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No mucho después, Jeff y yo fuimos invitados a visitar al obispo de California y a su amante en su escondite de Tenderloin. Era, como vimos, una especie de fiesta. Kirsten había preparado canapés y hors d’oeuvres; llegaba a nosotros el olor de la comida que se cocinaba… Tim me pidió que lo llevara a comprar vino en una tienda cercana; lo habían olvidado. Elegí el vino. Mientras yo pagaba, Tim miraba el vacío, como abstraído. Supongo que cuando uno ha sido miembro de Alcohólicos Anónimos aprende a desaparecer en las tiendas de licores.

De vuelta en el apartamento, encontré en el botiquín del cuarto de baño un frasco de Dexamil, inmenso, del tamaño recomendado cuando uno parte en un largo viaje. ¿Kirsten tomando speed?[3]

Sin hacer ruido, tomé el frasco. En el marbete estaba el nombre del obispo. Mira, pensé; deja la bebida y pasa al speed. ¿No deberían tenerlo en cuenta los AA? Descargué la cisterna, para hacer algo de ruido, y mientras el agua gorgoteaba abrí el frasco y metí en mi bolsillo unas pocas tabletas de Dex. Esto es algo que se hace automáticamente cuando se vive en Berkeley; a nadie le asombra. Por otra parte, nadie, en Berkeley, deja sus drogas en el cuarto de baño.

Luego los cuatro estábamos tranquilamente sentados en el modesto living. Todos con una copa menos Tim, que llevaba una camisa roja y pantalones de planchado permanente. No parecía un obispo. Parecía el amante de Kirsten Lundborg.

—Es un lugar muy bonito —dije.

Mientras regresábamos de la tienda, Tim había hablado de los detectives privados y del modo en que investigan. Se meten en la casa cuando uno se marcha y revisan todos los cajones. Para saber si esto ocurre, se pega un cabello a cada puerta exterior. Creo que Tim lo había visto en una película.

—Si vuelves y descubres que el cabello está roto o ha desaparecido —me informó cuando caminábamos desde el coche hasta el apartamento—, sabes que te vigilan.

Luego contó la historia del FBI con el doctor King. Era una historia que todo el mundo conocía en Berkeley. Escuché cortésmente.

Esa noche, en el living room de su escondite, oí hablar por primera vez de los Documentos Zadokitas. Por supuesto, ahora se puede comprar la traducción de Patton, Myers y Abré, completa, editada por Doubleday Anchor, con la introducción de Helen James, que trata del misticismo, compara y discrimina entre los zadokitas y los hombres de Qumran, que eran presumiblemente esenios, aunque esto no está, en realidad, establecido.

—Pienso —dijo Tim— que esto puede ser incluso más importante que la Biblioteca de Nag Harnmadi. Ya sabemos bastante acerca del gnosticismo, pero nada de los zadokitas, aparte de que eran judíos.

—¿Cuál es la fecha aproximada de los rollos zadokitas? —preguntó Jeff.

—Según los primeros cálculos, unos doscientos años antes de la era cristiana —respondió Tim.

—Entonces pudieron haber influido en Jesús…

—No es probable —dijo Tim—. Volaré a Londres en marzo; allí tendré la oportunidad de hablar con los traductores. Me habría gustado que John Allegro hubiera participado, pero no fue así.

Habló un rato acerca del trabajo de Allegro con los rollos de Qumran, los llamados Rollos del Mar Muerto.

—¿No sería interesante —dijo Kirsten—, si… en los —vaciló— Documentos Zadokitas hubiera algún material cristiano?

—Después de todo, el cristianismo se funda en el judaísmo —dijo Tim.

—Quiero decir, expresiones específicas atribuidas a Jesús —dijo Kirsten.

—Según la tradición rabínica, no hay una ruptura clara —dijo Tim—. Hillel expresa algunas ideas que consideramos básicas en el Nuevo Testamento. Y, por supuesto, Mateo entendía todo lo que Jesús hacía y decía como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento. Mateo escribía a y para judíos y, especialmente, como un judío. Jesús completa el plan de Dios, establecido en el Antiguo Testamento. En esa época no se usaba la expresión «cristiandad». En general, los cristianos apostólicos hablaban simplemente del «camino» y destacaban así su carácter natural y universal —después de una pausa, agregó—: Y también se encuentra la expresión «la palabra del Señor». Aparece en Hechos, seis. «La palabra del Señor iba creciendo; en Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos».

—¿De dónde deriva «zadokita»?

—De Zadok, un sacerdote de Israel en los tiempos de David —respondió Tim—. Fundó una casa sacerdotal, los zadokitas. Pertenecían a la casa de Eleazar. Se menciona a Zadok en los rollos de Qumran. Déjame ver —se levantó y buscó un libro en un embalaje todavía sin abrir—. Crónicas, Primero, capítulo veinticuatro. «También éstos entraron en suerte de la misma manera que sus hermanos, los hijos de Aarón, en presencia del rey David: Zadok…» Aquí está citado —Tim cerró el libro. Era otra Biblia.

—Supongo que ahora sabremos mucho más —dijo Jeff.

—Sí, espero que así sea —respondió Tim—. Cuando vaya a Londres —como era su costumbre, cambió bruscamente sus marchas mentales—. He encargado una misa en tiempo de rock para esta Navidad, en la Grace Cathedral —me miró fijamente y preguntó—: ¿Qué opinión tienes acerca de Frank Zappa?

No pude contestar.

—Haríamos un registro de todo el servicio —continuó Tim—, para editarlo en forma de álbum. También me han recomendado a Captain Beefheart. Y había otros nombres. ¿Dónde podría conseguir un álbum de Frank Zappa para oírlo?

—En una tienda de discos —dijo Jeff.

—Frank Zappa, ¿es negro?

—No veo que eso tenga importancia —dijo Kirsten—. Me parece el prejuicio inverso.

Tim dijo:

—Sólo preguntaba por curiosidad. No sé nada de todo eso. ¿Alguno de ustedes sabe algo de Marc Bolan?

—Está muerto —respondí—. Estás hablando del Tyrannosaurus rex.

—¿Ha muerto Marc Bolan? —preguntó Jeff; parecía muy sorprendido.

—Tal vez me equivoque —dije—. Te sugiero a Ray Davies. Escribe los temas de los Kinks. Es muy bueno.

—¿Querrías ocuparte de eso por mí? —dijo Tim, dirigiéndose tanto a Jeff como a mí.

—No sabría cómo —respondí.

—Yo me ocuparé —dijo tranquilamente Kirsten.

—Podrías conseguir a Paul Kantner y a Gracie Slick —dije—. Viven aquí en Bolinas, en el condado de Marin.

—Lo sé —dijo Kirsten, asintiendo plácidamente, con un aire de absoluta certeza.

Mierda, pensé. Ni siquiera sabes de quién estoy hablando. Ya has tomado las riendas, sólo por estar establecida en este apartamento. Que no es una maravilla.

—Me gustaría que Janis Joplin cantara en Grace —dijo Tim.

—Murió en 1970 —dije.

—Entonces, ¿a quién recomendarías en su lugar? —preguntó Tim. Aguardó con expectativa.

—En lugar de Janis Joplin —dije—. En lugar de Janis Joplin. Tendré que pensarlo mejor. Realmente no tengo ningún nombre en la cabeza. Llevará algún tiempo.

Kirsten me miró con una mezcla de expresiones. Predominaba la reprobación.

—Ella intenta decir, me parece —dijo Kirsten—, que nadie podrá tomar ni tomará nunca el lugar de la Joplin.

—¿Dónde podría conseguir alguno de sus discos?

—En una tienda de discos —dijo Jeff.

—¿Lo harás tú? —preguntó su padre.

—Jeff y yo tenemos todos sus discos —dije—. No son tantos. Los traeremos.

—Ralph McTell —dijo Kirsten.

—Quiero que tomen nota de todas estas sugerencias —dijo Tim—. Una misa en rock en la Grace Cathedral atraerá bastante la atención.

Pensé: no existe nadie llamado Ralph McTell. Desde el lado opuesto de la habitación Kirsten me sonreía. Era una sonrisa complicada. Parecía triunfante, pero yo no sabía de qué modo.

—Está en la solapa de los discos Paramount —dijo Kirsten; su sonrisa crecía.

—Realmente querría haber tenido a Janis Joplin —dijo Tim, en parte para sus adentros; parecía desconcertado—. Oí algo de ella esta mañana, quizá no fue ella quien lo escribió, en la radio del coche. Es negra, ¿verdad?

—Es blanca —dijo Jeff—, y está muerta.

—Espero que alguien tome nota de esto —dijo Tim.

El vínculo emocional de mi marido con Kirsten Lundborg no empezó en un momento particular de un día determinado, al menos por lo que puedo saber. Inicialmente, sostenía que era buena para el obispo; poseía suficiente realismo práctico para retener a ambos anclados, en lugar de flotar incesantemente a la deriva. Es necesario, cuando se evalúan estas cosas, distinguir entre la propia conciencia y aquello que se tiene consciente. Puedo decir cuándo lo advertí, pero esto es todo.

Si se tenía en cuenta su edad, Kirsten lograba emitir todavía una cantidad aceptable de ondas sexualmente estimulantes. Así es como la veía Jeff. Desde mi punto de vista seguía siendo una amiga de mayor edad, que ahora, en virtud de su relación con el obispo Archer, me superaba en rango. No me interesa el grado de provocación erótica de una mujer; no me inclino en ambas direcciones, y tampoco es para mí una amenaza. Salvo, naturalmente, si mi propio marido está implicado. Pero entonces el problema es con él.

Mientras yo trabajaba en el estudio jurídico y cerería, ocupándome de que los traficantes de drogas salieran de dificultades con igual rapidez que se metían en ellas, Jeff atareaba su cabeza con una serie de cursos de extensión de la Universidad de California. En California del Norte no habíamos llegado aún al extremo de ofrecer seminarios para la composición de los propios mantras; eso pertenecía al Sur, plenamente despreciado por todo el mundo en la Zona de la Bahía. Jeff había emprendido un proyecto serio: rastrear los males de la Europa moderna a partir de la Guerra de los Treinta Años, que había devastado Alemania (circa 1648), provocado el colapso del Sacro Imperio Romano y determinado el nacimiento del nazismo y el Tercer Reich de Hitler. Aparte de los cursos vinculados con esto, Jeff tenía ahora una teoría propia acerca de la raíz del problema. Después de leer la Trilogía de Wallenstein de Schiller, Jeff había saltado a la intuición de que si el gran general no se hubiese dedicado a la astrología, la causa imperial habría triunfado, con la consecuencia de que la Segunda Guerra Mundial no se habría producido.

La tercera obra de la trilogía de Schiller, La muerte de Wallenstein, afectó profundamente a mi marido. Consideraba que era una obra no inferior a cualquiera de Shakespeare y bastante mejor que la mayoría. Además, nadie la había leído (por lo que él sabía) aparte de él mismo. Para Jeff, Wallenstein era uno de los enigmas decisivos de la historia occidental. Jeff había observado que Hitler, como Wallenstein, confiaba en el ocultismo y no en la razón en los momentos de crisis. Según sus puntos de vista, todo esto configuraba algo significativo, aunque no podía imaginar qué era exactamente. Hitler y Wallenstein tenían tantos rasgos en común —sostenía Jeff— que su parecido bordeaba lo increíble. Ambos eran generales extraordinarios, aunque excéntricos; ambos habían destrozado Alemania por completo. Jeff esperaba poder escribir un estudio de las coincidencias, extrayendo de la documentación la conclusión de que el abandono del cristianismo por el ocultismo había abierto las puertas a la ruina universal. Jesús y Simón el Mago eran para Jeff polos opuestos, distintos y absolutos.

Nada habría podido importarme menos.

Ya se ve lo que hace de una persona el estudiar y estudiar sin fin. Mientras yo trabajaba como una esclava en el estudio jurídico y cerería, Jeff leía todo lo que contenía la Biblioteca de Berkeley acerca de, por ejemplo, la batalla de Lützen (16 de noviembre de 1632), ocasión y momento en que se decidió el destino de Wallenstein. Gustavo Adolfo II, rey de Suecia, murió en Lützen; pero los suecos vencieron de todos modos.

El significado real de esa victoria era, por supuesto, que en ningún otro momento las potencias católicas volverían a tener la posibilidad de aplastar la causa protestante. Sin embargo, Jeff veía todo esto en función de Wallenstein. Leía y releía la trilogía de Schiller e intentaba reconstruir a partir de ella, y de otros estudios históricos más apropiados, el momento exacto en que Wallenstein había perdido el contacto con la realidad.

—Es como el caso de Hitler —me decía Jeff—. ¿Puedes decir que estaba loco todo el tiempo? ¿Puedes decir que estaba verdaderamente loco? y si lo estuvo, aunque no siempre, ¿cuándo se volvió loco y qué lo enloqueció? ¿Por qué razón un hombre de éxito que posee de verdad una asombrosa cantidad de poder, poder para decidir la historia humana, cae en semejante desvarío? Está bien; probablemente la razón estaba en su esquizofrenia paranoide y en las inyecciones que le aplicaba ese falso médico. Pero en el caso de Wallenstein no se daba ninguno de esos factores.

Kirsten, que era noruega, demostró interés y simpatía por los estudios de Jeff sobre la campaña de Gustavo Adolfo en Europa central. Entre un chiste sueco y otro, reveló gran orgullo por el papel desempeñado por el gran rey protestante en la Guerra de los Treinta Años. Y sabía algo acerca de esto; yo nada. Kirsten y Jeff estaban de acuerdo en que la Guerra de los Treinta Años había sido, hasta la Primera Guerra Mundial, la más tremenda desde el saqueo de Roma por los hunos. Alemania había sido reducida al canibalismo. Los soldados de ambos bandos acostumbraban atravesar los cuerpos con lanzas y asarlos. Las obras de referencia de Jeff sugerían incluso abominaciones tan terribles que no se podían exponer en detalle. Todo lo que estaba relacionado en tiempo y lugar con ese período era terrible.

—Todavía hoy —decía Jeff— estamos pagando el precio de esa guerra.

—Sí, supongo que fue realmente espantosa —dije, mientras leía el último número de Howard the Duck sentada, sola, en un ángulo de nuestro living room.

—No parece que te interese mucho —dijo Jeff.

Alcé la vista y contesté:

—Me canso de pagar fianzas a traficantes de heroína. Me envían siempre a mí. Lamento no poder tomar la Guerra de los Treinta Años tan seriamente como Kirsten o tú.

—Todo gira en torno a la Guerra de los Treinta Años. Y la Guerra de los Treinta Años gira en torno de Wallenstein.

—¿Qué harás cuando se vayan a Inglaterra…? Tu padre y Kirsten.

Me miró fijamente.

—Ella también irá. Me lo ha dicho —informé—. Tiene un arreglo con esa agencia, Focus Center. Ella es la representante de él, o algo por el estilo.

—Jesús —dijo amargamente Jeff.

Seguí leyendo Howard the Duck. Era el episodio en que la gente del espacio convierte a Howard en Richard Nixon. Recíprocamente, a Nixon le salen plumas mientras se dirige a la nación por toda la red de televisión, y también se cubren de plumas los generales del Pentágono.

—¿Cuánto tiempo estarán? —preguntó Jeff.

—Hasta que Tim descubra el significado de los Documentos Zadokitas y su relación con la cristiandad.

—Mierda —dijo Jeff.

—¿Qué es «Q»? —pregunté.

—«Q» —repitió Jeff.

—Tim dice que los primeros informes, basados en la traducción fragmentaria de algunos documentos…

—«Q» es la fuente hipotética de los sinópticos —su voz era áspera y brutal.

—¿Qué son los sinópticos?

—Los tres primeros Evangelios. Mateo, Marcos y Lucas. Según se supone, provienen de una misma fuente, probablemente aramea. Nadie ha podido probarlo nunca.

—Bueno —dije—, Tim me dijo por teléfono la otra noche, mientras estabas en clase, que los traductores de Londres creen que los Documentos Zadokitas contienen, no precisamente «Q» sino el material en que «Q» se basa. No están seguros. Nunca he visto tan excitado a Tim.

—Pero los Documentos Zadokitas son doscientos años anteriores a Cristo.

—Probablemente por eso está tan excitado.

—Quiero ir —dijo Jeff.

—No puedes.

—¿Por qué? —alzó la voz—. ¿Por qué no puedo ir yo y ella sí? ¡Soy su hijo!

—Está agotando el Fondo Discrecional del Obispo. Se van a quedar varios meses; costará un montón.

Jeff salió del living. Yo seguí leyendo. Un rato más tarde, advertí conscientemente un sonido extraño; bajé el ejemplar de Howard the Duck y presté atención.

Solo en la cocina, a obscuras, mi marido lloraba.

Una de las versiones más extrañas y desconcertantes que leí acerca del suicidio de mi marido decía que él, Jeff Archer, hijo del obispo Timothy Archer, se había dado muerte por miedo a ser homosexual. En cierto libro escrito unos años después de su muerte —después de que murieran los tres— se mutilaba tan cuidadosamente los hechos que, cuando uno terminaba de leerlo (no recuerdo siquiera su título ni quién lo escribió) sabía menos de Jeff, del obispo Archer y de Kirsten Lundborg que antes de comenzar. Como ocurre en teoría de la información, el ruido expulsaba a la señal. Pero como el ruido estaba disfrazado de señal, no se lo reconocía como ruido. Las agencias de inteligencia llaman a esto desinformación, y el bloque soviético lo emplea a fondo. Si se puede poner en circulación suficiente desinformación, se puede abolir el contacto con la realidad de todo el mundo, y probablemente también el propio.

Jeff tenía, acerca de la amante de su padre, dos actitudes mutuamente excluyentes. Por una parte ella lo estimulaba sexualmente, y él se sentía fuerte —y perversamente— atraído. Por otra parte, sentía odio, resentimiento y rechazo hacia ella, que lo reemplazaba —o eso suponía— en el interés y el afecto de Tim.

Pero ni siquiera esto era todo…, aunque no pude discernir el resto hasta que pasaron los años. Aparte de sus celos de Kirsten, estaba inmensamente celoso de… bueno, Jeff tenía todo enredado; yo no lo puedo desenredar. Conviene recordar los problemas específicos del hijo de un hombre cuya foto se ve en la portada de Time y Newsweek, que aparece en el programa de Johnny Carson y es entrevistado por David Frost, y a quien se refieren los dibujos de los humoristas políticos de los principales periódicos. ¿Qué puede hacer, en nombre de Cristo, el hijo de un hombre así?

Jeff se reunió con ellos en Inglaterra durante una semana, y poco sé de esa semana; regresó mudo y abstraído, y luego se dirigió a una habitación de hotel donde se disparó un tiro en la cara una noche, muy tarde. No hablaré de mis sentimientos acerca de esa forma de matarse. Eso trajo al obispo de regreso en cuestión de horas, y en cierto sentido, eso es lo que se proponía el suicidio.

También tenía que ver, de un modo muy real, con Q o con la fuente de Q, que los periódicos llamaban ahora U.Q. Es decir, la expresión alemana Ur-Quelle: fuente original. Más allá de Q estaba la Ur-Quelle; lo que había llevado a Timothy Archer a pasar varios meses en un hotel de Londres con su amante, que pasaba a la vista de todos por su agente y su secretaria general.

Nadie en el mundo había esperado que aparecieran los documentos en que se basaba Q; nadie sabía que existía la U.Q. Como yo no soy cristiana —ni lo seré jamás, después de la muerte de las personas que he amado— esto no tiene ni tuvo particular interés para mí; pero supongo que posee relevancia teológica, en especial porque la fecha asignada a la U.Q. es doscientos años anterior a la época de Jesús.