14 de Eleint, Año del Intemporal (1479 CV)
Rhovann Disarnnyl detestaba esa apariencia humana. Lo mortificaban la despiadada edad, el peso de sus facciones flácidas, los ásperos bigotes en su cara y los pelos hirsutos y grises que le cubrían el pecho y los brazos. Los elfos no sufrían ninguna de esas indignidades, y en su forma natural, Rhovann era un bello ejemplo de su grácil raza. Se consolaba pensando que ese disfraz no era más que una ilusión mágica a la que podía poner fin cuando se le antojase con unas cuantas palabras arcanas.
La dificultad, sin embargo, era que conseguir un personaje tan minuciosamente creado como Lastannor —de mediana edad, con una calva incipiente y una barba meticulosamente cuadrada de color gris hierro, y de complexión basta, sombría— requería horas de penoso trabajo. El problema de recrear su disfraz era un poderoso incentivo para soportar esa apariencia modificada todo el tiempo que pudiera. Y existía siempre el riesgo de que hubiera pasado por alto algún nimio detalle, como la forma exacta de la nariz, o que las orejas redondeadas se pegaran al cráneo o sobresalieran como el asa de una taza, cualquier detalle susceptible de llamar la atención de un enemigo observador. Por fortuna, había tenido la previsión de hacer que Lastannor se pareciera lo más posible a él en estatura y complexión, para tener así menos oportunidades de equivocarse. En realidad, ningún humano podía igualar el esbelto atletismo de un elfo de la luna, pero Rhovann se evitó problemas en ese aspecto dando a Lastannor una constitución enjuta y adoptando un andar exageradamente lento para ocultar la ligereza de su paso.
Era sumamente cuidadoso con los detalles.
—Hoy se te ve sombrío, Lastannor —dijo lord Maroth Marstel.
El hulburgués y el mago de su casa recorrían en el carruaje del noble humano las calles de Hulburg hacia el castillo de los Hulmaster. Marstel miraba con desconfianza a Rhovann desde sus ojos miopes y encuadrados en un rostro enrojecido e hinchado. Era un hombre macizo, de barbilla blanca, de unos sesenta y cinco años, con una espesa mata de pelo y un bigote blanco y ancho, amarillento en los bordes como consecuencia de su ridículo hábito de fumar en pipa. El anciano señor llevaba una chaqueta escarlata bordada con el escudo de armas de su familia, en el que se veía un ciervo saltando en un campo de floripondios dorados.
—¿Qué te preocupa?
—Nada importante —mintió Rhovann, fingiendo una sonrisa amistosa—. Algo que no va conmigo, mi señor.
Por supuesto era al propio Marstel al que Rhovann encontraba desagradable. El hombre constituía una combinación realmente espectacular de fanfarronería estentórea, pocas luces y opiniones mal formadas. Daba la impresión de que iba por la vida arrollando, como una carreta que rodara cuesta abajo totalmente indiferente al daño que produjera. Si Rhovann no se hubiera entregado absolutamente a la tarea de incrementar la fortuna del hombre, podría haber contemplado toda la cuestión con aire divertido, pero tal como estaban las cosas, había tenido que dedicar varios meses a atusar las plumas que Marstel erizaba cada vez que abría la boca, y salvaguardando de desastres aún mayores al bufón que llevaba sentado a su lado en el carruaje.
—Eres un tipo escuálido, y apenas comes —observó Marstel—. No puedo imaginar por qué te produce tantas molestias tu estómago. Pienso que es falta de ejercicio y de aire puro. Y que no tomas suficiente vino. Dos buenas copas al día te vendrían de perlas. —El señor de pelo blanco hizo un gesto afirmativo, satisfecho, por el diagnóstico que había hecho del problema—. Sí, tiene que ser eso. Debes venir a cazar conmigo mañana. Siempre se pasa un buen día, estimulante.
Rhovann suspiró.
—Me temo que tengo asuntos que atender, mi señor, pero tú debes ir sin mí. Como dices, esas salidas te sientan bien.
La idea de Marstel de un día estimulante de caza consistía en que lo llevaran en coche hasta algún campo y en sentarse cómodamente en una silla mientras sus sirvientes hacían todo lo posible por empujar la caza hacia donde él estaba. El viejo señor se pasaría el día emborrachándose y desperdiciando virotes de ballesta contra cualquier cosa que se moviera. Aunque habría sido natural suponer que Marstel casi no acertaba ningún tiro, el hombre era mejor tirador de lo que era dado esperar, y siempre reunía un buen surtido de piezas de caza. Además, en ocasiones, también le daba a uno de sus propios perros o batidores, sobre todo al final del día, cuando ya había bebido lo suyo. Por fortuna, en Hulburg no escaseaban los extranjeros pobres dispuestos a ganarse unas cuantas monedas de la manera que fuera.
—Como gustes, pues —dijo Marstel, aspirando por la nariz.
Rhovann suspiró. Ahora el viejo estúpido iba a estar resentido con él. Sólo uno o dos meses más. Soportar a ese imbécil con cerebro de buey un poco más, y por medio de él podría orquestar la caída de los Hulmaster. Flexionó el frío metal de su mano de plata, disimulada bajo la ilusión de carne y huesos humanos, y pensó en la destrucción de Geran Hulmaster. Matar a Geran por las injurias que había lanzado sobre él sería sólo justicia. Lo que Rhovann quería era venganza. No, antes de que Geran Hulmaster muriera, Rhovann quería que su enemigo viera cómo le arrancaban todo lo que le era caro. Sólo entonces se equilibraría la balanza entre los dos. Pensando en ese final acariciado, unos cuantos meses de trabajo tedioso y desagradable no eran nada.
El carruaje llegó a la senda que subía al castillo de los Hulmaster y se encaminó hacia allí. Unos momentos después entraban en el patio empedrado que había tras la puerta delantera de Griffonwatch y se detenían. Los lacayos de librea saltaron de los estribos del carruaje para abrir la puerta y bajar los escalones de madera para los pasajeros. Rhovann bajó y adoptó el andar cansino que ya era casi connatural a él; Marstel lo siguió. Algunos coches estaban ya reunidos en el patio, y otro entró justo detrás del carruaje de Marstel.
Rhovann se inclinó hacia Marstel y lo cogió por el brazo. Silenciosamente puso en primer plano de su mente los encantamientos que los unían a ambos y encauzó el poder de su voluntad hacia la conexión invisible.
—Di sólo lo que yo te he indicado —susurró al oído de Marstel—. Si no conoces la respuesta a una pregunta, permanece en silencio y haz como si estuvieras pensando. Yo te diré qué debes responder.
El viejo murmuró una protesta y trató de resistirse al poder del encantamiento, pero su voluntad no podía nada contra la de Rhovann. El mago aplastó su débil resistencia sin alterar siquiera el paso. Marstel miró al frente y asintió.
—De acuerdo.
Entraron en el gran salón del castillo, que ya estaba dispuesto para la reunión del Consejo del Harmach. Habían colocado una mesa en forma de herradura con nueve sillas en el centro de aquel viejo salón lleno de corrientes de aire, frente a un estrado bajo, con una silla de alto respaldo para el gobernante de Hulburg. Bajo su apariencia de Lastannor, el propio Rhovann ocupaba el puesto de mago mayor de Hulburg. El anterior mago mayor, Ebain Ravenscar, había renunciado a su cargo poco después de que la Casa Veruna fuera expulsada de Hulburg y había vuelto a su casa de Mulmaster. Marstel, a la derecha de Rhovann, era la cabeza del Consejo Mercantil de la ciudad y también uno de los pocos lores nativos de Hulburg, si bien Rhovann sospechaba que la pertenencia a la nobleza de lord Maroth Marstel era cuando menos dudosa.
La mayor parte de los demás consejeros ya estaban presentes. Rhovann los estudió a todos subrepticiamente. No creía que su dominio mágico de Marstel ni su propia apariencia humana fuesen detectables por ningún medio que no fuera un minucioso estudio de alguien ducho en las artes arcanas, siempre y cuando se asegurara de que Marstel siguiera representando su papel. Pero las consecuencias de que se descubriera su juego podían ser muy serias. Prestó la mayor atención a Kara Hulmaster, que estaba sentada directamente frente a él, al otro lado de la herradura. Ocupaba el asiento reservado al capitán de la Guardia del Escudo, comandante del pequeñísimo ejército de Hulburg. Kara preocupaba mucho a Rhovann. A pesar de su juventud, era muy perceptiva y tenía una marca del conjuro que era un sigilo con forma de serpiente en el antebrazo izquierdo y unos ojos de un color azul extraño y luminoso. En muchas tierras se miraba con desconfianza y resentimiento a las marcas del conjuro, pero en Hulburg nadie dudaba de la lealtad ni de la destreza de Kara. Era una Hulmaster y, según se decía, una magnífica guerrera, la heroína de la Batalla del Terraplén de Lendon. Rhovann jamás conseguía convencerse del todo de que no veía más de lo que decía con sus ojos marcados por el conjuro, y esa sensación no le gustaba nada.
—¡El harmach! —anunció uno de los guardias del Escudo allí presentes.
Todos los consejeros se levantaron respetuosamente y esperaron mientras el harmach Grigor Hulmaster, apoyado en su bastón, bajaba por la escalinata del salón y se sentaba en la gran silla que había sobre el estrado.
Geran Hulmaster acompañaba a su tío, vestido con una casaca acolchada gris y blanca. A Rhovann no se le escapó que la espada con la rosa de mithril en la empuñadura colgaba de la cadera de Geran. Sintió un dolor ardiente en la muñeca derecha cuando carne y hueso recordaron la mordedura afilada de esa hoja.
Rhovann apretó los puños debajo de la mesa. Que el humano mago de la espada lo hubiera mutilado era una cosa. Después de todo, si hubiera estado en su poder, Rhovann le habría hecho a él lo mismo durante el infausto duelo de Myth Drannor. Pero la ofensa que realmente carcomía a Rhovann era el hecho de que el exilio de Geran de la Ciudad de la Canción lo hubiera conducido a su propia casa. La exquisita Alliere no le había entregado a él su corazón, como debería haber hecho en cuanto hubieran acabado con el advenedizo aventurero humano. Y además, la Guardia de la Coronal había encontrado motivos para meter las narices en sus estudios arcanos después de su duelo con Geran. Habían descubierto libros y materiales rituales que consideraron impresentables para un mago de Myth Drannor. Desdeñado por la mujer a la que deseaba, estigmatizado por estudiar artes oscuras, Rhovann había perdido algo más que la mano bajo la espada de Geran Hulmaster. Y tenía pensado cobrarse la deuda antes de que terminara el año.
Rhovann se dio cuenta de que estaba mirando a Geran con insidia, y apartó la vista rápidamente. Geran no tenía motivo para temer a Lastannor, el mago mayor de Hulburg y mago también de la Casa Marstel, pero si reparaba en la mirada de odio de Lastannor, no sería tan tonto como para no preguntarse por la razón. Rhovann desplazó la vista hacia el harmach. Grigor era un hombre de setenta y cinco años que se iba quedando calvo, veía mal y tenía una salud frágil. Se sentó con cuidado y apoyó su bastón contra el lateral de la silla. Después de él se sentaron los consejeros.
—Bienvenidos, amigos míos —dijo Grigor—. Podéis proceder.
Geran Hulmaster se dirigió a uno de los bancos que había junto a la pared lateral del salón y se sentó junto a los escribientes y servidores, que permanecían a la espera.
Deren Ilkur asintió y golpeó con un pequeño martillo sobre la mesa.
—Se reúne el Consejo del Harmach —dijo.
Era el recaudador de los Derechos, cabeza nominal del Consejo como representante directo del harmach. Ilkur había entrado hacía poco en el Consejo del Harmach. Hacía sólo dos meses que ocupaba ese cargo, ya que el puesto había pertenecido antes a Sergen Hulmaster. Ilkur, un hulburgués de origen común que regentaba su casa contable con una honestidad inquebrantable, era bajo, con barba negra, y llevaba la cadena de oro de su cargo encima del corazón.
—Primer punto de la agenda: la construcción de la muralla de la ciudad —empezó.
Rhovann se reclinó en su asiento y esperó a que Ilkur expusiera eficientemente al Consejo los distintos asuntos de interés. La mayor parte eran cuestiones rutinarias, y les prestó poca atención. En media hora se habían tratado breves informes sobre el estado del tesoro de la Torre, el reemplazo de los guardias del Escudo muertos o lisiados durante la guerra con los Cráneos Sangrientos, la subsiguiente disponibilidad de los activos de la Casa Veruna y los disturbios entre bandas de hulburgueses comunes y foráneos pobres, que al parecer se reunían en los distritos más descuidados de la ciudad. Finalmente, se enderezó y escuchó con mayor atención el último informe: Kara Hulmaster describió varias reyertas de los días anteriores que habían tenido resultados letales.
—Sinceramente no sé si tengo suficientes guardias del Escudo para mantener la paz —añadió—. Según mis cálculos, los Puños Cenicientos podrían contar con hasta cien hombres y me inclinaría a pensar que podrían duplicar o triplicar ese número si convocaran a todos los extranjeros de las Escorias o del cabo Este.
—Algo hay que hacer, lady Kara —dijo Burkel Tresterfin, granjero perteneciente a la reserva de Hulburg y capitán de la Hermandad de la Lanza, que también era nuevo en el Consejo—. ¡Los Puños Cenicientos trataron de quemar El Bock del Troll el otro día! La gente común de Hulburg está perdiendo la paciencia. Si no se actúa pronto, los Escudos de la Luna se ocuparán del asunto. Será una revuelta sangrienta.
—Ya basta —dijo el harmach Grigor—. Es indudable que no podemos permitir que las cosas lleguen tan lejos. Kara, encuéntrame a alguien que pueda hablar por esos Puños Cenicientos y me comprometo a escucharlo. Si renuncian a los desmanes y a la violencia tal vez podamos encontrar una manera de dar respuesta a sus agravios. —Se pasó una mano por la frente y se recostó en su asiento—. Tenemos otras cuestiones que discutir hoy. Maese Ilkur, mi sobrino tiene noticias para el Consejo.
El recaudador de los Derechos hizo una leve reverencia.
—Como desees, milord. Lord Geran, tienes la palabra.
Geran se puso de pie y rodeó la mesa para colocarse en el extremo abierto de la herradura, con las manos juntas a la espalda. Paseó su mirada por los presentes con el entrecejo fruncido, como si estuviera tratando de decidir por dónde empezar.
—Me temo que tenemos otros problemas a las puertas, buenos señores. Hace tres días, mientras volvía a caballo desde Thentia, me topé con un bajel pirata que había capturado a un barco de los Sokol. Se habían refugiado en una cala a unos kilómetros al este de las ruinas de Gazzeth. Los piratas estaban saqueando el barco de los Sokol. Ya habían dado cuenta de la tripulación y de todos los pasajeros, menos uno.
A continuación pasó a contar cómo había espiado a los piratas. Dio detalles del barco y de la tripulación, y después descubrió con naturalidad su rescate de una hija de los Sokol ante las mismísimas narices de los captores.
—Supongo que andan vigilando nuestras rutas comerciales —terminó—. Todos los barcos que llegan a Hulburg o salen de nuestro puerto corren peligro.
—Un relato sombrío, sin duda —dijo Theron Nimstar, que era el supremo magistrado de la ciudad, un antiguo sirviente del harmach, de constitución robusta, mandíbula cuadrada y una mente aguda—. Es encomiable tu intervención para salvar a lady Sokol. Fue un golpe atrevido.
«Probablemente a esas alturas los piratas estarían todos borrachos», pensó Rhovann. Sabía que no debía subestimar el talento de Geran Hulmaster, pero no le habría sorprendido que hasta un botarate como Maroth Marstel pudiera haber salvado a la muchacha en esas circunstancias. Rhovann había oído los rumores unas horas después de la llegada de Geran, de modo que llevaba dos días esperando ese informe y ya estaba dispuesto a responder. Rhovann se concentró en Maroth Marstel, que estaba sentado a su lado.
—Ahora, Marstel —dijo sin abrir la boca—. Habla.
—Tengo algo que decir —dijo Maroth Marstel con voz ronca.
Ilkur le respondió con un gesto de asentimiento.
—Tienes la palabra, milord.
El viejo lord se puso de pie lentamente.
—¡La piratería en nuestras costas es intolerable! El Consejo Mercantil exige medidas para proteger nuestro comercio contra la depredación de los piratas. Con el de los Sokol ya van cinco barcos perdidos en los tres últimos meses. ¡Estos ataques criminales nos están arruinando! La pérdida de las cargas ya es bastante mala cosa, pero ¿es necesario que le recuerde al Consejo que docenas, no, veintenas, de nuestros marineros han sido asesinados sin piedad?
Marstel golpeó la mesa con su abultado puño y subió el tono a su volumen habitual. La verdad era que no necesitaba las enseñanzas de Rhovann para mostrarse ampuloso; al mago elfo le había bastado con darle un tema para encender su imaginación.
—¡Estamos tirando una fortuna en murallas para proteger la ciudad de un enemigo al que ya hemos vencido, y mientras tanto somos objeto de pillaje en el mar! Conozco tres empresas mercantiles que no puede permitirse perder una sola carga más. El próximo ataque las dejará arruinadas… ¡Y si nuestras compañías mercantiles caen, ya no le pagarán al harmach por talar sus árboles, ya no le pagarán a la buena gente de Hulburg por su trabajo y ya no venderán sus mercancías en nuestras calles! Se nos avecina un desastre, señores y señoras, con alfanjes chorreando sangre y dejando cadáveres a su paso. ¡Y sin embargo, no hemos hecho nada! ¿A qué espera el harmach para tomar medidas?
Ilkur no respondió inmediatamente, y nadie más lo hizo.
Tal vez no estaban seguros de si Marstel esperaba una respuesta o simplemente había sido una pregunta retórica. Rhovann ocultó una sonrisa. Esa última frase sobre alfanjes y cadáveres era puro efectismo Marstel. El viejo se había visto arrastrado por su propio discurso, tal como Rhovann esperaba.
El harmach Grigor suspiró y miró al noble.
—Lord Marstel, ¿qué quieres que hagamos?
—¡Barrer a esos piratas del Mar de la Luna y asegurar nuestra supervivencia!
—Por si no te has dado cuenta, yo no capitaneo ninguna nave —respondió Grigor.
—Entonces, tienes que empezar a armar barcos de guerra de inmediato. Eso es, ni más ni menos, lo que pide el Consejo Mercantil.
—Los barcos son caros —objetó Wulreth Keltor, el guardián de las Llaves, el funcionario que tenía bajo su cuidado el tesoro del harmach, a quien Rhovann consideraba un hombre sombrío y quejumbroso—. ¡No basta con desearlos para que aparezcan, lord Marstel!
—De todos modos, si el harmach no se preocupa de la seguridad de nuestro comercio, entonces el Consejo Mercantil se ocupará de ello bajo su propia autoridad —dijo Marstel—. ¡Es una cuestión de autodefensa!
Grigor entornó los ojos. Era evidente que reconocía el peligro que representaban para su autoridad las amenazas de Marstel. Hacía apenas unos meses que había estado a punto de ser despojado de su poder por el Consejo Mercantil liderado por su traicionero sobrino Sergen.
—Sois muy dueños de armar vuestros barcos como queráis y de incluir en vuestra tripulación todos los guardias que podáis costearos —dijo—, pero no tenéis autoridad para actuar en mi lugar, Marstel. A mí me compete la defensa de este reino, no a vosotros.
—No estoy seguro de que deba sugerirlo —dijo Deren Ilkur—, pero ¿no se puede llegar a algún acuerdo? Pagar un canon a los piratas para que dejen pasar a nuestros barcos sin atacarlos podría ser menos costoso que botar barcos de guerra para disuadirlos.
—Eso me deja muy mal sabor de boca —dijo Geran Hulmaster. El mago de la espada sacudió la cabeza—. Perdonadme por hablar cuando no me toca, pero esos acuerdos suelen volverse más caros con el paso del tiempo. Además, se seguirían perdiendo barcos igual que ahora porque no se puede sobornar a todos los piratas del Mar de la Luna.
—Si el soborno no es posible, entonces ¿cuál es la mejor forma de defender nuestro comercio marítimo? —preguntó Burkel Tresterfin—. ¿Podemos proteger a los barcos mercantes con destacamentos de la Guardia del Escudo? ¿O es que nosotros sugerimos, como lord Marstel, que se construyan barcos de guerra?
—No tenemos suficientes guardias del Escudo para dotar de ellos a todos los barcos que partan de Hulburg —dijo Kara Hulmaster, que se reclinó en su asiento, pensativa—. Además, aunque pudiéramos costeamos la construcción de barcos de guerra, no sé con qué tripulaciones los íbamos a dotar. Se necesitarían por lo menos dos o tres navíos bien armados para velar por la seguridad de las aguas cerca de Hulburg. Serían necesarios varios centenares de soldados y marineros.
—Imposible —dijo Wulreth Keltor—. No disponemos de ese dinero.
—De modo que no podemos permitirnos una armada y no creemos que el soborno sea la respuesta. ¿Qué nos queda, entonces? —preguntó el magistrado Nimstar.
Durante un buen rato, nadie habló. Rhovann asintió para sus adentros. Aun cuando los hulburgueses se hubieran decidido a construir una flota, llevaría mucho tiempo y costaría demasiado interferir en sus designios.
—Hay otras ciudades en el Mar de la Luna que tienen flotas —dijo rompiendo el silencio—. ¿Y si pidiéramos protección a Mulmaster o a Hillsfar?
—Eso podría resultar más costoso que construir nuestra propia flota —dijo el harmach Grigor—. Si ponemos nuestra soberanía en manos de una ciudad más grande, jamás la recuperaremos. Considero que ésa sería la última alternativa.
Rhovann impuso silencio a Marstel. Su intención había sido precisamente poner al harmach en esa situación, obligándolo a elegir entre embarcarse en un plan caro y muy poco viable de construcción de una flota, o debilitar su autoridad pidiendo ayuda a otra ciudad. En cualquiera de los dos casos, el harmach se exponía a encarnizadas críticas. El elfo disfrazado se inclinó hacia adelante para hablar.
—En ese caso, mi señor harmach, debo sumar mis inquietudes a las de lord Marstel. ¿Qué piensas hacer?
Grigor Hulmaster miró los recuadros de cielo azul que quedaban enmarcados en las altas ventanas del gran salón. Podía ser viejo y frágil, pero no imbécil; veía perfectamente el dilema al que se enfrentaba.
—Tendrá que ser una flota, pues —dijo por fin—. Compraremos un par de cascos adecuados en Hillsfar o en Melvaunt y los traeremos a Hulburg para su equipamiento. En cuanto a la tripulación, supongo que tendremos que contratar mercenarios.
—Es posible que dos barcos no sean suficientes para proteger nuestro comercio marítimo —dijo Kara—. Aun suponiendo que cada uno pueda permanecer en el mar la mitad del tiempo, sólo uno estará patrullando un día determinado.
—No, supongo que no es suficiente, Kara, pero espero que dos barcos de guerra basten como elemento disuasorio —dijo Grigor, que miró a todos los miembros del Consejo reunidos—. Espero que todos entiendan que la Torre deberá encontrar fondos para esto en alguna parte. Para empezar, supongo que deberán aumentarse las cuotas por las explotaciones mineras y forestales.
—Procede con cautela, milord —le advirtió Marstel—. A las Casas del Consejo Mercantil no les importa si lo que las lleva a la ruina son la piratería o los impuestos. La ruina es la ruina.
—¿Exigís la protección del harmach para vuestros barcos, pero regateáis a la hora de pagar las fuerzas necesarias para salvaguardaros? —le espetó Kara—. No se puede tener todo, lord Marstel. ¿De qué otras fuentes debería obtener el harmach los fondos para pagar una flota sino es de los barcos mercantes que se beneficiarán de la protección que ofrece una flota?
Rhovann se disponía a abrir la boca para contrarrestar el argumento de la capitana de la Guardia del Escudo, pero Geran Hulmaster hizo un gesto negativo y se volvió para dirigirse a su tío.
—Tal vez haya una alternativa a una armada permanente —dijo el mago de la espada—. En lugar de construir suficientes barcos de guerra para defender nuestro comercio mercante del ataque de todos los piratas posibles, deberíamos encontrar la guarida de esos piratas y destruirlos allí mismo. Una sola expedición de uno o dos barcos contribuiría tanto a proteger nuestro comercio en un mes, como una flota de cuatro o cinco barcos en años de patrullas.
—Sí, lord Geran, pero ¿por dónde empezarías? —preguntó Deren Ilkur.
El mago de la espada se encogió de hombros.
—Por el Reina Kraken. El Mar de la Luna no es tan grande. No puede esconderse mucho tiempo ante una búsqueda decidida. En cuanto a los demás piratas, deberíamos invertir en información. Si distribuimos algo de oro en puertos como los de Mulmaster y Melvaunt, y contratamos a algunos vigilantes de puerto, pronto sabremos dónde se esconden nuestros enemigos.
—Necesitaremos un barco y una tripulación —dijo Kara.
—Están en juego los cargamentos del Consejo Mercantil; ellos pueden aportar algunos hombres de armas. Y tú puedes proporcionar unos cuantos guardias del Escudo, Kara. En cuanto al resto, supongo que podemos encontrar muchos voluntarios entre los Escudos de la Luna —sonrió Geran—. Por lo que respecta al barco, bueno, la Casa Veruna dejó el Dragón Marino cuando decidió trasladar sus operaciones a Mulmaster. Necesita una reparación, pero podría estar preparado para hacerse a la mar en diez días.
—¿Estás dispuesto a ponerte al mando, Geran? —preguntó el harmach Grigor.
Geran se quedó pensándolo un momento.
—Sí, siempre y cuando consiga los fondos que necesito para reparar y dotar al barco de una tripulación. No puedo prometer que cesen todos los ataques, pero si cogemos a uno o dos piratas, el resto podrían ser presas más fáciles.
El harmach se volvió hacia Marstel.
—Lord Marstel, ¿podría el Consejo Mercantil encontrar aceptable la propuesta de Geran?
Rhovann hizo que el viejo lord adoptase una actitud como de estar pensándoselo, mientras él consideraba rápidamente la cuestión. Sin duda, Geran había dado con un curso de acción que parecía razonable y que no hacía necesario que el harmach pidiera ayuda a otra ciudad ni recaudara impuestos ruinosos para los mercaderes o para el pueblo. Era irritante…, pero si la búsqueda de Geran resultaba infructuosa caería en desgracia, y el harmach podría ser atacado por no emprender una acción eficaz. Tal vez fuera sumamente útil permitir que Geran diera palos de ciego por el Mar de la Luna durante unas cuantas semanas. De hecho, Rhovann podría ocuparse de hacer difundir rumores deliberadamente equivocados para hacerle perder el tiempo a su rival. Además, sabía algo sobre los piratas que amenazaban a Hulburg que Geran no sabía. Bien pensada la idea, le pareció que Geran, inadvertidamente, había propuesto un plan que Rhovann no podría por menos que mejorar…
Al darse cuenta de que Maroth Marstel había estado dando vueltas a las cosas un tiempo un poco excesivo, Rhovann le dio la orden de responder.
—No se puede decir que un barco sea una flota, milord, pero esperaremos para juzgar los méritos del plan a que Geran acabe con el Reina Kraken o perdamos otro barco por obra de esos asesinos lobos de mar.
Geran frunció el entrecejo, sopesando el plazo que le había impuesto Marstel; Después de todo, no tenía manera de saber de cuánto tiempo disponía antes de que los piratas apresaran otro barco hulburgués.
—Haré todo lo que pueda, lord Marstel —dijo.
Deren Ilkur recorrió con la mirada a los consejeros allí reunidos.
—¿Hay alguna otra cuestión que se quiera plantear ante el Consejo? —preguntó.
Nadie habló, de modo que el recaudador de los Derechos asió su pequeño martillo y dio un golpe contundente sobre la mesa.
—Entonces, se levanta el Consejo.
Una vez más, todos permanecieron de pie mientras el harmach Grigor se levantaba y subía la escalera que partía del salón. En ese momento se iniciaron media docena de conversaciones en voz baja mientras los consejeros y sus diversos asesores y asistentes empezaban a salir de la estancia. Rhovann observó a Geran, que a grandes pasos se dirigía a la puerta mientras conversaba con Kara Hulmaster. El elfo se preguntó si sería mejor facilitarle el camino o ponerle trabas. A través del Consejo Mercantil y de Maroth Marstel, podía acelerar los preparativos de su enemigo para poner en marcha su expedición y así sacarlo de Hulburg rápidamente…, o podía poner obstáculos en su camino, manteniendo empantanado su intento de reunir hombres de armas y suministros para un mes o más.
Si Geran se hacía a la mar con un fuerte destacamento de la Guardia del Escudo y de hulburgueses leales, el poder del harmach quedaría muy debilitado. Eso planteaba varias posibilidades.
—Entonces, cuanto antes mejor —dijo entre dientes.
—¿Eh? ¿Qué has dicho? —preguntó Marstel.
—Nada importante, milord —respondió—. Creo que la Casa Marstel debería apoyar generosamente los esfuerzos de Geran Hulmaster para preparar su expedición. Después de todo, no hay tiempo que perder.
Marstel asintió.
—¡Por supuesto! Hay que plantarles cara a los piratas con firmeza y de forma inmediata. Cualquier demora es intolerable.
—Precisamente, milord.
Rhovann le echó a Geran otra larga mirada, preguntándose qué haría el tonto de sospechar que su antiguo rival de Myth Drannor estaba a menos de diez metros de distancia, planeando el éxito o el fracaso de su mal planteada empresa. Entonces, cogió a Marstel del brazo y lo guió hasta su carruaje.