Antes de que Tim y Kirsten pudieran regresar a Inglaterra, el Sínodo de Obispos Episcopales decidió investigar el asunto de la posible herejía de Tim. Los puñeteros obispos —supongo que debería decir «conservadores», que es más cortés— que lo acusaban se demostraron estúpidamente incapaces de montar un ataque victorioso. Tim emergió del Sínodo oficialmente reivindicado. Este resultado llegó a los periódicos y las revistas, por supuesto. En ningún momento Tim sintió la menor preocupación. Además, a causa del suicidio de Jeff, tenía la simpatía pública a su favor. Siempre la había tenido; pero ahora, a causa de la tragedia en su vida personal, era aún mayor.
En alguna parte Platón sostiene que si piensas atacar a un rey, debes asegurarte de que lo matarás. Los obispos conservadores, al no conseguir destruir a Tim, lo hicieron más fuerte que nunca con su propia derrota; como se suele decir, el tiro salió por la culata. Tim sabía ahora que nadie, en la Iglesia Episcopal de Estados Unidos, podía derribarlo. Sólo él mismo podría lograr su propia destrucción, si era necesario.
En cuanto a mí y a mi propia vida, era dueña ahora de la casa que Jeff y yo habíamos comprado a plazos. Jeff había hecho testamento, merced a la insistencia de su padre. Yo me quedaba con todo lo que había, que no era mucho. Como había podido ganar el sustento para ambos, no tenía ningún problema financiero. Seguí trabajando en el estudio jurídico y cerería. Durante un tiempo pensé que, muerto Jeff, me iría alejando gradualmente de Tim y de Kirsten. Pero no ocurrió así. Al parecer, Tim había encontrado en mí alguien con quien hablar. Después de todo, yo era una de las únicas personas que conocía la historia de su relación con su secretaria general y agente de negocios. Y era yo también, por supuesto, quien los había reunido.
Además de eso, Tim no se alejaba de las personas que habían llegado a ser sus amigos. Yo era en ese momento más que eso; existía entre ambos mucho afecto, y a través de él, gran comprensión. Éramos lo que se dice buenos amigos, de una manera tradicional. El Obispo de California, que tenía puntos de vista tan radicales y teorías tan atrevidas, era en la vida cotidiana un ser humano a la antigua, en el buen sentido del término. Era leal a sus amigos y jamás dejaba de serlo, como informé años más tarde a Mrs, Marion, mucho después de que Tim y Kirsten hubiesen muerto, como mi marido. Se ha olvidado que el obispo Archer amaba a sus amigos y adhería a ellos aunque nada tuviera que ganar, en el sentido de que poseyeran o no algún poder de mejorar su posición o su carrera, o de otorgarle alguna ventaja en el mundo práctico. En ese mundo, yo solamente era una mujer que trabaja como secretaria en un estudio jurídico, que tampoco era importante. Tim nada tenía que ganar, estratégicamente, de su relación amistosa conmigo; pero la mantuvo hasta su muerte.
Durante el período siguiente a la muerte de Jeff, Kirsten mostró síntomas progresivos de un deterioro físico que finalmente fue diagnosticado por los médicos inequívocamente como peritonitis, un mal del que se puede morir. El obispo pagó todos los gastos que alcanzaron a una enorme suma; ella languideció durante diez días en la unidad de cuidados intensivos de uno de los mejores hospitales de San Francisco, quejándose amargamente de que nadie la visitaba ni se preocupaba por ella. Tim, que volaba por todos los Estados Unidos dando conferencias, la veía tanto como podía, aunque eso no se acercaba ni remotamente a lo que ella deseaba. Yo iba a la ciudad a verla con la mayor frecuencia posible. La mía, como la de Tim, era (a su juicio) una respuesta demasiado inadecuada a su enfermedad. La mayor parte del tiempo que yo pasaba con ella era una diatriba unilateral en que ella se quejaba de él y de todo en la vida. Había envejecido.
Me parece casi carente de sentido decir «sólo eres tan viejo como te sientes» porque, de hecho, la edad y la muerte van a triunfar, y esa estúpida afirmación es únicamente aplicable a las personas de buena salud que no han sufrido los traumas que había padecido Kirsten Lundborg. Su hijo Bill había revelado una infinita capacidad de locura y ella se sentía culpable; sabía también que su relación con Tim había sido un factor importante en el suicidio de Jeff, lo que la tornaba amargamente severa conmigo, como si la culpa —su culpa— la obligara a abusar crónicamente de mí, principal víctima de la muerte de Jeff.
En realidad, no quedaba gran cosa de nuestra amistad. Sin embargo, yo la visitaba en el hospital; siempre me vestía para estar espléndida y le llevaba algo que no podía comer, si era comida, ni usar.
—No me permiten fumar —dijo una vez, a modo de saludo.
—Por supuesto —respondí—. Volverías a incendiar tu cama. Como aquella vez —casi se había asfixiado, pocas semanas antes de ir al hospital.
—Tráeme algunas madejas —pidió.
—«Madejas» —dije con extrañeza.
—Voy a tejer un suéter. Para el obispo —su tono marchitaba la palabra; Kirsten lograba introducir en las palabras un antagonismo poco frecuente—. El obispo necesita un suéter —agregó.
Su animosidad estaba centrada en el hecho de que Tim había llevado sus asuntos perfectamente sin ella; en ese momento estaba en algún punto de Canadá, pronunciando un discurso. Kirsten había pensado durante cierto tiempo que Tim no lograría sobrevivir una semana sin su ayuda. Su confinamiento en el hospital había demostrado cuán equivocada estaba.
—¿Por qué los mexicanos no quieren que sus hijas se casen con negros?
—Porque los niños serían demasiado perezosos para robar —dije.
—¿Cuándo un hombre de color se convierte en un negro?
—Apenas se marcha de la habitación —me senté en una silla de plástico, junto a la cama—. ¿Cuál es el momento más seguro para conducir tu coche?
Kirsten me lanzó una mirada hostil.
—Pronto saldrás de aquí —dije, para alegrarla.
—Jamás saldré de aquí. El obispo está, probablemente… No importa. Detrás de algún culo en Montreal. O donde esté. ¿Sabes? Me llevó a la cama la segunda vez que nos vimos. Y la primera había sido en un restaurante de Berkeley.
—Yo estaba.
—Por lo cual no pudo. Si hubiera podido, lo habría hecho. ¿No te sorprende eso en un obispo? Te podría decir unas cuantas cosas, pero… no lo haré —dejó de hablar, enojadísima.
—Me alegro —dije.
—Te alegras…, ¿de qué? ¿De que no te las diga?
—Si lo haces —dije—, me levantaré y me iré. Mi terapeuta me ha ordenado que te ponga límites.
—Ah, sí, tú también. Estás en terapia, como mi hijo. Deberías estar con él. Podríais practicar alguna terapia ocupacional, como hacer serpientes de arcilla.
—Me voy —dije. Me puse de pie.
—Oh, Dios —dijo Kirsten, con irritación—. Siéntate.
—¿Sabes qué fue de ese cretino mongoloide sueco que huyó de un asilo en Estocolmo? —pregunté.
—No sé.
—Lo encontraron trabajando como maestro de escuela en Noruega.
—Vete a hacer puñetas a… —dijo Kirsten, riendo.
—No tengo necesidad. Me arreglo perfectamente.
—Es probable —asintió—. Me gustaría estar de vuelta en Londres. No has estado nunca en Londres…
—No había bastante dinero —dije—. En el Fondo Discrecional del Obispo. Para Jeff y para mí.
—Es verdad. Lo gasté íntegro.
—La mayor parte.
—De nada me sirvió —dijo Kirsten—. Tim estaba todo el tiempo con esos maricones de traductores. ¿Te contó que Jesús es un fraude? Sorprendente. Con dos mil años de retraso descubrimos que otra persona inventó todos esos Logia y las frases de «Yo soy». Nunca había visto a Tim tan deprimido; pasaba el tiempo mirando el suelo, en nuestro apartamento, un día tras otro.
No respondí nada.
—¿Crees que es importante? —preguntó Kirsten—. ¿…que Jesús sea un fraude?
—No para mí. A mí no me interesa.
—No han publicado lo más importante, en realidad. Acerca del hongo. Lo mantendrán en secreto todo lo que puedan. Sin embargo…
—¿Qué hongo?
—El anokhi.
—¿…el anokhi es un hongo? —pregunté con incredulidad.
—Es un hongo. Era un hongo entonces. Lo criaban en cuevas, los zadokitas.
—Cristo —dije.
—Hacían un pan con él. Hacían un caldo y lo bebían. Bebían el caldo, comían el pan. De allí surgen las dos especies de la hostia, el cuerpo y la sangre. Al parecer, el anokhi era un hongo tóxico, pero los zadokitas sabían cómo quitarle la toxicidad, al menos lo suficiente para que no los matara. Les daba alucinaciones.
Empecé a reír.
—Entonces…
—Sí, se drogaban —ahora también Kirsten reía, a su pesar—. Y Tim tiene que ir todos los domingos a la Grace Cathedral y dar la comunión sabiendo eso, que simplemente hacían viajes psicodélicos, como los chicos de Height-Ashbury. Creí que moriría cuando lo supo.
—Entonces, Jesús era un traficante —dije.
Ella asintió.
—Los Doce, los discípulos, estaban contrabandeando anokhi a Jerusalén, esto es lo que se cree, cuando fueron sorprendidos. Esto confirma lo que suponía John Allegro, si has visto su libro… Es uno de los principales eruditos en lenguas del Cercano Oriente. Y el traductor oficial de los rollos de Qumran.
—Nunca vi su libro —dije—, pero sé quién es. Jeff hablaba siempre de él.
—Allegro pensaba que los cristianos primitivos tenían un culto fundado en los hongos; lo había deducido de ciertas evidencias del Nuevo Testamento. Y encontró un fresco, una pintura mural de los cristianos primitivos con un inmenso hongo amania muscaria…
—Amanita muscaria —rectifiqué—. Son rojos, y terriblemente venenosos. Así que, entonces, los primeros cristianos encontraron un medio de quitarles el veneno…
—Es lo que supone Allegro. Y tenían visiones —Kirsten reía.
—¿Existen realmente hongos anokhi? —pregunté; yo sabía algo de hongos…, antes de casarme con Jeff, había estado con un micólogo aficionado.
—Probablemente existían, pero hoy nadie sabe cómo pueden ser. Hasta ahora no se ha hallado ninguna descripción en los Documentos Zadokitas. No hay forma de saber qué hongo era ni si existe todavía.
—Quizá causaban algo más que alucinaciones —dije.
—¿Qué más?
Entró una enfermera.
—Ahora tiene que marcharse —me dijo.
—Está bien.
Me levanté y recogí el abrigo y el bolso.
—Acércate —me dijo Kirsten, cogiéndome del brazo, y susurró directamente en mi oído—: ¿…orgías?
Le di un beso y me marché del hospital.
Volví a Berkeley y fui en autobús a la vieja casita de campo donde habíamos vivido con Jeff. Mientras caminaba por el sendero vi a un joven acurrucado en un rincón de la galería; me detuve atemorizada… ¿Quién era?
Bajo, robusto, de pelo rubio claro, se inclinaba para acariciar a mi gato Magnificat, enroscado y feliz junto a la puerta del frente. Miré un rato y pensé si sería un vendedor o algo así. Usaba pantalones demasiado grandes y una camisa de colores vivos. Mientras acariciaba a Magnificat tenía la expresión más dulce que he visto en una cara humana; ese chico, que evidentemente jamás había visto a mi gato, irradiaba una especie de ternura, de amor palpable, completamente nuevos para mí. Algunas de las primeras estatuas del dios Apolo revelan esa dulce sonrisa. Absorto en su contacto con Magnificat, no advertía mi cercana presencia; yo miraba, fascinada, sobre todo porque Magnificat era un viejo macho de modales bruscos que normalmente no permitía que se le acercaran extraños.
De pronto, el chico alzó la mirada. Sonrió con timidez y se puso de pie torpemente.
—Hola.
—Hola —avancé con cautela, lentamente.
—Encontré a este gato —parpadeó, sin dejar de sonreír; tenía ojos azules, desprovistos de toda malicia.
—Es mi gato —dije.
—¿Cómo se llama?
—Magnificat.
—Es muy bonito.
—¿Quién eres? —pregunté.
—Soy el hijo de Kirsten. Bill.
Eso explicaba los ojos azules y el pelo rubio.
—Yo soy Angel Archer —dije.
—Ya sé. Nos hemos conocido. Pero era… —vaciló—. No estoy seguro de cuándo fue. Me han dado electroshocks… Mi memoria no es muy buena.
—Sí —dije—. Creo que nos hemos visto. Vengo de ver a tu madre en el hospital.
—¿Puedo usar tu cuarto de baño?
—Por supuesto —dije; saqué las llaves del bolso y abrí la puerta—. Perdona el desorden. Trabajo; no estoy en casa bastante tiempo para tenerla arreglada. El cuarto de baño está pasando la cocina, al final. Sigue adelante
Bill Lundborg no cerró la puerta del baño; oí que orinaba ruidosamente. Llené la tetera y la puse al fuego. Extraño, pensé. Es el hijo del que ella se burla. Como de todos nosotros.
Bill Lundborg reapareció, consciente de sí mismo, sonriendo con ansiedad, evidentemente muy incómodo. No había descargado la cisterna. Y pensé de inmediato: Acaba de salir del hospital, el hospital mental, estoy segura.
—¿Quieres café? —ofrecí.
—Sí.
Magnificat entró en la cocina.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Bill.
—No tengo idea. Lo salvé de un perro. Quiero decir, ya estaba crecido. Probablemente vivía por aquí.
—¿Cómo está Kirsten?
—Bastante mejor —dije; señalé una silla—. Siéntate.
—Gracias —se sentó, apoyó los brazos en la mesa de la cocina, entrelazó los dedos. Su piel era muy blanca. Habitante forzoso de interiores, pensé. Enjaulado—. Me gusta tu gato.
—Puedes darle de comer —dije; abrí la nevera y saqué una lata de alimento para gatos.
Mientras Bill daba su comida a Magnificat, los miré. Miré el cuidado con que tomaba cucharadas de alimento, sistemáticamente, con la atención profundamente concentrada, como si fuera muy importante aquello que hacía; tenía la mirada clavada en Magnificat, y mientras contemplaba al viejo gato volvió a sonreír, con esa sonrisa que tanto me había sobresaltado y conmovido.
Golpéame, oh Dios, pensé, recordando algo por alguna extraña razón. Golpéame, mátame; han hecho tanto daño a este chico dulce y bueno que ya casi no queda nada. Le han quemado los circuitos con la pretensión de curarlo. Jodidos sádicos, pensé, con sus batas esterilizadas. ¿Qué saben del corazón humano?
Tenía ganas de llorar.
Y volverá allá, pensé. Como dice Kirsten. Pasará entrando y saliendo del hospital el resto de su vida. Jodidos hijos de puta.
Golpea mi corazón,
Dios de tres personas;
pues si hasta ahora sólo has llamado,
alentado, pulido y tratado de enmendar,
para que yo pueda erguirme y elevarme,
derríbame
y emplea tu fuerza.
Rompe, sopla, quema y hazme de nuevo.
Yo,
como una ciudad usurpada que a otro se debe,
trabajo para dejarte entrar, pero, oh, inútilmente.
Razona en mí tu virrey; quisiera defenderme,
pero está cautivo, y se demuestra falso o débil.
Sin embargo te amo,
y mucho querría ser amado,
pero estoy prometido a tu enemigo;
Divórciame, desata o rompe nuevamente el nudo,
Llévame a ti, aprisióname, porque nunca,
excepto si me cautivas, seré libre,
ni casto, excepto si me violas.
Mi poema favorito de John Donne; brotó de mí, en mi mente, mientras veía cómo Bill Lundborg daba de comer a mi viejo y deslucido gato.
Y me río de Dios, pensé; para mí no tiene sentido lo que Tim cree y enseña, ni el tormento que siente por esas novedades. Me estoy engañando; a mi propia y laboriosa manera, comprendo. Mira cómo atiende a ese gato ignorante. Él —ese chico— habría podido llegar a ser veterinario, si no lo hubieran mutilado, destrozado su mente. ¿Qué me había dicho Kirsten? Le asusta conducir; no saca la basura por la noche; no se baña y luego llora. También yo lloro, pensé, y a veces dejo que la basura se amontone, y una vez casi me salí de la pista en Hoffman y tuve que dar marcha atrás. Enciérrenme, pensé. Enciérrennos a todos. ¿Es ésta, entonces, la aflicción de Kirsten? ¿…que este chico sea su hijo?
Bill dijo:
—¿Puedo darle algo más? Aún tiene hambre.
—Todo lo que veas en la nevera —respondí—. ¿Quieres tú algo de comer?
—No, gracias —volvió a acariciar al terrible gato viejo, un gato que nunca dejaba que nadie se le acercara. Ha domesticado a ese animal, pensé; lo ha vuelto manso, como es él mismo: manso.
—¿Has venido en el autobús? —pregunté.
—Sí. Tuve que devolver mi licencia de conductor. Yo conducía, pero…
—Yo vengo en el autobús —dije.
—Tenía un coche grande —dijo Bill—. Un Chevy 56. Ocho cilindros, el ocho grande que hacían; era sólo el segundo año que Chevrolet hacía un ocho cilindros; el primero fue el 55.
—Son coches muy caros —dije.
—Sí. Chevrolet había cambiado la carrocería. Después de la más alta y más corta que hacía hasta entonces. La diferencia entre el Chevy 55 y el 56 está en la parrilla delantera; si lleva luces de giro en ella, se puede afirmar que es un 56.
—¿Dónde vives? —pregunté— ¿…en el centro?
—No vivo en ninguna parte. Salí de Napa la semana pasada. Me soltaron porque Kirsten está enferma. Vine hasta aquí haciendo dedo. Un hombre me llevó a pasear con su Stingray —sonrió—. Hay que sacar a la carretera esos 'Vettes una vez por semana; de lo contrario, se les forma un depósito de carbón en el motor. Este arrojaba carbón todo el tiempo. Lo que no me gusta del 'Vette es la carrocería de fibra de vidrio; no se puede reparar —explicó—. Pero ciertamente son bonitos. Ese era blanco. No recuerdo el año, aunque el hombre me lo dijo. Íbamos a ciento sesenta, pero la policía vigila cuando ve un 'Vette…, esperan que uno exceda el límite. Teníamos un patrullero detrás, pero tuvo que pasar y alejarse con la sirena funcionando; alguna emergencia, seguramente. Aceleramos cuando se marchó. Estaban enojados pero no podían ocuparse de nosotros; tenían demasiada prisa.
Le pregunté, con todo el tacto que pude, por qué había venido a verme.
—Quería preguntarte una cosa —dijo Bill—. Conocí a tu marido. Tú no estabas en casa; estabas trabajando o algo así. Él estaba solo. ¿No se llamaba Jeff?
—Sí —dije.
—Yo quería saber… —Bill vaciló—. ¿Podrías decirme por qué se mató?
—Una cosa así supone una cantidad de factores… —me senté junto a la mesa de la cocina, frente a él.
—Yo sé que estaba enamorado de mi madre.
—Ah —dije—. Sabes eso.
—Sí, Kirsten me lo dijo. ¿Era la razón principal?
—Tal vez —dije.
—¿Cuáles eran las otras razones?
Guardé silencio.
—¿Me dirías una cosa? —dijo Bill—. Una cosa particular. ¿Tenía trastornos mentales?
—Estuvo en terapia. Pero no terapia intensiva.
—He estado pensando en eso —continuó Bill—. Estaba enojado con su padre por causa de Kirsten. En gran parte debía ser eso. Mira, cuando estás en el hospital…, en el hospital mental, conoces mucha gente que ha intentado suicidarse. Tienen las muñecas cortajeadas. Por eso se sabe siempre. Lo mejor, cuando se hace eso, es cortar hacia arriba, en la dirección de las venas —me mostró el brazo desnudo, señalando—. El error que comete la mayoría es cortar en la muñeca, en ángulo recto con las venas. Teníamos un tipo que se había hecho una herida de unos veinte centímetros en el brazo, y… Tal vez medio centímetro de ancho —vaciló en el cálculo— Y sin embargo pudieron coserlo. Había estado dentro meses. Una vez, durante la sesión de grupo, dijo que sólo quería ser un par de ojos en la pared, para poder ver a todos sin que nadie pudiera verlo a él. Sólo un observador; no una parte de lo que ocurría. Ver y oír, nada más. Claro que para eso habría necesitado también un par de orejas.
Por mi vida, no pude pensar nada que decir.
—Los paranoides tienen miedo de que los miren —agregó Bill—. Por eso la invisibilidad es importante para ellos. Una mujer no podía comer si alguien la miraba. Siempre se llevaba la bandeja a su habitación. Creería que comer era sucio… —Bill sonrió. Yo logré devolver su sonrisa.
Qué extraño es esto, pensé. Una conversación irreal, como si no estuviera ocurriendo de veras.
—Jeff sentía gran hostilidad —dijo Bill—. Contra su padre y contra Kirsten, y tal vez contra ti, aunque pienso que mucho menos. Hablamos de ti el día que vine. No recuerdo cuándo era. Yo tenía permiso por dos días. También vine haciendo dedo. No es difícil. Me trajo un camión, pese a que tenía un cartel de «Pasajeros no». Traía substancias químicas, pero no tóxicas; si llevan tóxicos o combustibles no levantan a nadie, pues en caso de accidente, si uno muere o se envenena, el seguro queda sin efecto.
Otra vez no pude pensar en nada; asentí.
—En el caso de un accidente donde el pasajero que viaja a dedo muere o se lastima, la ley presume que viaja a su propio riesgo. Y por eso no puede haber ningún juicio. Así es la ley de California. No sé cómo será en otros estados.
—Sí —dije—. Jeff estaba furioso con Tim.
—¿Sientes animosidad contra mi madre?
Después de pensármelo bien durante un buen rato, dije:
—Sí. Verdaderamente, sí.
—¿Por qué? No era su culpa. Una persona que se mata asume toda la responsabilidad. Aprendimos eso. Uno aprende un montón en el hospital, descubre cantidad de cosas que la gente de afuera no sabe. Es un curso acelerado de realidad, lo que es la última… paradoja —hizo un gesto—. Porque allí está, presumiblemente, la gente que no enfrenta la realidad. Así es como llegan al hospital mental del estado, como el Napa, y tienen que enfrentar de golpe mucha más realidad que los demás. Y la enfrentan bien. He visto cosas que me han enorgullecido, pacientes que ayudan a otros. Una vez, esa mujer, de unos cincuenta años, me dijo: «¿Puedo confiar en ti?». Me hizo jurar que mantendría el secreto. Le prometí que no diría nada. Dijo: «Esta noche me voy a matar.» Y me explicó de qué manera. No era un pabellón cerrado. Tenía el coche en el estacionamiento, y una llave, y ellos —los médicos— no lo sabían; creían que tenían todas sus llaves pero ella había logrado quedarse con ésa. Entonces yo pensé qué debía hacer. ¿Decirle al doctor Gutman? Él estaba a cargo del pabellón. Pero lo que hice fue escaparme al parking —yo sabía cuál era su coche— y como quitarle el cable que va… bueno, tú no sabes. Que va de la bobina al distribuidor. No se puede poner en marcha el motor sin ese cable. Es fácil sacarlo; cuando uno deja el coche en un sitio peligroso, y tiene miedo de que lo roben, se quita ese cable. Sale muy fácil. Ella apretó el arranque hasta que se gastó la batería y después volvió. Estaba furiosa, pero más tarde me dio las gracias —Bill reflexionó y luego dijo, mitad para sus adentros—: Ella pensaba chocar de frente contra otro coche en el puente de la Bahía. Así que también a él lo salvé, al otro coche. Podía haber sido una furgoneta llena de chicos.
—Dios mío —dije débilmente.
—Fue una decisión que tuve que tomar de prisa —dijo Bill—. Apenas supe que tenía esa llave…, había que hacer algo. Era un gran Mercedes. Plateado. Casi nuevo. Ella tenía mucho dinero. En una situación tal no hacer nada es como ayudar a matarse…
—Habría sido mejor avisarle al doctor —dije.
—No —sacudió la cabeza—. Entonces, ella… Es difícil de explicar. Ella sabía que yo lo hice para salvarle la vida, no para meterla en líos. Si le hubiera contado a los médicos, y especialmente al doctor Gutman, habría pensado que yo simplemente quería que estuviera allí dos meses más. Pero de ese modo, nadie lo supo, y no la retuvieron más tiempo del previsto originalmente. Cuando salí —ella había salido antes— fue un día a lo que es mi casa. Yo le había dado mi dirección; fue en el mismo Mercedes, lo reconocí enseguida. Quería saber cómo me iba.
—¿Y cómo te iba? —pregunté.
—Bastante mal. No tenía dinero para pagar el alquiler; me iban a echar. Ella tenía un montón de dinero; su marido era rico. Tenían muchas casas de apartamento en toda California, hasta San Diego. Volvió al coche y me dio un rollito; yo creí que eran níqueles, ya sabes…, esos rollos que hacen con las monedas. Pero abrí una punta y eran monedas de oro. Me dijo después que tenía parte de su dinero en forma de oro. Eran de alguna colonia inglesa. Me dijo que cuando las vendiera, especificara que eran «B.U.». Eso quiere decir nuevas, sin circulación. Un término del mercado de monedas. Una moneda «B.U.» Vale más. Las vendí y me dieron doce dólares por cada una. Me guardé una, pero la perdí. Me dieron como seiscientos dólares por el rollo, sin contar la que faltaba —se volvió y miró la cocina—. El agua hierve.
Vertí el agua en la cafetera.
—El café de filtro que no hierve —dijo Bill—, es mucho mejor que el preparado al vapor, ese que sube y vuelve a bajar.
—Es verdad —respondí.
Bill agregó:
—He estado pensando mucho en la muerte de tu marido. Parecía una persona realmente encantadora. A veces, eso es un problema.
—¿Por qué?
—Muchas enfermedades mentales se deben a que las personas reprimen su hostilidad y tratan de ser amables, demasiado amables. No se puede reprimir siempre la hostilidad. Todo el mundo la tiene; hay que sacarla.
—Jeff era muy tranquilo —dije—. Era difícil hacer que peleara. En las peleas matrimoniales, normalmente era yo la que me enojaba.
—Kirsten dice que tomaba ácido.
—No creo que fuera verdad —dije—. Que tomara ácido.
—Mucha gente que tiene problemas los debe a las drogas. Se ven muchos en el hospital, y no siempre por las drogas mismas, en contra de lo que se dice. En su mayoría, por mala nutrición; la gente que se droga se olvida de comer, y cuando comen, comen mala comida. Los músculos… Todos los drogados tienen moretones, salvo, por supuesto, si toman anfetaminas, en cuyo caso no comen nada. Lo que parecen psicosis causadas por el cerebro intoxicado en la gente que toma anfetaminas es en verdad una deficiencia de los electrolitos galvánicos. Que se pueden reemplazar con toda facilidad.
—¿En qué trabajas? —pregunté; ya no se veía incómodo, hablaba con mayor confianza.
—Soy pintor —dijo Bill.
—¿Te interesa algún artista en…?
—Pintor de coches —sonrió suavemente—. Pintura a soplete. En Leo Shine’s. En San Mateo. «Pintaré su coche del color que usted quiera por cuarenta y nueve cincuenta y le daré una garantía escrita por seis meses.» —rió, y yo también reí; había visto los anuncios de TV de Leo Shine’s.
—Yo quería mucho a mi marido —dije.
—¿Iba a ser sacerdote?
—No. No sé qué quería ser.
—Tal vez nada. Yo estoy haciendo un curso de programación de computadoras. Ahora estudio algoritmos. Un algoritmo es una receta, como las que se usan para hacer pasteles. Es una secuencia de pasos crecientes que a veces utiliza repeticiones preestablecidas; ciertos pasos deben reiterarse. El aspecto esencial del algoritmo es que sea significativo; suele ocurrir que se pregunte involuntariamente a una computadora algo que no puede contestar; no porque sea estúpida sino porque realmente la pregunta no tiene respuesta.
—Comprendo —dije.
—Dime el número más alto que sea menor de dos —dijo Bill—. ¿Te parece que ésta es una pregunta significativa?
—Sí —respondí—. Lo es.
—No —movió la cabeza—. No existe ese número.
—Yo sé cuál es —dije—. Es uno, coma, nueve…
—Tendrías que llevar la secuencia de dígitos hasta el infinito. Esa pregunta no es inteligible. Por eso, el algoritmo es erróneo. Le pides a la computadora algo que no se puede hacer. Si tu algoritmo es ininteligible, la computadora no puede responder, aunque en general lo intenta.
—Basura que entra —dije—, basura que sale.
—Así es —asintió.
—Ahora —dije—, te voy a hacer yo una pregunta. Te voy a decir un proverbio, alguno muy común. Si no lo conoces…
—¿Cuánto tiempo tendré?
—No se toma el tiempo. Dime sólo qué quiere decir el proverbio «Escoba nueva barre bien». ¿Qué significa?
Después de una pausa, Bill respondió:
—Significa que una escoba vieja se gasta y hay que tirarla.
Dije luego:
—El niño quemado teme al fuego.
Nuevamente guardó silencio por un instante, con la frente arrugada.
—Los niños suelen quemarse, especialmente cerca de la cocina. De una cocina como ésta —señaló la mía.
—«Sobre llovido, mojado» —pero ya sabía. Bill Lundborg tenía un trastorno del pensamiento; no podía explicar los proverbios y simplemente los repetía en términos concretos, los mismos en que habían sido expuestos.
—A veces llueve mucho y te mojas —dijo, vacilando—. Especialmente, cuando no lo esperas.
—«Vanidad, tu nombre es mujer».
—Las mujeres son vanidosas. Eso no es un proverbio. Es una cita de alguien.
—Es verdad —dije—. Lo has hecho muy bien —pero en verdad, en verdad, como decía Tim, o como decía Jesús, o los zadokitas, esta persona era totalmente esquizofrénica, según el Test de Proverbios de Benjamin. Yo sentía un vago y extraño dolor al comprender esto mientras lo veía, tan joven y físicamente sano, y tan incapaz de pensar de modo abstracto. Tenía la clásica incapacidad cognitiva de la esquizofrenia; su raciocinio se limitaba a lo concreto.
Ya puedes olvidarte de ser programador de computadoras, dije para mí misma. Pintarás coches deportivos a soplete hasta que llegue el Juez Escatológico y nos libere a todos de nuestras preocupaciones. Te libere a ti y me libere a mí y a cada persona, y entonces, tu mente enferma será, presumiblemente, curada. Arrojada a un cerdo que pasa, para que salte por un precipicio a su destino. Adonde pertenece.
—Perdón —dije; salí de la cocina y fui a través de la casa hasta el punto más alejado de Bill Lundborg. Me apoyé contra la pared con la cara apretada contra el brazo. Podía sentir mis lágrimas sobre mi piel, lágrimas calientes… Pero no hice ruido.