VEINTICUATRO

17 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)

La segunda vez que Kamoth Kastelmar visitó a Mirya en su celda, ella supo que tenía que escapar o morir en el intento.

El lord pirata se había pasado el segundo día de su encarcelamiento para comprobar en qué condiciones se encontraba todo, o eso dijo. Pero no había hecho otra cosa que hablar de asuntos rutinarios como las ropas de la cama, el agua potable y la calidad de las comidas, tampoco había apartado la vista de Mirya a través de los barrotes, con una fría sonrisa disimulada bajo la barba. Unas horas después, había venido una esclava de semblante adusto con un brazado de vestidos nuevos para ella y le había pedido que se sacara la ropa que llevaba hacía varios días con el fin de que pudiera lavarla. A Mirya no la hacía muy feliz desnudarse en su celda, pero no había hombres a la vista, y su vestido necesitaba urgentemente un lavado. Aceptó, pero se encontró con que su nuevo vestido era algo más que un poco escandaloso para las costumbres de Hulburg. En sustitución de su recatado vestido de lana azul, cerrado del cuello a los pies y de mangas largas, había recibido un vaporoso vestido de seda carmesí, de amplio escote y mangas transparentes. Por lo menos, Selsha iba vestida decentemente; la esclava le había traído una pequeña túnica de esclava y un blusón que Mirya logró ajustarlo con un par de estratégicas alforzas y nudos.

Al día siguiente por la tarde, Kamoth se acercó a la celda por segunda vez. Se inclinó sobre los barrotes de la celda y sonrió abiertamente.

—Muy bien, señora Erstenwold, tal vez haya sido un descortesía por mi parte el haberte dicho ayer que alcanzarías un mejor precio en los mercados de Chessenta si aún no hubieses cumplido los veinte —dijo—. Hoy ha aumentado considerablemente tu precio. Tienes un magnífico aspecto; claro que lo tienes. Por lo cual, es una vergüenza dejarte encerrada en una de mis celdas. En el castillo hay un alojamiento mucho mejor para ti.

Mirya se estremeció, pero se mantuvo firme, con los brazos cruzados sobre el pecho. Casi era el único modo en que se sentía decentemente cubierta.

—No quiero causar molestias —respondió—. Tenemos suficientes comodidades aquí, a menos que quieras negociar nuestra liberación.

—Ya te lo he dicho antes, señora Erstenwold: tu dinero y tus propiedades no me sirven de mucho aquí. —La estudió concienzudamente, y sus negros ojos brillaron en la oscuridad a la luz de la antorcha—. Pero quizá podrían hacerse otros arreglos.

Mirya enrojeció y tuvo que respirar hondo para calmarse.

—Estoy segura de que no te faltan mujeres, lord Kamoth. Es difícil que necesites… mi compañía.

Karmoth se encogió de hombros.

—Puede ser que así sea, querida, pero no veo con qué otra cosa puedes negociar. Además, te has vuelto muy modesta. Me gustan las mujeres altas y delgadas, y admiro tu valentía. Es seguro que la admiro.

Mirya estaba a punto de contestar; tenía en mente la idea de pedirle al lord pirata que fuese amable con Selsha, ya que no lo iba a ser con ella, pero se detuvo. Lo último que deseaba en el mundo era recordarle a Kamoth que su hija estaba también en su poder. No podía hacer nada para proteger a Selsha, y eso era todo lo que había. En lugar de eso le dijo:

—Geran Hulmaster me estará buscando. Déjame marchar y no luchará contigo.

El lord pirata respondió con una sonora carcajada. Mirya frunció el ceño, preguntándose qué novedad sabría él que ella ignoraba. Cuando se calló, se pasó una mano por la cara y meneó la cabeza.

—Es muy improbable que Geran Hulmaster haya olvidado su enfrentamiento conmigo a esta altura de los hechos, querida. Pero será bien recibido si viene a buscarte. Pasará mucho tiempo antes de que llegue a combatir ante nuestras murallas. ¡Mucho tiempo, sin lugar a dudas!

—¿Por qué? —preguntó Mirya—. ¿Dónde estamos?

Kamoth se volvió a reír, y dándose la vuelta hacia los guardias que lo flanqueaban, les dijo:

—Haced que bañen a la señora Erstenwold y que esta noche la traigan a mis habitaciones. Y a la niña llevadla a la casa común. Y no hay por qué maltratarla, ya que es una agradable compañía para la señora Erstenwold; de modo que la servidumbre del castillo se hará cargo de la pequeña Selsha. ¿Lo habéis entendido?

—¡No la apartes de mí! —se opuso Mirya, que se aferró a los barrotes de la puerta, pero Kamoth ya se iba—. ¡Por favor! ¡Deja que Selsha se quede conmigo!

El lord pirata se detuvo para mirarla por encima del hombro.

—Bueno, bueno, no me hagas una escena. Detesto las escenas, señora Erstenwold.

Y siguió andando pasillo adelante hasta quedar fuera de la vista. Los guardias lanzaron una lasciva mirada a Mirya y se fueron tras su señor.

Selsha se abrazó a la cintura de Mirya.

—Quiero quedarme contigo, mamá. ¡No quiero estar sola aquí!

Mirya apretó a su hija contra su cuerpo.

—Lo sé, querida, yo también tengo miedo.

Si no había más remedio, tendría que tratar de ser una compañía agradable para Kamoth…, pero sospechaba que Kamoth era el tipo de hombre que se cansaba rápidamente de sus juguetes. Ella le interesaba ahora porque lo miraba de frente y se negaba a demostrar lo aterrorizada que estaba. Eso no duraría mucho tiempo una vez que se hubiera entregado a él. Se desharía de ella muy pronto, y entonces, ¿qué sería de Selsha? No podía dejar sola a su hija en un lugar como ése. Sencillamente no podía.

—Si no hay más remedio… —murmuró.

Selsha la miró.

—¿Qué has dicho?

—Ya no podemos esperar más a Geran. Tenemos que escapar de aquí por nuestros propios medios, y éste es el momento de intentarlo. De lo contrario, los piratas nos separarán y no tendré la valentía de hacerlo.

Selsha asintió.

—¿Cómo podemos escapar?

Mirya sonrió.

—Bueno, he estado pensando y tengo una idea para conseguirlo. Creo que podrías pasar por entre los barrotes si yo te ayudo un poco.

—¿Y que pasará contigo, mamá?

—Necesitaré un poco más de ayuda.

Mirya se arrodilló para acercar más su cara a la de Selsha.

—Cuando estés fuera de la celda, tienes que dirigirte a uno de los almacenes del corredor por el que hemos pasado, buscar un buen trozo de cuerda o una cadena, y traérmelos.

—No creo que pueda… —dijo Selsha en voz muy baja.

—Querida, tienes que poder porque de lo contrario seguiremos en poder de estos hombres malvados para el resto de nuestra vida. —Mirya acarició con su mano la cara de Selsha—. Sé que lo harás. Eres la niña más valiente y más inteligente que he conocido jamás. Ahora veamos si te puedes colar entre los barrotes.

Mirya se puso de pie y examinó atentamente los barrotes de la celda. Los había estudiado cuidadosamente en los dos últimos días; después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer para estar ocupada, además de entretener a Selsha y mantener la calma? Los barrotes eran de hierro y tenían unos tres centímetros de espesor, estaban firmemente anclados en el techo y en el suelo, y reforzados por dos barras horizontales para asegurarlos: una a la mitad de sus muslos, y la otra a la altura de sus hombros.

—Ven aquí y trata de meter la cabeza entre los barrotes —indicó a Selsha—. ¡Con cuidado, ahora!

Selsha se arrodilló y apoyó la cabeza contra los barrotes. La cosa estaría muy ajustada. Mirya observó cuidadosamente cuánto más necesitaría.

—Está bien —respiró hondo—. Selsha, quiero que te desvistas y te quedes sólo con la ropa interior y utilices el cubo del agua y el jabón para enjabonarte de pies a cabeza. Sobre todo, enjabona bien la cabeza y el pelo. Trataré de ensanchar esto un poco.

Apoyó un pie contra un barrote, aferró fuertemente el barrote contrario, respiró hondo varias veces y puso todas sus fuerzas en arquear el barrote, aunque sólo fuera un poquito. Tiró hasta que no pudo más, y de sus labios entreabiertos se escapó un resoplido que puso fin al esfuerzo. Luego cambió de posición e hizo lo mismo con el barrote opuesto, tirando en la otra dirección.

—Estoy lista, mamá —susurró Selsha, que sonrió a Mirya con la cabeza llena de espuma de jabón. La perspectiva de una aventura había levantado el ánimo de las dos mujeres.

Mirya se puso de pie y examinó los barrotes. No había logrado gran cosa, pero tal vez fuera suficiente.

—¿Estás toda enjabonada? Bien. Ahora ven aquí, y probemos a ver si puedes colarte. Empieza por la cabeza; si pasa la cabeza, el resto irá detrás.

Se apartó para dejar sitio a Selsha. La niña se apretó contra los barrotes en el punto en que Mirya había tratado de ensanchar el hueco. Durante largo rato lo intentó en vano, y Mirya se desesperó. Era el único plan capaz de funcionar, y los barrotes eran demasiado gruesos para sus fuerzas. Pero entonces, con un agudo grito, Selsha logró pasarla cabeza del otro lado.

—¡Estoy atascada! —gimió.

—¡No, no lo estás! —la tranquilizó Mirya—. ¡Conseguirás colarte!

Ella la ayudó a girar los hombros y empujó todo lo fuerte que se atrevió. Selsha se volvió a atascar a la altura del pecho, pero Mirya la hizo echar todo el aire que pudo, y en un último esfuerzo Selsha acabó en el suelo del corredor.

—¡Lo he conseguido! —exclamó la niña. Y se puso a bailar.

Mirya, pese a lo desesperado del momento, sonrió al ver a su hija desparramando espuma por el suelo.

—¡Pero ahora tengo jabón en los ojos!

—¡Lo siento Selsha, pero piensa en que ya estás fuera! —respondió Mirya y le pasó su ropa por entre los barrotes—. Aquí tienes. Vístete rápidamente, y luego date prisa. Cuánto más tiempo tardemos, más probabilidades hay de que nos sorprendan. Hay un almacén unos pasos más abajo, en este mismo pasillo. Necesito una cuerda, una cadena, algo de ese tipo. —Esbozó una sonrisa—. O la llave de la celda, si la ves colgada por ahí.

Selsha se metió por la cabeza la humilde túnica de doncella y corrió pasillo adelante. Mirya apretó la cara contra los barrotes, tratando de ver hacia dónde iba. El miedo que sentía por su hija hacía que el corazón golpease fuerte contra su pecho, pero ésa era la mejor oportunidad que se le ocurría. Se había resignado conscientemente a soportar la espera con toda la calma de que era capaz, pero Selsha volvió a toda prisa momentos después en compañía del tintineo de las cadenas.

—¿Qué tal esto, mamá? —dijo, y mostró a Mirya un par de juegos de gruesos grilletes—. ¿Podría funcionar?

Mirya asintió con la cabeza.

—Deberían. Vamos a verlo.

Cogió el primer par de grilletes, cerró los puños alrededor de una de las barras horizontales de la celda, y luego envolvió la cadena en la barra horizontal de más arriba. Se lanzó sobre uno de los camastros, lo volcó de lado y le arrancó una pata. Luego metió el listón de madera en el lazo de la cadena y empezó a retorcerlo. Lentamente, consiguió estirar hacia arriba la barra transversal. Cuando le pareció que había cedido todo lo posible, cambió los grilletes a uno de los barrotes que ya había conseguido arquear y envolvió la cadena alrededor de otro barrote. Repitiendo el esfuerzo anterior, retorció otra vez la cadena y, al fin, logró ampliar la imperceptible brecha que había conseguido antes. Tuvo que poner en ello todas sus fuerzas, y ya había resbalado varias veces y se había despellejado los nudillos contra los barrotes más de una vez. Pero ahora uno de ellos se desplazó varios centímetros.

—¡Lo estás consiguiendo, mamá! —la animó Selsha.

Rápidamente, Mirya pasó la cadena al barrote contrario y otra vez retorció el lazo de la cadena con la pata del camastro. Lo dobló hasta que le pareció suficiente. Coló la cabeza por la abertura y luego un hombro, al que siguió lentamente el resto del cuerpo. Dejaba atrás la celda, pero no sin magulladuras y despellejamientos. Finalmente, se encontró en el corredor; le temblaban los brazos y las piernas a causa de la fatiga.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Selsha.

—Dejar atrás este horrible lugar, y cuanto antes —respondió Mirya.

Con suerte, pasaría una hora o dos antes de que se dieran cuenta de su fuga. La mejor opción sería robar una pequeña barca de los muelles, pero parecía poco probable que pudiera hacerlo justo bajo la atenta mirada de los piratas. Tal vez lo preferible fuera abandonar los alrededores del castillo a toda prisa y permanecer cerca de la costa con la esperanza de encontrarse con mercaderes comprensivos o de poder llegar a un puerto donde pudiera arreglar su pasaje. En cualquier caso, cuanto más tiempo tardara en decidirse, menos probabilidades tendría de que la fuga terminase con éxito. Lo prioritario ahora era salir de las mazmorras del castillo.

—Ven, probemos por aquí —dijo.

Dio la mano a su hija y la condujo por el corredor a la izquierda. No era por donde las habían traído, pero a Mirya no le agradaba la idea de volver por el camino que conducía hasta el muelle en el que estaba atracado el Reina Kraken. Por lo menos, una de las puertas estaba custodiada, los muelles donde habían amarrado el barco serían un hervidero de piratas, y bajo algunas de aquellas pasarelas había monstruos. La mejor opción era buscar otro camino para salir de la fortaleza.

Avanzaron con mucha cautela por el corredor, dejando atrás varias celdas —la mayoría desocupadas— y algunos almacenes. En varias ocasiones, Mirya arrastró rápidamente a Selsha hacia la oscuridad, escondiéndose mientras pasaban algunos piratas de la Luna Negra o sus sirvientes en los cruces de los pasillos. Una vez tuvieron que meterse en un almacén y ocultarse tras unos grandes barriles de carne en salazón cuando una pareja de piratas vino directamente hacia ellas por un corredor. Por el momento, las acompañaba la suerte; los hombres pasaron de largo sin verlas.

Dos o tres salas más allá de la celda que acababan de abandonar, Mirya encontró una pequeña escalera de servicio que conducía hacia una planta superior. Prestó atención por si se oía algún ruido que anunciara la presencia de alguien que las estuviera esperando y, acto seguido, le hizo una señal con la cabeza a Selsha.

—Sube por esa escalera como si fueras un gato —le susurró.

Selsha asintió, y juntas subieron por la escalera.

Pasaron por un piso en el que se veía mucho trasiego para el gusto de Mirya —se podía oír el ruido de la cocina en plena faena y una serie de murmullos de voces que venían de aquella dirección— y decidió subir una planta más. Con la esperanza de que no se tratara de la parte del castillo donde Karmoth esperaba que se la llevaran unas horas más tarde, Mirya condujo a Selsha hasta un pasillo con puertas a ambos lados que conducían a lo que parecían dormitorios comunes o apartamentos privados. Al final del corredor se veía una robusta puerta reforzada con tirantes de hierro; supuso que podría conducir al exterior y decidió arriesgarse a echar una rápida ojeada para ponerse al tanto de su funcionamiento. Mirya abrió la puerta todo lo silenciosamente que pudo y salió a un oscuro terraplén al aire libre.

Dio tres pasos hacia las murallas, y luego se quedó quieta mientras escrutaba el cielo. Era de noche, pero era una noche iluminada por las estrellas. Saltando por el oscuro cielo, una docena o más de pequeñas lunas formaban una escalera celeste de plata y sombras que conducía a Selene, pero en ese lugar la luna llenaba casi la mitad del cielo; era una presencia titánica, que la dejó paralizada y sin palabras unos instantes. El castillo sobre cuyas murallas se hallaba estaba construido encima de una colina escalonada a la orilla de un lago de asombrosas aguas color zafiro, desde la que se contemplaba una enorme masa arbórea o selva de plantas fantásticas en tonos que iban del escarlata al púrpura. En el aire flotaba una bruma plateada, que se aferraba a la ladera de la colina a modo de ondas intangibles que se movían lentamente sin que hubiera brisa alguna que las empujara.

—Por la Madre Negra —musitó—, ¿dónde estamos?

Selsha apretó fuertemente su mano.

—¡Ooooh! —dijo en voz baja—. ¡Mira qué luna, mamá! ¡Y qué estrellas! Estamos en el Mar de la Noche, ¿verdad? ¡No creía que nadie viviera aquí!

—Yo…, yo no sabría decirte.

Mirya sacudió la cabeza y trató de controlar el obnubilante terror que le producían aquellas circunstancias. Era evidente que ya no estaban en Faerun. De hecho, dudaba de que estuvieran en algún lugar del mundo. No podía existir un cielo como ése en Toril. O bien estaban en algún otro plano, o —tal como lo sugería la cercana cara de la blanca Selene— estaban en alguna islita de cualquier luna negra, en medio del Mar de la Noche. Mirya había oído las historias de puertas mágicas y de barcos que navegaban por el cielo, pero nunca les había prestado atención. Hacía mucho que había aprendido a no malgastar su tiempo con tonterías y sueños. Pese a todo, ahí estaban ella y Selsha, al parecer en medio de algún sueño disparatado, y ella no podía imaginarse siquiera cómo podrían volver a ver alguna vez su casita de Hulburg.

Se preguntó si todavía tendrían tiempo de volver a la celda antes de que se notara su falta. ¿A qué otra parte podían ir? Incluso aunque encontraran algún lugar en la selva donde poder esconderse de los piratas y de sus monstruos, no podrían volver a su casa. Y, además, a Mirya no le agradaba la visión del bosque escarlata. Sólo la Señora Oscura sabría el tipo de feroces bestias lunares que podrían estar acechando en las sombras. Tal vez podrían encontrar algún lugar donde esconderse dentro del propio castillo, algún almacén olvidado o una torre fuera de uso donde pudieran evitar a Kamoth, hasta que ella pudiera conocer más cosas acerca de la Luna Negra y de sus secretos.

De pronto, Selsha le apretó la mano.

—¡Mamá! —susurró.

También Mirya lo oyó. Era la aguda voz sibilante de uno de los monstruos arácnidos, y momentos después, la voz de otro. Las criaturas venían hacia ellas. Sin dudarlo un instante, se dio la vuelta y se escurrió hacia la puerta que conducía a las murallas; arrastraba a Selsha fuertemente cogida de la mano. Forcejeó para abrirla. En el vano de la otra puerta se dejaron ver dos neogi, seguidos de un descomunal sirviente monstruo que avanzaba arrastrando los pies.

Los pequeños monstruos chillaron como si fueran teteras que hirvieran a todo vapor.

—¡Vosotros humanos! —gritó uno—. ¡Alto ahí!

Mirya consiguió abrir la puerta y empujó a Selsha al interior. El pasadizo que tenían delante descendía un tramo de escaleras, y seguía. Entonces, ella sintió algo, una torva voluntad que empezaba a atenazar su mente con invisibles garras, pero antes de que pudiera rodearla con su siniestro abrazo, Mirya se escurrió por la puerta y la cerró de un portazo tras de sí. Estaba provista de un pesado perno, y lo encajó en su hueco en el instante mismo en que las garras de un neogi arañaban la puerta. Selsha gimoteaba, pero Mirya cogió su mano con fuerza y ambas volaron escaleras abajo.

Esa parte de la fortaleza estaba alumbrada sólo por una luz muy débil proyectada por pequeñas esferas de cristal llenas de un líquido extraño y lechoso que irradiaba una luz verdosa. Había tenido que buscar a tientas el camino hacia las escaleras, apoyándose en las paredes. Mirya supuso que a los neogi les gustaba aquel camino, y se estremeció. Lo último que deseaba era tropezar en la oscuridad con nuevos horrores arácnidos.

Sacó uno de las pequeñas esferas de la pared, y notó que resultaba fría al tacto.

—Levanta mi vestido —pidió en voz baja a Selsha, y ambas siguieron avanzando por el corredor.

—Sí, mamá —susurró Selsha, y alzó por el dobladillo el fino vestido de Mirya.

Mirya se fue abriendo camino en la oscuridad, hasta que llegaron a un amplio vestíbulo o cuarto de guardia. Cerca había una puerta, y al lado, un par de estrechas troneras abiertas en la piedra. Miró hacia fuera desde una y comprobó que estaba mirando a través de una saetera que protegía una puerta trasera del castillo que daba al exterior. La siniestra selva se extendía hasta la mismísima base del edificio. Entonces, eligió uno de los otros pasillos y avanzó cautelosamente hasta las profundidades de la fortaleza, con la esperanza de poder pasar a través de algo que pudiera resultar ventajoso para ellas, por ejemplo, un buen lugar para esconderse, un esclavo que estuviera dispuesto a ayudarlas, o tal vez provisiones y un arma para que pudieran enfrentarse a la selva que las rodeaba. Llegó a un punto donde se cruzaban varios corredores, y se detuvo para decidir el siguiente paso. Lo último que deseaba era acabar irremediablemente perdida en aquel lugar.

Del corredor que tenía enfrente provenía un ruido de garras chocando con la piedra y el maldito siseo de los neogi hablando en su lengua. Por un instante, se quedó paralizada.

—¡Escóndete! —le susurró a Selsha, empujándola hacia uno de los pasillos.

Mirya fue detrás de su hija, pero se dio cuenta de que la esfera brillante las acabaría delatando. Rápidamente retrocedió hasta el cruce y echó a rodar la luz hacia uno de los otros corredores, y acto seguido aparecieron los neogi. Ella se refugió en la oscuridad de otro corredor y rezó para que las criaturas no la hubieran visto.

Algunos de los monstruos hablaron entre sí, deteniéndose por un instante en el cruce. Luego continuaron su camino, que era justamente el que conducía a la sala que había elegido Selsha para esconderse. Detrás de las pequeñas criaturas arácnidas avanzaba otro de los enormes monstruos con aspecto de simio, y Mirya a punto estuvo de descubrirse por abandonar la zona de sombra antes de tiempo. Esperó un momento a que pasaran las criaturas, y luego se deslizó fuera de su escondite. El corazón parecía salírsele del pecho mientras seguía de cerca a los neogi y a su gigante. Selsha debía de haber corrido pasillo adelante. Mirya rezó porque su hija hubiera tenido la calma suficiente como para buscar un corredor lateral en el que escabullirse, o una pequeña habitación en la que podría haber encontrado un escondite para dejar que los monstruos pasasen de largo. Selsha era una niña pequeña, y sabía esconderse bien…, pero los monstruos del castillo de la luna le inspiraban terror. Lo más probable era que hubiese seguido corriendo cegada por el pánico, en cuyo caso no había forma de saber en qué esquina habría doblado.

Mirya desembocó en una amplia sala abierta y comprobó que habían vuelto a la habitación por la puerta posterior. El grupo de monstruos que seguía dobló una esquina y desapareció por otro de los corredores, y Mirya se aventuró con cautela en la habitación que tenía detrás. Selsha podría haber huido por cualquiera de los corredores que partían de esa sala. Mirya dio vueltas en círculo con la esperanza de encontrar algún indicio del camino que podría haber tomado su hija. Escuchó atentamente unos instantes, pero todo lo que pudo oír fueron los pesados pasos de los neogi que se alejaban. Luego comprobó que la puerta de atrás permanecía abierta un par de palmos.

—¡Oh, no! —exclamó con agitación.

Corrió hacia la puerta y miró hacia afuera.

Sobre el desembarcadero de piedra se veía un zapato de Selsha, en el rellano de una corta escalera que conducía a un diminuto claro a los pies del castillo.

Cerró los ojos, muerta de miedo. Selsha estaba allí fuera, en algún lugar de aquella selva, con sus plantas monstruosas y sus desconocidos peligros.

Así pues, no había elección. Mirya cerró rápidamente la puerta del castillo con la esperanza de que sus perseguidores supusieran que se había perdido en alguno de los corredores. Luego, recogió del zapato de Selsha y echó a correr por el sendero lleno de maleza que conducía a la selva envuelta en nieblas de la luna negra.