17 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)
Los sonidos de la batalla se hacían cada vez más audibles mientras Sergen observaba desde la ventana de su habitación, situada en lo más alto de la torre central. Desde aquella posición ventajosa pudo ver que los piratas de la Luna Negra que habían sobrevivido habían abandonado las almenas de la garita. La lucha en el muelle y en la cubierta del Reina Kraken había terminado; el barco estaba cubierto de cadáveres y moribundos, al igual que los muelles. Le lanzó una mirada fulminante a la carabela hulburguesa que flotaba junto al barco insignia de la Luna Negra, furioso por el rumbo que habían tomado los acontecimientos. Esa misma mañana había desayunado en la terraza de su habitación, bebiéndose a sorbos una copa de vino blanco bien frío mientras se planteaba regresar a Melvaunt y pensaba en cuál era el mejor uso que les podía dar a Mirya y su hija contra su molesto primo, Geran, y el resto de su maldita familia adoptiva. Bueno, al parecer Geran —tenía que ser él ¿quién si no?— lo había seguido hasta su refugio oculto en el Mar de la Noche, decidido una vez más a estropear sus planes elaborados con tanto cuidado. Era terriblemente exasperante.
—Mi señor, estamos listos —dijo su guardaespaldas.
Kerth y los cinco guerreros con tatuajes mágicos de su destacamento se habían pasado el último cuarto de hora despojando la habitación de todo lo que pudiera serles útil, incluida una pequeña fortuna en gemas y oro. Si hubieran estado presentes todos sus guardaespaldas, podría haber intentado cambiar el curso de la batalla lanzando a sus soldados junto con los piratas de su padre…, pero la mayor parte de su guardia personal estaba todavía en Melvaunt, cuidando de sus intereses allí. El guardaespaldas miró por la ventana.
—¿Cuáles son tus órdenes? —preguntó.
—La fortaleza está perdida —dijo Sergen—. Pero me da la impresión de que el barco hulburgués apenas está custodiado. Con un poco de suerte, creo que podríamos huir en el Dragón Marino. Pero me gustaría hacerlo con algo de seguridad, lo cual es imposible.
—Podríamos escabullirnos hacia el bosque y escondernos allí, mi señor. Los hulburgueses jamás nos encontrarían. —Por supuesto, el que hablaba era su condicionamiento mágico, ya que Kerth siempre tenía que poner por delante la seguridad personal de Sergen.
—No quiero quedarme aquí abandonado, Kerth. Ahora, ven conmigo, y no te separes.
Sergen echó un último vistazo a la habitación y después salió a grandes pasos al pasillo. Kerth y tres de sus soldados lo siguieron de cerca, empuñando las espadas; los dos que quedaban, que cargaban con un pesado arcón lleno del tesoro de Sergen, se esforzaron por alcanzarlos. Se preguntó brevemente dónde estaría su padre, y si estaría todavía defendiendo alguna parte de la fortaleza, pero después sacó a Kamoth de sus pensamientos. Si los piratas todavía estaban luchando en algún lugar del castillo, servirían de distracción para lo que Sergen intentaba hacer. Su padre lo entendería.
Condujo a sus guardias a una de las escaleras de servicio en el centro de la torre y bajó rápidamente haciendo gran cantidad de ruido. En cada piso se detenía y escuchaba atentamente, pero la suerte lo favoreció; los escuadrones de soldados y mercenarios hulburgueses que vagaban por los pisos inferiores de la fortaleza no se llegaron a cruzar con él. Se desvió cautelosamente, rodeando la gran sala en el piso principal de la fortaleza y escabulléndose a través de las cocinas para descender hacia el granero y las despensas. Dos desvíos más y una estrecha escalera más tarde, y salió a uno de los pasadizos con puerta del segundo piso de las mazmorras.
Allí se encontró con varios miembros de la tripulación del Reina Kraken, reunidos en torno a la puerta de la cámara de los tesoros.
—Bueno —dijo Sergen—, ¿qué está sucediendo aquí?
Los piratas cruzaron miradas, pero nadie habló. Sergen sonrió para sí mismo.
—Permitidme entonces que lo adivine. Todos estabais pensando en llenaros los bolsillos con el botín de la Luna Negra antes de arriesgaros a entrar en la selva. ¿Tengo razón?
Un turmishano calvo, con una barba cuadrada llena de apretadas trenzas se enderezó y miró a Sergen a los ojos.
—¿Qué otra opción tenemos? Los soldados del harmach controlan la fortaleza. Cuando el barco se va a pique, cada uno tiene que mirar por sí mismo.
—¿El oro se come? —preguntó Sergen—. ¿Creéis que podéis sobornar a los nothics y a los khuuls, y a los bocones altos con unas cuantas bonitas monedas? No, en un día estaréis muertos si escapáis a la selva. Tal y como yo lo veo, eso no es una opción ni es nada.
—Entonces, moriremos con los bolsillos llenos de oro —rugió el hombre—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Sergen esbozó una sonrisa irónica. Él también estaba al borde de la misma situación, pero al menos tenía a sus hombres para llevarle el oro. Con un atrevimiento poco acorde con las circunstancias, miró al turmishano a los ojos y contestó:
—Seguidme —dijo—. Voy a intentar hacerme con el Dragón Marino. La mayor parte de los soldados del harmach están registrando la fortaleza. Con vosotros siete y mis guardaespaldas, tenemos casi tanta tripulación como ellos para proteger el barco. Os digo sinceramente que en el mejor de los casos será una lucha difícil, pero al menos es una opción. ¿Estáis dispuestos a intentarlo?
El turmishano calvo reflexionó un instante y finalmente asintió.
—Sí, estoy contigo. Es mejor que cualquier otro plan que hubiéramos podido tener.
Los demás hombres se miraron unos a otros y después asintieron ante Sergen o se expresaron en voz alta:
—¡Yo también!
—Bien —dijo Sergen—. Entonces salid de aquí y venid con nosotros.
Los piratas se unieron al grupo y de nuevo se pusieron en marcha, caminando a paso ligero, pero teniendo cuidado de no correr. Si quería conservar a los piratas de la Luna Negra a su lado debía fingir una confianza tranquila y llena de decisión. Lo último que deseaba era parecer desesperado, y de hecho necesitaba a esos piratas desesperadamente. Suponiendo que consiguieran hacerse con uno de los dos barcos que estaban paralelos a la fortaleza, necesitaría al menos unos cuantos marineros experimentados que lo ayudaran a volver a casa. Sabía muy poco de navegación, y sus guardaespaldas personales no sabían mucho más.
Atravesaron una de las puertas, que estaba abierta y sin guardias a la vista, y torcieron por otro pasadizo. Sergen se permitió sonreír, aliviado. Habían llegado hasta las Erstenwold sin tener que luchar, y eso quería decir que ahora tendría rehenes a los que usar si no podía capturar por la fuerza el barco que quería. Se acercó a la celda donde Mirya Erstenwold y su hija estaban prisioneras, y de repente, sus pasos se volvieron menos seguros. La celda estaba vacía. Había unas esposas colgando de los barrotes, que presentaban signos de haber sido abiertos introduciendo con fuerza una palanca entre las cadenas.
—Las Erstenwold han escapado —anunció Kerth, a pesar de que la cosa no podía resultar más obvia.
—Está claro —dijo Sergen con brusquedad.
Se quedó mirando la celda vacía durante largo rato, pensando con detenimiento. Era evidente que ninguno de los piratas de la Luna Negra era el responsable. Habrían cogido las llaves del maestro de armas que estaba a cargo de aquel nivel en vez de doblar las barras para sacarlas. O bien los hulburgueses ya las habían encontrado y las habían rescatado, o Mirya había conseguido escapar por su cuenta. De cualquier modo, estaba tremendamente molesto al haber descubierto que no tenía los rehenes que tanto iba a necesitar.
Respiró hondo y se deshizo de su frustración. El signo distintivo de un hombre que tenía la habilidad de lidiar con una crisis era su disposición para aprovecharse de la situación tal cual era, y no como querría que fuera.
—Está claro —repitió—. Bien, entonces. Si volvemos a encontrarnos con la señora Erstenwold y su hija, las llevaremos con nosotros, pero ahora no tenemos tiempo de buscarlas. Vayamos a la puerta principal.
Sergen condujo a su banda de guardaespaldas y piratas a través de corredores desiertos en dirección a la puerta trasera de la fortaleza. Consiguió reclutar a dos Lunas Negras más por el camino, aunque estaban tan malheridos que dudaba de que le fueran a ser de utilidad. Entonces, llegaron a las salas mal iluminadas donde acechaban los neogi de la fortaleza, y se desviaron hacia la puerta que conducía al exterior, hacia el oscuro bosque. En la sala de asambleas se encontraron con cinco neogi, parecidos a arañas, discutiendo en compañía de sus moles sombrías. Cuatro de éstas iban cargadas con más tesoro incluso del que Sergen había considerado apropiado cargar, y varias otras vigilaban a una fila de prisioneros encadenados con expresión ausente que esperaban a ser conducidos fuera de allí.
Los neogi pararon de discutir tan pronto como Sergen y sus soldados aparecieron.
—Lord Sergen, ¡esto es un desastre! —bufó una de las criaturas—. ¡Habéis permitido que vuestros enemigos os siguieran hasta aquí, y nos han arruinado! ¡Vuestra negligencia nos ha costado un emplazamiento muy valioso!
—Lamento las molestias —replicó Sergen—. Si nos ayudáis a contrarrestar el ataque hulburgués, no tendremos que abandonar el lugar.
—¡Eso es impensable!
El monstruo arácnido retrocedió, horrorizado, y Sergen resopló. Los neogi eran criaturas cobardes, a menos que la promesa de una valiosa recompensa inflamase su codicia y los hiciera abandonar su habitual cautela.
—¡Eso implicaría arriesgarnos a recibir daño físico! ¡No hay nada de beneficioso en ello!
—Entonces, ¿de qué me servís? —les recriminó Sergen.
No le importaban mucho los neogi. Eran valiosos socios comerciales, por supuesto, ya que compraban ávidamente cualquier mercancía que la Luna Negra trajera de los mares de Faerun. Años atrás le habían vendido a Kamoth la brújula estelar que lo había convertido en el amo de Neshuldaar, y habían cosechado los beneficios de los saqueos de la Luna Negra. Sus barcos de apariencia arácnida acudían de cuando en cuando a la fortaleza para comerciar con los piratas humanos, y Kamoth estaba más que dispuesto a permitirles usarla como almacén y puerto de escala. Pero eran criaturas detestables, poco dignas de confianza, y no le debían lealtad a nadie más que a sí mismos.
—Luchar es para los esclavos —le respondió otro de los neogi—. Nos refugiaremos en la selva lunar y esperaremos al siguiente barco mercante de nuestro clan. Ocúpate tú mismo de tus enemigos.
Sergen estuvo a punto de responder airadamente, pero se mordió la lengua. No tenía sentido contrariar a las criaturas… y podría ser que no hubiera encontrado aún la manera correcta de pedirles ayuda.
—Bien —dijo—. No necesitáis luchar. Sin embargo, me gustaría contratar los servicios de vuestros esclavos durante el día de hoy, y pagaré generosamente por ello.
Los neogi se miraron unos a otros, y después se volvieron a mirar a Sergen.
—Son sirvientes muy valiosos, y hay muchas probabilidades de que resulten heridos o muertos en la batalla —contestó el primero—. Además, no podemos estar seguros de que vayas a tener éxito. Debemos reservar algunos para nuestra protección en caso de que falles.
—Entonces, tan sólo es cuestión de determinar de cuántos puedo disponer, y fijar un precio justo.
Los neogi sonrieron ampliamente, mostrando una hilera de colmillos afilados como agujas. Sergen suspiró. Si algo había seguro, era que los neogi intentarían sacarle hasta la última moneda de cobre de los bolsillos si creían que le podían vender algo. Le llevó varios minutos de duras negociaciones, pero finalmente llegaron a un trato que le otorgó a Sergen el uso de cuatro de los monstruos a un precio desorbitado, que ordenó pagar a sus guardias del arcón que llevaban. Si hubiera tenido tiempo para negociar habría podido mejorar el trato, pero intentó no preocuparse por los detalles; después de todo, era probable que estuviera comprando su libertad, e incluso podría amortizar el gasto vendiéndoles a los neogi un pasaje en cualquiera de los barcos que consiguiera capturar. Los neogi apartaron a un lado a los esclavos en cuestión y hablaron con ellos un instante en su propia lengua; los monstruos miraron a Sergen e inclinaron sus enormes cabezas.
—Les hemos dado instrucciones a esos cuatro para que te obedezcan —dijeron los neogi—. Te servirán lo mejor que sepan hasta la puesta de sol, o hasta que les ordenemos lo contrario.
—Muy bien —dijo Sergen.
Se había entretenido allí todo lo que se había atrevido, pero se consoló pensando que añadir a esas criaturas enormes a su improvisado ejército aumentaba de manera drástica sus posibilidades de tener éxito. Inclinó la cabeza hacia la pequeña criatura.
—Creo que oigo cómo se acerca la lucha. Si queréis salir de la fortaleza, ahora debería ser un buen momento.
—Esperaremos y observaremos desde las ruinas del templo —dijo el neogi—. Recuerda, esperamos que nuestras propiedades nos sean devueltas antes de separarnos.
—Comprendo —dijo Sergen.
Lo último de lo que pretendía preocuparse era de devolverles a los señores neogi los sirvientes que sobrevivieran, pero no vio razón para decírselo a aquella horrible criatura. Entonces, lo sobrevino un pensamiento repentino.
—Una cosa más antes de que nos vayamos. ¿Recordáis a las dos prisioneras que traje desde Hulburg? ¿Una mujer alta de cabellos negros, y una niña también de cabellos negros?
El neogi lo miró detenidamente.
—Las conozco. La pequeña estaba muy asustada cuando nos vio. Les dije a sus guardianes que debían cortarle la lengua si seguía haciendo esos ruidos. ¿Qué pasa con ellas?
—Han escapado de su celda. ¿Las habéis visto?
—Sí —admitió el monstruo—. Las vimos en la puerta hará una hora. Consiguieron evitarnos y huir hacia la selva.
Sergen contuvo su enfado. Sin duda, los neogi ni se habían molestado en advertir a la Luna Negra de la huida de las prisioneras porque pretendían atraparlas y venderlas de nuevo. Aun así, pensó que podría intentar fomentar los instintos mercenarios de los neogi.
—Tienen cierto valor para mí. Si las capturáis de nuevo, os pagaré generosamente. Doscientas piezas de oro por cada una.
Era un precio muy superior al que los neogi esperarían por los esclavos rutinarios; quizá incluso harían un esfuerzo por localizar a Mirya y a su hija.
—Hecho —contestó el neogi, que bufó a los otros.
Las cinco pequeñas criaturas salieron por la puerta, en dirección a la jungla. Tras ellos iban sus sirvientes y los esclavos, aunque dejaron atrás a los cuatro que ahora servían a Sergen.
Éste miró a los monstruos.
—Quedaos cerca de mí —les dijo.
Después, reunió a sus guardaespaldas y a los piratas que se habían unido a ellos, y siguió al grupo de neogi por la puerta trasera de la fortaleza. Los vio desaparecer junto con sus esclavos en la selva que tenían delante, pero él torció a la izquierda y tomó el camino que rodeaba la fortaleza justo por debajo de sus negras murallas. No todo estaba perdido. Pensó que tenía suficientes hombres —y monstruos— como para hacerse con el control de uno de los barcos, si se movían con rapidez y los hulburgueses tardaban en darse cuenta del peligro. Quemaría el barco que no capturase, lo cual frustraría cualquier intento de perseguirlo en Neshuldaar. En día y medio estaría de vuelta en Melvaunt, a salvo en su palacio y listo para continuar con sus esfuerzos contra los Hulmaster con los recursos que encontrara más a mano. Pero no había duda de que la disolución de la Hermandad de la Luna Negra era un duro revés. Geran Hulmaster tenía que estar detrás de todo aquello. ¿Quién, aparte de su odiado medio primo, habría encontrado una manera de derrocar a sus aliados piratas en un fondeadero tan remoto y seguro?
Sergen frunció el ceño. Le habría encantado asegurarse de que Geran encontrara una muerte solitaria bajo los muros de la fortaleza de la Luna Negra antes de abandonar el lugar…, pero dejarlo abandonado junto con su tripulación cuidadosamente escogida a miles de kilómetros de casa lo consolaba en cierta medida. Quizá permaneciera varado en las Lágrimas de Selene durante años, perseguido por monstruos lunares e incapaz de estropear los planes de Sergen. Era un pensamiento agradable.
Llegaron a la esquina donde el muro de la fortaleza se juntaba con el muelle, y Sergen hizo señas a sus hombres para que se detuvieran. Avanzó sigilosamente y se arriesgó a echar un vistazo rápido. La puerta principal de la fortaleza estaba abierta, pero había pocos soldados en el muelle. Unos veinte soldados estaban ocupados tanto en el interior como alrededor del Reina Kraken y el Dragón Marino. No se preocupó por ellos, ya que lo que más lo inquietaba era la posibilidad de que los guardias del Escudo y los soldados salieran rápidamente de la fortaleza para unirse a la lucha cuando se dieran cuenta de que los barcos estaban siendo atacados. Necesitaría hacer algo para evitar que los refuerzos acudieran en ayuda de los marineros.
—Vosotros dos —les dijo a las moles sombrías más cercanas—. Cuando el resto de nosotros entremos a la carga, quiero que vayáis a la puerta principal de la fortaleza, allí. Entrad en la sala inferior, y matad a cualquier hulburgués que encontréis. Resistid en la sala y evitad que los soldados que hay dentro de la fortaleza salgan por la puerta hasta que os lo diga. ¿Comprendido?
Los monstruos lo miraron fijamente con sus extraños ojos de insecto, pero hicieron un gesto de asentimiento. Sergen calculó que cada uno valía por cinco soldados, al menos, en una batalla; con algo de suerte, podrían contener a los guardias del Escudo dentro de la fortaleza durante bastante tiempo antes de que los superaran.
Estudió los dos barcos que estaban juntos en el muelle, y tomó una decisión.
—Lo intentaremos con el Dragón Marino —le dijo al resto de la banda—. Ocupaos de los marineros primero, después cortaremos las cuerdas y liberaremos al Reina Kraken para quemarlo. No os frenéis; ésta es nuestra única oportunidad. ¡Seguidme!
Desenvainó estoque y puñal, salió de su escondite y corrió hacia los barcos. Sus guardaespaldas lo siguieron, tratando de adelantarlo para protegerlo de los ataques; las moles sombrías avanzaron torpemente tras él, y dos de ellas se dirigieron hacia la puerta de la fortaleza, como les había ordenado. Su aparición fue tan inesperada que Sergen llegó a alcanzar la cubierta del Reina Kraken antes de que los marineros hulburgueses comenzaran a dar la alarma. Se enfrentó a un marinero armado con un alfanje en lo alto del portalón, paró su torpe ataque y lo atravesó. El hombre gimió y comenzó a caer. Sergen lo echó hacia atrás bruscamente, sacando la punta de la espada, y se hizo a un lado para que sus seguidores subieran en tropel desde el muelle.
—¡Al Dragón Marino! —exclamó—. ¡Ése es el que queremos!
Cruzó la cubierta del Reina Kraken y saltó al otro buque de guerra, que estaba justo al lado. Allí, a pesar de su sorpresa, los hulburgueses no cedieron terreno y presentaron una sólida defensa, luchando con uñas y dientes para proteger su barco. Marineros, piratas y guardias con cota de malla gritaban y maldecían, envueltos en una feroz lucha cuerpo a cuerpo llena de hachas, cuchillos, alfanjes y espadas esparcidas por toda la cubierta del barco. Por un instante, Sergen temió no salir airoso, ya que los soldados de ambos bandos iban cayendo uno tras otro, y el ataque parecía estar estancado; pero entonces las dos moles sombrías que había mantenido a su lado treparon a cubierta y se unieron a la lucha. Las criaturas eran terriblemente fuertes y las protegía un caparazón quitinoso que era más grueso que la armadura de placas. Y lo que era peor, cualquiera que se atreviera a mirarlas a la cara se quedaba hipnotizado por la mirada enloquecedora del monstruo. Se quedaron paralizados, incapaces de levantar la espada para defenderse, mientras las potentes garras de los monstruos los despedazaban o algún pirata oportunista los rajaba por la espalda mientras estaban indefensos.
Sergen decidió que valían lo que había pagado por ellos mientras observaba a los monstruos hacer pedazos a sus enemigos. Entonces, se oyó un zumbido grave atravesando la cubierta, y un negro y grueso virote, tan largo como su antebrazo, alcanzó a una de las moles justo entre los ojos. La poderosa flecha atravesó la quitina del monstruo con un sonoro crujido. Éste chilló una sola vez antes de tambalearse hacia atrás, atravesando la barandilla y cayendo por el lateral. La criatura se hundió como una piedra en las aguas color zafiro y no volvió a emerger.
—¡Por todos los dioses! —rugió Sergen, lleno de frustración.
Giró en redondo, buscando la fuente del proyectil, y vio a un viejo y curtido enano de pie junto a una balista montada en la toldilla.
—¿Qué te parece eso, bicho monstruoso? —gritó el enano.
Sonrió con fiereza y comenzó a arrancar el motor con la manivela frenéticamente, tirando de la enorme balista hacia atrás para disparar de nuevo mientras miraba a la otra mole.
Sergen subió rápidamente las escaleras que conducían a la toldilla y cargó contra el enano. Este lo vio venir y se apartó de la balista, para enfrentarse a él con un hacha de abordaje en la mano. Logró desviar la hoja de Sergen con el mango del hacha y lo contraatacó ferozmente, arremetiendo contra él…, pero al mismo tiempo quedó expuesto. Sergen retrocedió medio paso y le clavó el estoque entre las costillas. El enano se tambaleó, dando varios pasos; se balanceó débilmente y cayó a la cubierta.
—No llegarás muy lejos, Sergen —jadeó con la boca llena de sangre—. Geran Hulmaster se ocupará de ti muy pronto.
Sergen enarcó una ceja.
—Quizá, pero llegaré más lejos que tú, amigo mío —dijo.
Volvió a la barandilla y evaluó la batalla. Pocos hulburgueses seguían todavía en pie, y varios de sus guardias personales ya le estaban prendiendo fuego al Reina Kraken. Era una pena destruir un barco tan bueno, pero Kamoth —si es que aún vivía— lo habría incendiado con sus propias manos antes de permitir que lo capturaran.
—¡Cortad las amarras! ¡Preparaos para navegar! —les gritó a los soldados que estaban abajo.
Dirigió su atención hacia los calabrotes más cercanos, liberando los ganchos y arrojándolos por la borda uno por uno. Hizo una pausa para mirar hacia la puerta principal, buscando señales de soldados hulburgueses. Creyó oír ruido de lucha proveniente de aquella dirección, pero era difícil estar seguro. Lo único que tenían que hacer allí las moles sombrías era mantener ocupados a los hulburgueses unos minutos más, y eso sería suficiente para satisfacerlo.
—¡Nos hemos soltado, lord Sergen! —le dijo Kerth.
El corpulento espadachín cortó la última cuerda que unía al Dragón Marino con el Reina Kraken.
—Muy bien. ¡Ahora ascendamos! —les gritó a los piratas de la Luna Negra que todavía quedaban en pie—. ¡Daos prisa, vamos!
—¡Sí, lord Sergen! —contestó el pirata turmishano calvo—. Pero somos muy pocos para manejar este barco.
Sergen echó un vistazo a la cubierta principal y se dio cuenta de que había perdido a varios piratas en su lucha desesperada, junto con uno de sus guardaespaldas. Puso cara de frustración. Los hulburgueses lo habían hecho mejor en aquella escaramuza breve y violenta de lo que había esperado.
—No tenemos otra opción —dijo con brusquedad—. ¡Simplemente despegad y haced lo que podáis! ¡No pueden seguimos!
El pirata turmishano puso mala cara, pero subió las escaleras que conducían hacia la toldilla y cogió el timón.
—¡Desplegad la vela de proa! —les dijo a sus compañeros—. ¡Nos dará algo más de maniobrabilidad! ¡Lord Sergen, diles a tus muchachos que echen una mano!
Kerth le dirigió a Sergen una mirada inquisitiva.
—¡Haced lo que dice! —le dijo a Sergen.
Los guardaespaldas no sabían mucho más que él acerca de navegación, pero fueron corriendo a ayudar a los marineros de la Luna Negra lo mejor que pudieron. El Dragón Marino se alejó lentamente del Reina Kraken. Sergen podía sentir en el rostro y las manos el calor de las llamas, que estaban comenzando a consumir el barco pirata. Durante un instante temió que no fueran a alejarse del navío en llamas antes de que prendieran también en su barco, pero entonces oyó el sonido de la lona ondeando contra el viento. Poco a poco, la vela principal se iba colocando en su sitio…, y cuando el viento fue empujándola, el casco del buque de guerra comenzó lentamente a elevarse fuera del agua.
—¡Ahora la vela principal! —dijo el turmishano que iba al timón.
Los marineros de la Luna Negra y los guardias de Sergen soltaron las cuerdas, trabajando mano a mano, para desplegar la vela principal, y después corrieron hacia el palo mayor para comenzar a soltar trapo.
Sergen dirigió la mirada hacia el muelle, que se alejaba lentamente de ellos. Los soldados de la Guardia del Escudo salieron en tropel por la puerta principal y corrieron por el muelle, con gritos de alarma. Algunos apuntaron hacia el Dragón Marino con ballestas o arcos largos, disparando inútilmente al barco de guerra mientras comenzaba a ascender, alejándose de la fortaleza. Otros corrieron a apagar las llamas que se extendían por el Reina Kraken en un desesperado intento de salvarla. Sergen sonrió con fría satisfacción.
—¡Tengo tu barco, Geran! —gritó en dirección al muelle—. ¡Disfruta de tu estancia aquí, primo!
Una pequeña figura vestida con una túnica color granate apareció en las almenas que había sobre la garita. Sergen frunció el ceño al reconocer al hechicero Sarth. El tiflin gesticuló, gritando las palabras de un hechizo que Sergen no logró oír.
Alrededor de su cetro lleno de runas talladas surgió un fuego dorado que tomó la forma de una flecha, y con un rápido movimiento de la mano le lanzó el proyectil a gran velocidad. Sergen dejó escapar un juramento y se arrojó al suelo cuando el abrasador proyectil impactó contra el lugar junto a la barandilla en el que estaba un momento antes.
El pirata turmishano que estaba al timón dejó escapar un grito ahogado, y de repente, la proa del barco comenzó a descender. Sergen dirigió la mirada hacia el timón y vio al hombre allí de pie, con un agujero carbonizado y humeante en la base del cuello. Miró a Sergen, con los ojos muy abiertos, tremendamente pálido a pesar de lo oscuro de su piel, e intentó decir algo, pero de su boca salió sangre a borbotones que le goteó por la barbilla. Se inclinó sobre el timón, con las manos atrapadas entre los radios, y cuando se desplomó sobre la cubierta, el timón giró sin control en su agonía. El Dragón Marino se inclinó hacia un lado, y uno de los guardaespaldas de Sergen, que estaba trepando con dificultad por el mástil principal, se soltó y rodó por la cubierta, cayendo al lago que estaba debajo.
Sergen se dio cuenta de que era el único que estaba más o menos cerca del timón. Se lanzó hacia adelante y lo agarró, tratando de corregir el rumbo errático del barco. Éste pesaba demasiado, y se esforzó por equilibrarlo. Mientras Sergen luchaba con el timón, el barco comenzó a coger velocidad con la brisa fresca. Finalmente consiguió nivelarlo, justo a tiempo para ver el follaje rojizo en el lateral de una colina que se avecinaba delante.
—¡Arriba! ¡Arriba! —le gritó al timón…, pero era demasiado tarde. Aunque la proa comenzó a elevarse abruptamente, el viento empujó al Dragón Marino hacia los enormes árboles que cubrían la colina. Las ramas crujían o castigaban la cubierta como si fueran guadañas, arrojando aparejos sueltos hacia la selva que tenían debajo, y el barco se detuvo, inclinado hacia un lado, enganchado entre las ramas.
—¡Maldita sea! —rugió Sergen.
Llegó hasta la barandilla con gran dificultad y echó la vista atrás, hacia la fortaleza. Habían avanzado más o menos un kilómetro en su breve vuelo, y estaba claro que el Reina Kraken no iría tras ellos inmediatamente…, pero el Dragón Marino estaba enganchado a plena vista, en la falda de la colina. Los hulburgueses podrían llegar allí a pie. Quizá les llevaría media hora alcanzar el barco encallado en su precaria posición, o quizá incluso menos.
Descendió de la toldilla, corriendo hacia su tripulación, que cada vez era menos numerosa. La mayoría estaban incorporándose tras haber caído sobre la cubierta, o mirando a su alrededor con expresión atónita.
—¡No os quedéis ahí parados! —gritó—. ¡Desenganchad el barco! ¡Desenganchadlo!
«Todavía puedo escapar», se dijo Sergen. Sólo necesitaba unos minutos de trabajo duro con hachas y cuchillos, y el Dragón Marino quedaría libre para llevarlo a donde estuviera a salvo. Se dirigió apresuradamente a la borda y miró en dirección a la fortaleza; vio la columna de humo que salía del barco en llamas y buscó ansioso cualquier señal de que los estuvieran siguiendo.