30 de Eleint, Año del Intemporal (1479 CV)
La noche estaba descendiendo sobre Hulburg cuando Mirya cerró Abastecimientos Erstenwold y se preparó para pasar la noche en casa. Había sido un día de poco movimiento, pero justo antes del cierre había llegado un granjero del valle del Winterspear con una carreta llena de queso, tocino, jamones ahumados y otros productos para vender. Para cuando hubo terminado con las transacciones y hubo supervisado la descarga de la carreta, era una hora más tarde de lo habitual. La mayor parte de los comerciantes de Hulburg vivían o encima o detrás de sus tiendas, pero los Erstenwold eran una familia que llevaba mucho tiempo en Hulburg, y la casa de Mirya era una confortable cabaña, rodeada por un pequeño huerto de manzanos, en la orilla occidental del río, a poco menos de kilómetro y medio de distancia. Ansiosa de irse a casa, fue a la puerta trasera de la tienda, la que daba al callejón por detrás de la calle del Tablón, y miró arriba y abajo de la estrecha Calleja buscando a Selsha.
—¡Selsha! —llamó.
Su hija no estaba a la vista, pero Mirya sabía que casi nunca estaba fuera de donde pudiera oírla. Todavía recordaba a su propia madre llamándola a ella al final del día cuando era niña, y supuso que probablemente sonaba a algo parecido en los oídos de Selsha. La voz de una madre tiene un largo recorrido, por lo que podía recordar.
—¡Selsha! ¡Es hora de ir a casa!
Al principio no oyó nada y nuevamente miró hacia un lado y otro del callejón. No solía quedarse hasta tan tarde por la noche, y las sombras eran largas y oscuras en las calles de Hulburg. Los edificios que rodeaban el establecimiento de los Erstenwold no parecían ni tan amistosos ni tan familiares cuando la noche descendía sobre la ciudad. Durante el día, las calles estaban llenas de vecinos a los que Mirya conocía bien: el calderero, enfrente; el hojalatero, al lado; la abuela Gresha y su cuba de lavar, dos puertas más abajo, y la tía Tilsie, que ofrecía comidas sencillas a los porteadores y carreteros de la ciudad todos los días desde su cocina del otro lado de la calle. Todos vigilaban a Selsha y estaban encantados con que les diera la vara durante toda la jornada, pero ahora ya estaban cerrando o estaban dentro. Después de la puesta del sol, los bares y tabernas de Hulburg se llenaban, y en lugar de vecinos vigilantes, lo único que se veía por las calles eran extraños buscando un lugar donde emborracharse hasta perder el sentido. Mirya frunció el entrecejo y alzó más la voz.
—¡Selsha! ¿Dónde estás?
—¡Ya voy, mamá!
Selsha apareció en el fondo del callejón y corrió hasta la puerta. Era una niña menuda, de apenas nueve años, con grandes ojos azules que tenían la virtud de desarmar a Mirya en sus momentos de mayor enfado, y un pelo negro y sedoso igual que el suyo.
—¿Dónde estabas? ¿No has oído que te llamaba? —le reprochó Mirya. La empujó al interior de la tienda y cerró la puerta—. ¡Me tenías preocupada, Selsha!
—Lo siento, mamá —replicó la niña, y luego alargó la mano—; pero mira, he encontrado algo.
Mirya miró la mano de su hija. Era una especie de amuleto que colgaba de una cadena de plata. Se dio cuenta enseguida de que era valioso, y con suavidad lo cogió de la mano de la niña.
—¿Qué es esto? —murmuró, mirándolo más de cerca.
El amuleto tenía forma de sol radiante, pero los rayos eran de azabache y en el centro relucía una calavera de plata sin mandíbula. Lo miró cada vez más horrorizada al darse cuenta de que lo que tenía en la mano era un símbolo sagrado de Cyric, el Sol Negro, el dios de las mentiras y del asesinato. Con un pequeño grito, lo dejó caer al suelo.
—¿Qué? ¿Qué es? —preguntó Selsha.
—Algo que no puede tomarse a la ligera —respondió Mirya. Se frotó la mano con fuerza contra la falda, en un gesto irreprimible—. Selsha, ¿dónde has encontrado esto?
Selsha bajó la vista y empezaron a temblarle los labios. Mirya se dio cuenta de que con su alarma repentina había asustado a la niña.
—Lo siento, mamá. Lo siento. Yo no quería…, yo no sabía…
Mirya respiró hondo y se arrodilló junto a Selsha, rodeándola con sus brazos y acariciándole el pelo.
—No, no, Selsha; no pasa nada —le dijo con suavidad—. No estoy enfadada contigo. Sólo me he sorprendido. Ahora dime: ¿cómo has encontrado el amuleto?
—Kynda y yo estábamos jugando en el almacén vacío de la calle del Pez. Ya sé que se supone que no debemos hacerlo, pero no había nadie. De todos modos, lo he encontrado en el suelo. Mira, la cadena está rota, creo que se le cayó a alguien que ni siquiera se dio cuenta. Kynda y yo lo estábamos mirando cuando hemos oído a unos hombres. Parecían enfadados, y hemos tenido miedo de meternos en algún problema, de modo que nos hemos escondido hasta que se han marchado.
—¿Os han visto esos hombres?
La niña negó con la cabeza.
Mirya recogió el amuleto del suelo, sofocando un estremecimiento de disgusto.
—¿Crees que estaban buscando esto?
Esa vez el gesto negativo fue lento.
—He oído a un hombre decir que pensaba que había caído entre las tablas del suelo, y el otro le ha dicho que fuera a buscar una barra de hierro para levantar el suelo y buscarlo.
—No deberías haber estado en el almacén de nadie, abandonado o no, y bien lo sabes.
Mirya le dirigió a Selsha una mirada severa y se puso de pie mientras metía el amuleto en un bolsillo del vestido y se volvía pensando qué hacer con él. No conocía ninguna ley que prohibiera el símbolo de Cyric, tampoco era algo intrínsecamente malo. El Sol Negro no era un dios al que ella quisiera honrar. La verdad era que poca gente rendiría honores al asesinato o a la mentira. La mayor parte de la gente o bien le daba a Cyric su parte para desviar su atención, o pasaba por alto los aspectos más sombríos de sus doctrinas y prefería verlo como una deidad de ambición y determinación, la clase de dios que alentaba en sus seguidores el deseo de luchar por dejar atrás sus circunstancias, a costa de lo que fuere. Los pobres extranjeros que llevaban una vida miserable en vecindarios tales como las Escorias, a veces recurrían a dioses nefastos como Cyric movidos por la desesperación. Mirya no podía culparlos por sentirse atraídos por promesas de prosperidad y éxito. Por supuesto, no dudaba de que hubiera seguidores realmente maliciosos del Sol Negro en esos mismos barrios. Esclavistas, ladrones y bandidos de todas las calañas también buscaban los favores de Cyric, y había muchos de ésos en las Escorias.
Pero lo que Selsha había encontrado no era un simple talismán o símbolo. Era un símbolo sagrado de los que podía llevar, por ejemplo, un sacerdote de alta jerarquía. Podía percibir el encantamiento del objeto; para alguien tenía un gran valor.
—¿Qué debemos hacer con él? —musitó para sí misma.
Por supuesto no quería quedárselo. Podía hacer que Selsha lo volviera a dejar donde lo había encontrado, pero si Selsha estaba en lo cierto, los hombres a los que había oído lo estarían buscando, y Mirya no estaba dispuesta a enviar a su hija a las manos de nadie que pudiera ser un fanático seguidor de Cyric. O bien tendría que llevarlo de vuelta ella misma, o bien tirarlo en alguna parte.
Alguien llamó enérgicamente a la puerta del callejón. Mirya se sobresaltó y miró hacia la puerta. Sólo un vecino vendría por esa puerta, y a esas horas todos sus vecinos estarían cenando.
Volvieron a llamar.
—¿Quién es, mamá? —preguntó Selsha con un hilo de voz.
—No tengo ni idea.
Mirya miró a la puerta con expresión preocupada y se alisó el vestido. «Esto es ridículo —se dijo—. Tal vez sea Tilsie que viene a pedir un poco de harina». A pesar de todo, su intuición le decía que no era eso. Puso una mano en el hombro de Selsha.
—Quédate aquí, cariño. Voy a ver quién es.
Fue hasta la puerta. Se tomó un momento para calmarse, y luego levantó la tranca y abrió la puerta un palmo más o menos.
—¿Sí? —dijo.
Afuera, en el callejón, había un hombre pálido, de pelo rubio, vestido al modo de los jornaleros. Tenía canas en las sienes y en la barba cuadrada y prolijamente recortada que le cubría el mentón. Estaba allí, de pie, con una extraña sonrisa ausente en el rostro, pero sus ojos eran oscuros e intensos.
—¡Ah!, tú debes ser la señora Erstenwold —dijo.
—Me temo que ya hemos cerrado por esta noche. Si quieres volver mañana…
—No vengo por negocios dijo el hombre, alzando una mano para frenar las palabras de protesta de la mujer.
Mirya observó que llevaba un bonito anillo de oro en el meñique y reparó en la tersura de la palma de su mano, todo lo cual la llevó a dudar de que fuera un pobre como su vestimenta pretendía hacer creer.
—Tengo entendido que tienes una hija pequeña que podría haber estado jugando en el vecindario hoy. Una niña de pelo oscuro, de unos diez años. ¿Es así?
Una punzada de miedo atravesó el corazón de Mirya.
—Sí, así es —dijo lentamente.
—Entonces, tal vez haya encontrado algo que he perdido, algo que es para mi muy valioso. ¿Has visto por casualidad un amuleto de plata? Lleva como emblema una calavera también de plata. —El hombre se encogió de hombros—. No es más que un recuerdo, pero me gustaría mucho encontrarlo.
Mirya no mostró ninguna emoción. Se sentía muy tentada de negarlo todo, pero una voz interior la previno de que el extraño no habría acudido a su puerta de no haber tenido una sospecha muy acusada sobre el paradero del amuleto. A veces, los sacerdotes empleaban conjuros de búsqueda de diferentes tipos, y podía ser que ése ya hubiera adivinado dónde estaba el símbolo sagrado. Deseó que un par de sus dependientes hubieran estado todavía en el establecimiento. No le gustaba encontrarse sola con ese hombre a la puerta.
El extraño tomó su vacilación por confusión.
—¿Tal vez podrías llamar a tu hija a la puerta? Me gustaría preguntarle por él… Por si acaso, ya me entiendes.
No le gustaban nada la media sonrisa del extraño ni la intensidad de sus ojos, pero mucho menos le gustaba la idea de que hablara con Selsha. Metió la mano en el bolsillo incluso antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo y le alargó el amuleto.
—Eso no será necesario —dijo—. Lo encontró en el callejón a unas calles de aquí. ¿Es tuyo?
El hombre pálido lo recogió de su mano y le echó una mirada. Sonrió ampliamente e inclinó la cabeza, pero la frialdad casi viperina de sus ojos no se modificó.
—¡Ya lo creo que sí! —dijo—. Me pregunto cómo habrá ido a parar al callejón. ¿No es extraño?
—Parece que la cadena tiene un eslabón roto.
—Es cierto.
El hombre deslizó con todo cuidado la calavera de plata en su bolsillo, y en ese momento, Mirya advirtió una mancha grisácea en el dorso de la mano y entornó los ojos. Se parecía mucho al tipo de mancha que podía tener alguien que se hubiera marcado la mano con hollín. O bien su visitante era uno de los Puños Cenicientos, lo cual parecía poco probable, ya que no tenía aspecto de alguien que hubiera visto el interior de una fundición o que hubiera lanzado paladas de carbón en un horno, o bien quería hacerse pasar por uno. Entonces, el hombre se inclinó hacia un lado, mirando por detrás de Mirya hacia el pasillo que había a sus espaldas.
—¡Anda! Y ésa debe de ser tu hija.
Mirya miró hacia atrás y se dio cuenta de que Selsha estaba de pie a pocos metros detrás de ella, mirando a aquel hombre pálido. Seguramente había salido de la habitación delantera del almacén mientras Mirya estaba hablando con el extraño. Volvió rápidamente la vista hacia el hombre, que se limitó a sonreír, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
—¡Qué niña tan encantadora! —dijo—. Eres muy afortunada, señora; realmente muy afortunada.
—Gracias —dijo Mirya con voz enronquecida. No sabía qué más decir. La idea de que ese hombre se entretuviera charlando con ella sobre su hija le dio un escalofrío.
—Sin embargo, deberías hablarle sobre eso de recoger cosas que encuentra tiradas en los callejones. Buenas noches, señora Erstenwold. —El hombre la saludó con una inclinación de cabeza y se alejó en la oscuridad.
Mirya cerró bien la puerta y puso la tranca. Después se marchó rápidamente con Selsha hacia su casa, sobresaltándose con cada sombra que veía por el camino.
La jornada siguiente pasó sin novedades, pero un día más tarde, a mediodía, a Mirya le pareció ver al hombre encapuchado observando a Selsha cuando regresaba después de jugar con sus amigos por la mañana. Mirya salió al callejón y volvió a mirar, pero no vio al hombre por ninguna parte. El encuentro resultó tan inquietante que estuvo pensando en él todo el día. Realizó todas las tareas habituales distraída, ensimismada, sin dejar de imaginarse las implicaciones de aquello. Había visto la cara del hombre y sabía que era un servidor de Cyric; si quería mantener su identidad en secreto, tendría que asegurarse de que ella no volvería a hablar de ello. Tal vez sólo quería hacerse ver para intimidarla…, o tal vez pensara en medidas más contundentes para mantener su secreto a salvo. A media tarde llamó a Selsha y le dijo que ambas tenían que quedarse dentro de la tienda y del almacén hasta que ella le dijera lo contrario.
A la mañana siguiente se escapó del establecimiento Erstenwold durante una hora y fue a toda prisa a Griffonwatch para hablar con los guardias del Escudo. Geran y Kara estaban fuera, pero su hermano Jarad había servido como capitán del cuerpo antes de morir, y todos tenían el más alto concepto de él. Se encontró con el sargento Kolton y le contó la historia, pero el veterano no tenía mucho que decirle.
—No es mucho lo que sabemos sobre quién está detrás de los Puños Cenicientos —le dijo—. Todos son muy reservados. En su mayor parte son hombres de Impiltur y saben lo suyo. No hay ni un solo hulburgués que trabaje en las fundiciones. No me extrañaría que un sacerdote de Cyric venido de fuera esté mezclado con ellos.
—Entonces, no tienes la menor idea de quién es ni de qué podría traerse entre manos.
Kolton negó con la cabeza.
—Tú sabes tanto como nosotros, señora Erstenwold. Puedo hacer que la Guardia del Escudo pase regularmente por el establecimiento durante unos días. Si ves al tipo con el que hablaste merodeando por allí, te agradecería que se lo señalaras a los hombres del harmach. Por lo que sé, eres la única persona natural de Hulburg que le ha visto el rostro.
Mirya puso cara de preocupación al oír eso. Tal vez para el extranjero fuera muy importante mantener el anonimato, y sólo se le ocurría una manera de que alguien pudiera conseguirlo en su situación. Se sorprendió deseando que Geran estuviera en la ciudad. No era normal en ella jugar a la damisela en problemas, pero desde que Geran había regresado a Hulburg se había vuelto a consolidar entre ellos algo muy parecido a la amistad, y tal vez un atisbo perturbador de otra cosa… En lo relativo a Geran Hulmaster, ella ya no era siempre dueña de su propio corazón. Se conocía demasiado como para mantener una tontería de ese calibre a distancia segura, pero también sabía que Geran sería capaz de poner las Escorias patas arriba hasta encontrar al hombre encapuchado si se enteraba de que las amenazaba a ella o a Selsha.
Sin embargo, Geran estaba lejos, persiguiendo piratas con el Dragón Marino, y eso dejaba las cosas enteramente en sus manos.
Kolton interpretó su silencio como un reproche. El sargento de cara achatada suspiró.
—Tenemos muy pocos hombres, señora Erstenwold, lo sabes bien. No hay nada que la Guardia del Escudo no estuviera dispuesta a hacer por ti y por tu hija, aunque sólo sea por el recuerdo del capitán Jarad. Pero si estás preocupada, podrías hablar también con los Escudos de la Luna. No les tienen ninguna simpatía a los Puños Cenicientos. Estoy seguro de que Brun Osting puede enviarte a un par de sus muchachos cuando no estén presentes los guardias del Escudo.
—Gracias, sargento Kolton. Puede ser que lo haga.
Mirya se despidió y volvió a Erstenwold absorta en sus pensamientos mientras su carreta traqueteaba por las calles empedradas de la ciudad. Había ido con la esperanza de que la Guardia del Escudo supiera quién era el hombre encapuchado, pero evidentemente no era así. Eso no quería decir que no hubiera gente en Hulburg que pudiera saber más. Había otro lugar al que podía recurrir…, pero era un puente que había quemado hacía mucho tiempo. Mirya tiró de las riendas y los dos caballos se detuvieron a escasos metros del Puente Bajo, al final de la calle del Este. Allí se quedó, pensando en todas las cosas. A continuación, volvió a ponerse en marcha y giró a la izquierda, subiendo por la calle de la Colina en lugar de cruzar el Winterspear y volver hacia Erstenwold.
La colina oriental de Hulburg era una extraña mezcla de elementos antiguos y nuevos. Gran parte de la cara que daba al mar había quedado en ruinas durante la Plaga de los Conjuros, hacía ya un siglo, y habían sido reemplazadas por una confusión de enormes piedras verdes conocidas como los Arcos. En su lado occidental se arracimaba un vecindario pobre, de clase trabajadora, entre la calle del Este y el Winterspear; rodeando la punta hacia el este, las casas eran poco más que chozas en las que se refugiaban los centenares de hombres que trabajaban en los hornos y fundiciones instalados a menos de dos kilómetros de Hulburg, en dirección contraria al viento. Pero las mayores alturas de la colina oriental, que dominaban los atestados vecindarios que daban al Winterspear, eran los lugares donde vivían los acaudalados de Hulburg en grandes casas solariegas y mansiones con altas verjas. Mirya condujo su carreta hasta una bonita casa antigua oculta detrás de una pantalla de cedros bajos, retorcidos por el viento. Puso el freno, bajó del pescante, subió unos cuantos escalones de piedra hasta la puerta principal de la casa y llamó con decisión antes de que pudiera cambiar de idea.
Pasó un buen rato sin que nadie respondiera. Cuando Mirya empezaba a preguntarse si habría alguien en casa, entonces la puerta se abrió y se asomó una mujer joven de pelo largo y negro, y un sencillo vestido de lana gris.
—¿Sí? —dijo.
—Vengo a ver a la señora Sennifyr —dijo Mirya—. Me llamo Mirya Erstenwold y no me espera.
La sirvienta la observó un momento antes de responder.
—Aguarda aquí. Voy a ver si la señora está disponible.
La joven volvió a desaparecer en el sombrío interior de la casa, cuyo salón delantero tenía pesadas cortinas sobre las ventanas, mientras Mirya esperaba en el porche. Entonces, la criada regresó y le hizo una leve inclinación de cabeza.
—Te verá ahora. Sígueme, por favor.
La mujer condujo a Mirya a una sala de estar tan oscura como el vestíbulo, y Mirya se sentó en una mullida butaca. No tuvo que esperar mucho. Apenas un momento después, una mujer con una elegante bata color púrpura entró como flotando en la habitación con las manos en la cintura. Podía tener unos cuarenta y cinco años, pero todavía tenía el pelo de un suave color castaño sin asomo de canas, y la cara tersa. Sólo una sombra de arrugas gestuales en las comisuras de los labios y la fría seriedad en la mirada de quien está acostumbrado a mandar daban una idea de su edad. Miró a Mirya con una incipiente sonrisa.
—¡Vaya, vaya, Mirya Erstenwold! Hace un montón de años que no te dejabas caer por mi casa. Confieso que me sorprende verte.
Mirya se puso de pie y la saludó con una inclinación de cabeza.
—Señora Sennifyr, gracias por recibirme.
—De nada. Te hemos echado de menos, querida. Dime, ¿cómo está tu pequeña Selsha?
—Muy bien, acaba de cumplir los nueve años.
—¿De veras? —Sennifyr enarcó una ceja—. ¿Qué le has dicho sobre su padre?
Mirya mantuvo una expresión neutral, pero por dentro sintió un escozor. Había pocas cosas en su vida que realmente lamentara, pero lo que le había hecho al hombre que había sido el padre de Selsha era una de ellas. Sennifyr lo sabía, por supuesto, había sido ella quien lo había arreglado todo, enredando a Mirya cada vez más en sus trampas en una época en que era más joven, más tonta y estaba ansiosa por conseguir su aprobación.
Se dijo que había sido un error ir allí. Sennifyr no había perdido nada de su proverbial crueldad, pero con huir ahora no ganaría nada. En vez de eso, se obligó a responder con una sinceridad férrea.
—Le dije que lo había conocido muy poco tiempo y que había muerto poco después de que ella naciera. No voy a decirle nada más por ahora.
—Pobre Mirya. Siempre has sido tan fuerte, tan lista, y se te exigió tanto —dijo Sennifyr con una sonrisita—. La Señora eligió para ti un camino diferente. Lo sé. Pero debes entender que no encontrarás alivio para tu dolor mientras te niegues a seguir el camino que se te ha indicado. El fin está en rendirse a la voluntad de la Señora. Nunca es demasiado tarde para volver al camino que te espera.
—No lo he olvidado, señora Sennifyr, pero por ahora prefiero seguir mi propio camino.
—Llegará el día en que no encuentres ningún otro consuelo, niña. La Señora sabe lo suyo, y cuando te ha abrazado una vez, siempre serás suya. Esperaremos tu regreso. —Sennifyr plegó las manos sobre el regazo—. Y bien, dudo de que hayas venido a mi casa a buscar el consuelo de la Señora. ¿Deseas algo de tus Hermanas?
Mirya hizo una mueca. Tampoco Sennifyr había tenido jamás nada de tonta.
—Buenos, veamos, aunque espero que sea algo que también te interese a ti.
—No es necesaria ninguna justificación, muchacha. No he olvidado tu devoción a la Señora, aunque haya sido sólo por un tiempo. ¿Cómo puedo serte útil?
Mirya se alisó la falda. Jamás había sido amiga de andarse con rodeos. Lo peor de todo era que una parte de ella, acallada durante mucho tiempo, pugnaba por responder a las palabras de perdón de Sennifyr, por volver a la Hermandad que había dejado y enmendar la infidelidad de tantos años. Se concentró en la tarea que tenía ante sí e hizo a un lado su antigua culpa.
—Hace unos días descubrí a un sirviente de Cyric, un hombre pálido, con una capucha, que se hace pasar por un jornalero corriente. Él sabe que yo conozco su secreto y necesito saber su nombre y qué es lo que está haciendo en Hulburg.
—¿Y has pensado que podíamos saber algo sobre él? —Sennifyr se acercó a la mesa que tenía a su lado y se sirvió una taza de té—. Querida mía, nosotras no tenemos nada que ver con los seguidores del Sol Negro.
—Lo sé, pero no suceden en Hulburg muchas cosas que le pasen desapercibidas a la Hermandad. Si los servidores de Cyric estuviesen predicando a los pobres de las Escorias, o armando gresca con los Puños Cenicientos, la Hermandad, sin duda, lo sabría.
—¿Y qué harías si averiguaras el nombre de ese hombre?
—Me encargaría de que el harmach también lo supiera.
—Ya veo. —Sennifyr dio un sorbo a su té—. No es ningún secreto que Geran Hulmaster tiene amistad contigo. Imagino que una palabra susurrada a su oído no tardaría en llegar al harmach. Además, dudo de que Geran no tomase alguna iniciativa personal. No es el tipo de hombre que duda en esas circunstancias. Pero ¿cómo crees que concierne esto a la Hermandad?
—Me parece que los Puños Cenicientos son exactamente el tipo de problema que un servidor de Cyric fomentaría entre los pobres que afluyen a la ciudad. —Mirya hizo una pausa, eligiendo con mucho cuidado sus siguientes palabras—. Imaginemos que el sacerdote encapuchado enseña a la gente de las Escorias a rebelarse contra sus circunstancias, a luchar contra sus males. ¿A quién recurriría esa gente si se marcharan? Más de uno podría buscar consuelo en el abrazo de la madre. ¿O no?
Sennifyr miró a Mirya atentamente.
—Me complace oírte hablar así, Mirya.
—Estoy cansada de los problemas que asolan mi casa, señora Sermifyr. Alguien está avivando los fuegos y quiero poner fin a eso.
Mirya no tenía la menor duda de que habría problemas de otra clase si la Señora de las Penas venía a levantar los corazones de la gente más pobre de Hulburg, pero al menos la Hermandad no incitaría desmanes ni disturbios en las calles. Además, estaba segura de que no estaba diciendo nada que no se le hubiese ocurrido ya a la señora Sennifyr.
—La Hermandad lo aprobaría —dijo Sennifyr. Tomó otro sorbo de té y dejó la taza sobre el plato—. Muy bien. Hemos oído algo al respecto. Como imaginas, unas cuantas de nuestras Hermanas son recién llegadas a Hulburg. Oyen cosas de los demás extranjeros a las que los nativos no tienen acceso. Pienso que una de ellas podría conocer al hombre con que te encontraste. Yo no sé quién es, pero ella podría. Ve a Las Tres Coronas y pregunta por Ingra.
—Gracias, señora Sennifyr.
—No es nada, querida Mirya; pero debes ir en secreto. Ingra estará dispuesta a ayudar a otra Hermana, pero sólo si nadie la ve hacerlo.
—Ya entiendo.
Mirya se puso de pie e hizo una pequeña reverencia a Sennifyr, que le devolvió el saludo con una graciosa inclinación de cabeza.
—Espero que vuelvas a visitarnos pronto, Mirya. Tengo la íntima convicción de que los planes que tiene la Señora para ti todavía están por revelarse.
Sennifyr se puso de pie y esperó a que volviera la criada para acompañar a Mirya hasta la puerta.
Después de la penumbra de la casa de Sennifyr, el día nublado le resultó a Mirya claro y luminoso. Respiró hondo y volvió a subir al pescante de su carreta. Ahora le parecía que habría hecho mejor en no venir, pero ya estaba hecho, y no tenía sentido lamentarse de su decisión. Lo único que cabía preguntarse en ese momento era si encontraría una respuesta en Las Tres Coronas que la compensara por haber tenido que ir a ver a Sennifyr y a recordarle a la Hermandad que no se había olvidado de ellos.