14 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)
El olor a humo todavía se cernía sobre Hulburg a pesar de varios días de lluvia intermitente. Rhovann creía que era muy preferible al olor habitual de la ciudad. Nunca le habían gustado las ciudades de los humanos, tan atestadas, llenas de humo de las cocinas y de las fraguas, de basura y de mugrientas muchedumbres. En sus momentos de más sinceridad, podía llegar a admitir que el aire frío y húmedo de Hulburg en otoño era mucho más tolerable que, por ejemplo, el de Mulmaster o Hillsfar en medio del verano, pero pocas veces estaba dispuesto a otorgar a Hulburg el beneficio de la duda.
«Es una pena que la Luna Negra no haya puesto el lugar más patas arriba», pensó mientras contemplaba la calle desde el interior de su carruaje. Rhovann sabía que iba contra los intereses de su aliado, Sergen, destruir del todo la ciudad; pero a sus ojos no habría hecho demasiado daño quemar unas cuantas manzanas. Después de todo, cada herida que infligiese a Hulburg era un acto de justicia contra Geran Hulmaster. Los males que él había sufrido por culpa de Geran eran muchos e importantes, y podría llevarle toda una vida retribuírselos adecuadamente.
En el asiento de enfrente a Rhovann, Maroth Marstel frunció el entrecejo al pasar por otro edificio destruido por el fuego, uno que había sobrevivido al ataque de la Luna Negra para resultar derruido dos días más tarde por un incendio provocado durante los disturbios.
—Deberíamos reunir a unos cuantos mercenarios y hacer una limpieza en las Escorias —murmuró el viejo lord—; expulsar de Hulburg a esos Puños Cenicientos, esos criminales venidos de fuera, antes de que lo echen todo a perder. Es lo primero que haré cuando sea harmach, acuérdate bien.
—Todo a su debido tiempo, mi señor —dijo Rhovann—. Antes tenemos que convencer a Grigor Hulmaster de que deje su puesto, u obligarlo si no conseguimos hacerle ver las razones para ello. Después de todo, no es el hombre adecuado para los tiempos que corren.
—No es el hombre adecuado para los tiempos que corren —dijo Marstel en voz baja. La idea no era suya, pero estaba tan dominado por Rhovann que probablemente creía que sí lo era.
—No vuelvas a hablar otra vez de ser harmach. Es un secreto entre nosotros dos.
—Un secreto… —sonrió Marstel, y una chispa de astucia iluminó su mirada.
Rhovann frunció el entrecejo. Maroth Marstel no era un hombre joven, y entre lo mucho que bebía y cierta falta natural de luces, era muy probable que ya hubiera iniciado el largo y confuso camino que afligía a algunos humanos cuando se hacían viejos. Rhovann llevaba meses aplicando con Marstel conjuros de compulsión y control sin tener en cuenta para nada la cordura innata del hombre. Se dio cuenta, consternado, de que no sabía exactamente cómo podría afectar a su magia el avance inexorable del hombre hacia la senectud, una característica indeseable más de la especie humana que contribuía a su frustración y fastidio personal. Tal vez sería prudente mantener a Marstel alejado el mayor tiempo posible de los demás y hacer ver a todos que el mago de su Casa, Lastannor, era un subordinado competente, sumamente leal y de confianza, que se encargaba de la mayoría de los negocios de Marstel para que su señor no tuviera que ocuparse de detalles innecesarios.
Se recordó que en diez o veinte días más, eso pasaría a ser una preocupación de Sergen, no suya. Después de todo, le daba lo mismo lo que fuera de Hulburg en cuanto hubiera acabado de ocuparse de Geran. Que Sergen consiguiera poner a un títere en el trono —tal como se hacía en ese nada refinado rincón del mundo— o perdiera el control de la ciudad al ponerse en evidencia el deplorable estado mental de Marstel no le importaba lo más mínimo. No obstante, y por si acaso, Rhovann dijo entre dientes las palabras de su encantamiento de dominación y borró el infantilismo de la expresión de Marstel.
El carruaje entró en el patio del castillo del harmach y aparecieron unos lacayos para ayudar a Marstel a bajar del coche. A juzgar por los otros carruajes que había en el patio, Rhovann dedujo que llegaban los últimos. Dejó que Marstel entrara delante en el gran salón del castillo y se limitó a seguirlo un paso por detrás. Los demás miembros del Consejo del Harmach aguardaban junto a la mesa, conversando los unos con los otros o repasando sus notas. Sentados en la fila de detrás del lugar reservado para Marstel como cabeza del Consejo Mercantil, esperaban también los jefes de las demás grandes compañías mercantiles de Hulburg: Sokol, Jannarsk, la Doble Luna y el Anillo de Hierro.
—¡Lord Marstel! ¡El mago mayor Lastannor! —anunció el guardia situado junto a la puerta.
El murmullo de las conversaciones se extinguió mientras los diversos funcionarios ocupaban sus sitios. Rhovann y Marstel tuvieron que ponerse de pie tan pronto como se hubieron sentado por la llegada del harmach Grigor. Lo hicieron lentamente, y el mago estudió al gobernante de Hulburg mientras bajaba la escalera que llevaba al gran salón. Se lo veía pálido y cansado, y al sentarse dejó escapar un sonoro suspiro. Los consejeros y asesores reunidos y sus asistentes también se sentaron.
Deren Ilkur, el recaudador de los Derechos, golpeó la mesa con su martillo.
—Queda reunido el Consejo del Harmach —dijo—. Con vuestro permiso, damas y caballeros, dejaremos en suspenso la agenda normal y pasaremos a tratar directamente los asuntos urgentes del día: los desmanes y disturbios de las Escorias y demás vecindarios pobres de la ciudad.
Nadie hizo la menor objeción. Entonces, Burkel Tresterfin carraspeó y habló:
—Supongo que empezaré yo —dijo—. Otros dos edificios fueron incendiados anoche. A este paso, de Hulburg sólo quedarán cenizas. ¿Qué podemos hacer para restablecer el orden? ¿Puede hacer algo la Guardia del Escudo?
—La Guardia del Escudo está al límite de sus posibilidades —dijo Kara. Desde hacía días tenía una expresión de honda preocupación—. Hemos soportado lo peor del ataque de la Luna Negra, y muchos de los soldados del harmach resultaron gravemente heridos durante la defensa de la ciudad. Lo último que esperábamos tras el ataque pirata era una revuelta a gran escala de los trabajadores de fuera que se han asentado aquí en los últimos años. He retirado de los puestos de vigilancia a todos los soldados que me pareció prudente, pero hasta que vuelva el Dragón Marino con los soldados de Geran, no podemos hacer más que patrullar las principales calles de la ciudad y tratar de mantener a los revoltosos en los vecindarios al este del Winterspear.
—¿Hay alguna noticia del Dragón Marino y de la persecución de lord Geran de los barcos de la Luna Negra que huyeron? —preguntó Theron Nimstar.
Kara negó con la cabeza.
—No he oído nada, supremo magistrado. Puede ser que todavía pasen muchos días sin tener noticias.
Rhovann se decidió a aprovechar la entrada que sin querer le había dado Nimstar.
—¿De modo que el plan de harmach para sofocar las revueltas es esperar el regreso del Dragón Marino que podría tardar días, semanas o no regresar nunca? —le preguntó a Kara—. Tú llevas días tratando de resolver esto, y es peor cada noche. Creo que son necesarias medidas más drásticas.
—Entonces, necesito más soldados. —Kara miró directamente a Marstel y a los jefes de las Casas del Consejo Mercantil que estaban detrás de él—. Vuestras compañías emplean a cientos de mercenarios. Hasta el momento no habéis hecho más que proteger vuestros propios almacenes y locales. Poned a todos esos hombres bajo el mando del harmach durante algunos días y conseguirá controlar a los Puños Cenicientos y al resto de las bandas foráneas. Eso no pondrá fin a sus reivindicaciones a largo plazo, por supuesto, pero debería bastar al menos para restablecer la calma en la ciudad.
Marstel se removió en su asiento. Rhovann elaboró cuidadosamente la respuesta que quería y la puso en los labios del viejo lord.
—No —dijo Marstel con toda claridad—. No pondremos a nuestros guardias al mando del harmach. Ha llegado el momento de que el Consejo Mercantil tome medidas directas para poner fin a este caos.
—¿Medidas directas, lord Marstel? —inquirió Kara con cierta desconfianza en la voz. Rhovann realmente no podía culparla por ella. Las atrevidas ideas de Marstel a menudo eran absolutamente pomposas y descabelladas.
—El Consejo Mercantil tiene claro que la Torre ya no tiene capacidad para responder a este reto —respondió Marstel—. Por lo tanto, el Consejo Mercantil ha resuelto asumir la responsabilidad del gobierno, el orden y la seguridad de Hulburg. Tenemos una lista de exigencias específicas que deben atenderse de inmediato.
Algunos de los miembros del Consejo se disponían a protestar, pero Rhovann hizo que Marstel siguiera adelante. El anciano se puso de pie y alzó la voz para acallar a todos los de la mesa.
—Primero, se debe acabar inmediatamente con la milicia ilegal conocida como los Escudos de la Luna. Si decimos que una banda de rufianes, vigilantes y forajidos debe ser ilegalizada, lo mismo debe hacerse con todas las demás. Puesto que la Hermandad de la Lanza no es más que una endeble justificación para que los Escudos de la Luna se reúnan y organicen, la Hermandad de la Lanza debe ser desarmada y dispersada también. ¡No podemos aceptar que las llamadas milicias se encarguen de aplicar la ley!
»Segundo, debe anularse la apresurada prohibición de que el Consejo Mercantil tenga una Guardia propia. El harmach se niega a salvaguardar nuestra propiedad y nuestros derechos en sus dominios. Muy bien, nosotros tenemos intención de hacernos cargo de la protección de nuestras importantes inversiones en Hulburg.
»Tercero, puesto que en el Consejo Mercantil nos vemos obligados a velar por nuestra propia seguridad, para lo cual debemos realizar un gasto considerable, renunciamos a todas las concesiones y licencias que nos vinculan con la Torre. ¿Por qué tendríamos que pagar al harmach unos derechos ruinosos sin más beneficio que hacer negocios en Hulburg? —Marstel miró con ferocidad a Grigor Hulmaster, sentado en un estrado a la cabeza de la mesa—. Si el harmach no puede proteger nuestros intereses en Hulburg, debemos hacerlo nosotros mismos.
En la cámara reinó un silencio sepulcral cuando Marstel acabó. Rhovann disimulaba una sonrisita detrás de la ridícula barba que llevaba en su apariencia de mago turmishano. Kara Hulmaster estaba tan enfadada que sus ojos realmente relucían con la magia corrompida que daba a sus iris un color azul intenso. Los guardias del Escudo que montaban guardia en el lugar apretaron los labios y miraron con odio a Marstel, conscientes del tremendo insulto que ese viejo bufón había hecho a su señor.
—¡Esto es imposible! —soltó Wulreth Keltor. El viejo guardián de la Llaves se estremeció de ira—. ¡Todos recordamos cómo gestionaba sus asuntos la mencionada Guardia del Consejo! ¡Y no es posible renegociar las concesiones!
—Se me escapa cómo el desarme de los ciudadanos de Hulburg que respetan la ley y la instauración de medidas para enriquecer a las compañías mercantiles puede ayudar a restablecer el orden —dijo Deren Ilkur.
La expresión de Ilkur era ceñuda detrás de su barba corta y negra. Como recaudador de los Derechos, su función era presidir las reuniones del Consejo y formular el orden del día, pero estaba claro que no podía continuar hasta que no se hubiera zanjado la cuestión del reto de Marstel.
Por su parte, el harmach Grigor se limitó a mirar fijamente a Marstel durante veinte largos segundos, con expresión de profundo cansancio. Por fin, Grigor consiguió reunir fuerzas.
—¿Y si no adoptamos esas medidas, lord Marstel? —preguntó con voz de profundo desánimo—. Entonces, ¿qué?
Rhovann miró a Marstel y concentró toda su voluntad en el viejo lord. Marstel se enderezó con un gesto de pomposo desdén.
—Entonces, el Consejo Mercantil se encargará de aplicarlas. La Casa Hulmaster ha llevado a estos dominios a la ruina. No permitiremos que los Hulmaster impidan que nos salvemos.
Kara Hulmaster se puso de pie abruptamente, incapaz de estar allí sentada y sin hablar ni un minuto más.
—¡Durante años he soportado tu estupidez en esta cámara, Marstel, pero esto es intolerable! ¡La libertad para decir lo que piensas no te autoriza a incitar a la rebelión! Dices que los Hulmaster han llevado esta ciudad a la ruina. ¿Necesito recordarte que hace apenas cinco meses el harmach y la Hermandad de la Lanza derrotaron a los orcos Cráneos Sangrientos a unos ocho kilómetros de donde nos encontramos ahora, salvando de paso tus valiosas propiedades y tu indigno pellejo?
—Pero ¿no es cierto que fue la aparente debilidad de Hulburg la que movió a los Cráneos Sangrientos a atacar? ¿Y también a la Luna Negra? —respondió Rhovann por Marstel. El mago no tenía la menor idea si eso era verdad o no en el caso de la tribu de orcos, pero era importante que así se creyera—. El ataque de los Cráneos Sangrientos debería haber sido advertencia suficiente de que ya no podemos darnos el lujo de permanecer inactivos y de andarnos con indecisiones.
Otros empezaron a hablar, pero Nimessa Sokol fue la primera.
—Maese Ilkur, hace un momento has dicho que no veías la relevancia de las exigencias del Consejo Mercantil —dijo—. La relevancia es ésta: si el harmach no puede restablecer el orden, debe hacerlo el Consejo Mercantil. Yo no llevo mucho tiempo en Hulburg, pero mi familia tiene un interés considerable en el buen gobierno de este reino. Quiero oír cuál es la respuesta del harmach Grigor a las exigencias que se han planteado.
En los ojos del harmach hubo un destello de ira, pero mantuvo el tono tranquilo.
—No pediré a la Hermandad de la Lanza que se disuelva ni que se desarme —dijo—. Lord Marstel insiste en que las compañías del Consejo Mercantil tienen derecho a proteger sus vidas y sus propiedades. Pues bien, el mismo derecho tienen los ciudadanos de Hulburg. Y hemos visto hace cinco meses, y otra vez unas cuantas noches atrás, el valor de una milicia extensa y bien armada —miró a Marstel y a los líderes mercantiles que estaban detrás de él con dureza—. Podrían hacerse algunas concesiones para responder al resto de vuestras preocupaciones, pero no voy a darle otra vez al Consejo Mercantil la capacidad de aplicar sus propias leyes. Hemos aprendido que en Hulburg debe haber una ley para todos.
—En otras palabras, tu respuesta es no —dijo Marstel—. Entonces no hay nada más que decir.
El viejo lord vaciló, tal vez sin saber muy bien qué hacer a continuación, pero Rhovann volvió a imponerle su voluntad. Tras recuperarse, Marstel hizo una señal a los otros jefes mercantiles que estaban detrás de él. Todos se pusieron de pie —Nimessa Sokol, con una expresión de honda preocupación— y abandonaron el salón.
Rhovann esperó un momento para asegurarse de que los soldados del harmach no intentarían detener a Marstel y a los demás. No le parecía muy probable. Un señor más poderoso, o menos preocupado por la buena opinión de aquellos a los que gobernaba, no habría permitido que alguien que lo había desafiado se marchara en paz; pero Grigor Hulmaster parecía decidido a evitar el uso de la fuerza.
Después de un momento, Rhovann también se puso de pie y saludó al harmach con una inclinación de cabeza.
—Perdóname, pero yo también debo marcharme —dijo—. Por más que sea mago mayor, también he jurado servir a la Casa Marstel.
—Lastannor, debes razonar con Marstel —le dijo el harmach Grigor—. Si se burla de las leyes de Hulburg, la Torre no tendrá más remedio que aplicarlas. Me está forzando la mano.
—Haré lo que pueda —respondió Rhovann. Decidió que un equivoco más no podía hacer daño, y añadió—. Ya sabes que es muy dado a hablar con osadía y a los gestos grandilocuentes. Puede ser que mañana ya haya cambiado de idea sobre esta cuestión. —Repitió la inclinación de cabeza y se retiró.
En las escalinatas que había al otro lado de la puerta, encontró a Nimessa Sokol increpando a Maroth Marstel. La joven tenía las manos plegadas delante de la cintura y hablaba tranquilamente, pero sus ojos echaban fuego mientras estaba allí de pie, impidiendo que Marstel subiera a su coche.
—Antes no habías dicho nada sobre desarmar a la Hermandad de la Lanza —dijo en voz baja—. ¡No me habría comprometido a apoyarte si hubieras añadido eso a tu lista! El harmach jamás va a acceder a eso y lo sabes. ¡Ahora va a rechazar nuestra posición de plano!
—Son tiempos difíciles —dijo Marstel como respuesta—. Eres muy joven y careces de las experiencia sobre la forma de decidir cuestiones como ésta. Pocas mujeres tienen cabeza para este tipo de cosas, ya sabes.
Nimessa palideció de ira. Rhovann arqueó una ceja. Al parecer, la grosería innata de Marstel había resurgido exactamente en el momento oportuno para distraer a la joven de la Casa Sokol del hecho de que nunca se había pretendido que las exigencias fueran atendidas por el harmach. Intervino para tranquilizar las cosas antes de que Marstel pudiera decir algo que la enfadara aún más.
—Lo que lord Marstel quiere decir es que ahora planteamos una exigencia que se puede retirar graciosamente cuando empiecen las negociaciones —dijo con calma—, pero no tendría ningún valor si el harmach no pensara que vamos en serio.
La semielfa se quedó estudiándolo un momento.
—Claro, eso es lo que lord Marstel quería decir —dijo, aunque sus ojos y el tono que empleó indicaban lo contrario—. Sin embargo, la próxima vez la Casa Sokol debe insistir en estar informada de cualquier estrategia de este tipo antes de permitir que el gran maestro del Consejo Mercantil hable por nosotros. Vuestro plan puede hacer que todo quede desbaratado, con consecuencias desastrosas.
Rhovann obligó a Marstel a guardar silencio y saludó a la mujer con una reverencia. Ella los miró a los dos; después devolvió el saludo y siguió su camino. Rhovann condujo a Marstel al coche y ordenó al cochero que se pusiera en marcha. Salieron del patio de Griffonwatch y bajaron el camino de piedra que descendía rodeando la colina donde estaba construido el castillo.
—Pronto se hará de noche —dijo Marstel mirando por la ventanilla.
El mago elfo no le hizo caso. El viejo lord se estaba volviendo inepto, pero sería de gran utilidad para llevar con mano firme el timón del Consejo Mercantil, o incluso el trono del harmach, si llegaba el caso. Con atención constante y conjuros reiterados, Rhovann podía usar a Marstel más o menos a su gusto, pero el mago elfo no tenía muchas ganas de pasarlos meses o años siguientes haciendo de titiriteros de un viejo que estaba empezando a perder la cabeza. Tarde o temprano se haría obvio que Marstel ya no era adecuado para liderar nada —bueno, en realidad no lo había sido nunca—, y todo el trabajo de Rhovann habría sido inútil. No, lo que necesitaba era un Marstel más enérgico, más razonable, más leal, uno con el que pudiera contar para manejar los asuntos a su entera satisfacción y sin una supervisión constante. Por desgracia, no conocía ningún conjuro capaz de cambiar a ese viejo inservible en el hombre que necesitaba.
Pero sí conocía conjuros que podían hacer al hombre que necesitaba.
—Un simulacro… Eso serviría —murmuró en voz audible. Le llevaría varias semanas de trabajo, pero cuando lo hiciera ya no necesitaría hacer de niñera-enfermera del detestable viejo que tenía delante.
—¿Qué es lo que has dicho, Lastannor? —preguntó Marstel.
—Nada importante.
Rhovann miró por la ventanilla; habían llegado al astillero de Marstel, en el corazón del distrito del puerto. Volvió la vista hacia Marstel y fijó los ojos en él.
—Tú volverás a casa, comerás una cena ligera y te retirarás a descansar. Me ocuparé de que no te molesten. Que descanses.
Marstel asintió con un bostezo antes de caer dormido.
Cuando el carruaje se detuvo, Rhovann saltó de él y cerró la puerta.
—Llevad a lord Marstel a casa y metedlo en la cama —le dijo al lacayo, que asintió.
Todos los sirvientes y guardias personales de Marstel respondían al mago al que conocían como Lastannor, y hacían más o menos lo que él les ordenaba, a pesar de las objeciones de su señor.
—Que nadie lo moleste por ningún motivo. Regresaré por la mañana.
—Sí, maese Lastannor —replicó el lacayo, que a subió de nuevo al pescante, y el coche se perdió en medio de la llovizna.
La lluvia seguía cayendo y ya había grandes charcos entre las piedras de la calle, hasta se había formado un pequeño curso de agua en medio del recinto Marstel. El mago elfo hizo caso omiso de la persistente lluvia y se encaminó al edificio donde se encontraban las oficinas de la compañía. Hacía un rato que había terminado la actividad diaria, y el lugar habría parecido desierto de no ser por la presencia de más mercenarios de Marstel. Uno le abrió la puerta y se hizo a un lado mientras el mago se agachaba para entrar y dejar atrás la humedad exterior. Se dirigió a la oficina de Maroth Marstel, de la que se había apropiado para sus propios usos.
Dentro lo estaba esperando Valdarsel. El cyricista llevaba un sencillo sayal marrón con capucha que le daba el aspecto de cualquier cochero o fogonero de los que buscaban un medio de ganarse la vida en Hulburg.
—¿Y qué? —preguntó—. ¿Cómo ha ido?
—Tal como esperaba —respondió Rhovann—. El harmach se ha negado a aceptar las condiciones del Consejo. Aunque ha declarado que estaría dispuesto a negociar sobre algunos de los puntos, lo cual me sorprende.
—Entonces, ¿se necesita esta noche a los Puños Cenicientos?
—Sí. Se hará según lo habíamos planeado. Ocupad las calles una hora antes de medianoche y obligad a salir a todas las compañías de la Hermandad de la Lanza y de la Guardia del Escudo que podáis. Nosotros nos ocuparemos del resto.
Valdarsel asintió.
—Así se hará, pero habría sido mejor atacar sin previo aviso. Esa charada de plantear exigencias al harmach tal vez sólo sirva para poner en guardia a lord Hulmaster.
—Que esté o no en guardia no tiene importancia, pero podría tenerla más adelante para que el Consejo Mercantil pudiera afirmar que la cerrazón de Grigor obligó a tomar estas medidas. Una pizca de legitimidad puede hacer mucho a lo hora de convencer a la gente de que se ponga del lado del Consejo —sonrió Rhovann—. Bueno, eso y la evidencia inmediata de que el Consejo tiene controlados los disturbios de la ciudad.
—No te preocupes, Lastannor. Ya te daré ocasión de dominar a la multitud —dijo Valdarsel, y se echó la capucha sobre la cabeza—. Bueno, parece que vamos a tener mucho que hacer esta noche. Debo dar órdenes de organizar un disturbio, y tú tienes un rey al que destronar.
—Por supuesto.
Rhovann acompañó a Valdarsel hasta la puerta y se quedó mirándolo mientras se alejaba a toda prisa por la calle donde estaba el astillero. Varios rufianes que esperaban al otro lado de la puerta lo siguieron, sus guardaespaldas o algo por el estilo. No se fiaba de Valdarsel; después de todo, ¿qué clase de hombre podía servir a una deidad como el Sol Negro? Sin embargo, sí confiaba en actuar en su propio interés. El sacerdote estaba a punto de convertirse en el segundo hombre de Hulburg por su poder, con libertad para acumular riquezas y para recompensar a los que considerara dignos de ello. Sin duda, Valdarsel ya tenía planes que iban más allá de ese acuerdo y esperaba la hora de someter al Consejo Mercantil a los Puños Cenicientos, y no al revés… Pero primero tendría que ayudar al Consejo a arrebatar el poder a los Hulmaster.
—Un lobo hambriento encadenado —murmuró Rhovann. Mientras el que sostenía la cadena tuviera algo con que alimentarlo, no corría peligro.
Atravesó el patio hacia el más grande de los almacenes de Marstel, guardado por varios hombres vestidos con los colores de la Casa. Los mercenarios se pusieron firmes y lo saludaron con respeto. Pasó entre ellos y entró en el edificio que protegían. Estaba lleno a medias de productos comerciales comunes, cajones y barricas de todo tipo apiladas de forma poco ordenada. Rhovann se dirigió al centro del local y sacó la mano de debajo de la túnica. Hizo un sencillo pase en el aire y apareció ante él el contorno de una puerta oculta, que se abrió al contacto de su magia. Quedó al descubierto una escalera que conducía hacia abajo. El mago descendió a la habitación inferior.
En los sótanos ocultos debajo del almacén de Marstel había una compañía de cientos de hombres equipados para la lucha, de pie o sentados, esperando. Desde hacía unos veinte días, Rhovann había hecho que los barcos de Marstel transportaran subrepticiamente mercenarios contratados en Mulmaster y en otras ciudades. Habían llegado en grupos de cinco o seis y los había ocultado en los sótanos de Marstel. Rhovann buscó a su capitán, un hombre corpulento, fornido, con la boca llena de dientes de oro y una argolla de hierro en una rodilla, y le hizo señas de que se acercara.
—¿Están preparados tus hombres, capitán Bann? —preguntó.
El hombrón asintió.
—Estamos armados y equipados para la guerra, milord. ¿Cuáles son tus órdenes?
—Dentro de una hora se desatarán tremendos disturbios en el corazón del distrito del puerto. Un puñado de guardias del Escudo acudirá a sofocar los incendios y acabar con los desmanes. Tú deberás encabezar a los soldados de la Casa Veruna y la Casa Marstel hasta Griffonwatch y atacar el castillo mientras su guarnición está fuera. Al mismo tiempo, los soldados de la Casa Jannarsk se apoderarán de Daggergard.
Bann asintió. No era un hombre brillante, pero tenía cierta astucia y una vena de crueldad que lo hacían eficaz como comandante de mercenarios.
—¿Y la Doble Luna y los Sokol?
—No los considero fiables. Los hombres del Anillo de Hierro los mantendrán dentro de sus propios recintos hasta que se decidan los acontecimientos. Después, supongo que serán lo bastante pragmáticos como para adecuarse al nuevo orden de cosas. Y en caso de que no lo hicieran, bueno, no sería difícil expulsarlos de Hulburg una vez que las Casas mercantiles se hayan ocupado del harmach y de sus hombres.
—Griffonwatch puede presentar dificultades, milord —dijo Bann lentamente—. Bastan pocos hombres para defender un castillo, y no tenemos ni escalas de asalto ni arietes.
—Un pequeño detalle del que me ocuparé yo mismo, capitán Bann.
Rhovann sonrió fríamente. Contra un castillo equipado apenas con un puñado de guardias, no tenía la menor duda de que su magia podría poner la puerta en bandeja para Bann y su compañía.
—Asegúrate de llevar a tus hombres a las puertas del castillo en cuanto empiecen los desmanes. Déjame la puerta a mí.
—¿Y el harmach y su familia?
—Preferiría que los cogierais vivos. Después de todo, mañana habrá un nuevo harmach en Hulburg y sería una pena que Grigor Hulmaster no estuviera vivo para verlo.
Rhovann recorrió con la vista los barracones ocultos, asegurándose de que todos los mercenarios que pudieran oírlo entendieran sus deseos. Confiaba en que los servidores que creaba con sus propias manos o los secuaces controlados por medios mágicos hicieran lo que él ordenaba. A los mercenarios se los podía corromper, o podían entender mal las órdenes que se les daba. Ésa era la razón por la cual criaba a sus sirvientes más capaces en cubas alquímicas. No obstante, sabía muy bien qué era lo que motivaba a hombres como el capitán Bann.
—Por encima de todo, no dejéis que escape ningún miembro de la familia del harmach. ¡Cien coronas de oro a cada hombre que capture a un Hulmaster!
Bann insinuó una reverencia.
—Eres sumamente generoso, milord —dijo con voz ronca.
—Hasta cierto punto. No me falles, capitán.
Rhovann sostuvo la mirada del hombre un momento y después dejó a los mercenarios para que se preparasen.