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Querida Jane Marion:

En dos días, dos personas —un amigo escritor y otro editor— me han recomendado La cubierta verde diciendo, en realidad, lo mismo: que si deseaba saber qué sucedía en la literatura contemporánea ya era hora de que conociera su obra. Cuando llegué a casa con el libro (me habían dicho que el ensayo del título era lo mejor y que empezara por ahí), vi que se refería a Tim Archer. De modo que lo leí. De pronto mi amigo estaba vivo de nuevo. Me dio un gran dolor, no alegría… Yo no puedo escribir sobre él porque no soy escritora, aunque me gradué en letras en la Universidad de California; sin embargo un día, como ejercicio, me senté a garabatear un diálogo apócrifo entre él y yo, para ver si por alguna casualidad lograba capturar la cadencia de su incesante flujo de palabras. Descubrí que podía hacerlo, pero el resultado, como el mismo Tim, estaba muerto.

La gente a veces me pregunta cómo era él, pero no soy religiosa y no veo con tanta frecuencia personas pertenecientes a la iglesia, aunque antes sí ocurría. Mi marido era su hijo Jeff, de modo que conocí a Tim de manera muy personal. Hablábamos a menudo de teología. En el momento del suicidio de Jeff, recibí a Tim y a Kirsten en el aeropuerto de San Francisco; venían de Inglaterra, de un encuentro con los traductores oficiales de los Documentos Zadokitas; en ese punto de su vida Tim empezó a creer que Cristo era un fraude y que los zadokitas eran los depositarios de la verdadera religión. Me preguntó cómo dar esa noticia a su congregación. Esto fue antes de Santa Bárbara. Tenía instalada a Kirsten en un sencillo apartamento en el distrito de Tenderloin. Muy poca gente iba allí. Por supuesto, Jeff y yo podíamos. Recuerdo el momento en que Jeff me presentó a su padre. Tim se acercó y dijo: «Me llamo Tim Archer.» No dijo que era obispo. Sin embargo, llevaba el anillo.

Atendí el teléfono cuando avisó que Kirsten se había suicidado. Aún estábamos doloridos por la muerte de Jeff. Me quedé escuchando a Tim, que decía que Kirsten «acababa de irse lejos»; yo miraba a mi hermano menor, que verdaderamente quería a Kirsten; estaba armando un modelo en madera de balsa del Spad de 1913; sabía que la llamada era de Tim, pero no, por supuesto, que Kirsten ahora también había muerto, como Jeff.

Tim era distinto de todas las personas que he conocido en esto; podía creer cualquier cosa y de inmediato actuar sobre la base de esa nueva creencia, es decir, hasta que encontraba otra y se guiaba por ella para actuar. Estaba convencido, por ejemplo, de que una medium había curado los problemas mentales del hijo de Kirsten, que eran graves. Un día, mientras veía una entrevista de David Frost a Tim, por TV, comprendí que estaba hablando de Jeff y de mí; sin embargo, no había ninguna relación entre lo que decía y la situación real. Jeff también lo vio, y no percibió que su padre hablara de él. Como los realistas medievales, Tim creía que las palabras son cosas reales. Si se puede poner algo en palabras, es de facto verdad. Esto es lo que le costó la vida. Yo no estaba en Israel cuando murió, pero puedo verlo en el desierto, estudiando el mapa como si fuera el de una gasolinera de San Francisco. El mapa decía que si uno recorría X kilómetros llegaría a Y, de modo que él ponía el coche en marcha y recorría X kilómetros, convencido de que allí estaría Y… Lo decía el mapa. El hombre que dudaba de cada elemento de la doctrina cristiana creía todo lo que veía escrito.

Pero el incidente que, a mi juicio, más lo revela, ocurrió un día en Berkeley. Jeff y yo teníamos que esperarlo a cierta hora en cierta esquina. Tim llegó tarde, en coche. Y persiguiéndolo, furiosísimo, un empleado de gasolinera. Tim había llenado el depósito y luego, al retroceder, había destrozado un surtidor. Y había partido de inmediato porque iba a llegar tarde a su cita con nosotros.

—¡Me ha roto el surtidor! —gritaba el hombre, sin aliento y fuera de sí—. Llamaré a la policía… y después escapó. ¡Tuve que seguirlo hasta aquí!

Yo quería saber qué le decía Tim a ese hombre. Estaba muy enojado, y era un hombre muy modesto, situado al pie de la escala social en la que Tim estaba en la cumbre; quería ver si Tim le informaba que era el obispo de la diócesis de California y que era conocido en todo el mundo, amigo de Martin Luther King Jr., de Robert Kennedy, un hombre grande y famoso que en ese momento no vestía sus hábitos. Tim no lo hizo. Pidió perdón humildemente. Un rato más tarde, el empleado de la gasolinera comprendió que su perseguido era una persona para la cual los grandes surtidores de colores brillantes no existían, un hombre que, muy literalmente, vivía en otro mundo. Ese otro mundo era lo que Tim y Kirsten llamaban el «Otro Lado»; y paso a paso, ese Otro Lado los atrajo a todos; primero a Jeff, luego a Kirsten y por fin, inevitablemente, al mismo Tim.

A veces me digo que Tim todavía existe, aunque ahora está totalmente en ese otro mundo. ¿Cómo dice Don McLean en su canción «Vincent»? «El mundo no ha sido hecho para alguien tan hermoso como tú». Ni para mi amigo; este mundo nunca fue realmente real para él, de modo que pienso que no era el que le correspondía. Un error cometido en alguna parte, y que él, en el fondo, no ignoraba.

Cuando recuerdo a Tim pienso:

And still I dream he treads the lawn

walking ghostly in the dew,

pierced by my glad singing through…

[Y aún sueño que pisa la hierba

caminando espectral sobre el rocío,

atravesado por mi canto alegre…]

Como decía Yeats.

Muchas gracias por su trabajo sobre Tim, pero dolió verlo vivo de nuevo por un instante. Supongo que ésa es la medida de la grandeza de un texto, que pueda hacer eso.

En una novela de Aldous Huxley, creo, un personaje telefonea a otro y grita excitado: «¡Acabo de encontrar una prueba matemática de la existencia de Dios!» Si hubiera sido Tim, al día siguiente habría encontrado otra prueba contradictoria de la primera y la habría aceptado con igual rapidez. Era como si estuviera en un jardín y cada flor fuera nueva y diferente y él las descubriera una por una y se sintiera igualmente encantado por cada una, y olvidara entonces las anteriores. Era absolutamente leal a sus amigos. A ellos no los olvidaba nunca. Eran sus flores permanentes.

Lo más extraño, Mrs. Marion, es que en cierto sentido lo extraño más que a mi marido. Quizá me impresionaba más. No lo sé. Tal vez usted me lo pueda decir; es la escritora.

Cordialmente,

Angel Archer

Escribí esto a la famosa autora, perteneciente al establishment literario de Nueva York, Jane Marion, cuyos ensayos se publican en las mejores de las pequeñas revistas; no esperaba respuesta y no la recibí. Tal vez el editor —a quien la envié— la leyó y la arrojó lejos; no lo sé. El ensayo de Marion sobre Tim me había enfurecido; se fundaba íntegramente en información de segunda mano. Jamás había conocido a Tim, pero de todos modos escribía sobre él. Decía que Tim «dejaba caer las amistades cuando servía a sus fines» o algo así. Tim jamás dejó caer una amistad en su vida.

Esa cita que habíamos hecho Jeff y yo con el obispo era importante. En dos sentidos: uno oficial, otro extraoficial, como se vio. En lo que concierne al aspecto oficial, yo me proponía favorecer un encuentro, una asociación, entre el obispo Archer y mi amiga Kirsten Lundborg, que representaba al MEF en la Zona de la Bahía. El Movimiento de Emancipación Femenina quería que el obispo pronunciara un discurso en su defensa, gratuitamente. Por ser yo la mujer del hijo del obispo, se suponía que debía arreglarlo. Es innecesario decir que Tim no parecía comprender la situación, pero eso no era por su culpa; ni Jeff ni yo le habíamos dado la menor pista. Tim suponía que nos reuniríamos a comer en el Mala Suerte, del que había oído hablar. Tim pagaría la cuenta, porque no teníamos dinero ese año, ni habíamos tenido tampoco el anterior. Como dactilógrafa de un estudio jurídico en la avenida Shattuck, yo era la ganadora del sustento putativa. El estudio jurídico estaba integrado por dos tipos de Berkeley que participaban activamente en todos los movimientos de protesta. Defendían casos vinculados con las drogas. La firma se llamaba: BARNES Y GLEASON, ESTUDIO JURÍDICO Y CERERÍA; vendían también velas hechas a mano, o por lo menos las tenían en exhibición.

Era la forma elegida por Jerry Barnes para insultar a su propia profesión y establecer con claridad que no tenía la intención de ganar ningún dinero. Con respecto a esta meta había alcanzado éxito. Recuerdo que una vez un cliente agradecido le pagó con opio, una barra negra que parecía de chocolate amargo. Jerry no sabía qué hacer con ella. Terminó por regalarla.

Era interesante ver a Fred Hill, el agente de la KGB, saludando a todos los concurrentes como hace un buen dueño de restaurante, sonriente, dando apretones de manos. Hill tenía ojos fríos. Según lo que se decía en la calle, tenía autoridad suficiente para matar a quienes se mostraban díscolos con la disciplina del Partido. Tim apenas dedicó su atención al hijo de perra mientras nos guiaba a una mesa. Me pregunté qué diría el obispo de California si supiera que el hombre que nos ofrecía el menú era un ciudadano ruso, oficial de la policía secreta soviética que se encontraba en los Estados Unidos con nombre falso. O tal vez esto sólo era un mito de Berkeley. Como en los muchos años anteriores, Berkeley y la paranoia eran compañeros de cama. Estaba lejos todavía el fin de la guerra de Vietnam; Nixon aún tenía que sacar de allí las fuerzas estadounidenses. Watergate se encontraba a muchos años. Los agentes del gobierno pululaban en la Zona de la Bahía. Nosotros, los activistas independientes, sospechábamos a todos de connivencia; no confiábamos en la derecha ni en el PC-USA. Y si había una cosa odiada en Berkeley, era el olor de la policía.

—Hola, amigos —dijo Fred Hill—. La sopa de hoy es minestrone. ¿Un vaso de vino mientras deciden?

Los tres dijimos que queríamos vino (mientras no fuera Gallo), y Fred partió en su busca.

—Es un coronel de la KGB —dijo Jeff al obispo.

—Muy interesante —respondió Tim, examinando el menú.

—Realmente, les pagan muy poco —dije.

—Por eso habrá abierto un restaurante —dijo Tim, mirando a los demás clientes en las otras mesas—. Me pregunto si tendrán caviar del Mar Negro —me lanzó una rápida mirada—. ¿Te gusta el caviar, Angel? Los huevos del esturión, aunque a veces se hacen pasar por caviar los huevos del Cyclopterus lumpus; sin embargo, éstos son generalmente de un matiz rojizo y más grandes. Es mucho más barato. A mí no me interesa, el caviar de esturión, quiero decir. En cierto sentido, decir «caviar de esturión» es una redundancia —rió, sobre todo para sí.

Mierda, pensé.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jeff.

—Me preguntaba dónde estará Kirsten —respondí, y miré el reloj.

El obispo dijo:

—Los orígenes del movimiento feminista pueden estar en Lisístrata. «Debemos privamos de todo roce con el amor mentido y vocinglero…» —volvió a reír—. «Nuestras órdenes menosprecian; y con trancas y cerrojos…» —se interrumpió, como pensando si continuar o no—. «… afuera nos encierran.» Es un juego de palabras. «Nos encierran afuera» se refiere, a la vez, a la situación general de desobediencia, y al cierre de la vagina.

—Papá —dijo Jeff—, estamos tratando de resolver qué pedimos. ¿Te parece bien?

El obispo replicó:

—Si quieres decir que estamos tratando de resolver qué comer, mi observación es ciertamente oportuna. A Aristófanes le habría gustado.

—Por favor —dijo Jeff.

Fred Hill regresó con una bandeja.

—Borgoña Louis Martini —puso tres copas en la mesa—. Si me perdona la pregunta, ¿es usted el obispo Archer?

El obispo asintió.

—Usted estaba con el doctor King en Selma… —tanteó Hill.

—Sí, estuve en Selma —respondió el obispo.

Yo dije:

—Cuéntale el chiste de la vagina —y agregué, dirigiéndome a Fred Hill—: El obispo sabe un chiste de vagina realmente venerable.

Riendo, el obispo Archer contestó:

—El chiste es venerable, quiere decir ella. Cuidado con los errores de sintaxis.

—El doctor King era un gran hombre —dijo Fred Hill.

—Un hombre muy grande —dijo el obispo—. Quisiera mollejas.

—Una excelente elección —Fred Hill anotó—. Y también le recomendaría el faisán.

—Yo quiero la ternera Oscar —dije.

—También yo —dijo Jeff; parecía malhumorado. Yo sabía que objetaba el empleo de mi amistad con el obispo para conseguir que diera un discurso gratis, al MEF o a cualquier otro grupo. Sabía qué fácil era convencer de hablar gratis a su padre. Tanto él como el obispo llevaban trajes de franela obscura, y naturalmente Fred Hill, famoso agente de la KGB y asesino masivo, usaba terno y corbata.

Ese día me pregunté, sentada entre ellos, vestidos con ropas de negocios, si Jeff tomaría las órdenes sagradas como había hecho su padre; ambos parecían solemnes y daban a la tarea de pedir la comida la misma intensidad, la misma gravedad que adoptaban para tantas otras cosas… Ese aire profesional que el obispo salpicaba curiosamente de humor… Aunque nunca como ese día el humor me parece del todo bien.

Mientras tomábamos el minestrone, el obispo Archer habló de su inminente juicio por herejía. Era un tema que le fascinaba interminablemente. Ciertos obispos lo atacaban porque había dicho, en sus sermones de la Grace Cathedral, y en varios artículos publicados, que nadie había visto el pelo ni la piel del Espíritu Santo desde los tiempos de los apóstoles. Esto llevaba a Tim a concluir que la doctrina de la Trinidad era incorrecta. Si el Espíritu Santo era, verdaderamente, una forma de Dios equivalente a Cristo y a Yavé, sin duda estaría aún ahora con nosotros. El don de lenguas no le impresionaba. Había visto bastante de eso en sus años de Iglesia Episcopal, y le había parecido autosugestión o demencia. Además, la lectura atenta de los Hechos revelaba que en la Pascua de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo había descendido sobre los discípulos, otorgándoles el «don de lenguas», habían hablado en lenguas extranjeras que los concurrentes comprendían. Esto no era glosolalia, como se dice ahora, sino mera xenoglosia. Mientras comíamos, el obispo reía al citar la hábil respuesta de Pedro a la acusación de que los Once estaban ebrios; éste había dicho con voz poderosa a la burlona multitud que era poco probable que los Once estuvieran ebrios, porque sólo eran las nueve de la mañana. El obispo sugería, entre una y otra cucharada de minestrone, que el curso de la historia de Occidente tal vez habría cambiado si hubieran sido las nueve de la noche, y no de la mañana. Jeff parecía aburrido y yo consultaba una y otra vez mi reloj, preguntándome qué retrasaría a Kirsten. Arreglarse el pelo, quizá. Siempre la preocupaba su pelo rubio, especialmente antes de las ocasiones importantes.

La Iglesia Episcopal es trinitaria; no se puede ser un sacerdote o un obispo de esa iglesia si no se acepta y enseña lo que, bueno, se llama el Credo Niceno:

… Y creo en el Espíritu Santo,

Señor y dador de vida,

que procede del Padre y del Hijo,

y que, juntamente con el Padre y el Hijo,

es adorado y glorificado.

De modo que el obispo McClary, de Missouri, tenía razón… En efecto, Tim había cometido herejía. Pero Tim, antes de llegar a rector de la Iglesia Episcopal, había sido un abogado de gran práctica. Saboreaba el próximo juicio. El obispo McClary conocía la Biblia y el derecho canónico; pero Tim lo envolvería en dorados anillos de humo hasta que McClary no supiera qué estaba arriba ni abajo. Tim lo sabía. Al enfrentar un juicio por herejía, estaba en su elemento. Además, estaba escribiendo un libro sobre esto; ganaría y, además, ganaría un poco de dinero.

Todos los periódicos de América habían publicado artículos y hasta editoriales sobre el tema. Realmente era difícil, en la década del setenta, juzgar a alguien por herejía, con éxito.

Escuchando a Tim, que proseguía interminablemente, se me ocurrió que había cometido deliberadamente herejía para provocar el juicio. Por lo menos, lo había hecho inconscientemente. Era, como se solía decir, un hábil movimiento táctico.

—El supuesto «don de lenguas» —decía alegremente el obispo—, devuelve la unidad de lenguaje perdida cuando se intentó la Torre de Babel, es decir, cuando se intentó su construcción. El día en que algún miembro de mi congregación se ponga de pie hablando valón, bueno, ese día creeré que existe el Espíritu Santo. No estoy seguro de que haya existido nunca. La concepción apostólica del Espíritu Santo se funda en la palabra hebrea ruah, el espíritu de Dios. Para comenzar, ese espíritu es hembra, y ella hablaba de la expectativa mesiánica. El cristianismo tomó la idea del judaísmo; y apenas la cristiandad convirtió a una cantidad suficiente de paganos —gentiles, si prefieren— abandonó el concepto, puesto que era significativo sólo para los judíos. Para los conversos griegos no tenía sentido, aunque Sócrates declaraba que poseía un daemon, una voz interior que lo guiaba…, un espíritu tutelar, que no debe confundirse con la palabra demonio, referida a un espíritu indudablemente maligno. Con frecuencia se confunden las dos palabras. ¿Hay tiempo para un cóctel?

—Aquí sólo tienen vino y cerveza —dije.

—Me gustaría hacer una llamada telefónica —dijo el obispo; se pasó la servilleta por el mentón, se puso de pie y miró a su alrededor—. ¿Hay un teléfono público aquí?

—Hay uno en la gasolinera de Chevron —respondió Jeff—. Pero si vas allá romperás otro surtidor.

—Simplemente no comprendo cómo ocurrió —dijo el obispo—. No vi ni oí nada; sólo me enteré cuando… ¿Albers? Tengo su nombre anotado. Cuando apareció en plena histeria. Tal vez eso fuera una manifestación del Espíritu Santo. Espero haber renovado el seguro. Siempre es conveniente el seguro del coche.

—No hablaba en valón —dije.

—Sí, es verdad —dijo Tim—, pero era igualmente ininteligible. Podía ser un caso de glosolalia, por lo que sé. O una prueba de que el Espíritu Santo está presente —se volvió a sentar—. ¿Esperamos algo? —me preguntó—. Estás mirando el reloj a cada momento. Sólo tengo una hora; después debo regresar al centro. La dificultad que presenta el dogma es que afecta el espíritu creativo del hombre. Whitehead —Alfred North Whitehead— nos ha dado la idea de un Dios en proceso, y es, o era, un gran hombre de ciencia. Una teología en proceso. Todo esto surge de Jakob Boehme y su deidad «no-sí», esa deidad dialéctica que precede a Hegel. Boehme fundaba esto en San Agustín. Sic et non, ya saben… En latín no hay una palabra específica para «sí»; supongo que «sic» es lo más parecido, aunque, todo considerado, «sic» se traduce más correctamente como «así», o «por lo tanto» o «de este modo». ¿Quod si hoc nunc sic incipiam? Nihil est. ¿Quod si sic? Tantumdem egero. Et sic —se detuvo, con el ceño fruncido—. Nihil est. En un lenguaje distributivo —el inglés es el mejor ejemplo— esto significaría literalmente «nada existe». Por supuesto, lo que quiere decir Terencio es «es nada», con «id», o «eso» tácito. Con todo, hay una enorme potencia en esa expresión de dos palabras, nihil est. Es sorprendente el poder del latín, de comprimir el sentido en el mínimo de palabras. Eso y la precisión son sus dos cualidades más admirables, y con mucho. Sin embargo, el inglés tiene un vocabulario más extenso.

—Papá —dijo Jeff—. Estamos esperando a una amiga de Angel. Te hablé de ella el otro día.

—Non video —respondió el obispo—. He dicho que no la veo, aunque el «la» está sobreentendido. Mira, ese hombre nos va a hacer una foto.

Fred Hill, con una cámara SLR de flash incorporado, se acercaba a nuestra mesa.

—¿Le molestaría que le tomara una foto, Su Eminencia?

—Yo podría hacer una foto de ambos —dije, poniéndome de pie—. Y luego podrá colgarla en la pared —agregué, dirigiéndome a Fred Hill.

—Me encantaría —dijo Tim.

Kirsten Lundborg llegó durante el segundo plato. Parecía triste y fatigada, y no pudo encontrar nada que le agradara en el menú. Finalmente se contentó con una copa de vino blanco; no comió nada, habló muy poco, pero fumaba un cigarrillo tras otro. En su cara había arrugas de tensión. En ese momento no lo sabíamos, pero sufría de una leve peritonitis crónica, que puede ser —y lo fue para ella muy pronto— sumamente grave. Apenas parecía consciente de nosotros. Me imaginé que había caído en una de sus periódicas depresiones; yo no tenía idea, entonces, de que estaba físicamente enferma.

—Probablemente podrías pedir huevos pasados por agua con tostadas —dijo Jeff.

—No —Kirsten movió la cabeza—. Mi cuerpo está tratando de morir —dijo, y no agregó nada.

Nos sentimos incómodos. Supongo que ésa era la idea que ella tenía en mente. Tal vez no. El obispo Archer la miró con atención y con gran simpatía. Me pregunté si se proponía sugerir una imposición de manos. Hacen eso en la Iglesia Episcopal. La tasa de curaciones no está registrada en ninguna parte, que yo sepa… Y tanto da.

Kirsten habló sobre todo de su hijo Bill, que había sido rechazado en el ejército por motivos psicológicos. Al parecer, esto le agradaba y le dolía a la vez.

—Me asombra que tenga un hijo en edad militar —dijo Tim.

Kirsten guardó silencio un instante. Parte de la preocupación que contraía sus rasgos se disipó. Era evidente para mí que la observación de Tim la había alegrado.

En ese momento de su vida, era una mujer de belleza indudable, aunque disminuida por una perpetua severidad, tanto en su aspecto como en la impresión emocional que causaba. Yo la admiraba mucho, pero sabía que Kirsten no podía reprimir la posibilidad de lanzar observaciones crueles, un defecto que había afinado hasta el nivel de un talento. Aparentemente, la idea era que si uno es bastante inteligente, puede insultar a los demás y ellos se quedarán esperando; pero si uno es torpe y enmudece, no conseguirá nada. Todo tiene que ver con la destreza verbal. Uno es juzgado, como en los concursos, por la eficacia de las frases.

—Sólo físicamente Bill tiene esa edad —dijo Kirsten, algo más animada—. ¿Cómo era lo que decía ese cómico la otra noche, en el programa de Johnny Carson? «Mi mujer no va al cirujano plástico; quiere uno verdadero.» Fui a la peluquería, por eso llegué tarde. Una vez, justamente antes de volar a Francia, me arreglaron el pelo —sonrió— y quedé como Bozo el Payaso. En París usé todo el tiempo un babushka. Le dije a todo el mundo que iba a Notre Dame.

—¿Qué es un babushka? —preguntó Jeff.

—Un campesino ruso —dijo el obispo Archer.

Mirándolo fijamente, Kirsten dijo:

—Es verdad. Debo haberme equivocado de palabra.

—Ha dicho la palabra correcta —agregó el obispo—. La palabra que designa una tela que envuelve la cabeza deriva…

—Oh, Cristo —exclamó Jeff.

Kirsten sonrió. Bebió un sorbo de vino blanco.

—Usted es miembro del MEF —interrogó el obispo.

—Yo soy el MEF —respondió Kirsten.

—Es una de las fundadoras —intervine.

—¿Sabe usted? Yo tengo convicciones firmes acerca del aborto —dijo el obispo.

—¿Sabe usted? Yo también —replicó Kirsten—. ¿Cuáles son las suyas?

—Pensamos que los no nacidos tienen derechos que no les han concedido los hombres sino Dios Todopoderoso —dijo el obispo—. El derecho a tomar una vida humana ha sido denegado a partir del Decálogo.

—Permítame una pregunta —repuso Kirsten—. ¿Cree usted que un ser humano tiene derechos después de su muerte?

—¿Cómo es eso? —preguntó el obispo.

—Puesto que usted les concede derechos antes de nacer —dijo Kirsten—, ¿por qué no después de que mueren?

—En verdad, tienen derechos después de la muerte —dijo Jeff—. Es necesaria una orden judicial para usar un cadáver, o sus órganos, de modo que…

—Estoy tratando de comer mi ternera Oscar —interrumpí previendo una discusión interminable, y luego la negativa del obispo Archer a hablar gratis para el MEF—. ¿No podríamos hablar de otra cosa?

Jeff continuó sin inmutarse:

—Conozco un tipo que trabaja en la oficina forense. Me contó que una vez fueron a la unidad de cuidados intensivos…, bueno, no recuerdo de qué hospital; de todos modos, una mujer acababa de morir, y le quitaron los ojos para un trasplante antes de que los monitores dejaran de registrar signos de vida. Me dijo que es muy corriente.

Seguimos comiendo, mientras Kirsten bebía su vino; el obispo Archer no había dejado de mirar a Kirsten con simpatía y preocupación. Pensé más tarde, no en el momento, que él había presentido su mal físico latente, algo que los demás no habíamos advertido. Quizás era a causa de su ministerio personal, pero le vi hacer eso una y otra vez; observar en alguien una necesidad que nadie advertía, a veces ni ella misma y que, si otros la advertían, se tomaban su tiempo antes de empezar a preocuparse.

—Tengo el mayor respeto por el MEF —dijo, en voz suave.

—La mayoría de la gente lo tiene —respondió Kirsten; sin embargo, parecía auténticamente complacida—. ¿La Iglesia Episcopal permite la ordenación de mujeres?

—¿…en carácter sacerdotal? Todavía no —respondió el obispo—, pero pronto será así.

—Debo suponer, entonces, que lo aprueba personalmente.

—Por supuesto —asintió él—. Me he interesado activamente por modernizar la situación de los diáconos varones y mujeres. Por ejemplo, he insistido en que tanto se debe llamar diáconos a los hombres como a las mujeres, y no permito que se use en mi diócesis el término «diaconisa». La estandardización de la formación y educación de los diáconos varones y mujeres hará posible más tarde que éstas se ordenen. Considero que esto es inevitable y me esfuerzo por conseguirlo.

—De verdad me alegra oír eso —dijo Kirsten—. Entonces, tiene usted marcadas diferencias con la Iglesia Católica —dejó su copa en la mesa—. El papa…

—El obispo de Roma —dijo el obispo Archer—. Eso es en realidad: el obispo de Roma. La Iglesia Católica Romana; nuestra iglesia es igualmente una iglesia católica.

—¿Cree usted que ellos nunca ordenarán mujeres? —preguntó Kirsten.

—Sólo cuando haya llegado la Parusía —respondió el obispo Archer.

—¿Qué es eso? —preguntó Kirsten—. Debe usted perdonar mi ignorancia; en verdad, no tengo formación ni inclinaciones religiosas.

—Tampoco yo —repuso el obispo Archer—. Yo sólo sé que, como dice Malebranche, «No soy yo quien respira sino Dios que respira en mí.» La Parusía es la Presencia de Cristo. La iglesia católica, de la cual formamos parte, respira solamente a través de la potencia viva de Cristo; él es la cabeza de la que nosotros somos el cuerpo. «La Iglesia es su cuerpo, él es la cabeza», como ha dicho Pablo. Es un concepto conocido por el mundo antiguo, que podemos comprender.

—Interesante —dijo Kirsten.

—No, es verdad —dijo el obispo—. Los asuntos intelectuales son interesantes, como también las curiosidades fácticas, como la cantidad de sal producida por una sola mina. Esto de que hablo es un tema que determina no lo que sabemos sino lo que somos. Poseemos nuestra vida a través de Jesucristo. «Él es la imagen del Dios no visto y el primer nacido de toda la creación, porque en Él se crearon todas las cosas del cielo y la tierra, todo lo visible y todo lo invisible; Tronos, Dominios, Soberanías, Poderes, todas las cosas han sido creadas a través de Él y por Él. Antes de que nada fuera creado, Él existía; y Él sostiene la unidad de todas las cosas.» —la voz del obispo era baja e intensa; hablaba en tono mediano, y miraba directamente a Kirsten.

Vi a mi amiga devolver esa mirada, casi asustada, como si a la vez quisiera y no quisiera oír, temerosa y fascinada… Muchas veces oí predicar a Tim en la Grace Cathedral, y en ese momento se dirigía a ella, sola, con la misma intensidad que ponía al hablar ante las asambleas. Y era todo para ella.

Hubo un instante de silencio.

—Muchos sacerdotes dicen todavía «diaconisa» —dijo Jeff, y cambió de posición con torpeza—. Cuando Tim no está cerca.

Le dije a Kirsten:

—El obispo Archer es probablemente el más firme defensor de los derechos de la mujer en la Iglesia Episcopal.

—Creo que eso he oído decir —respondió Kirsten; se volvió hacia mí y dijo serenamente—: Me pregunto…, ¿crees que…

—Con gusto hablaré para su organización —dijo el obispo—. Por eso nos hemos reunido a comer —buscó en un bolsillo de su chaqueta y sacó su agenda negra—. Anotaré su número de teléfono; le prometo que la llamaré en los próximos días. Debo consultar con el obispo asistente, Johnathan Graves, pero estoy seguro de poder encontrar tiempo para usted.

—Le daré mi número del MEF —dijo Kirsten—, y también el de mi casa. ¿Querría usted —vaciló—, decirme algo sobre el MEF, obispo?

—Tim —dijo el obispo Archer.

—No somos militantes en el sentido convencional de…

—Conozco bastante bien su organización —interrumpió el obispo Archer—. Quiero que piense en esto: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy.» I, Corintios, capítulo trece. Como mujeres, halláis vuestro lugar en el mundo por amor, y no por animosidad. El amor no se limita a los cristianos, el amor no es sólo para la iglesia. Si queréis conquistarnos, mostrad amor y no desdén. La fe mueve montañas, el amor mueve los corazones humanos. La gente que se opone a vosotras es gente, no cosas. Vuestro enemigo no son los hombres, sino los hombres ignorantes; no confundáis a los hombres con su ignorancia. Ha llevado años; llevará todavía más. No seáis impacientes ni odiéis. ¿Qué hora es? —miró a su alrededor, bruscamente preocupado—. Aquí está —extendió su tarjeta a Kirsten—. Llámeme. Debo marcharme. Me alegro de haberla conocido.

Entonces se marchó. Comprendí repentinamente, cuando se fue, que había olvidado pagar la cuenta.