeño allegro habría sido la primera obra de un cuarto período de Beethoven, si hubiera vivido más tiempo. No es ya una pieza del tercer período, en realidad.
—¿De dónde tomaría Beethoven el concepto absolutamente nuevo y original de la libertad humana, que su música expresa? —preguntó Tim—. ¿Era un hombre muy culto?
—Pertenecía al período de Goethe y de Schiller. El Aufklärung, el iluminismo alemán.
—Siempre Schiller. Siempre se vuelve a eso. Y de Schiller a la rebelión de los holandeses contra los españoles, la Guerra de Flandes…, que aparece en la segunda parte del Fausto de Goethe, cuando Fausto por fin encuentra algo que le satisface y pide a ese momento que perdure. Al ver que los flamencos reclaman las tierras del Mar del Norte. Una vez yo mismo traduje ese pasaje; no me gustaba ninguna de las traducciones existentes en inglés. No sé qué hice con eso…, fue hace muchos años. ¿Conoces la traducción de Bayard Taylor? —se levantó, se acercó a una hilera de libros, halló el volumen y lo abrió mientras lo traía.
Bajo las colinas, una llanura cenagosa infecta
lo que tanto tiempo he tratado de recobrar;
era probable que esa charca estancada secara ahora mi mejor triunfo.
Dejadme procurar suelo a muchos millones,
aunque no seguro, libre para el trabajo activo:
campos verdes, fértiles, adonde salgan hombres y rebaños
ya mismo, jubilosos, a la tierra joven,
poblada prontamente junto a la firme base de la colina,
cultivada por un bravío pueblo capaz de trabajo duro.
Aquí: en esta tierra igual al Paraíso
la marea puede rugir hasta el borde,
pero aunque lo muerda y rompa contra el límite,
todos los hombres tratan, por impulso común, de contenerla.
¡Sí! Adhiero a esta idea con firme persistencia,
esta sabiduría es verídica y final:
sólo gana su libertad y su existencia
—…quien las conquista de nuevo cada día —concluí.
—Sí —dijo Tim, y cerró el ejemplar de Fausto, Segunda Parte—. Me habría gustado conservar la traducción que hice —y volvió a abrir el libro—. ¿Te importa si leo el resto?
—Léelo, por favor —contesté.
Y de este modo aquí, rodeado de peligros,
se deslizará de la infancia, la adultez, la vejez y el día vigoroso.
Hubiese querido ver ese bullicio
en suelo libre y entre un pueblo libre.
Entonces me atreví a detener el fugaz Instante,
«Ah, quédate aún. ¡Eres tan bello…!»
—En ese momento Dios gana la apuesta en el cielo —dije.
Tim asintió, y prosiguió:
Las huellas de mi ser terrenal
no perecerán en eones, ¡están allí!
Anticipando ahora esa alta alegría
gozo del momento supremo: ese momento.
—Es una traducción muy hermosa y clara —dije.
—Goethe escribió la Segunda Parte un año exacto antes de morir —dijo Tim—. De ese pasaje, sólo recuerdo una expresión en alemán: verdienen, ganar. «Gana su libertad». Supongo que eso debe ser Freiheit, libertad. Tal vez decía Verdient seine Freiheit… Es todo lo que recuerdo. «Gana su libertad quien la conquista de nuevo… Las conquista, la libertad y la existencia. Cada día…» El punto más alto del iluminismo alemán. Y de allí cayó trágicamente. De Goethe, Schiller y Beethoven al Tercer Reich y a Hitler. Parece imposible.
—Y sin embargo estaba prefigurado en Wallenstein —dije.
—… que elegía a sus generales por pronósticos astrológicos. ¿Cómo podía creer en eso un hombre inteligente y educado, verdaderamente un gran hombre, y uno de los más poderosos de su tiempo? —preguntó el obispo Archer—. Es un misterio para mí. Un enigma que tal vez no se resuelva nunca.
Vi que estaba muy fatigado, de modo que busqué mi abrigo y mi bolso, dije buenas noches y me marché.
Habían puesto una multa en mi coche. Mierda, me dije mientras desprendía la hoja del limpiaparabrisas y la metía en el bolsillo. Mientras leíamos a Goethe, la encantadora Rita Metemultas se ocupaba de mi coche. Qué mundo extraño, pensé, o más bien, qué extraños mundos. No se tocaban.