Sentía que yo misma era como Jeff, llorando a solas en el fondo de la casa por alguien a quien quería… ¿Dónde va a terminar esto? Tiene que terminar y no parece tener fin; simplemente continúa, una secuencia de explosiones, como la computadora de Bill Lundborg tratando de establecer cuál es el número más alto anterior a un número entero, una tarea imposible.
Poco después, Kirsten salió del hospital; se recuperó gradualmente de sus trastornos digestivos y, una vez curada, ella y Tim volvieron a Inglaterra. Antes de que salieran de Estados Unidos supe por ella que su hijo Bill estaba en la cárcel. El Servicio Postal Federal lo había contratado, y luego despedido.
Él, en respuesta al despido, había roto los cristales de la estafeta de San Mateo… con los nudillos desnudos. Evidentemente, estaba loco de nuevo. Si se podía decir que en algún momento no lo estuviera.
Por todo esto, perdí la pista de todos; no volví a ver a Bill después de aquel día en que me visitó; vi a Kirsten y a Tim unas cuantas veces, a ella más que a él, y luego me encontré sola y no muy feliz, preguntándome cuál era el sentido del mundo y especulando sobre él, si es que se lo encontraba. Tal como los períodos de cordura de Bill Lundborg, esto era materia discutible.
Un día el estudio jurídico y cerería dejó de funcionar. Mis dos empleadores fueron acusados de tráfico de drogas. Yo lo había previsto. Se podía ganar más dinero vendiendo cocaína que velas. En ese tiempo la cocaína no estaba de moda como ahora; pero aún así la demanda constituía una tentación que mis empleadores no pudieron resistir. Las autoridades lograron atraparlos por su incapacidad de decir que no al dinero; los dos fueron condenados a cinco años de cárcel. Estuve ociosa unos meses, ganando un seguro de paro, y luego entré como vendedora en la Musik Shop, en la Telegraph Avenue, cerca de Channing Way, donde trabajo ahora.
La psicosis adopta muchas formas. Puedes ser psicótico acerca de todo o concentrarte en un tema especial. Bill representaba la demencia ubicua; la demencia se había infiltrado en todas las facetas de su vida, al menos eso me parecía…
La idea fija de la locura es fascinante, si se inclina uno a ver con interés algo que es palpablemente imposible y sin embargo existe. Sobre-valencia es la noción de las posibilidades de la mente humana —posibilidades de que algo marche mal— y que, si no existiera, no podría ser supuesta. Con esto quiero decir sencillamente que es preciso ver una idea sobre-valente en plena acción para apreciarla. La expresión antigua es ideé-fixe. Idea sobre-valente es una expresión mejor; deriva de la mecánica, la química y la biología; es un término gráfico e involucra la noción de poder. Lo esencial de la valencia es el poder, y a esto me refiero; hablo de una idea que, apenas llega a la mente humana, quiero decir la mente de un ser humano determinado, no sólo persiste indefinidamente, sino que además consume todo el conjunto de la mente, de manera que, al final, desaparecen la persona y la mente como tales, y sólo perdura la idea sobre-valente.
¿Cómo comienza una cosa así? ¿Cuándo comienza? Jung habla en alguna parte —olvido en cuál de sus libros—, de una persona, una persona normal en cuya mente aflora un día cierta idea que no se marcha nunca. Además, dice Jung, después de que esa idea entra en la mente de esa persona, nada nuevo ocurre jamás en esa mente; para ella el tiempo se detiene; la mente muere. La mente, como una entidad viva y creciente, muere. Y sin embargo, la persona subsiste.
A veces, supongo, una idea sobre-valente penetra en la mente como un problema, o un problema imaginario. Esto no es tan raro. Te dispones a acostarte, por la noche, tarde, y de pronto aparece en tu mente la idea de que no has apagado las luces del coche. Miras por la ventana tu coche, que está en la calle, bien visible, y lo ves sin luces. Pero piensas: «Quizá dejé las luces encendidas tanto tiempo que se ha gastado la batería. Para asegurarme, debo bajar a ver.» Te pones una bata, bajas, abres la puerta del coche, te metes dentro, aprietas el interruptor de las luces frontales… Las luces se encienden. Las apagas, sales, cierras el coche y vuelves a casa. Lo que ocurre es que te has vuelto loco, psicótico. Porque no has tenido en cuenta el testimonio de tus sentidos; has visto por la ventana que las luces de tu coche estaban apagadas, pero has bajado de todos modos. Ese es el factor principal: has visto, pero no has creído. O a la inversa, no has visto algo pero lo has creído. Teóricamente, podrías oscilar una eternidad entre el coche y tu dormitorio, atrapado en un círculo cerrado sin fin, abriendo la puerta del coche, probando las luces, volviendo a la casa. Y entonces serías una máquina. Ya no más un ser humano.
Por otra parte, una idea sobre-valente puede presentarse no como un problema real o imaginario, sino como una solución.
Si se presenta como un problema, tu mente luchará contra ella, porque nadie realmente quiere problemas, o goza de ellos. Pero si surge como una solución —por supuesto, una falsa solución—, entonces no la combatirás, pues tiene un alto valor utilitario; es algo que necesitas, la has conjurado para satisfacer esa necesidad.
Es muy poco probable que te muevas circularmente entre tu coche y tu dormitorio el resto de tu vida; pero es muy posible que si te atormentan la culpa, el dolor, la inseguridad, y una vasta inundación de autoacusaciones que te asalta infaliblemente todos los días, aparezca, como solución, una idea fija persistente. Eso fue lo que vi en Kirsten y en Tim, a su regreso de Inglaterra, por segunda vez. Durante esa segunda estancia en Londres, en algún momento, una idea, una idea sobre-valente surgió en sus mentes, y eso fue todo.
Kirsten regresó varios días antes que Tim. No fui a recibirla al aeropuerto; nos encontramos en su habitación del piso superior del St. Francis, en la misma noble colina de San Francisco donde se encuentra la Grace Cathedral. Estaba desempacando activamente y pensé: «Dios mío, ¡qué joven parece…! En comparación con la última vez que la vi…, está resplandeciente. ¿Qué ha ocurrido?» Menos arrugas en su cara; se movía con ágil flexibilidad, y cuando entré en la habitación sonrió, sin la amarga tensión ni las diversas acusaciones tácitas a las que me había acostumbrado.
—Hola —dijo.
—Chica —dije—, estás espléndida.
Asintió.
—He dejado de fumar —sacó un paquete de una maleta abierta sobre la cama—. Te he traído un par de cosas. Llegarán más por barco; sólo pude meter esto aquí. ¿Quieres abrirlo ahora?
—No me recobro de mi asombro por lo bien que te veo.
—¿Crees que he perdido peso? —giró y se situó ante uno de los espejos de la suite.
—Algo así.
—Tengo un enorme baúl que viene en barco. Ah, si lo has visto; tú me ayudaste a empacar. Tengo mucho que contarte.
—Por teléfono dabas a entender…
—Sí —dijo Kirsten; se sentó en la cama, buscó en su bolso, lo abrió y sacó un paquete de cigarrillos Player’s; sonriendo, encendió uno.
—Creía que ya no fumabas —dije.
Reflexivamente, dejó el cigarrillo.
—Todavía lo hago de vez en cuando, por la costumbre…
Continuaba sonriendo, de un modo misterioso e intenso, aunque velado.
—Pues bien, ¿qué ocurre? —pregunté.
—Mira sobre la mesa.
Miré. Había un gran cuaderno.
—Ábrelo —dijo Kirsten.
—Está bien —tomé el cuaderno y lo abrí; en algunas páginas no había nada, pero en su mayoría estaban cubiertas por la escritura de Kirsten.
—Jeff ha vuelto con nosotros —me dijo—. Desde el otro mundo.
Si en ese momento le hubiese dicho: «Señora, está usted loca de remate» no lo habría hecho muy diferente… Y no me reprocho por no haber podido hacerlo. La confusión me dominaba sin atenuantes.
—Oh —dije, asintiendo—. Qué sabe una —intenté leer, pero no entendí—. ¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Fenómenos —dijo Kirsten—. Así los llamamos Tim y yo. Me clava las agujas debajo de las uñas por la noche y pone todos los relojes a las seis y media, que es la hora exacta en que murió.
—Oh —dije.
—Llevamos un registro —dijo Kirsten—. No queríamos decirte nada por carta ni por teléfono, queríamos contártelo personalmente. Por eso he esperado hasta hoy —alzó los brazos, excitada—. Angel, ha vuelto con nosotros.
—Coño —dije, mecánicamente.
—Cientos de incidentes. Cientos de fenómenos. Bajemos al bar. Empezó inmediatamente después de nuestro regreso a Londres. Tim fue a un médium. Dijo que era verdad. Sabíamos que lo era; no era necesario que nadie nos lo dijera, pero queríamos estar realmente seguros, porque pensábamos que no era posible, tan sólo posible, que fuera un poltergeist. ¡Pero no lo es! ¡Es Jeff!
—Diablos —dije.
—¿Crees que bromeo?
—No —respondí sinceramente.
—Porque los dos lo vimos. Y también los Winchell, nuestros amigos de Londres. Y ahora que estamos de vuelta en Estados Unidos, queremos que también tú lo veas y lo registres, para el nuevo libro de Tim. Está escribiendo un libro sobre esto, porque no sólo tiene sentido para nosotros, sino para todos, pues demuestra que el hombre existe en otro mundo después de morir aquí.
—Sí —dije—. Vamos al bar.
—El libro de Tim se llama «Desde el otro mundo». Ya ha recibido un anticipo de diez mil dólares por él; su editor cree que será un best seller.
—Estoy sorprendida —dije.
—Yo sé que no me crees —su tono se había vuelto duro, con ribetes de furia.
—¿Por qué razón no habría de creerte?
—Porque la gente no tiene fe.
—Tal vez, después de leer el cuaderno…
—Él, Jeff…, me quemó el pelo dieciséis veces.
—Oh.
—Y destrozó todos los espejos del apartamento. No una sino muchas veces. Nos levantábamos y los veíamos rotos sin haber oído nada, ninguno de los dos. El doctor Mason —el médium que visitamos— dijo que Jeff deseaba hacer que comprendiéramos que nos perdonaba. También a ti te ha perdonado.
—Oh —dije.
—No seas sarcástica —dijo Kirsten.
—No es mi intención ser sarcástica —dije—. Como puedes ver, me sorprende. No tengo palabras. Supongo que con el tiempo me recobraré —avancé hacia la puerta.
Edgar Barefoot, en una de sus charlas por la KPFA, habló de una forma lógica de la inferencia desarrollada en la India por la escuela hindú. Es muy antigua y ha sido muy estudiada, no sólo en la India sino también en Occidente. Es el segundo medio de conocimiento con que el hombre adquiere conocimiento adecuado y se llama anumana, que significa, en sánscrito, «medir alguna cosa, o inferencia». Tiene cinco etapas y no las detallaré, porque es difícil; pero lo más importante es que si desarrollan correctamente esas cinco etapas —el sistema contiene medios de prueba para determinar con precisión si se han desarrollado— se tiene la seguridad de haber pasado de la premisa a la conclusión correcta.
El elemento más distintivo del anumana es el tercer paso, la ilustración (udharahana); requiere lo que se llama una concomitancia invariable (vyapti; literalmente, «invasión completa»). La forma anumana de razonamiento por inferencia sólo funciona si se está absolutamente seguro de poseer un vyapti; no una concomitancia, sino una concomitancia invariable. Por ejemplo, a la noche se oye un ruido seco, fuerte, explosivo, con ecos. Quien lo oye, se dice: «Debe ser el escape de un coche, porque ése es el ruido que hace el escape de un coche.» Precisamente allí está la médula del razonamiento por inferencia, es decir, del efecto a la causa. Y por eso en Occidente muchos lógicos consideran sospechoso el razonamiento inductivo, y piensan que sólo se puede confiar en el deductivo. El anumana intenta lograr lo que se llama una base suficiente; la ilustración o udharahana exige una observación real —no supuesta— en todo momento, sosteniendo que no se puede presumir una concomitancia que no es ejemplificada.
Nosotros, en Occidente, no tenemos un silogismo exactamente igual al anumana; y es una vergüenza que no sea así, porque si poseyéramos una forma rigurosa de controlar nuestro razonamiento inductivo, el obispo Timothy Archer habría podido conocerla; y si así hubiera sido, habría sabido que, en realidad, el pelo quemado de su amante al despertar no demostraba que el espíritu de su hijo muerto había regresado desde el otro mundo, es decir desde el otro lado de la tumba. El obispo Archer podía lanzar términos como hysteron proteron porque esa falacia era conocida en el pensamiento griego, es decir, occidental. Pero el anumana viene de la India. Los lógicos hindúes distinguían una típica base falaz que destruía el anumana; la llamaban hetvabhasa («mera apariencia de una base») y se refería a un solo paso entre los cinco del anumana. Hallaron una variedad de formas de poner a prueba esta estructura de cinco pasos; un hombre de la inteligencia y educación del obispo Archer habría podido, o debería haber podido seguir cada una de esas formas. El hecho de que pudiera creer que unos pocos sucesos extraños no explicados significaban que Jeff no sólo estaba aún vivo (en alguna parte), sino que se comunicaba (de algún modo) con los vivos, demostraba, como Wallenstein con sus cartas astrológicas durante la Guerra de los Treinta Años, que la facultad del conocimiento preciso es variable, y depende, en último análisis, de lo que uno quiere creer, y no de lo que es. Un lógico hindú de hace muchos siglos habría visto de inmediato una falacia básica en el argumento que sostenía la inmortalidad de Jeff. y de este modo la voluntad de creer ahuyentaba a la mente racional, siempre y en todos los casos en que ambas entraban en conflicto. Esto es todo lo que yo podía suponer, fundándome en lo que estaba viendo.
Supongo que todos lo hacemos, y con frecuencia; pero se trataba de algo demasiado básico y evidente para ignorarlo. El hijo lunático de Kirsten, concretamente esquizofrénico, podía ver por qué era una exigencia ininteligible preguntarle a una computadora el número más grande menor de dos; pero el obispo Timothy Archer, un abogado, un erudito, un adulto cuerdo, veía un alfiler en la sábana junto a su amante y saltaba a la conclusión de que su hijo muerto se comunicaba con ellos desde otro mundo. Además, Tim escribía un libro a propósito de esto, un libro que sería publicado y leído; no sólo creía un disparate, sino que lo creía de una manera pública.
—Espera hasta que el mundo se entere —declaraba el obispo Archer, y también su amante. Quizá, vencer en el juicio por herejía lo había convencido de que era infalible; o que si se equivocaba, nadie podría destruirlo. Estaba errado en ambos casos; podía equivocarse, y había personas que podían causar su destrucción. Sin ir más lejos, él mismo podía destruirse.
Vi claramente todo esto mientras estaba con Kirsten en uno de los bares del St. Francis Hotel ese día. Pero no podía hacer nada. Su idea fija, que no era un problema sino una solución, no admitía razonamientos, aunque finalmente se convirtió en un nuevo problema. Habían tratado de resolver un problema con otro. No es así como se hace; no se puede resolver un problema con otro mayor. Así había tratado Hitler —increíblemente parecido a Wallenstein— de ganar la Segunda Guerra Mundial. Tim podía fustigar a su antojo mi razonamiento hysteron proteron, y luego ser víctima de los disparates ocultistas de la literatura barata. Así, también habría podido creer que unos viejos astronautas habían traído a Jeff de regreso de otro sistema solar.
Me dolía pensar en esto. Me dolían las piernas, me dolía todo el cuerpo. ¡Obispo Archer…! Yo no podía parar de hysteronproteronearme calle arriba y calle abajo; él era un obispo, yo sólo una chica con una graduación universitaria de California en humanidades… Una noche había escuchado a Edgar Barefoot hablar de esa cosa hindú, el anumana, y sabía más o podía más que el obispo de California; pero no tenía importancia porque el obispo de California no pensaba oírme, ni oír a nadie que no fuera su amante, que como él mismo, estaba tan hundida en la culpa y tan confundida por la intriga y el engaño derivados de su relación invisible, que desde mucho antes no podía razonar correctamente. Bill Lundborg, que estaba en la cárcel, habría podido arreglar las cosas. Un conductor de taxi elegido al azar les habría dicho que estaban destruyendo deliberadamente sus vidas, no sólo por creer lo que creían, lo que era en sí suficientemente destructivo, sino por la decisión de publicarlo. Está bien. Hazlo. Arruina tu maldita vida. Haz cartas astrales; lee horóscopos mientras se prepara la guerra más destructiva de los tiempos modernos. Ganarás un lugar en los libros de historia: el lugar del necio. Te sentarás en el banco alto del rincón; usarás el bonete cónico; desharás toda la actividad social que has construido de acuerdo con algunas de las mejores mentes del siglo. Para esto ha muerto el doctor Martin Luther King Jr. Para esto has marchado en Selma: para creer ahora —y decirlo públicamente— que el espíritu de tu hijo muerto clava alfileres debajo de las uñas de tu amante mientras duerme. Publícalo, no te detengas. Te lo ruego.
El error lógico, por supuesto, era que Kirsten y Tim razonaban hacia atrás, del efecto a la causa; no veían la causa; únicamente veían lo que llamaban «fenómenos» y de ellos inferían que Jeff era la causa secreta que operaba en o desde «el otro mundo». La estructura del anumana demuestra que este razonamiento inductivo no es en modo alguno un razonamiento; con el anumana uno parte de una premisa y avanza, a través de los cinco pasos, hasta la conclusión; y cada paso es estanco en relación con el anterior y el siguiente; pero no hay ninguna lógica sólida en acción si de espejos rotos y pelos quemados y relojes detenidos y demás basuras se infiere otra realidad en que los muertos no están muertos. Lo que se demuestra es que uno es crédulo y se conduce mentalmente al nivel de un niño de seis años; que no comprueba la realidad y se pierde en el autismo, en el cumplimiento del deseo. Pero es un autismo de tipo extraño, porque gira en torno de una sola idea; no invade todo el campo, toda la atención. Aparte de esa única premisa falsa, esa única inducción defectuosa, uno es lúcido y sano. Es una locura localizada, que permite hablar y actuar normalmente el resto del tiempo. Por eso, nadie te encierra; porque aún puedes ganarte la vida, bañarte, conducir un coche, sacar la basura por la noche. No estás loco como Bill Lundborg; y en cierto modo (según como definas «loco») no lo estás en absoluto.
El obispo Archer podía cumplir sus obligaciones pastorales. Kirsten podía comprar ropa en las mejores tiendas de San Francisco. Ninguno de ellos rompería con los puños desnudos los cristales de las ventanas de una estafeta de correos de los Estados Unidos. No se puede arrestar a nadie por creer que su hijo se comunica con este mundo desde el otro, ni por creer, para el caso, que existe otro mundo. Aquí la idea fija se disimula en la religión, al convertirse en una parte de la orientación ultraterrenal de las religiones reveladas del mundo. ¿Qué diferencia hay entre creer en un Dios que no se puede ver y creer en un hijo a quien no se puede ver? ¿Qué distingue una invisibilidad de otra? Hay, sin embargo, una diferencia, aunque confusa. Tiene que ver con la opinión general, una zona resbaladiza; muchas personas creen en Dios, y pocas que Jeff Archer pueda clavar alfileres bajo las uñas de Kirsten Lundborg mientras duerme; ésa es la diferencia, y así se ve claramente la subjetividad del asunto. Después de todo, Kirsten y Tim tienen esos malditos alfileres, el pelo quemado y los espejos rotos, por no mencionar los relojes parados. Pero ambos cometen un error lógico. Y no sé si la gente que cree en Dios comete un error, pues no es posible comprobar su sistema de creencias. Se trata sencillamente de fe.
Ahora yo había sido formalmente invitada a asistir como esperanzada espectadora a posteriores «fenómenos», y si ocurrían podría testimoniar lo que hubiera visto y añadir mi nombre al próximo libro de Tim, un libro que, como había dicho su editor, se vendería indudablemente más que los anteriores de él, cuyo tema era menos sensacional. Pero no podía negarme. Jeff había sido mi marido. Yo lo había amado. Hubiese querido creer. Y lo que era peor: sentía el motor psicológico que impulsaba a creer a Kirsten y a Tim, y no quería derrumbarles la fe —o la credulidad— pues alcanzaba a vislumbrar el efecto que tendría el cinismo. Los dejaría sin nada, una vez más llenos de culpa, una culpa que ninguno de ambos estaba en condiciones de sobrellevar. Por lo tanto, yo debía aceptar la situación, aunque sólo fuera pro forma. Debía demostrar interés, excitación, fe. No sería suficiente la neutralidad, se necesitaría entusiasmo. El daño ya estaba hecho, había sido hecho en Londres, antes de que me metieran en esto. La decisión ya había sido tomada. Si yo decía «es una locura», continuarían de todos modos, a pesar de la amargura. Al diablo con el cinismo, pensé mientras estaba con Kirsten en el bar del St. Francis. No hay nada que ganar y sí mucho que perder; y tampoco importa; Tim escribirá y publicará el libro, conmigo o sin mí.
Era un mal razonamiento. Que algo parezca inevitable no da motivo para apoyarlo voluntariamente. Pero eso es lo que pensé. Y vi también esto: si decía a Kirsten y a Tim cómo me sentía, probablemente no volvería a verlos nunca más; me alejarían, me harían a un lado; yo seguiría con mi empleo en la tienda de discos, y mi amistad con el obispo Archer iría quedando en el pasado. Significaba demasiado para mí. No podía perderlo.
Esa fue mi motivación falaz: mi deseo. Quería seguir viéndolos. Y por eso decidí ser cómplice, a sabiendas. Lo decidí entonces, en el St. Francis. Mantuve la boca cerrada, me reservé mis opiniones y me dispuse a registrar los fenómenos esperados, y participé en algo cuya estupidez conocía. El obispo Archer destruyó su carrera, y ni una sola vez traté de hablar con él para impedirlo. Después de todo, había tratado inútilmente de alejarlo de su relación con Kirsten. Esta vez, no sólo me vencería con sus argumentos; me apartaría. El costo sería demasiado alto para mí.
Yo no compartía su idea fija. Pero hice como ellos y hablé como ellos hablaban. El libro del obispo Archer menciona mi nombre; acredita mi «inapreciable ayuda» para anotar y registrar las diarias manifestaciones de Jeff, que no existían. Supongo que esto es lo que gobierna el mundo: la debilidad. Todo se resume en el poema de Yeats que dice: «los mejores carecen de toda convicción», o como sea exactamente. Todos conocen el poema, no tengo por qué citarlo.
«Cuando disparas contra un rey debes matarlo.» Si planeas decir a un hombre mundialmente famoso que es un tonto, debes afrontar el hecho de que perderás lo que no puedes obligarte a perder. Y por eso cerré mi jodida boca, bebí mi copa, pagué la copa de Kirsten y la mía, acepté los regalos que me había traído de Londres y prometí acompañarlos a esperar los próximos fenómenos y los nuevos acontecimientos.
Y lo haría de nuevo, si tuviese la oportunidad… Porque los amaba, tanto a Kirsten como a Tim. Los amaba más que a mi propia integridad. La amistad me parecía algo inmenso; y por lo tanto la importancia de la integridad, y la integridad misma, disminuyeron hasta desaparecer por completo. Dije adiós a mi integridad y conservé mis amistades. Otro tendrá que juzgar si procedí bien, porque aún no he perdido interés en el asunto. Aún veo solamente a dos amigos, que regresaban después de varios meses en el exterior, amigos a quienes había extrañado mucho tiempo y sin los cuales no podía vivir. Y había también, profundamente enclavado, un factor sutil que me urgía y que no he reconocido hasta hoy: me enorgullecía conocer a un hombre que había marchado con el doctor King en Selma, un hombre famoso que había sido entrevistado por David Frost y cuyas opiniones ayudaban a conformar el moderno mundo intelectual. Ahí está todo, en esencia. Yo me definía —definía mi identidad— como la nuera y amiga del obispo Archer.
Era una motivación perversa, pero que se había apoderado firmemente de mí. «Conozco al obispo Archer» decía mi mente en la obscuridad de la noche. Susurraba esas palabras, y conformaba mi autoestima; además, también yo sentía culpa por el suicidio de Jeff; y participando de la vida, la historia, los hábitos y modalidades del obispo Archer, perdía, o al menos sentía disminuir, mi inseguridad.
Pero en mi razonamiento había también un error lógico —aparte del ético— que no había percibido; con su locura crédula y supersticiosa, el obispo de California echaría a los vientos su influencia, su poder de control de la opinión pública, ese mismo poder que me atraía de él. Si ese día en el St. Francis yo hubiera podido aprehender con exactitud la situación, habría previsto esto y actuado luego de otra manera. El obispo no sería por mucho tiempo un gran hombre; se transformaría de autoridad en fraude. Y así, buena parte de su atracción se desvanecería pronto. De manera que, en ese sentido, yo vivía en la ilusión tanto como él. Pero mi mente no registró eso aquel día. Pensaba en él como era entonces, no como sería dentro de pocos años. También yo actuaba al nivel de los seis años. No hice ningún mal, realmente; pero tampoco hice bien, y me envilecí para nada. Nada bueno salió de eso; y cuando miro atrás lamento amargamente no haber tenido entonces la comprensión que tengo ahora. El obispo Archer nos arrastró porque lo amábamos y creíamos en él, aun cuando sabíamos que estaba equivocado; y éste es un terrible pensamiento, una cuestión que debería incitar el temor moral y espiritual. Ahora lo genera en mí, pero no fue así en ese momento. Mi temor llegó demasiado tarde, como una visión retroactiva.
Esto puede parecer un aburrido parloteo; pero es algo más para mí. Es la angustia de mi corazón.