El obispo de California habló a las integrantes del MEF y luego a su junta directiva, a la que extrajo dos mil dólares de contribución al fondo eclesiástico para el hambre en el mundo, en realidad una suma nominal y para una causa meritoria. La noticia de que Tim se veía privadamente con Kirsten tardó cierto tiempo en filtrarse hasta nosotros, Jeff y yo. Jeff estaba sencillamente asombrado. A mí me pareció divertido.
Jeff ni siquiera encontró divertido que su padre arrancara dos mil dólares al MEF; había imaginado un discurso gratuito, y no fue así. Había previsto fricciones y mutuo desagrado entre su padre y mi amiga Kirsten, y eso tampoco había ocurrido. Jeff no comprendía a su propio padre.
Yo lo supe por Kirsten, no por Tim. La semana después del discurso de Tim recibí una llamada telefónica. Kirsten quería ir de compras conmigo a San Francisco.
Cuando una sale con un obispo, no se lo cuenta a todo el mundo en la ciudad. Kirsten pasó horas revolviendo vestidos y blusas y faldas y chaquetas, tienda tras tienda, antes de sugerir siquiera lo que estaba ocurriendo. Aseguró de antemano mi promesa de silencio por medio de juramentos más elaborados que los de los Rosacruces. Contármelo era el diez por ciento de la diversión; Kirsten postergaba la revelación, aparentemente para siempre. Ya habíamos recorrido todo el camino hasta el Marina cuando empecé a imaginar qué sugería.
—Si Jonathan Graves llega a saberlo —dijo Kirsten—, Tim tendrá que renunciar.
Ni siquiera podía recordar quién era ese Jonathan Graves…
La revelación me parecía irreal; al principio creí que estaba bromeando, y luego que tenía alucinaciones.
—El Chronicle lo pondría en primera plana —siguió Kirsten, en tono solemne—. Y eso, sumado al juicio por herejía…
—Jesús —dije—. ¡No puedes acostarte con un obispo!
—Ya lo hice —dijo Kirsten.
—¿A quién más se lo has dicho?
—A nadie. No sé si debes contárselo a Jeff. Lo hablamos con Tim, pero no llegamos a nada.
Nosotros, pensé. Loca destructora, pensé. Por irte a la cama arruinarías toda la vida de un hombre, un hombre que conoció al doctor King y a Bobby Kennedy y que determinaba la opinión de… Por nombrar una persona, mi opinión.
—No te enojes así —dijo Kirsten.
—¿De quién fue la idea?
—¿Por qué te enojas?
—¿Fue idea tuya?
Kirsten dijo con calma:
—Lo hablamos.
Un minuto más tarde solté la risa. Kirsten, molesta al principio, rió conmigo; estábamos en el césped junto a la costa de la bahía, abrazadas, riendo. La gente que pasaba nos miraba con curiosidad.
—¿Estuvo bien? —dije por fin—. Quiero decir, ¿cómo fue?
—Fantástico. Pero ahora él debe confesarse.
—¿Eso quiere decir que no podéis hacerlo otra vez?
—Sólo quiere decir que él tendrá que confesarse de nuevo.
—¿Y no iréis al infierno?
Kirsten respondió:
—Él sí. Yo no.
—¿Y eso te parece bien?
—¿Qué…? ¿No ir al infierno? —reía.
—Tendríamos que ser adultos con esas cosas —dije.
—Por supuesto que sí. Es indispensable que seamos adultos. Tenemos que movernos como si todo fuera normal. Esto no es normal. Bueno, no quiero decir que sea anormal en el sentido de… Tú sabes…
—De acostarse con un chivo.
—Me pregunto si hay una palabra para… hacer el amor con un obispo Episcopal. Como bishopric. Tim me enseñó esa palabra.
—¿Bishop prick?[2]
—No; bishop-ric. No lo pronuncias bien —teníamos que aferrarnos una a otra para no caer; no podíamos dejar de reír—. Es el lugar donde él vive, o algo así. Oh, Dios —se secó las lágrimas—. Ten cuidado de pronunciar bishop-ric. Es terrible. De veras nos iremos al infierno, directamente al infierno. ¿Sabes qué me dejó hacer? —Kirsten se inclinó y susurró junto a mi oído—: Me probé algunos de sus mantos y su mitra, ese sombrero como una pala. La primera mujer obispo.
—Tal vez no seas la primera.
—Me quedaba espléndido. Mejor que a él. Quiero que me veas. Tendremos un apartamento. Por Dios, no digas nada, en especial de eso, pero lo pagará con su Fondo Discrecional.
—¿Con dinero de la iglesia? —la miré fijamente.
—Oye —Kirsten pareció otra vez solemne, pero no por demasiado tiempo. Se ocultó la cara entre las manos.
—¿No es ilegal? —pregunté.
—No, no es ilegal. Por eso se llama Fondo Discrecional del Obispo; él hace lo que quiere con eso. Voy a trabajar para él, aún no lo hemos decidido, pero como una especie de secretaria general, o una agente, para ocuparme de todos sus viajes y discursos. Sus asuntos profesionales. Y podré seguir con la organización, quiero decir con el MEF —calló un instante y luego agregó—: El problema es Bill. No se lo puedo decir porque está chiflado de nuevo. No debería decir eso. Profunda retracción autista, con deterioro de la ideación y localización ilusoria, más estados alternados de estupor catatónico y de excitación. Está en el pabellón Hoover, en Stanford. Para que le hagan el diagnóstico. En diagnósticos, son los mejores de la Costa Oeste. Para cada diagnóstico emplean cuatro psiquiatras, tres del hospital y uno de afuera.
—Lo siento —dije.
—Fue por causa del Ejército. Le angustiaba que lo incorporaran. Lo acusaron de simulación. Bueno, supongo que esas cosas ocurren. De todos modos, tenía que dejar la escuela. Hubiera tenido que dejarla igual, quiero decir. Los episodios siempre empiezan así: empieza a llorar y no quiere sacar la basura. Montones de basura y de desechos. Y no se baña. Y no sale del apartamento. Y no paga las cuentas, así le corten el gas y la electricidad. Y empieza a escribir cartas a la Casa Blanca. De esto no he hablado con Tim. Realmente, no lo he hablado nunca con mucha gente. Por eso creo que puedo mantener nuestra relación —mi relación con Tim— en secreto; porque tengo práctica en mantener las cosas en secreto. No, perdón; no empieza cuando él llora; empieza cuando no puede conducir su coche. Fobia del conductor; tiene miedo de salirse del camino. Primero en la carretera de la costa este; luego se extiende a todas las demás calles, y finalmente le asusta ir a pie hasta la tienda, y el resultado es que no puede salir a comprar comida. Pero eso no importa, porque de todos modos en ese estado ya no come —cayó en el silencio—. Una cantata de Bach habla de esto —dijo por fin, y vi que trataba de sonreír—. Es una línea de la Cantata del Café. Acerca de los problemas con los hijos. Hay cien mil miserias, o algo así. Bill la tocaba. Poca gente sabe que Bach escribió una cantata sobre el café, pero así es.
Caminábamos en silencio.
—Parecería… —dije.
—Es esquizofrenia. Lo han usado para probar cada nueva fenotiazina que aparece. Es una cosa cíclica, pero los ciclos son cada vez peores. Está más enfermo y por más tiempo. No debería hablarte de esto; no es tu problema.
—No me molesta.
Kirsten dijo:
—Quizá Tim pueda hacer una cura espiritual profunda. ¿No curaba Jesús personas enfermas de la mente?
—Envió los malos espíritus a una piara de cerdos —respondí—. Y se arrojaron en montón a un precipicio.
—Parece un desperdicio —dijo Kirsten.
—Igual los podían comer.
—No, porque eran judíos. ¿Y quién comería una chuleta de cerdo con malos espíritus? No debería bromear sobre esto, pero… Hablaré con Tim. Pero no por ahora. Pienso que Bill lo heredó de mí. Yo estoy loca, sabe Dios. Estoy loca y lo enloquecí. No puedo mirar a Jeff sin ver la diferencia entre ambos; tienen más o menos la misma edad, y Jeff está tan bien plantado en la realidad…
—Yo no apostaría a eso —dije.
—Cuando Bill salga del hospital —dijo Kirsten—, me gustaría que conociera a Tim. Y a tu marido, de veras; nunca se han encontrado, ¿verdad?
—No —respondí—. Pero si piensas que Jeff puede servir como un prototipo, yo, realmente no…
—Bill tiene muy pocos amigos. Sale poco. Le he hablado de ti y de tu marido; ambos sois de su edad.
Mientras pensaba en esto, vi por el túnel del tiempo al hijo lunático de Kirsten trastornando nuestras vidas. El pensamiento me sorprendió. Estaba enteramente desprovisto de caridad y contenía una esencia de miedo. Conocía a mi marido y me conocía. Ninguno de nosotros estaba en condiciones de ejercer la terapia amateur. Sin embargo, Kirsten era una organizadora. Organizaba a las personas para hacer cosas; cosas buenas, pero no necesariamente para su propio bien.
En ese instante tuve la intuición de que me atropellaban. En el Mala Suerte había visto, esencialmente, cómo el obispo Archer y Kirsten Lundborg se atropellaban en una intrincada intersección; con todo, en apariencia era una colisión beneficiosa para ambos, o eso creían. Pero ésta que se refería a su hijo Bill me parecía puramente unidireccional. No veía qué podíamos ganar nosotros.
—Avísame cuando salga —dije—. Pero me parece que Tim, por su formación profesional, sería mejor…
—Hay mucha diferencia de edad. Y está el elemento de la figura paterna.
—Quizás eso sea bueno. Puede ser lo que tu hijo necesita.
Mirándome con furia, Kirsten contestó:
—He hecho un excelente trabajo con la educación de Bill. Su padre se marchó de nuestras vidas y nunca volvió a mirar hacia atrás.
—Yo no quería decir…
—Sé lo que querías decir —Kirsten me miró; era otra, verdaderamente había cambiado, podía ver el odio en su rostro. La envejecía. Hacía que pareciera físicamente enferma. Se veía congestionada, y me sentí incómoda. Pensé entonces en los cerdos a los que Jesús había arrojado los malos espíritus, los cerdos que se habían lanzado al precipicio. Eso es lo que uno hace cuando está habitado por un mal espíritu, pensé. Ese es el signo, ese aspecto; el estigma. Quizá tu hijo lo heredó de ti.
Pero ahora la situación se había alterado. Ella era ahora la enamorada pro tem de mi suegro, y potencialmente su amante. No podía decirle que se fuera a la mierda. Era parte de la familia, de un modo poco ético y legítimo. Estaba unida a Kirsten. Todas las maldiciones de la familia, pensé; ninguna de las bendiciones. Y todo por mi obra. Mía había sido la idea de que conociera a Tim. Un mal karma, pensé, venido del otro lado del establo. Como solía decir mi padre.
Me sentí mal bajo el sol de la media tarde, de pie en la hierba, cerca de la bahía de San Francisco. Esta es realmente una persona salvaje y despiadada en ciertos aspectos, me dije. Se mete en la vida de un hombre famoso y respetado; tiene un hijo psicótico; está erizada de púas, como un animal. El futuro del obispo Archer depende de que un día Kirsten vuele de furia a telefonear al Chronicle, de que dure eternamente su buena voluntad.
—Volvamos a Berkeley —dije.
—No —Kirsten sacudió la cabeza—. Todavía debo encontrar un vestido que me pueda poner. Vine aquí de compras. La ropa es muy importante para mí. Tiene que ser así; se me ve mucho en público y espero que se me vea más ahora que estoy con Tim —aún era perceptible la furia en su cara.
Dije:
—Volveré con el BART —y me marché.
—Es una mujer muy atractiva —dijo Jeff esa noche, cuando le conté—, si se tiene en cuenta su edad.
—Kirsten se droga con pastillas —dije.
—No puedes saberlo.
—Lo sospecho. Cambia de ánimo. La he visto tomarlas. Amarillas. Tú sabes. Barbitúricos. Pastillas para dormir.
—Todo el mundo toma algo. Tú fumas marihuana.
—Pero soy cuerda —dije.
—Tal vez no lo seas cuando llegues a su edad. Es terrible lo de su hijo.
—Es terrible lo de tu padre.
—Tim puede manejarla.
—Quizá debiera hacer que la maten.
Mirándome, Jeff dijo:
—Qué extraño es que digas eso.
—Kirsten está fuera de control. ¿Y qué ocurrirá cuando Bill el Chiflado Saltarín se entere?
—Pensé que habías dicho…
—Saldrá. Cuesta miles de dólares internarse en el pabellón Hoover. Uno se queda unos cuatro días. He conocido gente que entraba por el frente y salía por la puerta trasera. Incluso con todos los recursos de la Diócesis Episcopal de California. Kirsten no puede mantenerlo allí. Cualquier día saltará en sus zapatos de canguro, con resortes, y los ojos rodando en las órbitas, y será suficiente para Tim. Primero ella hace que yo la presente a Tim; después me habla de su hijo el loco. Un domingo por la mañana, mientras Tim predica su sermón, este lunático se pondrá de pie de repente y Dios le concederá el don de lenguas y ése será el fin del obispo más famoso de América.
—La vida es un riesgo.
—Eso es probablemente lo que dijo el doctor King la última mañana de su vida —dije—. Ahora están todos muertos menos Tim; el doctor King está muerto, y muertos están Bobby y Jack Kennedy. Y acabo de condenar a tu padre —yo lo sabía, esa noche, mientras estaba con mi marido en nuestro pequeño living room—. Deja de bañarse; deja de sacar la basura; escribe cartas… ¿Qué más necesitas saber? Probablemente en este momento está escribiendo una carta al Papa. Sin duda los marcianos acaban de atravesar su pared y le han contado de su madre y tu padre. Cristo. Y yo lo hice —busqué a tientas, debajo del diván, la lata de cerveza donde guardo la hierba.
—No fumes. Por favor.
Te preocupas por mí, pensé, mientras la locura se apodera de los nuestros.
—Un joint —dije—. Medio joint. Una calada. O lo miraré tan sólo. O imaginaré que miro un joint —pesqué la lata vacía; creo que trasladé mi escondite, me dije. A un lugar más seguro. Ya lo recuerdo: en mitad de la noche, supe que los monstruos me iban a abrir en canal. Entraba la loca Margaret de Ruddigore, la imagen de la locura teatral, o como sea que lo dice Gilbert—. Tal vez la fumé toda —dije. Y no lo recuerdo, pensé, porque eso es lo que hace la marihuana; devora la memoria reciente. Probablemente la he fumado hace cinco minutos y ya lo he olvidado.
—Te inventas problemas —dijo Jeff—. Me gusta Kirsten. Pienso que todo irá bien. A Tim le hace falta mi madre.
A Tim le hace falta sacarse las ganas, me dije.
—Es una mujer verdaderamente retorcida —respondí—. Tuve que volver con el tren tortuga. Me llevó dos horas. Voy a hablar con tu padre.
—No lo harás.
—Sí. La responsabilidad es mía. Mi provisión de hierba está detrás del amplificador. Me voy a poner un espanto y luego telefonearé a Tim y le diré que… —vacilé y la futilidad me aplastó; me sentía a punto de llorar. Me senté y cogí un kleenex—. Maldito sea —dije—. Batir la mantequilla no es un juego propio de obispos. Si yo hubiera sabido que él era así…
—¿…batir la mantequilla? —dijo Jeff, reflexivamente.
—La patología me espanta. Siento la patología. Siento cómo personas sumamente responsables y profesionales estropean sus vidas a cambio de un cuerpo caliente, temporariamente caliente. Y ni siquiera me parece que los cuerpos se mantengan calientes, en realidad. Es natural que participes en esa clase de arreglos por tiempo limitado si te inyectas heroína y piensas en horas; pero la gente como él piensa en términos de décadas. De vidas enteras. Se encuentran en un restaurante regenteado por Fred el Hombre del Hacha, el mal augurio encarnado, el fantasma de Berkeley que viene a atraparnos a todos, y a la salida ya tienen cada uno el número de teléfono del otro y todo está resuelto. Lo único que yo quería era ayudar al movimiento de liberación femenina, pero luego todos cayeron sobre mí, incluso tú mismo. Estabas allí; viste cómo ocurría. Yo lo vi ocurrir. Yo estaba tan loca como los demás; sugerí que Fred el agente de la brigada soviética de drogas se fotografiara junto al Obispo de la Diócesis de California… Según mi lógica, debieron ir vestidos de mujer. Lo terrible de ver llegar el desastre es mi marihuana. Jeff, mira detrás del amplificador. Está en una bolsa de Carl’s Junior, blanca. ¿Quieres?
—Sí —bondadosamente, Jeff buscó detrás del amplificador—. La encontré. Cálmate.
—Puedes ver venir el desastre pero no sabes desde dónde. Está allí suspendido, como una nube. ¿Cuál era ese personaje de Li’l Abner al que una nube seguía a todas partes? Tú sabes; ése es el tipo de basura que el FBI quería colgarle a Martin Luther King. A Nixon le encantan esas mierdas. Tal vez Kirsten sea una agente del gobierno. Tal vez yo lo sea. Tal vez yo esté programada. Perdón por hacer de Casandra en nuestra película colectiva, pero veo la muerte. Yo creía que tu padre, Tim Archer, era una persona espiritual. ¿Acaso se zambulle…? —callé—. Esa metáfora es ofensiva. ¿Es habitual que vaya así detrás de las mujeres? Quiero decir, ¿únicamente ha ocurrido este hecho particular que yo conozco y que he montado? Recuérdame que no vaya a misa, aunque no vaya nunca. Esas manos que sostienen el cáliz, no hay forma de saber dónde…
—Ya es suficiente, Angel.
—No, tengo que estar tan loca como Bill Tornillo Flojo y Kirsten la Siniestra y Tim la Marmota Descongelada. Y Jeff el Gran Masturbador. ¿Hay ya un joint liado, o tendré que masticar la hierba como una vaca? No puedo liarlo yo misma ahora, mira —alcé las manos; temblaban—. Esto es un ataque del grand mal. Trae a alguien. Ve a la Avenida y cómprame algunos tranquilizantes. Te diré lo que va a ocurrir; la vida de alguien va a ser destruida por esto, no «esto» que estoy haciendo ahora, sino por «esto» que hice en el adecuadamente llamado Mala Suerte. Cuando me muera, tendré una opción; de pie en la mierda, o en la mierda cabeza abajo. Mierda es la palabra para eso que hice —yo había empezado a sollozar. Llorando, tendí la mano para alcanzar el joint que mi marido sostenía—. Enciéndemelo, tonto —dije—. Realmente no debo masticarlo, sería un desperdicio. Hay que masticar un montón para ponerse bien, o por lo menos eso es lo que yo necesito. Sabe Dios lo que le ocurre al resto del mundo, quizá los demás pueden ponerse como quieren de todas maneras y en cualquier momento. Cabeza abajo en la mierda y sin poder volver a fumar; eso es exactamente lo que merezco. Si hubiera podido evitar que ocurriera, si supiera alguna forma, lo haría. Tengo la maldición de la visión total. Veo y…
—¿Quieres ir al Kaiser?
—¿Al hospital? —lo miré.
—Quiero decir, estás fuera de tus casillas.
—Eso es lo que produce la visión total. Gracias —tomé el cigarrillo, qué él había encendido, y aspiré el humo. Por lo menos así ya no podía hablar. Y pronto no podría saber ni pensar. Ni siquiera recordar. Pon Sticky Fingers, me dije. Los Stones. Sister Morphine. Oír esos malditos discos me calmaba. Me habría gustado tener una mano consoladora apoyada en mi cabeza, pensé. No soy yo la que estaré muerta mañana, aunque lo merecería. Nombremos a la persona más inocente que sea posible: ésa será—. Esa puta me hizo volver a casa a pie. Desde San Francisco.
—Si viniste en el…
—Eso es a pie.
—Me gusta. Creo que es una buena amiga. Pienso que será, y que probablemente ya es, buena para papá. ¿No has pensado que estás celosa?
—¿Cómo?
—Así es. He dicho celosa. Estás celosa de esa relación. Querrías ser parte de ella. Veo tu reacción como un insulto hacia mí. Yo debería ser… nuestra relación debería ser suficiente para ti.
—Voy a dar un paseo.
—Como quieras.
—Si tuvieras ojos en la parte delantera de tu cabeza… Déjame terminar. Estaré en calma. Lo diré con calma. Tim no sólo es una figura religiosa; habla para miles de personas dentro y fuera de la iglesia, quizá vive más fuera que dentro. ¿Comprendes? Si tropieza, todos caeremos. Todos estamos condenados. Es casi el único que queda, los demás están muertos. Y lo principal es que no es necesario. Es como si él lo hubiera decidido. Lo vio y caminó hacia adelante; no esquivó ni luchó. Aceptó. ¿Crees que esto, lo que siento, se debe a que tuve que volver en el tren? Han derribado, una tras otra, a todas las figuras públicas; y ahora Tim les da las llaves, por su propia voluntad, sin pelear.
—Y tú quieres pelear. Contra mí, si es necesario.
—Te veo como un estúpido —dije—. Veo a todos como unos necios. Veo la estupidez triunfando. Esto no es algo tramado por el Pentágono. Esto es idiota. Caminar hacia ellos y decir «Aquí estoy yo…»
—Celos —dijo Jeff—. Tu motivación psicológica llena toda la casa.
—No tengo «motivación psicológica». Sólo quiero ver a alguien aquí cuando termine el tiroteo, alguien que no sea… —me callé—. No vengas más tarde a decirme que esto nos lo han hecho, porque no es así, y no me digas que te sorprende. Un obispo tiene un asunto con una mujer que acaba de conocer en un restaurante, es decir un hombre que acaba de dar marcha atrás y destrozar un surtidor, alejándose luego con toda tranquilidad. Y el surtidor lo persiguió. Así funciona: aplastas el surtidor de un tipo, y él corre hasta que te alcanza. Estás en un coche y él a pie, pero te busca y de pronto allí está. Es lo mismo; hay alguien que nos persigue, y nos alcanzará. Siempre lo logra. Yo vi al tipo de la gasolinera. Estaba furioso. Iba a seguir corriendo. Nunca ceden.
—Y ves que eso ocurre ahora. A causa de una de tus mejores amigas.
—Son las peores.
Sonriendo, Jeff dijo:
—Conozco la historia. Es un cuento de W. C. Fields. Hay un director…
—Y ella ya no corre más tras de él —dije—. Lo ha alcanzado. Han alquilado un apartamento. Lo único que se necesita es una vecina curiosa. ¿Y ese obispo de cuello rojo que persigue a Tim por herejía? ¿Qué haría con esto? Si alguien te acusa de herejía, ¿te acuestas con la primera loca con quien sales a comer? ¿Y buscas luego un apartamento? Mira —caminé hacia mi marido—. ¿Qué haces después de ser obispo? ¿Ya está cansado de eso Tim? Se ha cansado de todo lo demás que ha hecho. Hasta se cansó de ser alcohólico; es el único borracho perdido que se ha vuelto abstemio por aburrimiento, después de un breve período de reflexión. La gente generalmente desea su propio infortunio. Veo que nosotros lo hacemos ahora. Veo cómo él se aburre y dice subconscientemente: «Qué diablos, es una lata ponerse esta ropa absurda todos los días; despertemos alguna miseria humana y veamos qué pasa después».
Riendo, Jeff respondió:
—¿Sabes qué? ¿…a quién me recuerdas? A la bruja de Dido y Eneas de Purcell.
—¿Por qué?
—«Como funestos cuervos plañideros, golpea las ventanas de los agonizantes.» Lo siento, pero…
—Tonto intelectual de Berkeley —dije—. ¿Qué mundo idiota habitas? Espero que no el mismo que yo… Citar viejos poemas, eso es lo que nos ha perdido. Reaparecerán cuando excaven nuestros huesos. Tu padre citaba la Biblia en el restaurante del mismo modo que tú. Tendrías que pegarme, o yo a ti. Me alegraré cuando se acabe la civilización. La gente balbucea trocitos de libros. Pon Sticky Fingers, pon Sister Morphine. En este momento, no puedo hacerme cargo del estéreo. Hazlo por mí. Gracias por el joint.
—Cuando te hayas serenado…
—Cuando tú hayas despertado —dije—, ya no habrá nada.
Jeff se inclinó para buscar el disco que yo deseaba oír. No dijo nada. Finalmente se había enojado. Pero equivocándose de persona, pensé, una moneda menos y un día más. Se había enojado conmigo. Éramos destruidos por nuestros gigantescos intelectos, por razonar y meditar sin hacer nada. El gobierno de los imbéciles. Nos peleamos por tonterías. La hechicera de Dido, tienes razón. «Tu mano, Belinda, la obscuridad me cubre; deja que descanse sobre tu pecho; querría más, pero la muerte me invade». ¿Y qué más decía? «Ahora la muerte es una invitada bienvenida». Mierda, pensé. Es significativo, él tiene razón. Toda la razón.
Jeff manipuló el estéreo y puso el disco de los Stones.
La música me tranquilizó. Un poco. Pero aún lloraba, pensando en Tim. Y todo porque son estúpidos. No era más que eso. Y eso era lo peor, que fuera tan sencillo. Que no hubiera nada más.
Pocos días más tarde, después de pensarlo y decidirme, llamé por teléfono a la Grace Cathedral y me dieron hora para ver a Tim. Me recibió en su despacho, que era grande y hermoso, en una construcción separada de la catedral. Después de saludarme con un abrazo y un beso, me mostró dos antiguas vasijas de arcilla que, explicó, habían sido usadas como lámparas de aceite en el Oriente Cercano más de cuatro mil años atrás. Mientras miraba cómo las sostenía me asaltó la idea de que esas lámparas probablemente, y en realidad sin duda alguna, no eran suyas; pertenecían a la Diócesis. Me pregunté cuánto valdrían. Era asombroso que hubieran sobrevivido tantos años.
—Eres muy amable al concederme una parte de tu tiempo. Yo sé que estás muy ocupado —dije.
La expresión del rostro de Tim me dijo que sabía por qué estaba yo en su despacho. Asintió, ausente, como si en verdad me diera su atención en la menor medida posible. Yo lo había visto varias veces afinado en ese tono de ausencia: una parte de su cerebro escuchaba, pero la mayor parte se había cerrado.
Cuando terminé de pronunciar mi pequeño discurso preparado, Tim dijo gravemente:
—Pablo, como sabes, había sido fariseo. Para los fariseos era importantísima la observancia estricta de las minucias de la Ley, la Torah. Esto implicaba en particular la pureza ritual. Pero más tarde, después de su conversión, no vio ya la salvación en la Ley sino en el zadiqah, que es el estado de autenticidad otorgado por Cristo. Quiero que te sientes aquí, a mi lado —dijo, con un gesto, abriendo una Biblia muy grande, encuadernada en cuero—. ¿Conoces bien Romanos, de cuatro a ocho?
—No —respondí. Pero me senté a su lado. Veía venir la conferencia, el sermón. Tim me encontraba preparada.
—Romanos cinco establece la premisa básica de Pablo, que nos salvamos por la gracia y no por los hechos —leyó en la Biblia que tenía abierta en su regazo—: «Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios por nuestro señor Jesucristo» —alzó la vista, su mirada era aguda y penetrante; éste era Timothy Archer el abogado—, «por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios». Veamos —bajó los dedos sobre la página, moviendo los labios—. «Si por el delito de uno murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos!» —buscó más adelante, pasando las páginas—. Ah, sí…, aquí, mira: «Mas al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la letra vieja.» —nuevamente avanzó—. «Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están con Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» —me miró—. Esto es el corazón de la percepción de Pablo. Lo que quiere decir «pecado», en realidad, es hostilidad hacia Dios. Literalmente significa «no dar en el blanco», como si, por ejemplo, arrojaras una flecha muy alto, muy bajo o muy débil. Lo que necesita la humanidad, lo que se necesita, es virtud. Sólo Dios la tiene, y sólo Dios la puede dar a los hombres…, quiero decir a los hombres y las mujeres.
—Comprendo —dije.
—La idea de Pablo es que la fe, pistis, tiene el poder, el poder absoluto, de matar el pecado. De aquí proviene la libertad de la Ley; no es necesario creer que uno se salva siguiendo algún código formal estipulado, un código ético, como se dice. Pablo se rebela contra esa idea de que uno se salva siguiendo un código ético muy complejo e intrincado; ésa era la posición de los fariseos, y él se había rebelado contra ella. Y éste es el tema central del cristianismo, de la fe en Nuestro Señor Jesucristo: virtud mediante la gracia, y gracia mediante la fe. Te leeré…
—Sí —interrumpí—, pero la Biblia dice que no se debe cometer adulterio.
Tim dijo instantáneamente:
—Adulterio es infidelidad sexual de una persona casada. Yo ya no estoy casado; Kirsten ya no está casada.
—Oh —dije, asintiendo.
—El Séptimo Mandamiento. Acerca de la santidad del matrimonio —Tim dejó su Biblia y atravesó la habitación hacia los vastos anaqueles; tomó un volumen de lomo azul. Mientras regresaba, la abrió y buscó entre sus páginas— citaré la que ha dicho el doctor Hertz, el supremo rabino del Imperio Británico. En relación con el Séptimo Mandamiento. Éxodo, veinte trece. «Adulterio. Es una execrable mala acción, detestada por Dios. Este Mandamiento contra la infidelidad advierte tanto al esposo como a la esposa contra la profanación del sagrado pacto del matrimonio» —leyó algo más en silencio y luego cerró el libro—. Creo, Angel, que tienes bastante sentido común para comprender que Kirsten y yo somos…
—Pero es peligroso —dije.
—Conducir por el puente Golden Gate es peligroso. ¿Sabes que la compañía Yellow Cabs prohíbe a sus taxis (la compañía, no la policía) ir por el carril rápido del Golden Gate, ese carril que llaman «del suicidio»? Si sorprenden allí a uno de sus conductores lo despiden. Pero la gente conduce constantemente por el carril rápido del Golden Gate. Quizá sea una analogía pobre.
—No, es buena —dije.
—¿Conduces tú por el carril rápido del Golden Gate?
Después de una pausa respondí:
—A veces.
—¿Qué te parecería si te pidiera que te sentaras y empezara a darte consejos al respecto? ¿No pensarías que te trato como a una niña, y no una adulta? ¿Comprendes lo que te digo? Cuando un adulto hace algo que no apruebas, discutes con él. Yo estoy dispuesto a discutir contigo sobre mi relación con Kirsten porque eres mi nuera; pero sobre todo porque eres alguien a quien conozco y quiero. Y aquí llegamos a la palabra principal, la clave del pensamiento de Pablo. Agape en griego. Traducida al latín es caritas, de donde viene la palabra inglesa caring, cuidar de alguien o preocuparse por él. Así como tú te preocupas por mí ahora, por mí y por tu amiga Kirsten. Te preocupas por nosotros.
—Es verdad —dije—. Por eso estoy aquí.
—Entonces, para ti, cuidar es importante.
—Sí —dije—. Evidentemente.
—Puedes llamarlo agape o caritas o amor o preocuparse por alguien; pero comoquiera que digas…, te leeré de Pablo —el obispo Archer volvió a abrir su gran Biblia; pasó velozmente las páginas, exactamente sabedor de lo que buscaba—. Primera carta a los Corintios, capítulo trece: «Aunque tuviera el don de la profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia…»
—Sí, lo citabas en el Mala Suerte —interrumpí.
—Y lo haré de nuevo —su voz era vivaz—. «Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha». Y escucha esto: «La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre dejé todas las cosas de niño».
Entonces sonó el teléfono en su gran escritorio. Fastidiado, el obispo Archer dejó a un lado la Biblia abierta.
—Perdóname —fue a atender el teléfono.
Mientras esperaba a que terminara, miré el pasaje que estaba leyendo. Era familiar para mí, pero en la traducción del rey Jaime. Esta era la Biblia de Jerusalén. Nunca la había visto antes. Seguí leyendo a partir del punto donde él había llegado.
Concluida su conversación telefónica, el obispo Archer volvió.
—Debo marcharme. Un obispo africano me espera; acaba de llegar aquí desde el aeropuerto.
—Dice —puse el dedo sobre el pasaje de la gran Biblia— que sólo vemos en un espejo obscuro.
—Y también dice: «Subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas es la caridad». Yo señalaría que esto resume el kerygma de Nuestro Señor.
—¿Y si Kirsten se lo dice a alguien?
—Podemos contar con que sea discreta, me parece —ya estaba en la puerta de su despacho.
Reflexivamente, me puse de pie y avancé hacia él.
—Me lo ha dicho a mí.
—Eres la mujer de mi hijo.
—Sí, bueno…
—Lamento tener que salir así —el obispo Archer cerró la puerta de su despacho—. Mi bendición —me besó en la frente—. Queremos que vengas cuando estemos instalados. Hoy Kirsten ha encontrado un apartamento en el Tenderloin. No lo he visto. Dejo que ella se ocupe —y se marchó, dejándome ahí, de pie.
Me había sorprendido con una minucia técnica, comprendí. Yo había confundido adulterio con fornicación. Había olvidado que él era un abogado. Había entrado en su gran despacho con algo que decir, y no lo había dicho. Entré inteligente y salí estúpida, sin nada entre medio.
Tal vez, si no fumara marihuana podría discutir mejor. Él ganaba; yo perdía. No. Él perdía y yo perdía, los dos perdíamos. Mierda.
Yo no había dicho en ningún momento que el amor fuera malo. No había hablado del agape. Ese no era el punto, el jodido punto. El punto es que no te sorprendan. El punto es atornillar los pies al suelo, ese suelo que llamamos la realidad.
Mientras me dirigía a la calle, pensé: estoy juzgando a uno de los hombres de mayor éxito en el mundo. Jamás seré conocida como él es conocido; nunca tendré influencia sobre la opinión. No quité de mi pecho la cruz, como hizo Tim, por todo el tiempo que durara la guerra de Vietnam. ¿Quién mierda soy yo?