29 de Eleint, Año del Intemporal (1479 CV)
Una lluvia fría, persistente, caía mientras Geran y Sarth impulsaban con los remos el esquife del Dragón Marino hacia las torres derruidas de la ciudad en ruinas. Hamil iba sentado en la popa de la pequeña embarcación con la mano en el timón. Era una noche oscura y tenebrosa, la clase de tiempo que se mantendría en las tierras del Mar de la Luna hasta que llegaran los punzantes vientos del invierno a comienzos de Nightal. El murmullo constante de la lluvia sobre el mar enmascaraba el crujido que producían los remos contra sus soportes y los pequeños golpes del agua bajo el casco de la embarcación. Sólo llevaban media hora remando y ya iban calados hasta los huesos. A Geran no le importaba; el mal tiempo era garantía de que habría menos miradas hostiles observándolos.
Habían dejado el Dragón Marino a una milla mar adentro, invisible en la oscuridad. No llevaban ninguna luz, ya que Geran esperaba que su bajada a tierra en Zhentil Keep pasara totalmente desapercibida. Como precaución adicional iban vestidos con el atuendo que solían llevar los marineros en una desolada noche del Mar de la Luna. En lugar de una buena chaqueta y un garboso sombrero, Hamil iba que echaba chispas con su capucha empapada. Geran había dejado su hermosa espada elfa en su camarote y llevaba en cambio un alfanje corriente, mientras que Sarth había recurrido a su magia para disfrazarse de mercenario de Teshan, con un espeso bigote negro y ojos oscuros y feroces bajo unas cejas hirsutas.
Hamil pasó revista a los edificios que se veían en la parte baja de la ciudad en ruinas con expresión desconfiada.
—Es el tipo de lugar al que te arriesgas a venir cuando pretendes alimentarte con algún monstruo espantoso —dijo—. ¿Estás seguro de este plan, Geran?
—¿Seguro? No, pero supongo que vale la pena intentarlo.
Hizo una pausa para mirar por encima del hombro cómo se acercaban los muelles ruinosos de la ciudad. Zhentil Keep se extendía a ambos lados de la desembocadura del río Tesh. En tiempos más prósperos, había sido el puerto más concurrido del Mar de la Luna, y ambas orillas del río, lo mismo que parte de la laguna, habían contado con muelles de piedra con capacidad para docenas de barcos. Le habría gustado entrar con el Dragón Marino por el Tesh y echar anclas en la desembocadura, pero había supuesto que el tipo de malhechores y forajidos a los que buscaba se habrían evaporado entre la lluvia y los escombros con sólo ver un barco de guerra hostil.
—No tardaremos en toparnos con la clase de matones a los que andamos buscando. O se toparán ellos con nosotros.
Sarth lo miró con gesto preocupado mientras hundía su remo en el agua.
—¿No te inquieta que esos villanos sean capaces de robar y matar a tres extranjeros en cuanto les pongan la vista encima?
—Un destino fácil de evitar. Tenemos que parecer demasiado miserables como para que valga la pena robarnos, y demasiado peligrosos para meterse con nosotros. —Geran sonrió sin rastro de humor—. Creedme, damos perfectamente el tipo.
Hamil miró más allá de sus corpulentos compañeros y se removió en su asiento.
—Nos estamos acercando. ¿Me dirijo a los muelles de la orilla norte, o quieres amarrar en otro lado del río?
—El primer lugar que veas. Si el tipo aquel de Mulmaster decía la verdad, tal vez haya uno o dos barcos fondeados Tesh arriba, y no quiero toparme con ellos.
Geran dejó de remar y se volvió para ver mejor entre la lúgubre oscuridad que lo rodeaba.
Cien años antes, Zhentil Keep había sido la ciudad más poderosa de las tierras del Mar de la Luna. Sus soldados dominaban el valle del Tesh, la poderosa Ciudadela del Cuervo en las Montañas del Espinazo del Dragón y las ruinas de Yulash; sometieron a Hillsfar en la Guerra de la Restauración de Myth Drannor. El oro proveniente de una docena de territorios intimidados por los mercenarios zhentarim o engañados por las malas artes de los espías del mismo origen llenaba los cofres de Zhentil Keep. Pero los zhents, con todo su implacable poder, despertaron naturalmente las iras de un enemigo que los superaba en fuerza.
Los archimagos no muertos del recientemente renacido Imperio de Netheril no veían con buenos ojos a un vecino tan agresivo, y lanzaron su temible hechicería contra Zhentil Keep. En los años anteriores a la Plaga de los Conjuros, los nethereses asolaron la ciudad y pusieron en fuga a sus señores, sacerdotes y magos hacia los cuatro puntos cardinales. Los expatriados zhentarim se esparcieron por las tierras del Mar Interior, pero su ciudad natal era ahora una ruina poblada por sombras que toda la gente decente trataba de evitar.
Geran reparó en un atracadero oscuro que parecía un lugar seguro para dejar el esquife.
—Ese sitio nos servirá —dijo.
Él y Sarth volvieron a remar y en cuestión de minutos la embarcación quedaba alineada con el antiguo muelle. Hamil saltó a tierra y la amarró a un noray herrumbroso; lo siguieron el mago de la espada y el tiflin. Geran se detuvo en la calle empedrada para orientarse, sin apartar la mano de la empuñadura de la espada. Los viejos edificios se cernían sobre él, la mayoría de cinco o seis plantas de altura y pegados a los otros como soldados en fila. Los oscuros portales y las ventanas vacías daban a la calle. Se decía que todavía imperaba en la ciudad la maldición de los archimagos nethereses, algún destino funesto e indecible que esperaba a engullirse a cualquiera lo bastante necio como para adentrarse en las sombras más oscuras. Geran no tenía la menor idea de si eso era o no cierto, pero tuvo la sensación de que una amenaza lúgubre acechaba desde la tenebrosa oscuridad.
—Éste es un lugar maldito —dijo Sarth—. Aquí se formularon conjuros terribles.
—No nos apartaremos de la orilla del río. Las historias que he oído sobre este lugar dicen que a lo que vive aquí no le gusta el agua, o que el Tesh se ha llevado consigo parte de la maldición —dijo Geran—. Sea como sea, no creo que sea una buena idea explorar esos edificios.
Hamil se detuvo y alzó la vista hacia él.
—También es una mala idea dejar un fuego sin vigilancia, pronunciar el nombre de un demonio o correr con un cuchillo en la mano. ¿Hay algo más que tengamos que saber?
Sarth resopló a través del bigote. Geran suspiró.
—Sé que en una o dos ocasiones has desatendido el sentido común —le dijo a Hamil—. Recuerdo algunas veces en compañía de los Escudos del Dragón en que saltabas antes de mirar.
Dejaron el esquife amarrado en el muelle. Puesto que no había barcos a la vista en la desembocadura del río, y Geran no vio ni oyó nada que le hiciera pensar que había otras personas en las inmediaciones, decidió seguir la calle que bordeaba el río en dirección oeste, adentrándose en la ciudad. Caminaban lo más apartados posible de los viejos edificios que tenían a su derecha, manteniéndose en calle abierta.
Después de algo menos de un kilómetro, pasaron por lo que quedaba de uno de los grandes puentes de la ciudad y que ahora no era más que una serie de seis pilones en el río. Más allá de los pilones del puente había varios barcos anclados en los antiguos muelles: un par de pequeñas embarcaciones de cabotaje, que probablemente eran contrabandistas de poca monta, una galera de casco redondeado, y otro barco de casco largo y esbelto. Unos cuantos faroles mortecinos iluminaban las calles que bordeaban el río, y sobrevolando el agua se oían voces lejanas y una débil música. Geran y sus amigos intercambiaron miradas y luego continuaron.
Siguiendo la orilla del río, por encima del primero de los puentes, había crecido sobre las ruinas otra ciudad pequeña y deprimente, que había sido construida sin orden ni concierto. Aunque los amenazantes edificios de piedra de ese lugar estaban abandonados en su mayor parte, era evidente que, en las inmediaciones, las plantas inferiores de una docena de construcciones habían sido reocupadas. Unos faroles colgados de postes señalaban la ubicación de tabernas, lugares de reunión, casas de huéspedes, almacenes, peristas, armeros, veleros y demás oficios que hacían negocios con el tipo de bandidos y piratas que pululaban por las ruinas. A pesar de lo tardío de la hora, docenas de hombres —y unas cuantas mujeres— andaban por las calles, tambaleándose como borrachos de un lugar para otro, o simplemente yacían tirados sobre el empedrado, donde les daba el sueño o perdían la conciencia. Había bastantes semiorcos, goblins, hobgoblins u otras criaturas por el estilo, pero los humanos, al parecer, no les prestaban mucha atención.
—Probaremos primero con las tabernas y mantendremos los oídos atentos —dijo Geran—. Tomémosle el pulso al lugar antes de empezar a hacer preguntas peligrosas.
Se dirigieron a la cervecería más próxima. Un burdo cartel pendía sobre la puerta, mostrando la imagen de dos opulentas sirenas. Directamente debajo del cartel había un marinero dormitando en la calle. Geran pasó por encima de él y abrió la puerta de un empujón. En el interior, unos marineros vocingleros llenaban una pequeña habitación que daba la impresión de haber sido antes una sala elegante para mercaderes. Mesas y bancos corrientes habían reemplazado todo el mobiliario antiguo, y un bote volcado hacía las veces de insólita barra. En un rincón, un hombre con un gorro remendado tocaba un laúd, pero nadie le prestaba demasiada atención. Estaban observando un concurso de lanzamiento de cuchillos, y la diana estaba junto a la puerta. Cuando Geran la atravesó, una pequeña daga se clavó en la madera, no lejos de su cara. Marineros borrachos y sus amantes de alquiler lanzaron estentóreas carcajadas al ver cómo lo esquivaba.
—Creo que has encontrado lo que estabas buscando —dijo Hamil—. ¡Qué lugar tan encantador!
Geran le echó al lanzador del cuchillo una mirada asesina y se dirigió a la barra. Hamil y Sarth lo siguieron mientras el juego se reanudaba detrás de ellos. El tabernero era un enano medio calvo, con una sorprendente cicatriz que le atravesaba la boca y abría un surco en su barba. Miró a Geran con una sonrisa rebosante de dientes amarillos.
—No creo haberos visto antes —dijo—. ¿Sois del mercante impilturiano anclado al otro lado del río?
Por un momento, Geran estuvo tentado de decirle que sí sólo para satisfacer la curiosidad del tipo, pero por supuesto que no tenía ni idea de si alguno de los tripulantes de ese barco estaba en el local. Decidió que lo mejor era decir lo menos posible.
—No, somos nuevos en la ciudad. ¿Qué tienes de beber?
—Tengo una barrica empezada de cerveza negra del Mar de la Luna llegada de Hillsfar, y te serviré una jarra por medio talento de plata. O podría ofrecerte una botella de vino del sur, aunque eso te costará más. Es difícil de encontrar.
—La cerveza negra, entonces —le dijo Geran.
Sacó dos monedas de plata del bolsillo que colgaba de su cinto y les pasó sendas jarras a Sarth y a Hamil. Sus compañeros encontraron banquetas hechas de barriles viejos cortados en dos alrededor de un antiguo y vapuleado cabrestante rescatado de algún naufragio, y se sentaron a beber su cerveza mientras observaban a la concurrencia. Geran se quedó a hablar con el tabernero y le hizo señas para que aguardara un momento.
—¿Qué más vas a querer? —preguntó el enano.
—¿Cómo se llama el barco de guerra amarrado en el río?
—Se supone que es el Tiburón de la Luna.
—¿Es un barco de la Luna Negra?
—¿Por qué? ¿Quieres embarcarte?
—Tal vez. —Geran se encogió de hombros y echó una mirada a los parroquianos—. ¿Alguno de éstos es tripulante del Tiburón de la Luna?
—No lo creo —respondió el enano, que agarró un trapo y empezó a limpiar la barra.
Geran decidió dejar que el enano hiciera su trabajo en lugar de insistir en la pregunta, y fue a sentarse con Hamil y Sarth.
Bebieron una ronda escuchando lo que se decía a su alrededor. Geran y Hamil se empeñaron en mantener una animada discusión sobre diversas tabernas del Vast, dando así a Sarth ocasión de estudiar a sus vecinos como si tal cosa. Entre los presentes había hombres de mar de los barcos escondidos en el ruinoso puerto de Zhentil Keep, mercenarios en tiempos de necesidad, y bandidos y forajidos que preferían la compañía de otros de su calaña.
Después de media hora, Geran se inclinó hacia adelante para hablar con Sarth y Hamil.
—Creo que ya hemos oído suficiente —dijo—. Veamos si podemos encontrar a alguno de los tripulantes del Tiburón de la Luna en la calle. Tal vez demos con alguien a quien la bebida le suelte la lengua.
—Es buena idea —reconoció Sarth.
Los tres apuraron sus jarras y salieron a la oscura calle. La noche estaba ya bastante avanzada, pero no había señales de ello en la guarida de los piratas. Los débiles acordes de la música todavía llegaban desde el otro lado del río, interrumpidos por el ruido ocasional de cristales rotos o por una maldición a voz en cuello. Siguieron río arriba, hacia la siguiente isla de luces que pudieron distinguir.
De pronto se abrió una puerta a su derecha y un grupo de hombres muy animados prorrumpió en la calle. Geran se detuvo para dejarlos pasar, pero uno de ellos, que resultó ser un semiorco de piernas arqueadas y con un colmillo en una esquina de la boca, se volvió. Lo miró de frente e hizo una mueca despectiva.
—A ver tú, maldito bastardo, ¿qué crees que estás mirando?
Geran se mordió la lengua para no darle una respuesta adecuada y señaló con la cabeza la calle con una cordialidad que distaba mucho de sentir.
—Voy a la taberna más cercana —dijo—. Olvídate de mí.
—Yo decido a quién olvidar y a quién no —dijo el semiorco con un gruñido.
Los compañeros del tipo, cinco en total, se dispusieron a rodear a Geran y a sus camaradas. Eran un atajo de mugrientos de mala catadura, cubiertos de prendas de cuero mal adaptadas, y llevaban alfanjes o porras al cinto. Al menos a un par de ellos casi no los sostenían las piernas tras haber bebido más de la cuenta, pero por desgracia, el semiorco de piel cetrina no era uno de ellos.
—No creo haberos visto antes por aquí. No sois de ninguna tripulación que yo sepa, y eso significa que sois míos.
—Tengo la impresión de haber visto esto antes —comentó Hamil.
El halfling se quedó medio paso por detrás de Geran, donde no pudieran verle las manos.
Geran miró a Sarth por encima del hombro y negó levemente con la cabeza.
—Nada de magia —dijo entre dientes.
Sarth aceptó a regañadientes. Habría resultado difícil hacerse pasar por mercenarios corrientes si empezaban a lanzar truenos y descargas de fuego en plena calle. Después, se volvió hacia el semiorco, que lo miraba hoscamente. No estaba seguro de que fuera a funcionar, pero tenía que intentarlo.
—No tenemos ganas de pelea —dijo—. Podemos seguir cada uno por su camino.
El semiorco escupió algo en orco y sacó su alfanje. Geran no tenía la menor idea de lo que había dicho, pero por lo que podía ver, las negociaciones habían llegado a su fin, de modo que desenvainó su propio alfanje un instante después, aunque a punto estuvo de enganchar la hoja en la vaina porque la forma y el peso no eran los de la hermosa espada elfa a la que estaba habituado. Los demás bandidos los imitaron y el ruido del acero rozando el cuero llenó el aire y, poco después, fue seguido por el entrechocar de las armas. Geran bloqueó por arriba la primera estocada airada del semiorco, y luego lo golpeó con la empuñadura en un lado de la cabeza. El semiorco se tambaleó hacia atrás, y Geran se volvió de inmediato y saltó sobre el hombre de su derecha. Intercambiaron tres rápidas estocadas, hasta que el mago de la espada le arrancó el alfanje de la mano con un feo tajo en el antebrazo. El arma cayó sobre el empedrado con metálico estruendo, y cuando el individuo se dobló para sujetarse el brazo, Geran saltó hacia adelante, le plantó la bota en el centro del cinturón y, empujando fuertemente con la pierna, lanzó al herido, por encima del muelle, al agua.
Sarth bloqueó la porra del hombre que lo atacó, con un bastón de hierro de medio metro que, en realidad, era su cetro disfrazado por su magia ilusionista. A continuación, lo derribó al suelo con una lluvia de golpes en la cabeza y los hombros. Hamil, mientras tanto, desjarretó al espadachín que se disponía a atacar a Sarth por el flanco y lo dejó inconsciente de una patada cuando llegó al suelo.
—¡Detrás de ti! —le gritó a Geran.
Geran se volvió y se encontró con que el semiorco reanudaba la carga a pesar del golpe descomunal que había recibido. Sin embargo, las piernas no lo sostenía bien y el mago de la espada apartó sin dificultad su torpe embestida. Esa vez, Geran lo golpeó con la empuñadura de su alfanje en la nuca cuando pasó tambaleándose y lo dejó tendido en el suelo, sin sentido o muerto. Saltó sobre el semiorco para golpear de plano con la hoja del alfanje el cráneo de un bandido que lanzaba un furioso tajo a Sarth. El hombre se desmoronó, y Sarth, por si acaso, lo remató con un buen golpe. El tiflin alzó la vista hacia Geran y con gesto fruncido murmuró:
—Mi sistema es más fácil.
—Y más ruidoso —le recordó Geran.
El mago de la espada se enderezó y miró en derredor justo a tiempo de ver a Hamil que balanceaba la daga en la mano y la lanzaba contra el último bandido que había emprendido la huida. La hoja dio tres vueltas en el aire antes de que la empuñadura golpeara al tipo en la cabeza y lo hiciera caer de bruces. Se impuso el silencio, y Geran se dio cuenta de que todos los asaltantes estaban en el suelo o en el río. Varios espectadores contemplaban la escena, entre ellos una mujer alta, corpulenta, con la cabeza rapada, que rodeaba con la mano firmemente la empuñadura de su propia espada.
Hamil miró a la mujer.
—¿Tú también quieres tu parte? —le preguntó.
La mujer soltó el arma y levantó la mano. No era ninguna belleza; tenía los hombros casi tan anchos como los de Geran y una cara cuadrada de facciones romas. Geran podría haberla confundido fácilmente con un hombre de no ser por la heroica rotundidad de su pecho y por lo aguzado de su mentón.
—No, yo no, amigo. No soy más que una espectadora interesada —dijo. Echó una mirada a los matones tirados en el suelo y ladeó la boca en una dura sonrisa—. Me habéis dejado impresionada. Os habéis sacado de encima sin dificultad a esos desgraciados, aunque no entiendo por qué habéis decidido dejarlos con vida.
—Somos nuevos en la ciudad —respondió Geran con cautela—. No tengo la menor idea de a quién pertenecen estos tipos. No me pareció prudente matarlos sin saber a quién podría ofender.
—Entonces, eres un hombre de sabiduría poco habitual. —La mujer señaló con la cabeza un destartalado establecimiento que había al otro lado del río—. Ésos trabajan para Robidar, el semiorco que regenta la taberna y la sala de juegos de la otra orilla. Tienen por costumbre meterse con borrachos y desconocidos. Tendréis que cuidaros la espalda si vais a quedaros aquí mucho tiempo. Tarde o temprano los chicos de Robidar querrán la revancha.
—Gracias por la advertencia —respondió Hamil—. De todos modos, tengo la costumbre de cubrirme la espalda.
—Ya veo. —La mujer vaciló, estudiando a los tres compañeros un momento antes de volver a hablar—. Por casualidad, ¿estáis buscando colocación? No me vendrían mal unos cuantos tipos sagaces que pueden luchar como vosotros y además muestran una buena dosis de sentido común.
—¿Qué tipo de colocación? —preguntó Geran.
—Tripulantes en el Tiburón de la Luna. Es la galera menor que está amarrada junto al puente. Un barco bueno y rápido. Mi nombre es Sorsil y soy segunda de a bordo.
Parecía que la suerte empezaba a sonreírles.
Para ocultar su interés, Geran se frotó la barbilla como si se lo estuviera pensando.
—Como hemos dicho, somos nuevos en la ciudad. Tenemos intención de considerar algunas oportunidades antes de tomar una decisión.
Sorsil lanzó una carcajada.
—No encontrarás mejores oportunidades, por mucho tiempo que pases aquí. Navegamos bajo la bandera de la Luna Negra, amigos míos. Estos días las cosas nos están yendo bien. La paga de un marinero de cubierta puede hacer rico a un hombre después de la tercera presa…, tal vez después de una o dos, si son sustanciosas. Y para los hombres capaces todavía hay más oportunidades.
Geran hizo como si se estuviera pensando la oferta de Sorsil mientras consideraba el siguiente paso. Había venido a Zhentil Keep con la esperanza de oír algo sobre la Luna Negra, pero parecía que había encontrado un barco pirata. Ahora que había confirmado que la Hermandad de la Luna Negra tenía más de un barco, empezaba a preguntarse cuántos más pertenecerían a esa flota y dónde podría encontrarlos. Tenía a la mujer con la que quería hablar justo delante de sus narices. La cuestión era cómo abordarla sin despertar sospechas.
—Dile que estamos interesados en la oferta —le dijo Hamil silenciosamente—. No hay ningún mal en ver qué más puede decirnos.
—Es una oferta interesante —dijo Geran lentamente—, pero, a decir verdad, casi nos apetecía más entrar en el Reina Kraken.
La mujer rapada lo miró con extrañeza.
—¿De verdad? ¿Por qué?
Hamil alzó la vista hacia él.
—Ahora ya estás metido. Realmente, ¿por qué, Geran?
Geran se encogió levemente de hombros mientras pensaba a toda máquina.
—Jamás había oído hablar del Tiburón de la Luna, pero sé que el Reina Kraken apresó un barco de los Sokol hace unas semanas, y que no fue el primero.
Sorsil hizo un gesto de indiferencia.
—Bueno, tendrás que esperar bastante si quieres ver al Reina Kraken en el puerto, pero también es un barco de la Luna Negra, y lo vemos de vez en cuando. Si logras convencer al capitán para que te autorice el cambio, podrías conseguir lo que quieres. El Tiburón de la Luna es ahora mismo tu mejor oportunidad.
—De acuerdo, pues. Creo que estamos dentro —dijo Geran—. ¿Cuándo zarpamos y hacia donde?
—¡Bien! —dijo la pirata—. Zarpamos mañana por la mañana. En cuanto al rumbo, eso es cosa del capitán y ninguno de nosotros lo sabe hasta que estamos en el mar. Venid conmigo y os lo presentaré.
Sorsil señaló el muelle en sombras con un movimiento de su musculoso brazo y se pusieron en marcha hacia el esbelto barco de guerra amarrado junto al puente en ruinas. Geran estudió el barco mientras avanzaban. El Tiburón de la Luna era una galera menor, construida para ser impelida más bien por velas que por los remos. Era más pequeña que el Reina Kraken, con dos palos en lugar de tres, pero daba la impresión de que era de navegación rápida y fácil, tanto a vela como a remo. Geran llegó a la conclusión de que al Dragón Marino le resultaría difícil darle caza en mar abierto a menos que pudiera tomarle la delantera. Sorsil los hizo subir por el estrecho portalón y devolvió con gesto hosco el saludo de los vigías, un par de hombres poco animados que evidentemente hubieran preferido tener la noche libre para divertirse en las ruinosas tabernas del puerto. La mujer pasó por una escala que había por debajo del alcázar y llamó a una puerta.
—¿Capitán? —dijo en voz baja—. Nuevas adquisiciones.
—A verrr qué tienes ahí, Sorrrsil.
La voz apenas parecía humana. Hablaba arrastrando las erres y con un tono gutural, como si el sonido saliera del pecho. Una figura alta pero curiosamente jorobada apareció en la pequeña pasarela y se agachó para pasar por la puerta y dirigirse a la cubierta principal. La criatura tenía más de dos metros de estatura a pesar de su postura, y al acercarse al fanal que había al comienzo del portalón, Geran vio que se trataba de un gnoll, una especie de hombre bestia con un hocico semejante al de una hiena y un corto manto de piel con feas manchas amarillas y grises. Llevaba una cota de malla negra y una cimitarra curva al cinto.
—Tres marineros que dicen que quieren unirse a nosotros, capitán Narsk —dijo la mujer rapada—. Se han ocupado cumplidamente de una banda de tipos de Robidar, y he pensado que tal vez querrías conocerlos.
—Los hombres de Rrrobidar no valen ni una taza de pis caliente. Sin embargo, necesitamos tripulantes, ¿no te parece, Sorsil? —dijo el gnoll.
«Narsk», Geran se repitió el nombre.
La mujer permaneció en silencio, y Narsk se acercó, examinando a los tres compañeros. El mago de la espada hizo todo lo posible por parecer hosco, violento y medio loco sin retar al gnoll sosteniéndole demasiado la mirada. Narsk retrajo los labios dejando verlos colmillos, y luego miró a Hamil.
—Los otros dos pueden serrrvir, pero no necesito una pequeña rrrata como ésta en mi barco. Necesito gente que luche.
Hamil plantó los pies en el suelo y miró al gnoll.
—Estoy dispuesto a medirme con cualquier hombre de este barco, incluso contigo, capitán.
El gnoll hizo un gesto despectivo, pero fue Sorsil la que habló.
—Es capaz de luchar, capitán. Yo le he visto desjarretar a un hombre y dejarlo inconsciente de una patada con toda facilidad, y después derribar a otro con la empuñadura de una daga que le ha arrojado. Vale la pena.
—¿De verrrdad? —Narsk miró a Hamil desde su altura y le dedicó una sonrisa desagradable—. Bueno, no tarrrdaremos en averiguarlo. Si no es tan bueno como crrrees, el rrresto de la tripulación lo matará en menos de tres días, o no me llamo Narsk. ¿Todavía estás dispuesto a enrrrolarte en el Tiburón de la Luna, pequeño?
—Puedo cuidar de mí mismo.
—Es tu cuello lo que te juegas. —Narsk apuntó a Hamil con un dedo en forma de garra—. No voy a decir ni una palabrrra para salvar tu inútil vida si te equivocas.
—¿Cuáles son tus condiciones, capitán? —preguntó Geran.
—La trrripulación se divide la mitad del valor de cualquier presa que cogemos, una parte cada uno. Con vosotros trrres hacen cincuenta y cinco marineros. Podéis dormirrr donde encontréis sitio y comeréis dos veces por día. Es la única paga. Os guarrrdaré vuestra parrrte en el cofre del barco hasta que decidáis marcharos; entonces, os lo liquidaré si lo queréis. Es mejor así —añadió el gnoll—, menos rrrobos y asesinatos entre la trrripulación.
—Condiciones duras —le dijo Hamil a Geran—. Le trae sin cuidado que la tripulación le tenga o no simpatía.
Era poco más o menos lo que Geran esperaba de un capitán pirata.
—¿Cuáles son las normas de la Hermandad? —preguntó.
—No hay muchas —respondió Narsk—. Sorsil os las puede explicar. Todo lo que necesitáis saber es que más os vale hacer lo que yo digo, o lo que dice Sorrrsil en mi lugar, o lo lamentaréis rrrealmente.
—Era de esperar. Está bien, capitán, estoy dispuesto. ¿Cuándo zarpamos?
—Mañana al amanecer —dijo Narsk—. Manejaréis los remos con el resto de la trrripulación.
—Entonces, si vamos a zarpar por la mañana, es mi intención despedirme de las damas del puerto antes de partir —dijo Hamil. Hizo un guiño a Geran y le dedicó al gnoll una sonrisa maliciosa—. ¿Cuándo tenemos que estar de vuelta a bordo?
Por un momento, Geran temió que Narsk dijera que se les había terminado su visita al puerto y que tenían que quedarse; después de todo, ¿por qué darles ocasión de cambiar de opinión? Pero en la cara del gnoll brotó una sonrisa pícara y descubrió los dientes, y Geran supuso que ese gesto era una sonrisa amistosa.
—Id a decir adiós, entonces.
Geran se tranquilizó. Había juzgado bien al gnoll. Los marineros con la bolsa llena siempre corrían el riesgo de abandonar el barco a la primera oportunidad, pero los que no tenían dinero estaban más o menos a merced del capitán. Narsk estaba de lo más dispuesto a dejar que sus nuevos marineros gastaran el dinero que les quedaba en tierra, ya que eso los dejaría realmente en su poder cuando no tuvieran más remedio que volver al Tiburón de la Luna. Lo más probable era que no tuviese la menor intención de pagarles, o al menos no hasta que a él le viniera en gana.
—De vuelta a la salida del sol u os dejo en tierra —les advirtió el gnoll.
A continuación, se agachó para atravesar otra vez la pequeña entrada al camarote de popa y cerró la puerta.
Sorsil miró a los tres compañeros y se encogió de hombros.
—Bueno, ya oísteis al capitán —dijo—. Podéis volver a tierra o puedo enseñaros ahora a colgar vuestros cois, pero os advierto que los mejores sitios ya están cogidos.
—La noche todavía es joven —respondió Geran—. Estaremos de regreso antes del amanecer.
Dicho eso, bajó corriendo el portalón, seguido de cerca por Hamil y Sarth. Se volvió hacia los faroles amarillos que identificaban la ubicación de las tabernas a lo largo del muelle en ruinas y se alejó del Tiburón de la Luna sin mirar hacia atrás ni una sola vez.
—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó Sarth en voz baja.
—Creo que se nos presenta una audaz oportunidad —replicó Hamil—. La cuestión es si debemos aprovecharla o no.
—¿Tienes pensado atacar al Tiburón de la Luna antes de que se haga a la mar? —preguntó Sarth.
Geran creyó saber lo que tenía en mente Hamil.
—No exactamente. ¿Qué os parecería si nos hiciéramos piratas por un tiempo?
Sarth se paró en seco y fijó sus ojos oscuros en Geran.
—Pues me parece una auténtica locura —dijo—. ¿Tienes la menor idea de lo difícil que será mantener nuestras identidades en secreto en la estrechez de un barco lleno de enemigos? Tal vez vosotros podáis pasar por marineros, pero yo no sé nada de barcos.
—Yo prefiero llamarlo audacia en vez de locura —dijo Hamil—. En cualquier caso no se me ocurre mejor forma de averiguar cuáles son los planes de los capitanes piratas ni de descubrir dónde está la guarida de los barcos de la Luna Negra.
Geran se mordió la lengua un momento mientras se lo pensaba. Le había seguido el juego a Sorsil simplemente porque le había parecido una tapadera plausible para acercarse a los piratas, tan sólo una treta para sonsacar alguna información sobre los enemigos de Hulburg. A un par de millas de distancia, bajo la encapotada noche del Mar de la Luna, esperaba el Dragón Marino. Él y sus compañeros podían escabullirse fuera de Zhentil Keep y poner el barco en posición para capturar al Tiburón de la Luna por la mañana; pero ése no era el barco cuya pista seguían. Quería el Reina Kraken, y su intuición le decía que podía resultar una presa escurridiza. Todo lo que tenía que hacer era subir a bordo del Tiburón de la Luna antes del amanecer, y el barco de Narsk lo llevaría exactamente a donde quería ir. En cuanto hubiera encontrado la guarida del Reina Kraken, podría marcharse en busca del Dragón Marino y volver para acabar con la Hermandad de la Luna Negra con un solo golpe. Con su magia arcana, y la de Sarth a su disposición, abandonar el barco de Narsk no podía representar un problema.
—No os pido a ninguno de los dos que vengáis conmigo —les dijo a Hamil y a Sarth—, pero tengo intención de zarpar con el Tiburón de la Luna por la mañana. Kara se quedará al mando del Dragón Marino. Quiero que ella lleve el barco de vuelta a Hulburg y proteja las cargas lo mejor que pueda, hasta que yo regrese o envíe noticias.
—Estoy contigo —dijo Hamil. El halfling lo miró con expresión decidida—. Vas a necesitar a alguien que te cubra las espaldas.
Sarth suspiró y alzó la vista a la oscuridad del cielo.
—Y yo también —dijo—. Es muy probable que tengáis que luchar para abandonar ese barco. En ese caso, mi magia puede ser una pequeña ayuda, pero voy a ser un marinero muy inepto.
—Hamil y yo podemos ayudarte con eso —le dijo Geran—. Además, debe de haber muchos hombres en ese barco que sepan tan poco como tú. Narsk necesita más bien soldados que marineros.
—Muy bien —dijo Sarth con un gesto de gran preocupación—. Voy a confiar en vuestro juicio.
—Bien. Eso plantea dos cosas más. Primero…, Sarth, tú tienes un conjuro de vuelo. ¿Puedes regresar al Dragón Marino, explicarle a Kara lo que estamos haciendo y volver rápidamente?
Sarth asintió.
—Por supuesto, pero debemos perdernos de vista antes de que pueda remontar vuelo.
—El lugar donde dejamos el esquife está bien. No creo que mucha de la gente de por aquí tenga costumbre de deambular por las ruinas de noche.
—¿Qué más? —preguntó Hamil.
Geran sonrió. Sabía que era una tontería, pero le divertía.
—Vamos a necesitar unos auténticos nombres de piratas.