VEINTIDÓS

15 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)

Cuando Geran abrió los ojos se encontró con la oscuridad y el agua fría. Le dolían la cabeza, la muñeca izquierda y la rodilla derecha, y al tratar de volverse, sintió una puntada en medio de la espalda que le provocó un suspiro de dolor. Lentamente se incorporó, con cuidado de no forzar otra vez la espalda. Sólo podía distinguir una sombra pálida por encima de la cabeza, con toda probabilidad la sala del palacio en ruinas que había arriba. Al moverse se removieron los escombros que tenía debajo y se hundió más en el agua fría que aparentemente había inundado a medias el sótano. No era profunda, algo así como un palmo, pero había tenido suerte de no acabar con la cara en el agua después de golpearse la cabeza. Se podría haber ahogado.

—He tenido días mejores —se dijo.

Su humor negro le provocó un gesto despectivo y lo pagó caro cuando notó de nuevo el dolor en la espalda. Hizo una mueca y echó un vistazo a la habitación ruinosa. Una vez más se preguntó dónde se encontraba y qué estaba haciendo allí.

—Sulasspryn —dijo en voz alta—. Estoy en Sulasspryn.

El Dragón Marino estaba anclado en la bahía. Hamil, Sarth y una veintena de soldados estaban por ahí, junto al barco pirata, el Tiburón de la Luna, o al menos ahí estaban la última vez que los había visto. A juzgar por la luz de la habitación de arriba, se había hecho de noche. Eso significaba que había estado inconsciente cinco o seis horas, o tal vez mucho más. Con cuidado, alzó la mano para tantearse la cabeza y encontró un gran chichón y algo de sangre seca en el lado derecho de la frente. Pensándolo bien, ése se estaba configurando como uno de los peores días que había tenido en mucho tiempo.

Se incorporó lentamente, se apartó del agua fría y se sentó sobre un montón de escombros. Todavía no podía ver mucho de lo que tenía alrededor, pero decidió que aún no era conveniente encender una luz. De haber habido allí algo de lo que debiera preocuparse, ya habría tenido horas para hacer con él lo que se le hubiese antojado mientras estaba inconsciente. En lugar de eso trató de unir todos los cabos sueltos para ver cuál era su situación. Seguramente que Hamil y Sarth, sabían que había desaparecido…, eso si él o alguno de los demás habían sobrevivido al ataque de la playa. Era evidente que todavía no lo habían encontrado. O bien nadie había estado en condiciones de buscarlo, o bien no tenían la menor idea de dónde estaba. Ambas posibilidades significaban que dependía de él encontrar el camino de regreso para reunirse con el resto del grupo que había bajado a tierra, o para llegar al Dragón Marino, si el equipo ya no estaba en la costa.

—O a Hulburg, en el caso de que el Dragón Marino se haya hecho a la mar —dijo para sus adentros. No le hizo nada feliz la idea de caminar cincuenta kilómetros para volver a casa.

Miró a su alrededor, buscando la bolsa con la brújula estelar. No estaba por allí. Hizo un gesto de contrariedad y se puso de rodillas para tantear en el agua del sótano, tratando de no hacer caso de los dolores que le producían sus heridas. La brújula era el único motivo por el que había ido a esas malditas ruinas, ya no podía marcharse sin ella, o no tendría la menor esperanza de rescatar a Mirya y a su hija de manos de Kamoth y Sergen. Varios minutos anduvo buscando en el agua hasta que recordó que había perdido la bolsa durante su lucha en el aire con la gárgola que había intentado llevárselo. La brújula estaba en algún lugar ahí fuera, tirada en la zona donde la había dejado caer, a menos que alguien o algo la hubiera recogido.

Maldijo su suerte. Se puso de pie y dio un puntapié en el aire, lo que le valió otro dolor agudo en la rodilla. Lo primero que tenía que hacer era encontrar la brújula. Como fuera, con gárgolas o sin ellas.

Antes que nada debía escapar de ese sótano. Ahora necesitaba una luz. Buscó y encontró una piedra pequeña en el montón de escombros que había donde cedió el suelo de arriba, y murmuró las palabras élficas de un conjuro de luz sobre la piedra. Un resplandor blanco azulado se desprendió de la superficie; Geran cerró la mano sobre ella para que sólo saliera un poco de luz amortiguada por entre los dedos. Después de todo, no quería revelar su paradero a nadie por allí. Gracias a la luz tenue de la piedra, estudió la cámara subterránea en la que había caído. Era una sala grande, con una docena o más de gruesas columnas, el techo estaba a unos seis metros de altura. Un antiguo derrumbe había estropeado el extremo de la sala, dejando una pared de escombros. ¿Habría sido algún tipo de templo? ¿O tal vez una sala de trofeos o un salón de banquetes? Resultaba extraño que alguna de esas cosas se situaran en un sótano, pero existía la posibilidad de que la antigua catástrofe que había destruido Sulasspryn hubiera ocasionado allí algún tipo de temblor.

La única escalera que pudo ver estaba cegada por los escombros, de modo que Geran alzó su luz y estudió el agujero del techo por el que había caído. Sin duda, no podía subir por allí —tenía rota la muñeca y una rodilla herida—, pero no era necesario que trepara. Escogió un punto de la sala de arriba, se concentró y pronunció una sola palabra arcana:

¡Seiroch!

El conjuro de teletransportación lo hizo pasar por un instante de helada negrura y, a continuación, se encontró en la habitación de arriba. Perdió pie, se tambaleó y cayó, forzando otra vez la rodilla. Desde abajo no había podido ver exactamente el lugar donde aparecería, y había elegido un punto que estaba lleno de restos de mobiliario. Afuera se oía el repiqueteo de la lluvia, y docenas de goteras en el techo del viejo palacio o templo permitían que el agua cayera a cántaros en el interior. Se dio cuenta de que ése debía de ser el origen del agua que inundaba el sótano. Se apresuró a cubrir otra vez la luz, dejando sólo el pequeño resplandor que asomaba entre sus dedos mientras se ponía de pie y avanzaba cojeando hasta la puerta para mirar a ambos lados de la calle.

Parecía abandonada, pero no había manera de estar seguro; la noche era negra y la lluvia fría caía en sábanas sobre el viejo empedrado y sobre las tejas rotas. Además, el viento soplaba en ráfagas cortas y removía las copas de los árboles y la hierba que crecía entre las antiguas paredes. Podría haber toda una bandada de gárgolas a treinta metros de él y no se habría enterado. Decidió arriesgarse a tener un poco más de luz, y liberó un poco más de la iluminación que irradiaba la piedra. En sus tiempos, Sulasspryn había sido muy parecida a la vieja Hulburg, una pequeña ciudad levantada en torno a un buen puerto en la costa norte del Mar de la Luna. La mayor parte de los viejos edificios estaban hechos de piedra de calidad, con tejados de pizarra y anchas avenidas de losas. Sin embargo, a diferencia de Hulburg, jamás había sido reconstruida después de su caída; nadie vino para limpiar de escombros las calles ni a aprovechar las piedras de los viejos edificios ni a construir encima de sus ruinas. «Si los Hulmaster no se hubieran vuelto a instalar en Hulburg, éste sería el aspecto que tendría ahora», pensó Geran.

Cojeando cruzó la calle hasta el lugar donde la gárgola lo había soltado, y encontró el cedro que había frenado su caída. Estuvo un buen rato rebuscando debajo del árbol, aterido de frío y humedad, y no encontró nada. Dejó salir un poco más de luz y examinó las ramas, preguntándose si la bolsa habría quedado enredada más arriba, pero tampoco estaba allí.

—Piensa, Geran —gruñó—. ¿Dónde la dejaste caer?

Trató de recordar los últimos momentos vertiginosos de la lucha junto a la playa. La gárgola lo había apresado entre sus garras, luchando por llevárselo volando. Recordó cómo pasaban bajo sus pies los promontorios que dominaban el puerto, en un torbellino agitado, y entonces los primeros edificios del borde. Recordó haber mirado hacia abajo y haber visto caer la bolsa hacia las ruinas. La gárgola volaba tierra adentro, hacia la ruinosa ciudadela del centro de la ciudad, llevándoselo a él. Si tenía que adivinar, la bolsa estaba en algún lugar entre el borde del promontorio y el sitio donde él había caído, probablemente a no más de cien metros de donde estaba ahora.

Cerrando los ojos, musitó las palabras de un encantamiento menor para revelar la presencia de magia en las inmediaciones. No sintió nada, pero eso no lo sorprendió. Tendría que haber estado al lado de la brújula estelar para detectarla de esa manera. Por desgracia, no tenía ningún otro método para localizar la brújula como no fuera andar de un lado para otro en medio de la lluvia y la oscuridad con la esperanza de toparse con ella. Sería más sensato desandar, lo mejor que pudiera, el camino que había hecho la gárgola por encima de las ruinas, parándose a menudo para repetir la adivinación. Pero aun así sería casi imposible porque no estaba seguro de la ruta que había seguido antes. Tendría que encontrar caminos que lo llevaran de vuelta por donde quería ir sin alejarlo demasiado del trayecto recorrido por la gárgola.

—¿O sería más prudente quedarse aquí y esperar a una partida de rescate? —se preguntó.

No tenía la menor idea de si el Dragón Marino estaría todavía en el puerto de Sulasspryn o no. No creía que se hubieran marchado sin él, pero si los monstruos los habían hecho huir, Hamil y Sarth no habrían tenido más opción que escapar también. Después de todo, habían visto cómo se lo llevaba la gárgola y podían muy bien suponer que estaba muerto. Geran suspiró. Existían demasiadas probabilidades de que hubiera quedado abandonado en Sulasspryn, solo y herido, en cuyo caso cuanto antes recuperase la brújula y saliera de las ruinas, tanto mejor. Se puso en marcha cautelosamente en la dirección que consideró más probable que lo llevara al lugar donde creía haber dejado caer la brújula.

Pasó una hora espantosa abriéndose camino por las calles, avanzando con lentitud hacia donde estaba el puerto. Se metió en callejones sin salida, trepó penosamente por las ruinas de antiguos edificios y volvió atrás docenas de veces para intentar mantenerse lo más cerca posible del camino que suponía más directo hacia el puerto. Cada cincuenta pasos más o menos hacía una pausa para repetir el encantamiento, esperando algún débil resplandor en la oscuridad. Varias veces oyó cosas que se movían en las ruinas que lo rodeaban: el sonido áspero del escombro que cambiaba de lugar, graznidos distantes que el eco de las piedras repetía y, en un momento dado, un súbito batir de pesadas alas de murciélago encima de su cabeza. En este último caso, se quedó paralizado donde estaba, sin atreverse a moverse ni a hacer el menor ruido hasta que estuvo seguro de que la criatura se había marchado. Pero incluso después de que hubo cesado el batir de alas, no pudo sacarse de encima la sensación de que había algo cerca, algo que había captado su rastro y acechaba pacientemente entre la lluvia y la oscuridad. Los helados zarcillos del miedo empezaron a aferrarse a su columna vertebral y apuró el paso todo lo que pudo.

Dio la vuelta a una esquina y salió a un pequeño callejón lleno de escombros —probablemente había sido parte del distrito de los artesanos en los buenos tiempos de Sulasspryn—, y se pegó a una entrada esforzándose por ver y oír cualquier movimiento en la noche. Había algo en la oscuridad, estaba seguro, y no quería toparse con ello. Esperó un rato, observando el camino por el que había venido, pero no notó nada fuera del brillo de los charcos en la calle y las sombras desiguales de los tejados de la ciudad. Una vez más pronunció las palabras de su conjuro de detección, forzando sus sentidos para tratar de captar la peculiar impresión psíquica de magia en las inmediaciones…, y esa vez percibió una respuesta clara, una débil vibración, como si estuvieran tañendo la cuerda de un arpa en una habitación cercana. Se volvió y miró, tratando de determinar con exactitud de dónde provenía la sensación del encantamiento. Decidió que era un poco más adelante por el callejón y ligeramente hacia un lado, tal vez en una de las viejas casas que había en esa calle o un poco por detrás de ellas. El aire se hizo más frío, y Geran echó la cabeza hacia atrás, temeroso de que alguien lo hubiera visto. Se dijo que era mejor moverse cuando a uno no lo veían. Rápidamente corrió callejón abajo, avanzando hacia el lugar de donde le había llegado la trémula impresión del encantamiento. Todavía flotaba en el límite de su conciencia y fue avanzando, resbalando y tropezando entre las ruinas. A su izquierda había un portal. Lo atravesó con cuidado, con una mano en la empuñadura de la espada y sosteniendo con la otra la piedra luminosa.

El tejado de esa pequeña casa se había venido abajo hacía tiempo y era ahora un montón de escombros cubiertos por la vegetación en el centro del piso. La lluvia caía desde el cielo sin obstáculo alguno, y allí, medio escondida entre la maleza por una pared, relucía suavemente la bolsa de cuero. Geran atravesó la habitación y la recogió. Parecía llena, pero para asegurarse la abrió y buscó en el interior. Al fin y al cabo, la caída podría haber dañado la bola… Pero sus dedos tocaron el cristal terso, intacto. Sacó la brújula estelar y la examinó rápidamente. En la oscuridad, los diminutos puntos de luz blanca que contenía parecían relucir débilmente. Dio un suspiro de alivio y volvió a poner el artilugio mágico en la bolsa.

Ahora que tenía la brújula en su poder, podía abandonar la ciudad por el camino más directo. Volvió rápidamente al callejón y giró a la izquierda, esperando que la siguiente calle ancha lo llevara a los promontorios que dominaban el puerto. Si no recordaba mal, había unas viejas escaleras que bajaban zigzagueando desde el final de las calles hasta la arena.

Algo esperaba por él en la calle.

Se quedó inmóvil, con un pie levantado, al salir del callejón, consciente de una presencia, varias presencias, reunidas en las sombras allí fuera. Una vez más el corazón se le llenó de un miedo helado, dejándolo sin voz. Esa vez oyó a la criatura, un sonido gorgoteante que susurraba en la sombra, y de pronto el sonido tomó forma y se transformó en palabras.

—Geran Hulmaster —musitó—. Geran Hulmaster.

Geran retrocedió varios pasos, hasta que sintió otra presencia a sus espaldas. Sacó la espada y giró en redondo, tratando de amenazar a todas las cosas que lo rodeaban con su mortífera punta. No tenía el menor interés en mirar a las criaturas que se abalanzaban sobre él…, pero necesitaba luz para luchar. Abrió la mano y levantó la piedra con el conjuro luminoso. El resplandor blancoazulado alumbró la calle en sombras y dejó ver las cornisas y las fachadas cuarteadas de las ruinas que tenía a su alrededor.

Tenía ante sí, agazapado, al enano Murkelmor. Al principio, Geran pensó que llevaba una especie de capa andrajosa, pero luego se dio cuenta de que el pecho y los hombros del enano habían sido desollados. Murkelmor alzó la vista para sostener su mirada horrorizada, y Geran vio que también le faltaba la mitad de la cara. Sus ojos no tenían pupilas y eran blancos y sin vida, y le habían crecido los colmillos, que ahora eran largos y afilados. Tenía la cabeza cubierta de sangre negra y reseca, como si fueran pinceladas aplicadas sin el menor cuidado. En la calle, detrás de Murkelmor, había otros hombres de la tripulación del Tiburón de la Luna, y también los había en los portales.

Todos miraban a Geran. Todos estaban muertos, con la carne desgarrada y pálida, y los ojos sin vida.

—¡Apartaos de mí! —gritó Geran.

Se había enfrentado otras veces a espectros y a muertos vivientes, pero nunca a uno que hubiera conocido cuando estaba vivo. Era una experiencia particularmente aterradora. Murkelmor mostró los colmillos y avanzó unos pasos; otros se acercaron a Geran por la espalda, estirando unas manos cuyas uñas manchadas de sangre se habían transformado en unas garras mugrientas.

—Geran Hulmaster, tú nos mataste —dijo Murkelmor con voz áspera—. Tú nos traicionaste, tú nos condujiste hacia aquí, y aquí hemos muerto. Tienes con nosotros una gran deuda.

Geran se estremeció ante la idea de que pudiera deberle algo a la tripulación del Tiburón de la Luna. A pesar de todo, trató de responder.

—Ibais a saquear Hulburg, a asesinar a sus defensores, a tomar a los niños y las mujeres como esclavos —dijo a esa cosa espantosa en que se había convertido Murkelmor—. Tenía el deber de combatiros. No tenía la menor intención de que vinierais a Sulasspryn, Murkelmor, y siento mucho que el Tiburón de la Luna haya acabado aquí de esta manera, pero no fue culpa mía que eligierais la vía que elegisteis.

A sus espaldas, una forma alta salió tambaleándose de entre las sombras. Geran apuntó a la nueva amenaza con su espada y se encontró delante de Skamang. El corpulento norteño había sido eviscerado, y su cara estragada era una máscara sanguinolenta. Skamang le mostró los colmillos y le habló con voz siseante.

—¡Mira lo que nos has hecho! Debes morir como compensación. ¡Tienes una gran deuda con nosotros, Geran Hulmaster!

Los tripulantes que tenía detrás se acercaron más. Geran trató de mantenerlos a raya con la espada, esperando evitar que los piratas muertos lo atacaran. No estaba en condiciones de combatir, y dudaba mucho de poder superarlos a todos. Además, había algo que no casaba en todo eso. Por lo que sabía, no había manera de que ninguno de ellos —ni sus versiones no muertas— conocieran su verdadera identidad. A lo mejor era que los muertos veían esas cosas con más facilidad que los vivos, o tal vez había algo más en esa reunión en las sombras de Sulasspryn.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —exigió.

El enano gruñó airado y mostró los largos y afilados dientes. Por un momento estuvo balanceándose adelante y atrás, como si no quisiera responder, pero entonces, de su pecho destrozado, salió un suspiro gorgoteante.

—Nos han dado un mensaje para ti —dijo.

—¿Un mensaje? ¿Qué mensaje? ¿De quién?

—El rey Esperus te manda recuerdos, Geran Hulmaster —dijo Skamang desde detrás de él—. Nos mandó decirte que el destino de Hulburg y de la familia Hulmaster depende ahora de lo que tú elijas. Si sigues el rumbo que tenías previsto, los enemigos del harmach se harán con Hulburg. Vuelve a casa y podrás impedir por ahora la derrota del harmach… Pero Grigor será el último de los Hulmaster que gobernará y sus enemigos reducirán a escombros la ciudad antes de que él muera.

Geran se estremeció. Había tenido una vez un encuentro con Esperus, en un túmulo de los Altos Páramos, a unos cuantos kilómetros de Hulburg. El poderoso rey lich era el señor de los muertos vivientes en esas tierras, y había reconocido a Geran como un Hulmaster. No sabía por qué el Rey de Cobre habría decidido comunicarse con él a través de los muertos del Tiburón de la Luna…, y por otra parte, no le gustaba el mensaje.

—¿Qué enemigos? —le preguntó a Skamang—. ¿Qué peligro que se cierne sobre Hulburg puedo evitar?

—Un adversario al que has olvidado amenaza el trono del harmach —dijo Murkelmor—, pero si defiendes Hulburg, se escapa la Luna Negra. Las dos a las que buscas se perderán para siempre, y a la larga la Luna Negra será tu ruina. Si persigues al capitán supremo, puedes salvar a las dos a las que buscas, pero Hulburg está condenado a caer bajo el poder de tu enemigo. En cambio, sufrirán otros que te son queridos.

Geran hizo un gesto de perplejidad ante el enigma del lich. ¿Cómo era posible que la derrota de los enemigos redundara en la caída de Hulburg? ¿Y quién era el enemigo olvidado? ¿Los vaasanos que habían ayudado a los Cráneos Sangrientos en su guerra? ¿Alguna otra tribu de Thar? Tenía la impresión de que la derrota de sus enemigos y la protección de la ciudad iban juntas, y sin embargo Esperus decía lo contrario. E incluso en el caso de que Esperus dijera la verdad, ¿qué decisión estaba tratando de hacerle tomar el lich? A fin de darse un momento para pensar, miró a Murkelmor.

—¿Fue Esperus el que os convirtió en lo que sois? —preguntó.

—Hay otros poderes además del rey Esperus en Sulasspryn —respondió el enano—, pero nadie vuelve de la tumba dentro de los límites de este antiguo reino sin que él lo sepa.

—¿Y por qué quiere Esperus que yo conozca este destino?

Skamang rió por lo bajo detrás de él, era un sonido horrible.

—El rey Esperus no tiene más palabras para ti, Geran Hulmaster. Y ahora que te hemos entregado su mensaje, ya no tiene ningún ascendiente sobre nosotros. Podemos hacer contigo lo que queramos. —Dio un salto adelante, tratando de alcanzarlo con sus garras.

¡Reith arroch! —gritó Geran, formulando así un conjuro de la espada.

De inmediato, su espada elfa destelló con una brillante luz blanca, proyectando sombras contra el fondo de la noche. Los espectros en que se habían transformado los tripulantes del Tiburón de la Luna se encogieron ante aquella luz que hería su carne no muerta. Geran dio medio paso hacia Skamang y golpeó al norteño muerto en la cara antes de que pudiera recuperarse. Skamang dio un grito y se desplomó, cegado por la luz hiriente.

Geran hizo un giro feroz, manteniendo a raya a la tripulación muerta. Entonces, recurrió a su conjuro de teletransportación, escogiendo un lugar al otro lado de la pared que estaba a punto de derrumbarse de un gran edificio. Apareció en medio de la maleza enmarañada, resbaló y por fin se puso de pie. Tras envainar la espada y cerrar la mano sobre la piedra luminosa, avanzó a trompicones por las ruinas lo más rápido que pudo, con la esperanza de haber conseguido la ventaja que necesitaba para escapar de la vengativa tripulación. Los podía oír caminando entre los escombros y protestando a causa de su frustración.

Geran apuró más el paso, agachándose para pasar por los portales en ruinas y trepando por paredes derruidas, hasta que dejó de oír a sus ex camaradas no muertos detrás de sí. Entonces, aminoró la marcha y empezó a moverse con más cautela hasta encontrarse en una calle que llevaba colina abajo, hasta el puerto, supuso. Fue bajando por una zona de densa vegetación, abriéndose camino entre matas espinosas, hasta que por fin se encontró en la costa. No podía ver si el Dragón Marino estaba todavía en el puerto, pero el casco vapuleado del Tiburón de la Luna seguía crujiendo a merced de las ráfagas de viento no muy lejos de allí.

—Espero que Hamil y los demás estén todavía por aquí —musitó.

Se descolgó la bolsa que llevaba al hombro, sacó la brújula estelar, se la puso debajo de la camisa y colocó la pequeña piedra luminosa en la bolsa. Se dirigió a continuación a la orilla y sostuvo la bolsa abierta, enfocándola hacia el puerto. La bolsa de cuero hacía de pantalla, impidiendo que desde las ruinas se pudiera ver el brillante resplandor, pero permitiendo que sí pudiese distinguirlo cualquiera que estuviera en el mar.

Quizá habían tenido que alejarse. Había visto numerosas gárgolas volando para atacar el barco mientras el grupo que había bajado a tierra combatía a los monstruos en la playa. En realidad, existía la posibilidad de que la tripulación del Dragón Marino hubiera corrido la misma suerte que la del barco pirata, es decir que no hubiera quedado nadie vivo. Pero entonces vio brillar débilmente una luz amarilla a lo lejos, en el agua; le hacía señas: dos breves parpadeos.

Geran se agachó en la playa rocosa y se refugió bajo su capote empapado. No dejaba de vigilar los oscuros promontorios que tenía detrás, siempre pendiente de oír el batir de alas de una gárgola o una súbita carrera de sus antiguos compañeros de tripulación desde las sombras. Media hora después, oyó el tintineo amortiguado de los escálamos y el suave golpeteo de los remos en el agua.

—Geran ¿eres tú? —preguntó Hamil en un susurro.

—¡Aquí estoy, Hamil! —dijo Geran.

Se puso de pie de un salto y cojeando fue al encuentro del bote del Dragón Marino. Diez guardias del Escudo pararon los remos; Hamil se puso de pie en la proa con una flecha en el arco mientras Sarth miraba nerviosamente al cielo desde la popa.

El halfling saltó del bote y chapoteando llegó a la playa.

—¿Dónde has estado? ¿Qué ha pasado? ¿Estás herido?

—La maldición que reina sobre estas ruinas interfiere mis adivinaciones —añadió Sarth—. La verdad, temíamos que estuvieras muerto.

—¿Si estoy herido? Sí, pero nada fatal. En cuanto al resto, os lo contaré todo en el camino de regreso al barco. —Geran no pudo reprimir un estremecimiento—. He encontrado al resto de la tripulación del Tiburón de la Luna. Están todos muertos…, pero todavía no descansan. Los tiene el Rey de Cobre.

—¿Esperus? —Hamil meneó la cabeza con expresión ceñuda—. No le desearía a nadie ese destino, ni siquiera a Skamang. Has tenido suerte de que no te hayamos dejado aquí con ellos; teníamos intención de zarpar en cuanto amaneciera.

Geran echó otra mirada a las ruinas de Sulasspryn y se estremeció.

—Cuanto antes nos alejemos de este maldito lugar, mejor.

Él y Hamil empujaron el bote hasta el agua, subieron y todos partieron a través de la lluviosa noche hacia el barco que los aguardaba.